XXXIV

Acolman, año de Nuestro Señor de 1535

Zolin jadeaba entre el placer y la urgencia, sentado, con mi cuerpo sobre el suyo. Él empujaba sin dejar que adaptara el ritmo de mis caderas a sus embestidas, y yo me aferraba a su espalda, excitada, pero sin disfrutar. Quizá por ello le arañé; él gimió de placer y me tumbó para ponerse encima de mí y continuar. Al poco acabó, se apartó a un lado y se quedó boca arriba, recuperando el resuello.

Frustrada, fijé la mirada en el techo, enmarcado con cenefas de cempasúchiles y mariposas pintadas en honor a Xochiquetzal. Durante aquellos días, el sexo con Zolin era como un combate cuerpo a cuerpo, donde sentía que se expresaba como nunca la realidad de nuestra relación. Aquel comentario despectivo y su agresividad habían agrietado nuestra armonía, que ahora entendía frágil, y no podía evitar preguntarme con quién estaba casada. En mi cultura, toda mujer vivía bajo tutela, ya fuera la de los dioses en las calmecac, o bajo la de los hombres, padres o esposos. Pero en las ausencias de Zolin, yo siempre quise ver generosidad, porque estas me habían dejado espacio para ser yo misma sin más guía que mis propias convicciones. Ninguna mujer podía ejercer poder de manera abierta sin ofender a su esposo, así que cualquier maniobra era sigilosa y procuraba enaltecer al tlatoani de Acolman. A la vez, jamás preguntaba sobre su vida con la esposa castellana. Esto convertía nuestra relación en un discurrir entre espacios mudos, necesario para mantenerla en un delicado equilibrio. Pero mientras crecieron los magueyales, mientras se enriqueció el mercado, aún con las verdades no contadas, estábamos unidos por algo. O eso había creído.

De pronto mi mente voló hacia Martí, hacia la verdad que hubo entre nosotros, pues con él pude ser yo misma, mientras que con Zolin sólo podía serlo, completa, en sus ausencias. Y en verdad era cuestión de tiempo que nos tuviéramos que enfrentar a lo que ahora nos sucedía: visiones opuestas a la hora de entender el bien para nuestro pueblo. Me irritaba tener que usar mi posición contra sus planes, pero la agresividad de su reacción en la temazcalli no me dejaba otra salida.

La campana de la iglesia no tardaría mucho en llamar a misa, y Zolin se levantó y se dirigió al cesto que contenía su ropa.

—Fray Rodrigo me ha comentado que vais a ir a cantar con el coro por diferentes encomiendas —dijo mientras sacaba su camisa.

—¿No estás de acuerdo? —pregunté sin poder evitar un tono seco.

Él se sentó a mi lado y me acarició la cicatriz del seno que me dejara mi consagración como antigua sacerdotisa. Evitaba mis ojos y con la mirada seguía el recorrido de su mano.

—Estoy muy contento —aseguró con cierta melancolía—. Es un buen ejemplo para el pueblo.

Frené su mano, la tomé entre las mías, y con ello me miró a los ojos.

—Sabes que mi posición como antigua sacerdotisa y como hija de tlatoani te son de utilidad.

—Lo sé. Es tu obligación, y cumples como una excelente esposa ante nuestro pueblo. Lo siento. —Me besó en los labios con dulzura y luego añadió—: Pero ¿entiendes que no puedo cambiar mis decisiones por unos dioses que fueron derrotados?

Bajé la cabeza. «No, no lo entiendo. Tu actitud es la vencida».

—Amor, no soporto que estemos enfadados —dijo—, y menos por cosas que no incumben al matrimonio. Vayamos a misa con nuestro hijo.

