Acolman, año de Nuestro Señor de 1535
Era una iglesia parecida a la de Acolman, pero poblada de santos a lo largo de toda la nave. Vestidos con suntuosos mantos de algodón, vigilaban a los fieles desde lo alto, y durante buena parte de la misa me hicieron sentir incómoda con aquellos ojos piadosos y resecos. Hasta que me fijé en lo que coronaba el callado de la talla más cercana a mí: ¡eran hojas de maíz que evocaban al dios Centéotl! Durante el sermón, observé con otros ojos las figuras que podía divisar en aquel lugar de penumbra: una llevaba en su callado una flor de ololiuhqui y otra estaba cubierta por un manto que recorría los matices del azul al verde del agua turbia. Sentí de pronto como si Centéotl, Xochipilli o el mismo Tláloc se hubieran colado en aquel templo bajo la guía de Tezcatlipoca, maestro del disfraz. «No en vano estamos en la cabecera de Teotihuacán», pensé, y me entregué a mi canto como no había hecho en ninguna de las ciudades visitadas con anterioridad.
Acabó la misa y los fieles abandonaron la iglesia en silencio, mientras los miembros del coro aguardábamos en nuestro sitio, cerca del altar. Detrás de nosotros, fray Rodrigo hablaba con el clérigo encargado de aquella parroquia. Entonces lo vi, sentado en los bancos centrales de la iglesia. No se movía, sólo me miraba. Vestido con camisa blanca, su manto oscuro emitía destellos verdosos. «¿El nigromante?», pensé con un vuelco en el corazón. No había vuelto a saber de él desde hacía seis años. Cuando el grueso de fieles había salido ya, el hombre se nos acercó. Caminaba renqueante por el pasillo principal, encorvado, envejecido, y me pareció oír esa risita burlona, tan familiar…
Me separé de mis compañeros y avancé unos pasos hacia él. Jonás se dio cuenta y me detuvo. Se situó delante de mí, con los brazos cruzados y los hombros en tensión.
—Espéralo. Que parezca que te presenta sus respetos —susurró, y señaló con la cabeza hacia detrás.
No me volví, pero sabía que Gabriel, el esclavo de Zolin, no nos quitaba ojo de encima.
Cuando el anciano nos alcanzó, encorvado como estaba, sólo pude ver su frente arrugada bajo el pelo enmarañado. Entonces sacó algo de debajo de su mano y me lo tendió. Era un cempasúchil. Noté que Jonás se relajaba, y acepté el regalo.
—Es la flor de los muertos. Como la luna cuando nace el sol. Viniste como te anunciaron —dijo el anciano señalando la figura de Coyolxauhqui estampada en mi sayo. «No es el nigromante, pero lo ha conocido», pensé. Él añadió—: Y quien te anunció me dijo que te fiaras de tu intuición.
—¿Le molesta, señora? —sonó de pronto una profunda voz en castellano.
Noté su presencia y me volví hacia él. Posiblemente tan alto como Martí, y de pelo más rizado y recio, el rostro negro de Gabriel contrastaba con el blanco de sus ojos, que miraban fijamente la flor.
—No, claro que no —respondí—. Es un fiel a quien ha gustado nuestro canto.
Gabriel asintió y retrocedió unos pasos, mientras el anciano se volvía hacia Jonás. Con visible esfuerzo, tembloroso, alzó la cara y le dijo:
—Me alegra que hayas encontrado tu camino. Te necesitaremos.
Y se marchó, mientras Jonás se giraba hacía mí, pálido como jamás lo había visto.
—¿Le conoces? —pregunté sorprendida.
—Creo que… es el sacerdote que me puso el nombre.
—¿Y qué nombre es? —pregunté, recordando de pronto que me había quedado sin respuesta en nuestro viaje en el barco.
—Vamos, es hora de volver a Acolman —anunció fray Rodrigo.
Jonás sonrió y se encogió de hombros, mientras seguía al fraile por el pasillo central de la iglesia.
Era un caballo de cruz baja, pero de potentes patas, casi tan negro como Kolo. El pequeño Hipólito apenas destacaba sobre la grupa del animal y Santiago, apoyado sobre la valla, le repetía:
—Dale más fuerte con los talones, hijo, que camine con brío.
—No quiero hacerle daño, papá.
—¡Pero es que así ni lo nota! Venga, dale, espalda recta, mirada al frente.
Aunque con el ceño fruncido, Hipólito obedeció y el caballo avivó el paso.
