Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1535
El tímido sol del amanecer parecía no tener cabida en la alcoba y la tenue luz apenas conseguía abrirse paso entre las cortinas. Don Cristóbal estaba pálido y respiraba con dificultad. Había adelgazado y se le marcaban los pómulos, pero los labios mantenían su color natural. Miraba a Martí con ojos turbios, quizás asustados, pero sin el brillo característico de la fiebre.
—¿Ha expulsado mocos al toser? —preguntó a Mariana.
Ella asintió, con las manos entrecruzadas sobre los amplios pliegues de su vestido.
—Pero esta vez sin sangre —apuntó.
—Eso es buena cosa, ¿eh, don Cristóbal? —dijo Martí para tranquilizarlo. Por experiencia sabía que en los pacientes flemáticos a los que les costaba tomar aire el miedo surgía enseguida.
El enfermo esbozó una sonrisa amarga, pero no desapareció la expresión asustada de sus ojos. Aquel año era la tercera vez que el médico le atendía por lo mismo. Durante el invierno se había acatarrado varias veces, con complicaciones que le provocaban un desequilibrio del humor flemático y le hacían respirar con dificultad. Martí lo había relacionado con la humedad del lago y el frío, ya que la flema era el humor asociado al agua. Aunque don Cristóbal se había recuperado en dos ocasiones anteriores, temía que sólo había aliviado sus síntomas sin realmente llegar a equilibrar los humores, pues llegada la época de lluvias había vuelto a enfermar. Destapó los pies del paciente y confirmó sus temores al observar que estaban inflamados.
—Tendrá que tomar pasta de maíz mezclada con flor de la pasión. Como en las anteriores ocasiones, esperemos que se recupere, pero añadiremos otro tratamiento que deberá seguir mientras dure la estación de lluvias.
El enfermo hizo un esfuerzo por hablar y preguntó con voz entrecortada:
—¿Y el corregimiento?
—Querido, la Real Audiencia no va a levantar a los corregidores la prohibición de salir de la ciudad —señaló doña Mariana con voz autoritaria mientras se sentaba al borde de la cama. Le tomó la mano y añadió con dulzura—: ¿No ves que temen que os convirtáis en encomenderos? ¡Deja que se encargue tu administrador y cuídate a ti mismo!
—De todas maneras, don Cristóbal —intervino Martí—, el tratamiento no le impedirá seguir con sus asuntos una vez que esté recuperado.
El hombre asintió mirando al médico, y doña Mariana le preguntó:
—¿Qué tenemos que hacer?
Martí pensó que lo ideal sería recomendarle uno baños medicinales en una temazcalli, pero sabía que no podía hacer tal cosa.
—Tendrá que inhalar los vapores de un preparado de hierbas que le traeré.
—¿Y el vino? —preguntó don Cristóbal.
—Una copita diaria que no falte —respondió Martí con una sonrisa. Considerado caliente y seco, era especialmente bueno para los pacientes flemáticos, que precisamente padecían de un mal frío y húmedo.
Entonces Martí se agachó y recogió su bolsa del suelo. Sacó la parlota y se cubrió la cabeza mientras se despedía:
—Y ahora descanse, don Cristóbal.
—Le acompaño a la salida, doctor —se ofreció Mariana.
Dio un beso en la frente a su esposo, se puso en pie, recolocó los pliegues de su amplio vestido y salió de la habitación seguida por el médico. Una vez cerrada la puerta del dormitorio, la dama se aproximó a Martí. Le puso las manos en el pecho y, jugando con los cordeles del cuello de su jubón, preguntó sin mirarle a los ojos:
—¿Seguro que no es grave? Jamás había tenido los pies así.
—Será una dolencia habitual, pero no necesariamente más grave.
Mariana alzó la cabeza y sus labios quedaron muy cerca de los de Martí. Siempre conseguía excitarle con aquella actitud provocativa.
—Gracias —murmuró.
La mirada de él se escurrió por el escote de la dama y replicó burlón:
—Ya sabes que cobro mis buenos dineros por mis servicios médicos.