Fuimos juntos, pero ante el dios de aquella iglesia no éramos marido y mujer, por lo que nos sentábamos separados. A mí no me importaba; aquel dios no podía validar lo que habían hecho los míos, y mi pertenencia al coro servía para guardar las apariencias ante el pueblo. Yo permanecía en el centro, al igual que en los ensayos, y desde mi posición podía observar, en el primer banco, a Zolin sentado entre Tecolotl y mi hijo. Aburrido, Huemac jugueteaba con la cruz de san Antón prendida a su cuello cuando fray Rodrigo empezó su sermón:

—Si uno invita a su amigo a beber pulque, ¿es pecado? No, si la moderación reina, están compartiendo. Compartir es bueno, agrada al Señor. Y si uno no se da cuenta y se emborracha, ¿es esa embriaguez pecado? No, porque no lo sabíamos. Es ignorancia, y la ignorancia se puede corregir siguiendo los mandatos de Dios.

Se interrumpió, y desde un lateral del altar, Jonás tradujo mientras se alisaba el pliegue de la túnica, en señal de que nuestra estratagema contra los planes de Zolin había surtido efecto. Luego el fraile prosiguió explicando que en cambio era muy distinto beber siendo consciente de que se iba a acabar borracho. El tono de su sermón fue subiendo cuando aclaró que el pecado capital de la gula incluía comilonas y borracheras. Y estas llevaban a pecar de soberbia, ira o pereza.

—Por eso las pulquerías son la casa de la tentación —concluyó—. Así que id con cuidado fuera de Acolman, porque los arrabales de otras ciudades están plagados de ellas. No bebáis, ni incitéis a la bebida, pues todo aquel que es causa del pecado de otro peca también. Y todo pecador arde en el infierno.

El rostro de mi esposo se ensombreció. Miró a Tecolotl mordiéndose el labio inferior, pero el ciuhacóatl o no se dio cuenta, o simuló una perfecta indiferencia. Luego, con un movimiento brusco, ladeó la cabeza y me clavó una mirada oscura, con el ceño fruncido y tembloroso.

Santiago Zolin cerró la puerta de su estudio con rabia. ¿Cómo se había enterado fray Rodrigo? ¿Y cómo se había atrevido a interponerse en sus planes? Se dirigió hacia su amplia mesa de trabajo y revisó las disposiciones de Tecolotl respecto a la recolección y el traslado del aguamiel.

—¡Nada! —murmuró con desprecio.

En aquellos documentos sólo estaba la habitual efectividad del cihuacóatl, pero no tenía más remedio que ponerlo bajo sospecha, porque si no lo había delatado él…

Frustrado, se dejó caer en la silla sin dejar de pensar en Ameyali. Le había dejado claro cuánto le disgustaba la idea, pero no podía creer que usara al fraile para frenarle. A Zolin no se le escapaba que ella seguía sintiendo a los antiguos dioses como dueños de su alma; lo veía en las flores del jardín y en la decoración del dormitorio. Al principio le inquietó, pues podía protegerla sólo hasta cierto punto. Pero debía admitir que con los años aquellos detalles le generaban una sensación de hogar que le devolvía a la seguridad de su infancia. Y por ello sabía que Ameyali se sometía a fray Rodrigo porque a él, su verdadero señor y esposo, le convenía. Pero en verdad ella no confiaba en el clérigo ni en aquella religión.

Así que sólo podía sospechar de Tecolotl. Las mismas virtudes que le agradaban de él podrían habérsele vuelto en contra. Había sido un fiel consejero del antiguo tlatoani, padre de Ameyali, y al principio navegó entre su propio desconcierto y la desconfianza de Juan. Luego Santiago se lo llevó como mayordomo a México contagiado por la desconfianza de su hermano, y lo devolvió a Acolman porque era el único noble que quedaba de la vieja escuela preparado para ejercer como cihuacóatl. Sin embargo, como antiguo noble, era fácil deducir que a Tecolotl tampoco le agradara la idea de vender pulque fuera de ceremonias ya inexistentes. Y aunque jamás le discutiría de forma directa, estaba adiestrado por la vieja corte en los entresijos políticos.

Se oyó un golpe en la puerta y al poco entró Tecolotl con las manos plegadas a la altura de su cintura, sin mirarle a los ojos.

—¿Me has mandado llamar, mi señor?