—Muy bien. Hazle girar; la rienda hacia la rodilla —ordenó Santiago.
Al niño no le gustaba practicar en el cercado; prefería cabalgar con su padre por los campos. Pero este estaba convencido de que a su edad era esencial el adiestramiento, y se encargaba personalmente de ello. A Ameyali le agradaba que prestara atención a su hijo, aunque no le convenciera especialmente que aprendiera a montar. Sin embargo, en los últimos tiempos no había hecho ningún comentario al respecto. «De hecho, ha dejado de poner reparos», se recordó Santiago. Desde que fray Rodrigo pronunciara un sermón alabando la virtud del trabajo comunitario bajo la sabia dirección del señor de Acolman, guiado sin duda por Dios, Ameyali ni siquiera mencionaba la recolección del aguamiel. A su marido le hubiera gustado creer que era porque había entrado en razón, pero no estaba muy seguro de ello.
Ella seguía sin renunciar a los dioses antiguos. Lo había comprobado cuando acompañó al coro en su primera salida a la parroquia de Texcoco. Todos vestían un sayo, estampado con tres tallos de zacate al amparo de la luna llena. No le sorprendió el símbolo del antiguo mes de ochpanitzli, pues durante el mismo se honraba a la diosa Toci, madre de dioses como la Virgen, pero sí la presencia de la luna. Este pequeño detalle le inquietó y acentuó la sospecha de que su esposa había presionado al cura para que se retractara. ¿Qué le habría dicho? Porque a aquellas alturas no dudaba de que lo había manipulado para honrar a quien ella quería. Al fin y al cabo, el coro estaba dirigido por el hombre que la acompañaba desde su retorno. Además, no se le escapaba que entre ella y Tecolotl había una complicidad que, si otrora podía creer aferrada al recuerdo de Xocoytzin, ahora sólo le despertaba recelo.
La figura de Ameyali había sido muy importante para animar a los campesinos a recuperar y ampliar los magueyales. La voz de la tradición impulsando el cambio era mejor que la fuerza, y por eso jamás temió que se rebelaran durante sus ausencias. Pero quizás estas se habían prolongado demasiado, pues sin el tlatoani en la ciudad, la habían reforzado como símbolo y le inquietaba la sensación de que ella estaba utilizando de algún modo el poder que esto le daba.
Por eso hizo venir a Gabriel, su mayordomo en México. La mayoría de la gente a su servicio en Acolman había sido elegida por el cihuacóatl y no se fiaba. Gabriel, en cambio, era su esclavo, y aunque no lo hablaba con fluidez, tenía nociones de náhuatl. Por eso era perfecto para vigilar las visitas del coro a otras ciudades y comprobar si ocultaban algo más que unas hierbas pintadas en un sayo. Si sólo era eso, no tenía importancia. Pero ¿cómo apagar su desconfianza? Sentía que esta amenazaba su matrimonio, y ya había perdido a Ameyali una vez. Debía hacer lo que fuera para salvaguardar su relación. «Quizá deba seguir el consejo de Pedro y poner a un administrador esclavo, como los otros encomenderos —pensó—. Eso podría ayudarme a descubrir si Ameyali hace algo a escondidas. En todo caso, la frenaría y todo volvería a ser como antes».
—¡Papá! —gritó Hipólito.
Santiago se asustó, pues de pronto se dio cuenta de que había descuidado a su hijo. Pero este permanecía sobre la grupa del caballo, sonriente y señalaba el horizonte. Un carruaje se aproximaba levantando el polvo del camino.
La carreta avanzaba lentamente, con los doce miembros del coro sentados en la parte de atrás. Santiago nos la había proporcionado tras nuestra visita al monasterio franciscano de Texcoco, en cuya iglesia cantamos, para honra de Dios y prestigio del encomendero de Acolman. Fray Rodrigo iba en el pescante, al lado de Gabriel, quien azuzaba a las mulas para que apuraran el paso.
Todos callábamos, pues no queríamos que nuestras conversaciones en náhuatl despertaran las suspicacias de fray Rodrigo, y además estaba el siervo de mi esposo. Sabía que Zolin no nos lo había proporcionado para nuestra comodidad, como le hizo creer al fraile, sino que era una forma de controlarme. «Es posesivo, pero porque te quiere», me dijo Jonás cuando le expresé mi desasosiego. Sin embargo, temía que sospechara algo: tanto control no era propio de él, a no ser que por algún motivo ahora desconfiara de Tecolotl. Como había dicho el anciano en la iglesia, debía fiarme de mi intuición, pero a la vez sabía que no resultaba fácil: era mi esposo, el padre de mi hijo.