Ella soltó una carcajada.
—Si esta tarde traes las hierbas en persona, querido doctor, a lo mejor recibes algo más que tus honorarios.
Las obras de la catedral avanzaban a buen ritmo desde que Juan de Zumárraga regresara de Castilla consagrado como obispo, y los martillazos de los canteros se entremezclaban con los quejidos de las poleas y las mulas. Martí atravesó la plaza mayor a grandes zancadas, intentando borrar de su mente la imagen de Mariana.
Años atrás, sus encuentros se sucedían durante los viajes de su esposo a la cabecera de su corregimiento. Sin embargo, desde la llegada de los nuevos miembros de la Real Audiencia, don Cristóbal no podía salir de México sin autorización. Aun así, se ausentaba tardes enteras, lo que facilitaba los encuentros entre los amantes. Por ello, Martí intuía que existía un pacto entre don Cristóbal y su esposa, cuya convivencia, más que la de un matrimonio, parecía la de dos amigos que se estimaban. También sentía el aprecio que el hombre le tenía, y no le gustaba la idea de aprovecharse de su enfermedad. Pero no podía evitar una punzada de excitación. Mujer culta e ingeniosa, Mariana estimulaba tanto los placeres de su cuerpo como de su mente, lo cual le evadía de las preocupaciones surgidas de su trabajo o, últimamente, de su relación con su primo. Al atravesar la puerta de los mercaderes se detuvo, pues no le apetecía volver a su casa y encontrarse con Galcerán. Sin embargo, como no había desayunado, tenía hambre, por lo que continuó su camino.
Tras su negativa a recomendarlo a Cortés, el antiguo coronel se paseaba por la casa con semblante adusto y sus silencios eran una queja muda que llenaba el ambiente de tensión. Estaba seguro de que no hallaría dificultades en ser aceptado con honores en las filas de Cortés, pero después de hablar con Sebastián Ramírez de Fuenleal, Martí se había fortalecido en su negativa, ya no por los sentimientos que le despertaba Cortés dadas las experiencias de su padre, sino porque apreciaba a su primo y sus intenciones le parecían un despropósito.
Con Galcerán en mente, el médico entró en casa y no pudo evitar un suspiro aliviado al hallar el salón vacío. Tonalna asomó desde la cocina y risueña dijo:
—Señor, seguro que está hambriento. Le preparo algo enseguida.
—Muchas gracias —respondió Martí quitándose la parlota.
Se sentó frente a la mesa y comenzó a vaciar su bolsa. Pero su tarea se vio interrumpida por la entrada estrepitosa de Galcerán, cuya expresión de entusiasmo cambió de inmediato ante la presencia de Martí.
—Pensé que no estabas en casa.
—Pues te equivocabas.
—Cierto —repuso con sequedad. Pero de pronto sus hombros se vencieron con un suspiro y su expresión se volvió melancólica—. No es bueno vivir así. Necesito un cambio. No soy feliz.
—De veras te daría mi bendición si creyera que tus planes van a resolver ese problema.
Galcerán asintió y se sentó junto a la mesa.
—Dicen que Cortés ha arribado a una isla y ha tomado posesión en nombre de la Corona. Parece que la ha bautizado como California, por no sé qué libro de caballerías.
Martí arqueó las cejas y se cruzó de brazos.
—En las Sergas de Espaldían, la reina Califa gobierna California —explicó con sequedad. Y con un suspiro añadió—: También dicen que Cortés dejó a algunos hombres en Chametla, bajo el mando de Andrés de Tapia, y que se están empezando a dispersar, cansados de esperar que vayan a buscarlos.
—Peor para ellos. Mira, Martí, esas tierras son la oportunidad de hacer algo completamente diferente a lo que he hecho hasta ahora. No se trata de riqueza, ni de prestigio; se trata de descubrir a gente que ni siquiera somos capaces de imaginar.
