Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1535
El murmullo de los comerciantes desplegando sus mercancías se colaba por las ventanas de la casa de Martí y anunciaba el despertar de la ciudad. La bolsa de medicinas reposaba en el respaldo de la silla donde estaba sentado, y en la cocina, su criada Tonalna preparaba el desayuno mientras él permanecía acodado en la mesa, inmerso en la lectura de la última carta de su padre. A pesar de los años transcurridos, siempre esperaba que Guifré le informara de que se buscaba al conde de Empúries por la puñalada a Alfons, pero tal noticia nunca había llegado y tampoco lo hizo en esta ocasión. Sin embargo, no se sintió aliviado. La zozobra con la que había despertado aquella mañana seguía ahí, y no tuvo más remedio que aceptar que, una vez más, era por la misión encargada a Mixcóatl.
Martí levantó la mirada del pergamino. En la huerta trasera, dos pajarillos alzaron el vuelo tras beber de una de las charcas que había dejado la lluvia nocturna. Un mexica de espalda estrecha y barriga abultada salió de la cuadra con el caballo y lo ató cerca del abrevadero. Era su criado, Xilonen. Con la piel curtida por el sol y la espalda encorvada por los recuerdos, el hombre se dirigió hacia un montón de heno y empezó a esparcirlo mientras la mirada de Martí se desviaba hacia la puerta cerrada del cuarto de Mixcóatl, cerca de la temazcalli. No quería molestarlo, seguro que había llegado bien entrada la noche, así que tendría que arrastrar su inquietud toda la mañana, hasta que pudiera preguntarle tras volver del hospital.
Entonces, como de la nada, apareció su recuerdo. Ameyali siempre acudía a él con feroz nostalgia cuando el antiguo escolta de Guifré cumplía con sus encargos. Y aunque se repetía que lo hacía en secreto para honrar a su padre, se daba cuenta de que con ello también agrandaba la tumba de su amor por ella, sin poder desprenderse de aquella lápida de amargura cada vez que le invadía su recuerdo. «Podría olvidarla para siempre si abandonara esta misión», se dijo. Pero lo había pensado miles de veces y era incapaz. Colaboraba con los frailes y con las autoridades castellanas; no quería sentir que traicionaba a Guifré no cumpliendo lo que se había propuesto.
—Disculpe, mi señor —dijo Tonalna a su espalda.
Cuando llegó a la casa, la esposa de Xilonen era enjuta y su piel macilenta parecía remarcar las cicatrices de la viruela, pero ahora su rostro desprendía brillos rojizos y había ganado peso, embelleciendo sus formas redondeadas. Siempre con una risueña sonrisa que mostraba la falta de dientes frontales, la mujer se acercó a la mesa para servirle un humeante tamal envuelto en palma.
—Cómalo, señor, que está calentito —le dijo a Martí.
Él asintió con una sonrisa y preguntó:
—¿Ha venido Mixcóatl?
—No, no ha regresado.
Al oír aquella respuesta, sintió una punzada de inquietud. De pronto, unos enérgicos golpes sacudieron la puerta de la entrada y todo su cuerpo se puso en tensión, mientras con pequeñas pero rápidas zancadas Tonalna atravesaba el salón y abría. No irrumpió ningún guardia, pero tampoco apareció Mixcóatl. La mujer volvió con una nota y se la entregó a Martí. Este la abrió, y a pesar de reconocer la letra, no consiguió relajar la expresión.
—He de irme al hospital —anunció.
Los seis presos arrastraban sus pies engrilletados y uno de los cuatro soldados de a pie que los escoltaban les increpó para que aligeraran el paso. Vestido con un coleto que dejaba a la vista las mangas verdes de su camisa, Galcerán encabezaba la comitiva sobre su caballo y custodiaba las espadas que habían quitado a los presos. Ya estaban cerca del palacio de la Audiencia Real, antigua residencia de Cortés, donde también estaba la cárcel, pero habían recorrido un largo camino, pues venían de las inmediaciones de la ruta a Veracruz.