Observé a Jonás, quien apoyado en el lateral de la carreta contemplaba el paisaje. Su rostro de finos rasgos relucía perfilado por el sol de la tarde, y parecía disfrutar de la paz del trayecto, a pesar de la postura encogida que se veía obligado a adoptar. «El hombre del nombre perdido», así lo llamó el nigromante en la cueva, y también dijo: «Verdadera es su fe, importante su misión». En aquel momento no presté atención, pero ahora, tras las palabras del anciano sacerdote de Teotihuacán, no podía evitar pensar en ello. Más allá del afecto que le profesaba, debía admitir que era esencial para mí, para nosotros, y apenas había sido consciente de ello. Se ponía en peligro con su misión, cierto, pero pensé que lo hacía por su fe, e incluso por mí, porque éramos como hermanos. Sin embargo, ahora me daba cuenta de que era parte de su destino, ¿hasta qué punto él había obrado sabedor de ello? «Supongo que no es casualidad que desconozca su nombre nahua —pensé—. Quizás él mismo lo rechaza».
Yo también rechazaba mi destino si se trataba de convertirme en sacerdotisa de la luna, tal y como el nigromante me vaticinó. Cierto que Coyolxauhqui señalaba las noches de nuestros ritos en el templo, pero en cada uno de ellos la fuerza residía en los dioses que podían brindarnos esperanza y optimismo. Y nos habían favorecido, no cabía duda, por lo que durante aquellos seis años no había pensado demasiado en la diosa luna. No era su sacerdotisa, tampoco lo era sólo de Xochiquetzal, aunque para mí ocupaba un lugar especial. Era una sacerdotisa de casi todos los dioses, según el mes, según lo que conocíamos por nuestros propios recuerdos y el saber que pudieron aportar los ancianos. El primer sacerdote que había visto en años fue el que vino hacía mí en la iglesia de la cabecera de Teotihuacán. Sin embargo, él parecía esperar mi llegada, y Coyolxauhqui había sido la señal. Yo la mandé estampar en el sayo para indicar el momento del ciclo lunar en el que estaríamos en el templo para honrar a Toci, pero las palabras del anciano me llenaron de tristeza, pues me recordaron a las que había pronunciado el nigromante: «Si estás aquí, es porque ya has empezado la transición, y ya has sentido a Coyolxauhqui».
Cuando me las dijo, la percibí como diosa vengativa y me dolía la pérdida de Martí, de quien quise vengarme sin que él mereciera tal cosa. Ahora me daba cuenta de que mi mente lo evocaba porque me gustaba pensar que hubiera podido compartir con él todas mis verdades. Pero a la vez, avergonzada y cobarde, siempre intentaba expulsar su recuerdo. Y sobre el carromato, por primera vez fui capaz de entender la razón. No me arrepentía de la decisión que tomé en su momento, pero todo lo que hice desde entonces me colocaba en una situación parecida a la de Coyolxauhqui. Con Zolin, sólo mostraba partes de mí misma, como la luna en el cielo. Y Martí ofrecía a mi imaginación una visión distinta, plena, que evidenciaba lo pequeños que podían llegar a ser los trozos visibles de la luna, con lo cual convertían cada fase en un recuerdo de su derrota.
Observé la flor de cempasúchil en un intento de hallar la mirada de Xochiquetzal, pero ninguna imagen vino a mi mente. «¿Por qué pienso ahora en esto? ¿Dónde me lleva?», me recriminé, y me volví, ansiando que el paisaje me diera el refugio que Jonás hallaba. Los cerros se difuminaban en el horizonte, coronados por las nubes grises que no tardarían en bajar hasta nosotros. Al otro lado quedaban las ruinas de los templos de la abandonada Teotihuacán. Los arbustos y los nopales empezaban a parecer frutos del descuido entre los campos de cultivo, unos con los primeros tallos de frijoles, otros con el maíz acogiendo la prolífica lluvia de la estación. Ante este paisaje, las imágenes de los santos de la iglesia acudieron a mí, y me devolvieron la incomodidad que me habían generado sus ojos pintados. Entonces me di cuenta de que ellos eran los que habían despertado aquella otra visión de Coyolxauhqui. Derrotada por su hermano, era la diosa de los vencidos. Y quizá no fue Tezcatlipoca quien guiara a Centéotl, Xochipilli o Tláloc a disfrazarse en la iglesia de la cabecera de Teotihuacán; quizás era la diosa luna quien les había mostrado cómo presentarse ante su pueblo vencido: a pedazos, como ella hizo tras su derrota. Pero por muy cercana que me resultara, tampoco quería ser la sacerdotisa de esa diosa.