—¿Te sorprende? —preguntó Santiago Zolin, poniéndose en pie—. ¿Cómo puede ser que fray Rodrigo haya condenado tan directamente mis planes? ¡Y delante de todo mi pueblo! Alguien se lo habrá dicho…

—Bien, Jonás, leal servidor de su esposa, era el encargado que el fraile había elegido para ir por las aldeas y asegurar que la gente viniera a doctrinas —se explicó el cihuacóatl, manteniendo la mirada en sus propias manos entrecruzadas—. Pero ahora ya no es así. Ha escogido a un fiel de cada aldea. Cualquiera de ellos puede haberle dicho que cosechan aguamiel como tributo. —¿Y por qué no se me había informado?— preguntó Santiago escrutando la expresión de Tecolotl.

—Pensé que era una cuestión de iglesia, y que no interferiría en cómo el señor de Acolman gobierna. Le suplico me disculpe, pues a veces aún me cuesta entender a estos frailes, mi señor. Sé que eso no es excusa, pero…

—Está bien, no temas —le interrumpió Santiago—. Envía a un mensajero a fray Rodrigo con una invitación a almorzar en mi casa. Espero que tú también asistas, y así aprendas a no dejarte embaucar por esos frailes.

Tecolotl estaba sentado en un lateral de la alargada mesa de roble, frente a fray Rodrigo. Este parecía nervioso, a pesar de que el tlatoani les agradecía cortésmente su presencia. Luego el fraile bendijo los alimentos y empezaron a servirse la comida en escudillas, lo cual resultaba muy incómodo para el cihuacóatl.

—Y bien, cuénteme cómo van sus prédicas por las estancias —comentó Santiago Zolin iniciando la conversación.

Fray Rodrigo pareció relajarse, pero a Tecolotl le fue imposible seguir lo que dijo a continuación, pues hablaba con la boca llena, rápido, y en aquel idioma que el cihuacóatl aún no dominaba del todo. Así que mientras no oyera «Teodoro» decidió concentrarse en meterse la cuchara en la boca sin derramar nada.

En la reconstruida Tenochtitlán, él comía con el resto del servicio, en la cocina. Aceptó aquel puesto de mayordomo, muy por debajo de su rango, y aguantó a pesar de la actitud despectiva de doña Rosario. Para Tecolotl era mejor que quedarse en Acolman, reducido a poco más que un campesino con unas pocas tierras. No soportaba sentir vergüenza ante los hijos que le quedaban tras la viruela. Y por ellos valió la pena aguantar en Tenochtitlán, pues al regresar con mejor posición, pudo brindarles puestos como recaudadores de tributos o escribas, más adecuados a su preparación.

Y, además, estaba ella, Ameyali. «Lástima que no sea un varón», pensaba Tecolotl a menudo. Sus consejos eran los de un digno sucesor de Xocoytzin, y no le faltaba valor, como había demostrado con su última iniciativa para mantener el favor de los dioses. Ella, más que el tlatoani, era su guía y su inspiración. Desde su llegada, los dioses habían vuelto a Acolman, y se preguntaba cuánto más los bendecirían aquel año, tras la ceremonia dedicada a Toci.

Entonces le pareció que fray Rodrigo aludía al coro, y Tecolotl se esforzó por entender sus comentarios:

—Puede estar usted orgulloso de sus indios encomendados. He apalabrado la presencia del coro en algunas cabeceras cercanas. Pero sepa que la idea parte de Jonás, y esto me alegra profundamente. Ha hecho que todas esas almas descarriadas se acerquen al Señor.

—Ya, por eso le había hecho venir —dijo Santiago dejando la cuchara en la escudilla vacía—. Me voy a quedar un par de meses y necesito a todo mi servicio, incluidos los que forman parte del coro. Y el resto, deben labrar los campos para el frijol. Trabajar también es honrar a Dios.

Tecolotl se quedó paralizado al oír aquello.

—Pero ese coro de indios le ensalza a usted, don Santiago, en el objetivo cristiano de su encomienda —señaló fray Rodrigo con incredulidad.

—Y es ese objetivo el que me preocupa. Verá, su sermón de hoy me ha hecho reflexionar, y no veo bien que vayan a otras ciudades. Aquí no hay pulquerías, pero usted lo ha dicho: fuera está lleno. Y yo no puedo exponerles a la tentación de la gula de esa manera. Sería fallar en la misión que me encomendó su majestad el rey. ¿Quiere más vino?

