XXXII

Acolman, año de Nuestro Señor de 1535

El olor a sebo impregnaba el interior de la iglesia, iluminada por las velas depositadas sobre dos estrados cuadrangulares cerca del suelo. A diferencia de los soportes que las elevaban en las iglesias romanas, allí representaban los despojos de nuestra antigua religión, como lo fue el Coliseo a mis ojos. Por ello, siempre que entraba en la iglesia, evocaba el recuerdo de Martí, a la vez que me sentía impulsada a huir de él para evitar el doloroso desasosiego que me producía. Aquel día, además, añoraba que me reconfortara como hiciera en Roma y me esforcé para que mi mirada se perdiera entre las llamas agitadas, mientras mi voz se unía al coro.

Fray Rodrigo nos observaba complacido desde la segunda banqueta, pero yo no podía soportar su sonrisa, pues sabía que el viejo Chimalli había muerto la noche anterior. A pesar de mis esfuerzos por concentrarme en el ensayo, la rabia era superior a mí y se me quebró la voz.

—¿Por qué os habéis interrumpido? —inquirió el fraile.

—Quiero que todo suene perfecto.

—Perfecto sólo es el Señor, Jonás. Ten cuidado con la soberbia.

El director del coro se giró de nuevo hacia nosotros, mientras yo no podía evitar un leve temblor. Pero de pronto Itzmin entró corriendo y fray Rodrigo hizo señal a Jonás para que se acercara. Los tres hombres se comunicaron entre murmullos, hasta que mi fiel amigo anunció en náhuatl:

—Acaba de llegar don Santiago Zolin, y requiere al servicio de palacio.

Una joven dejó la fila del coro y se alejó por un pasillo lateral de la iglesia.

—Carmen, ve tú también —añadió fray Rodrigo.

Seguida por Itzmin, enfilé hacia la salida. Ya fuera, respirar el aire libre aplacó algo mi rabia, y bajé anhelando de pronto ver a Zolin.

—Mi señora, no sabía yo que fuera usted del servicio de palacio —oí a Itzmin tras de mí, jocoso—. Eso es insultante para una esposa principal.

Me detuve en seco y me volví hacia él. Las arrugas se habían cernido sobre su rostro y su aliento olía a pulque.

—El día que sea esposa ante ese Dios y ese fraile, piérdeme el respeto. Pero hasta entonces soy hija y esposa de tlatoani. ¿Cómo te atreves a hablarme así?

El hombre bajó la cabeza y sacudió los hombros en un sollozo.

—Lo siento, mi señora, lo siento.

Me sentí culpable, pues la dureza de mi respuesta se debía a la rabia acumulada contra el fraile. Mi cuerpo en tensión pedía justicia.

—No llores ahora —murmuré con dulzura, poniendo la mano en su hombro. La bebida también lo convertía en un niño—. Vamos, ve a darte un buen baño en la fuente antes de que Zolin piense que vas borracho al trabajo.

Fray Rodrigo despidió con una bendición a los once miembros del coro que restaban en la iglesia y se dirigió hacia el altar mientras Jonás se sentaba en una banqueta. El texcocano estaba preocupado por Ameyali, rara durante todo el ensayo. Pero si quería ayudarla, lo mejor era cumplir con lo acordado.

La amaba. Ella había dado sentido a su vida, y él no se avergonzaba de admitir que la quería. Le invadía un sentimiento de gratitud colmado de paz y vislumbraba con claridad su destino. Seguirlo le acercaba a la hermana que no conoció y le permitía reconciliarse con el recuerdo de sus difuntos padres, enmendando la decepción que les causó. «Siempre pensé que el sacerdote que me impuso el nombre estaba borracho y no leyó bien los presagios», se recordó con una sonrisa. Si soportó sus tiempos en el telpochcalli, cortando leña y cavando zanjas, fue por las noches en la casa del canto. Gracias a su especial habilidad con la música, consiguió entrar en la corte del tlatoani de Texcoco, y a pesar de no haber estudiado en el calmecac, accedió a la poesía y a las artes más elevadas. Sin embargo, sus padres nunca se sintieron orgullosos de él, al contrario, pensaron que huía del destino augurado por su nombre.