—Gabriel, detén el carro un momento —ordenó de pronto fray Rodrigo.
El esclavo obedeció y todos nos miramos con desconcierto. Entonces, en la lejanía, pudimos distinguir el sonido rítmico de un tambor acompañado de un canto. El aire nos lo traía distorsionado por la distancia, pero para mí sonó con total claridad:
Oh, Chicomecóatl, diosa de las siete mazorcas, levántate, despierta,
pues tú, nuestra madre, nos abandonas ahora,
y te vas hacia tu patria Tlalocan[6].
Era el canto a la diosa del maíz para que despertara a la vegetación, y sonaba en pleno día, bajo el sol vencedor Huitzilopochtli.
—¿Quiere que vayamos hacia allí? —preguntó Gabriel.
Fray Rodrigo se santiguó y Jonás se apresuró a afirmar:
—¡Es el demonio, padre! ¡No nos acerquemos!
—Tranquilo, hijo —respondió el fraile—. ¡Aún hay mucha superstición en estas tierras! Por eso es mayor vuestra obra. Volvamos a Acolman.
El esclavo arreó a las mulas, y en cuanto estas empezaron a trotar, Jonás me miró con una sonrisa radiante en su rostro.
—Estará a rebosar con la luna llena —murmuró.
«¿Cómo voy a ser sacerdotisa de la luna? Los otros dioses no me dejarán», pensé.
Cuando el carruaje tomó la entrada principal de Acolman, el sonido de los cascos sobre el empedrado llegó hasta el patio de armas de palacio. Santiago Zolin había ordenado abrir los portones y mandó a Hipólito a las caballerizas con Itzmin para que desensillaran el caballo.
En pie, con las manos a la espalda y expresión adusta, vio a un jinete con espada al cinto entrar en la plaza. Tras él, tirado por un brioso corcel enjaezado, iba un pequeño carruaje similar a las antiguas andas, pero con ruedas y cubierto con un armazón de madera en lugar de telas. A su paso, Santiago observó las expresiones de sorpresa y temor de sus súbditos, quienes jamás antes habían visto una comitiva como aquella, y percibió algunas miradas de soslayo hacia él, sin duda para comprobar su reacción. Él se mantuvo inmóvil, tranquilo, como todo un tlatoani, a pesar de que pensaba que hubiera sido bueno contar con una escolta armada. No debía de ser el único, pues detrás sintió la presencia de Tecolotl y dos de sus hijos, lo cual le reconfortó.
El carruaje se detuvo a las puertas del palacio, y Santiago observó que tras él había otro jinete armado. El primero de ellos descendió de su caballo, pero en lugar de dirigirse hacia el señor de Acolman, fue hacia la portezuela del carruaje y la abrió. Tendió su mano a alguien en el interior y salió una dama de rostro sudoroso, ataviada con un lujoso vestido cuyo escote estaba trazado por puntillas blancas de algodón.
—Rosario —murmuró Santiago sin poder contener su sorpresa.
—Querido esposo —dijo ella en voz alta, extendiendo las manos hacia él—. ¿No me das la bienvenida?
Él salió de su estupor y se acercó a Rosario, indicando a Tecolotl que aguardara dentro del patio. Al llegar a la altura de su esposa, el señor de Acolman tragó saliva para disimular una leve punzada de temor y preguntó:
—¿Has venido sola?
—Escoltada —respondió ella señalando a los dos jinetes, ahora en formación a un lado—. Los ha contratado Pedro.
—¿Y este carro?
—Me lo prestó doña Mariana.
Santiago entonces hizo una señal a Teodoro para que se acercara.
—Señores, por favor, acompañen a mi mayordomo. Él les indicará sus aposentos y dónde pueden comer algo. Teodoro, por favor, manda también a alguien para que se encargue de los caballos.