Sentado en su estudio, Zolin golpeó la mesa y me miró con rabia.

—No querrás que te recuerde cuál es tu lugar como mujer. ¿Desde cuándo te importa tanto honrar a Dios? —me preguntó.

Sentí que mis mejillas temblaban levemente por la rabia e intenté controlar mis sentimientos, pero aun así mi voz sonó dura cuando respondí:

—Era una oportunidad, Zolin. ¿A cuántas ciudades pensaba llevarnos el fraile? En todas hubiéramos magnificado el nombre de Acolman y su mercado.

Él se rascó la oreja y luego, con un suspiro, se puso en pie y vino hacia mí. Me tomó de los hombros y en tono conciliador dijo:

—Querida, agradezco tu implicación y lo que has hecho como antigua sacerdotisa, hija de tlatoani y ahora esposa. Pero creo que es hora de que todos tengan claro, tanto ese fraile como el pueblo, que quien manda aquí soy yo. Si después de haberme retado fray Rodrigo se lo piensa mejor, aún podrás hacer lo que debes por tu tierra. Agradezco que me ayudes a legitimarme ante nuestra gente como tlatoani, pero aunque no lo hicieras, soy el señor y no puedo permitir que haya dudas al respecto.

—¿Por eso te quedas? —pregunté con un hilo e voz—. No es por tu hijo ni por mí.

Él bajó la cabeza y apretó sus manos sobre mis hombros. Me hacía daño, pero más me dolía preguntarme desde cuándo le importaba tanto el poder. Decepcionada, le obligué a soltarme y salí asediada por las dudas: ¿Zolin estaba cambiando o ya lo había hecho? ¿Se convertiría en alguien parecido a su hermano Juan? ¿Cómo afectaría eso a nuestro matrimonio?

De la sala de los escribas, salió Tecolotl y le seguí al piso inferior, hasta el abrevadero, que quedaba resguardado tras la escalera. Con las manos entrecruzadas sobre su cintura, sin mirarme a los ojos, comentó:

—¿No ha sido un riesgo, mi señora?

—No, los matrimonios discuten. Tenemos visiones diferentes de lo que es bueno para nuestro pueblo, y aunque no haya cedido, puedo saber sus intenciones. Simplemente, la estrategia para frenarle con lo del pulque ha sido un error. Habrá que buscar otra solución.

Tecolotl se soltó las manos e hizo un gesto como si espantara alguna mosca mientras decía:

—Renunciemos al coro, no nos queda otro remedio. Además, era demasiado arriesgado usarlo en ciudades que no conocemos.

—La idea es no hablar con nadie, Tecolotl. Los sayos que he mandado hacer para nuestras actuaciones, con los tres tallos de zacate sobre la luna llena, son tan peligrosos como las decoraciones de las cerámicas. Los curas ni se fijan en ellas. Pero entre los otros que acuden al templo, se entenderá que se refiere a la ceremonia de las escobas. Renunciaré a frenar la cosecha del aguamiel. Sólo he de conseguir que fray Rodrigo se retracte públicamente.

Santiago Zolin permanecía escondido en la penumbra, cerca de la pila bautismal, mientras en su mente se repetía incansable la pregunta de Ameyali: «¿Por eso te quedas?». Sólo Tecolotl y fray Rodrigo conocían su decisión de quedarse durante dos meses, y se preguntaba con recelo cómo se había enterado su mujer.

Cuando ella salió del confesionario, Santiago se agachó para no ser descubierto. Una sonrisa iluminó de pronto el rostro de su esposa y se marchó con paso apresurado, sin santiguarse antes de salir. «¡No puede ser! —pensó—. Ella sólo se confiesa cuando es obligatorio. ¿Desde cuándo se lleva tan bien con fray Rodrigo?». El noble linaje de Ameyali le había ayudado, cierto, pero también la consolidaba a ella ante el pueblo, y más gracias a sus propias ausencias. ¿Acaso hacía uso de ello? «Es mi esposa. ¿Cómo me va a traicionar?».