Pero cuando seis años atrás Ameyali emergió en el templo secreto y asumió su papel como guía de su pueblo, Jonás vio el camino que le llevaría a cumplir con el destino que le presagiaran los astros al nacer. Ahora la situación pedía un cambio, pues el fraile ya contaba con nueve vecinos que colaboraban con él, cada uno de una aldea, para asegurarse de que la gente iría a doctrinas. La mayoría de ellos ya había delatado antes prácticas paganas, ciertas o inventadas, y por ello Jonás permanecía alerta, tal y como su nombre nahua le presagió.

—¿No te marchas? Pareces preocupado —observó fray Rodrigo.

—Soberbia es pecado capital, padre —replicó él con el tono lastimero de un niño que reprime el llanto, pues sabía que el clérigo prefería verles como chiquillos necesitados de guía.

Fray Rodrigo se sentó a su lado y le acarició el cabello.

—Sí, pero sólo te advertía. No creo que peques de soberbia, hijo.

—Es que he tenido una idea, padre.

El fraile entrecruzó las manos en su regazo.

—A ver, cuéntamela y yo te diré si es pecado.

—Como se acerca el día de Nuestra Señora la Virgen María, y es fiesta muy sagrada, pensaba que, para ayudar a llamar a doctrinas en esa fecha, el coro podía ir a cantar por las cabeceras de todas las encomiendas. ¡Por eso tiene que ser perfecto, padre!

El fraile soltó una carcajada aguda.

—Está bien, Jonás, no es soberbia. Es algo pretencioso, pero sólo por tu amor a Dios. Sería soberbia si lo hicieras por vanidad.

—Entonces, ¿me ayudará?

El fraile le acarició el rostro. Aunque Jonás era un hombre hecho y derecho, sus rasgos mantenían la pureza de un muchacho.

—Claro, pero no podrá ser en todas las encomiendas. El coro irá a las más cercanas, ¿de acuerdo?

Jonás sonrió y le besó la mano.

Kolo se había convertido en un fornido xoloitzcuintle y sus potentes mandíbulas parecían albergar la fuerza del relámpago del dios Xolotl. En cuanto crucé la puerta del palacio, el perro acudió a recibirme y le acaricié entre las orejas hasta que las carcajadas alborozadas de Huemac llenaron el patio de armas y el animal corrió en su busca.

Kolo le seguía a todas partes, cuando salíamos a recoger plantas o cuando intentábamos atrapar ranas en los manantiales. A sus siete años, mi hijo era un niño algo díscolo, pero de buen corazón, con las mismas facciones vigorosas de su padre y ojos parecidos a los míos.

—Mira cómo salta, papá —oí que decía entre los ladridos de su perro.

Siempre hablaba en castellano con él. Era conveniente, pues lo necesitaría en su vida adulta, aunque ello me entristecía. Pero aquel día, a diferencia de otros, no me dolió. Sentí que su fina voz transformaba la rabia por la muerte de Chimalli. «Todo es por Huemac —me recordé—, para que mantenga vivos a los dioses cuando los que vimos su grandeza partamos al Mictlán». Entendí que, por la misma razón, el fiel anciano no necesitaba justicia, sino honor. Y ello pasaba por aumentar el número de fieles que asistían al templo. Si Jonás conseguía su propósito, estaríamos en el camino.

Reconfortada, atravesé el patio de armas y los hallé sentados tras la escalera, en un banco de madera cercano al abrevadero. Huemac estaba en el regazo de su padre, que agitaba una mano para hacer saltar a Kolo. Me acerqué y les di un beso en la frente a cada uno.

—Mamá, papá me va a llevar a montar a caballo.

Zolin tomó mi mano y me la acarició mientras señalaba:

—Iremos luego, pero dile a Itzmin que vaya preparando tu caballo, hijo.