El hombre asintió y se retiró, seguido por los jinetes y el cochero. Se detuvo en el patio y dijo algo a sus hijos. Uno desapareció por la caballeriza, el otro por la parte trasera de la escalera, mientras el padre subía a la segunda planta con los recién llegados. Cuando Santiago se volvió, Rosario miraba a su alrededor sonriendo complacida, e incluso alzó la mano en un tímido saludo, pero los encomendados de Santiago inmediatamente bajaron el rostro.
—¡Qué agrios! Como Teodoro, todos son iguales —exclamó decepcionada.
—Te muestran respeto, por eso no te miran —explicó él con sequedad—. Anda, entra.
La tomó del brazo con fuerza y la arrastró hacia el patio de armas.
—¿No te alegras de que haya venido?
—¿Cómo se te ocurre? ¡Es peligroso, incluso con escolta! Y ese traje, ¿te parece apropiado para viajar?
—Te echaba de menos —sonrió Rosario ignorando sus palabras, y le pasó la mano por el pecho en una caricia.
Santiago la arrastró hacia un lado del patio, apartándola de las puertas abiertas, y se encaró con ella, mientras hacía esfuerzos por dominar toda la rabia que de pronto sentía.
—Me has desobedecido. Te dije que me esperaras en México.
—Llevas casi un mes fuera, y no quería permanecer más en la ciudad como una solterona, con mi cuñado y mi hermana —se lamentó con los ojos fijos en el suelo. Luego los alzó con un brillo que él reconocía muy bien y con voz melosa añadió—: Además, ¿quién es mi señor y dueño?
Intentó abrazarlo buscando un beso, pero él, que apenas podía controlar su furia, se quedó rígido.
—Papá, le he quitado las cinchas yo solo —sonó de pronto la voz de Hipólito.
Santiago se giró y vio a su hijo acercarse con porte orgulloso, acompañado de su perro. Casi al instante, el señor de Acolman miró a Rosario con temor. La expresión de esta se había congelado, observando al pequeño que, incuestionablemente, poseía los rasgos de su esposo. Aun así, con una voz que le salió quebrada sin darse cuenta de ello, preguntó:
—¿Tienes un hijo?
—Fue antes de casarnos, ni siquiera te conocía.
—¿Quién es esa señora, papá? —preguntó Hipólito parándose en medio del patio con cierto temor.
—Ha venido de México en un carruaje que hay allí fuera —respondió Santiago, señalando hacia los portones aún abiertos.
Rosario sonrió y acarició la mejilla de su esposo:
—¿Es esto lo que te retenía aquí tanto tiempo? —murmuró. No esperó respuesta. Se inclinó hacia el pequeño y le preguntó con dulzura—: ¿Quieres que te lo enseñe?
Hipólito miró a su padre con expresión de desconcierto ante la invitación de aquella señora. Como si quisiera animar a su pequeño amo, el perro de pronto se levantó y salió hacia fuera. El niño lo siguió con la mirada, hasta que su semblante se iluminó con una enorme sonrisa y también corrió hacia los portones.
—Vamos —dijo Santiago poniendo una mano sobre el hombro de Rosario para animarla a seguir al pequeño. Debía admitir que le enternecía la reacción de su esposa.
—Mamá —gritó Hipólito abriendo los brazos.
La cara de Santiago se demudó; Rosario se detuvo en seco. Ante el carruaje, Kolo saltaba alrededor de Ameyali, quien vestida con el sayo, se agachaba para recibir a su hijo. Lo abrazó y entonces los vio. Santiago se sintió traspasado por aquella mirada fría, el rostro endurecido. Aún agachada, ella murmuró algo al oído del pequeño y se levantó. El niño le tomaba la mano. Entraron en el patio de armas, pasaron por delante de Santiago y, conteniendo su furia, ella lo miró directamente a los ojos mientras murmuraba en náhuatl:
—Prometiste que no vendría nunca.
Luego pasó de largo hacia la parte de atrás de palacio. Desorientado, Santiago no supo reaccionar hasta que una bofetada en el rostro convirtió su desconcierto en cólera.
—Era esto lo que te mantenía aquí tanto tiempo, ¿no? —gritó Rosario con el rostro desencajado—. El concubinato es pecado. Y a los indios se les ejecuta por ello.
—¡Yo no soy un indio! —respondió él devolviéndole una bofetada—. ¡Soy un encomendero de su majestad!