Martí pensó en Guifré. Esas palabras le recordaron lo que le contó sobre su llegada a Tenochtitlán, pero sabía que no se trataba de la misma situación.
—Tú… —añadió Galcerán ante su silencio—. Estoy seguro de que puedes entenderme. Tienes curiosidad por la medicina de los indios, e investigas, aprendes y tu mundo se agranda con ello. Yo no soy un hombre de estudios, pero también tengo curiosidad.
—¿Admiras a Cortés? —preguntó Martí.
—¿Quién no? Fue muy inteligente para hacerse con la Nueva España con notoria inferioridad de hombres respecto a sus enemigos.
—¿Los indios son enemigos?
—¡No es eso! A ellos, como guerreros, también les admiro. Pero la guerra es estrategia, y la de Cortés fue mejor.
—Ya, por eso ahora los trata como los trata, ¿no? Los barcos de su astillero se hacen usando tememes, cuando los cargadores indios están prohibidos, porque legalmente se considera abuso.
—Tengo entendido que paga sueldos por ello.
Martí se levantó, se acercó a Galcerán y le puso una mano en el hombro.
—Tú verás. Eres un hombre libre, y no tengo derecho a oponerme a tus deseos. Aunque como primo, me preocupa lo que te pase. En todo caso, la elección es tuya.
El retablo dedicado a san Francisco rebosaba una belleza diferente, de un color tan vivaz que la acercaba a la naturaleza más que ninguna otra pintura que Mariana hubiera contemplado antes. Los artistas indios a quienes fray Pedro de Gante adiestraba en su escuela de oficios demostraban una sensibilidad que atraía profundamente a la dama. Por eso la vela que su esposo le había pedido que encendiera por su salud titilaba en aquella capilla, aunque sabía que a él la composición del retablo le parecía recargada.
Preocupada por la salud del que había sido su compañero durante toda una vida, por primera vez se sentía vulnerable. Se casaron por conveniencia, un matrimonio pactado entre sus familias. Pero desde siempre compartieron una relación regida por la complicidad. Nunca estuvieron enamorados, y estaba convencida de que eso les había fortalecido. El lecho que compartieron años atrás les dio dos hijos, bien situados ahora en La Española. Con ello consiguieron parecer un matrimonio como exigía la Iglesia y el decoro, y al mismo tiempo ella gozó de una libertad que sabía que no obtenían las parejas que pasaban por los suplicios del amor, presas de afectos cambiantes y deslealtades. En cambio, ellos siempre habían sido leales el uno con el otro, e incluso ahora estaba convencida de que el hecho de que su vida sexual se separara había contribuido a aquella lealtad.
Sin embargo, echaba de menos aquella ambición que compartieron durante años, excitados por el reto y la novedad, una ambición que les hizo venir a la Nueva España. Tras la tiranía de los anteriores miembros de la Real Audiencia, Cristóbal parecía haberla perdido, agotado por los juegos políticos que antaño le apasionaban. Se conformaba con llevar su corregimiento, leal a la Corona. Y al verlo en cama, Mariana se daba cuenta de que la ambición era sólo una de las cosas que le había quitado el paso de los años. Pero ella no se sentía igual y se preguntaba si por primera vez le estaba siendo desleal con Martí.
Apuesto, reservado y dotado de una seductora inteligencia, el conde de Empúries había afianzado su posición en la ciudad de manera tan silenciosa como efectiva. Su primo servía en el ejército y sus servicios médicos en el hospital le dotaban de un prestigio sólido frente a los miembros de la Real Audiencia, de los cuales algunos, como el propio presidente, eran clérigos. Además, era el médico personal del obispo Juan de Zumárraga, quien jamás se cansaba de hablar bien de él. Y por ello Mariana a menudo se preguntaba: «¿A qué espera para dar el salto? Sólo con chasquear los dedos puede conseguir un corregimiento, pero cuando el virrey tome el cargo, ¿quién sabe?». La verdad era que tanto la espera como la incógnita la excitaban.