Huemac saltó del regazo de su padre y corrió hacia las caballerizas, acompañado de su inseparable Kolo. Entonces noté el aliento de Zolin en mi cuello, con un susurro:

—Hipólito adora los caballos. Hace honor a su nombre.

—Huemac es nombre de rey, ¿no es también digno de él?

Sus manos me tomaron de los hombros con suavidad y me invitaron a girarme hacia él.

—Claro que sí. Será el tlatoani de Acolman.

Invadida de una ávida ternura, le besé paladeando su boca con suavidad y él se agitó voraz.

—María estaba preparándome la temazcalli. ¿Por qué no me acompañas? —murmuró.

Sin esperar respuesta, se puso en pie mientras tiraba de mi mano. En el patio trasero, el perfume de las flores se mezclaba con el aroma de la madera que ardía en la pared lateral de la temazcalli. Nos desnudamos y entramos en el pequeño cubículo, donde nos aguardaba un cuenco y un hatillo de raíces. Nos sentamos, él de espaldas a mi pecho, yo rodeándole con mis piernas, y lancé agua a la pared. El vapor enseguida humedeció nuestra piel y le tendí parte de las raíces, mientras con el resto empecé a frotar sus amplios hombros.

—He visto en las aldeas del sur bastantes quiotes de maguey —comentó a la vez que restregaba sus muslos—. Creo que aún podemos sacar más provecho de las plantas más viejas.

—Bueno, Tecolotl ha vuelto a mandar familias de artesanos a Atlatongo para encargarse de los quiotes. No sé si será temporal…

—No me refería sólo a aprovecharlos para la construcción. Estaba pensando en cosechar el aguamiel —anunció con entusiasmo.

Sus palabras me desconcertaron. Con el aguamiel se hacía pulque, que sólo se utilizaba en las ceremonias y las fiestas arraigadas en las antiguas costumbres. Pero Zolin parecía haberlas olvidado, atrapado en un pragmatismo que lo acercaba al Dios vencedor e incluso le llevaba a enorgullecerse de mi participación en la parroquia. Por ello y por la advertencia del nigromante, le ocultaba lo que hacía durante sus ausencias. Así que, desorientada, pregunté:

—¿Para qué?

—Para venderlo, claro. Hacer pulque aquí no nos serviría de nada, excepto si queremos llenar la ciudad de borrachos. Ya sabes que pasados dos días desde la recolección, no se puede beber.

—Pero el pulque ya no es negocio —observé acariciando su pecho—. Ya no se celebran ritos ni ceremonias, ¿no?

Zolin se deshizo de mi abrazo y se volvió para escrutarme con un suspiro sombrío, sin decir nada. Incapaz de soportar sus ojos, me volví para lanzar más agua sobre la pared. Esta chisporroteó e hizo pesado nuestro silencio. Él me dio de nuevo la espalda y empezó a restregarse el torso con las raíces.

—Ya lo había pensado —dijo—, por eso venderé el aguamiel a las pulquerías de México.

—A los castellanos no les gusta el pulque —señalé con voz apagada, negándome a creer lo que pretendía hacer mi esposo—. Sólo les gusta a los nuestros: se emborrachan con él.

«Ofenden a Quetzalcóatl, y, sin su guía, las viejas costumbres desaparecen y nos rebajamos. Además, el dios único no cuida de los nuestros», pensé mientras Zolin se volvía hacia mí. Con suavidad, su mano alzó mi barbilla y susurró:

—Los nuestros son los de Acolman.

—No está bien, Zolin, sabes que no. Si aquí no hay pulquerías, es porque tú mismo consideras que la embriaguez rebaja a las personas. ¿Por qué hacerlo en México?

—Por el bien de Acolman.

—Yo no puedo apoyarte en esto.

De pronto, él me agarró el brazo con tal fuerza que me atemorizó.

—No te lo he pedido. Soy el tlatoani, sólo tengo que ordenarlo.