Zolin no vino a mis aposentos y ni siquiera entró en el jardín trasero desde la llegada de la esposa cristiana. Debía de estar en su lecho, pero a decir verdad eso no era lo que me mantenía encogida en un rincón del patio, bajo techo a la puerta de mi dormitorio, con la mirada apagada y el pensamiento nublado. La noche era oscura, llovía y las ranas elevaban sus cantos a Tláloc. Mientras, las palabras de mi hijo se repetían en mi mente como una cantinela:
—¿Qué es un indio, mamá? —me había preguntado mientras llegaban hasta nosotros los gritos de Zolin y Rosario.
No pude responderle. Estaba agobiada por un llanto que no quería dejar salir delante de él. Y no lo hice, no lo había hecho en ningún momento desde entonces. Ahora, atrapado en mis entrañas, me roía con furor.
—Un indio es uno de los nuestros —le había murmurado.
Pero no brotó ninguna lágrima, y me abracé a mis piernas, dobladas sobre el pecho. Mucho tiempo atrás, con el nacimiento de Huemac, Zolin ya se entregó al dios extranjero, pero no porque dejara de creer en nuestras divinidades, sino porque las consideraba vencidas. Sin embargo, no dudó en desafiar a fray Rodrigo cuando sintió que interfería en sus derechos como señor de Acolman. En ello quise ver a Zolin, pero me equivocaba: era el encomendero. ¿Desde cuándo Santiago estaba por encima de Zolin? ¿Por qué no me había dado cuenta antes? Sabía que tenía otra esposa, pero di por hecho que estábamos en igualdad de condiciones, que lo mismo que yo aceptaba a una esposa secundaria, ella aceptaba a la principal. Sin embargo, esa mujer ni siquiera sabía de mi existencia.
Sigilosa, noté que una presencia familiar se aproximaba a mí como un espectro alicaído. Yaretzi se sentó a mi lado, rodeó con un brazo mis hombros y me dejé acunar.
—¿Le amas? —susurró su voz rota.
—No sé quién es, en quién se ha convertido.
—¿Hubieras aceptado un matrimonio por la iglesia extranjera?
—Ya estábamos casados. Él no lo respetó.
—Pero ¿lo hubieras aceptado?
Negué con la cabeza, notando su pecho seco en mi mejilla, con los ojos perdidos en la lluvia que agrandaba los charcos del patio.
—Entonces no puedes culparle. Sabes que ante fray Rodrigo vuestra situación es delicada.
—Pero no lo era entre nosotros, Yaretzi, o eso pensaba. ¿Puedes creer que Santiago no le había dicho nada a esa mujer?
—¿Y qué cambia eso? ¿Qué cambia que ella esté aquí? —preguntó. Y me besó en la cabeza—. Él… Yo creo que te quiere, el pueblo te ama, eres la esposa principal.
—Pero como ella no acepta que haya otra mujer en su vida, se sentirá con derecho a reclamar su puesto aquí, en Acolman. Y yo no podré hacer nada. Con su silencio, Santiago me ha convertido en la concubina de Zolin, el indio que niega ser.
Yaretzi sacudió la cabeza y replicó:
—No puede hacer eso, no aquí. ¿No me has oído? Es igual si se considera uno de nosotros o no. Sabe perfectamente que sus ausencias son posibles porque tú estás aquí como esposa principal. No puede ofenderte en público.
—Soy sólo una mujer.
—Has mantenido a los dioses vivos para que bendijeran nuestras cosechas, y Acolman prospera desde tu retorno. ¿Que Zolin no lo sabe todo? Bueno, pero tú eres la que ha estado aquí cada vez que el fraile ha azotado a alguno de los nuestros. Has protegido a nuestro pueblo, y le has defendido a él durante sus ausencias. Eso lo sabe, no te quepa duda.
Me incorporé y miré a Yaretzi.
—¡No tiene justifiación! —exclamé—. Él sabía en todo momento lo que hacía. ¡Todos estos años arrastrando su culpabilidad por tomar una segunda esposa, por convertirme en su concubina! Pero eso no es lo que más me duele, lo que realmente me hace daño es que no me lo haya dicho con claridad. Quizás hubiera aceptado. ¿Qué iba a hacer? Se casó creyéndome muerta. Me hubiera conformado por nuestro hijo.
—¡Pues hazlo ahora! Por tu hijo y por tu pueblo.
—¿Y si ella no acepta? —escupí, sin poder controlar el temblor que me sacudía—. Nuestras viejas costumbres no valen nada.
Yaretzi me abrazó y me obligó a volver a su pecho. Me acunó al ritmo de la lluvia, mientras yo, con los ojos secos, me decía: «Somos un pueblo vencido».