Observó los animales dibujados en la parte inferior del retablo: el jaguar parecía un gato manso, y entre las motas de su pelaje le pareció distinguir, según se mirara, la silueta de un águila. Eran dos símbolos del poder de los indios, uno desapercibido al fundirse con el otro y, sin embargo, la piel del jaguar era resultado de la presencia discreta del águila. Entonces se dio cuenta de que no era desleal a Cristóbal por aquella excitación. Al fin y al cabo, Martí no le había confesado cuáles eran sus intenciones reales; se había limitado a pedirle ayuda en ciertos momentos, y también escuchaba sus consejos, aunque jamás los solicitó. Eso no era lo mismo que compartiera con Cristóbal, con quien los pasos para cumplir sus ambiciones se habían establecido entre los dos.
A Mariana le alivió este pensamiento, se santiguó ante el retablo y salió de la capilla. La nave central de la catedral, aún en obras, estaba prácticamente vacía. Sin embargo, al enfilar el pasillo lateral hacia la puerta, en una de las últimas bancadas, vio una figura encorvada que enseguida reconoció. Rosario sentada, sola en un oscuro rincón, parecía querer pasar inadvertida.
A menudo coincidían, e incluso se visitaban, pues su cuñado era corregidor, al igual que Cristóbal. Debía confesar que a su llegada a México le pareció una mujer sosa y aburrida, pero desde que se casara con el encomendero indio, que tan hábilmente había prosperado en aquel mundo de castellanos, Rosario le despertaba curiosidad y le divertía la inocencia de sus observaciones. Así que se acercó a ella con sigilo y se sentó a su lado. La mujer la observó de reojo, y luego mantuvo la mirada perdida en el altar mayor.
—Pareces afligida. ¿Acaso echas de menos a tu esposo?
Rosario mal disimuló un suspiro y respondió en un susurro entrecortado:
—Se me hace extraño estar sin él. A veces pienso en cosas raras durante sus ausencias.
—Oh, vamos —dijo Mariana asociando las cosas raras con el miedo a la infidelidad—, no te hagas eso a ti misma. Tú le convienes. Sabe que como indio puede inspirar desconfianza, y vuestro matrimonio lo acerca a los castellanos. Además, observa el cristianismo como ningún otro. Rosario, tienes un marido como muchas querrían: a tu servicio.
La mujer se volvió y le dedicó una sonrisa amarga.
—Pero yo… Yo no quiero que esté conmigo porque le conviene.
—¿Son esas las cosas raras que piensas? —preguntó Mariana reprimiendo una carcajada. Ella sería quien mandaría en la relación si no estuviera tan enamorada. Y él tomaba el poder alimentando ese amor—. Tu esposo está lleno de detalles que no deberían hacerte dudar de lo que siente, ¿no crees?
—Por eso estoy preocupada. Yo no… —la mujer suspiró—. Ya ves que no tenemos hijos, no los tendremos. Tú viviste en Cuba, conocías a mi antiguo esposo…
—¿Temes que Santiago te haga lo mismo? —preguntó Mariana con incredulidad—. No va a esparcir bastardos por ahí; le acusarían de concubinato. No sería el primer indio al que condenan por ello.
—Lo sé, y pocas castellanas lo aceptarían en su lecho. No es que tema que me haga lo mismo, pero sí que temo que algún día sienta que no correspondo a su amor como una mujer debe hacerlo, dándole un heredero.
Mariana acarició el hombro de la mujer con la intención de reconfortarla. La entendía, aunque consideraba que el amor creaba preocupaciones ahondando en debilidades ridículas. Por ello agradecía que su relación con Cristóbal estuviera basada en la amistad.
—Ay, Rosario, deja de pensar cosas raras. —La mujer sonrió y Mariana añadió—: Santiago es un encomendero próspero, ha tenido suerte contigo, y lo sabe. Por eso te cuida y te quiere, y está agradecido al Señor. Acepta que Dios te bendiga con su gracia, y si lo echas de menos, ya sabes dónde está Acolman.