Al poco de instalarse en México, Martí enseguida encontró su propio camino, y aunque Galcerán veía grandes oportunidades en la Nueva España para un hombre de su experiencia militar, la crueldad de la Real Audiencia de entonces, presidida por Nuño de Guzmán, hizo que desistiera de todo intento. Pero hacía ya cuatro años que habían sido destituidos los antiguos oidores, y los nuevos, dirigidos por el obispo de Santo Domingo, Sebastián Ramírez de Fuenleal, enseguida mostraron un talante radicalmente opuesto al de sus predecesores en el gobierno y la justicia. Fue entonces cuando Galcerán le pidió a Martí que, como conde y reputado médico, le ayudara a obtener un puesto acorde con su experiencia. Y con las recomendaciones de don Cristóbal y doña Mariana, pasó a comandar un escuadrón en la milicia de la ciudad. Divididos en cuadrillas, sus soldados debían atrapar a los ladrones, perseguir el juego, apagar incendios y controlar a los presos. Su trabajo se centraba en la población castellana, donde los maleantes que no se lanzaban a los caminos vagaban por la ciudad. A veces utilizaban a los naturales para hacer el trabajo sucio, y entonces su fuerza prevalecía sobre la de los topileque, encargados de hacer prácticamente lo mismo que ellos pero entre mexicas, bajo las órdenes directas de sus jefes de barrio.
Sin embargo, desde hacía unos meses, Galcerán se veía obligado a dejar la ciudad. Al frente de sus hombres, ayudaba a los soldados que guardaban los caminos, sobre todo la ruta de Villarrica. Su majestad había nombrado un virrey que asumiría las funciones de gobierno de la Real Audiencia, y el ilustrísimo señor Ramírez de Fuenleal había destinado partidas de indios para trabajar en la mejora de las rutas antes de su llegada. Pero de nada servía si no se velaba por la seguridad. Así que destinó refuerzos para atajar un problema que venía de largo: los bandoleros, en su mayoría bregados en la lucha, pues eran antiguos combatientes sin fortuna que se habían convertido en bandidos.
Con la fachada de palacio ya a la vista y las miradas siguiéndoles a su paso, Galcerán se daba cuenta de que aquellas salidas habían resultado un perverso incentivo, pues por una parte le permitían dejar de lado las tareas administrativas y participar en la acción, pero, por la otra, le hacían sentir que no quería perpetuar ninguna de las dos actividades, y a diferencia de Martí, aún no había encontrado su lugar. Quizá si se uniera a alguna de las expediciones reemprendidas gracias a la Real Audiencia hallaría su camino, pero no creía que su primo el conde estuviera muy de acuerdo con ello y se sentía desorientado.
El gran portón permanecía abierto y Galcerán lo atravesó a lomos de su corcel. En el patio de armas, el servicio, todos indios, iban de un lado al otro, mientras que algunos funcionarios recorrían el soportal superior. Galcerán se detuvo al lado del viejo ahuehuete que reinaba en el patio y le tendió las riendas a un mozo que ya aguardaba. Luego ordenó que bajaran a los presos a las mazmorras, y a grandes zancadas se dirigió hacia la escalera para dar parte de las detenciones, pero un soldado se interpuso en su camino.
—Disculpe, mi coronel, tenemos un asunto entre manos que creemos prudente consultarle. Hemos detenido a unos asaltantes que apalizaban a un indio que llevaba consigo una considerable suma de monedas.
—Supongo que lo habréis traído —dijo Galcerán, a sabiendas de que si había maravedíes de por medio era porque el indio cumplía con algún oscuro trapicheo para algún castellano, pues a los naturales no se les confiaba dinero—. Es asunto nuestro, no de los topileque.
—El problema es que asegura que el dinero se lo dio el conde de Empúries —repuso el soldado. Y señalando hacia un rincón, añadió—: Está ahí.
Galcerán se volvió y, flanqueado por un soldado, vio a un indio maniatado. A pesar de los restos de sangre en el rostro, reconoció a Mateo Mixcóatl.
—Quizás haya robado, con lo que aclarado el asunto, sí que habría que entregarlo a los topileque —continuó el soldado—, pero antes de molestar al conde, pensamos que era mejor hablar con usted, dado que es su primo.
—Habéis hecho bien, es su sirviente y puede ser que le haya robado —aseguró Galcerán para evitar que sospecharan de los encargos que Martí le hacía a Mixcóatl—. En todo caso, yo me ocupo de esto.
Desde la epidemia de sarampión de hacía cinco años, el hospital no estaba tan lleno. Fue entonces cuando Martí se inició en el conocimiento de los remedios locales, y también se ganó la confianza de los dirigentes mexicas, que a partir de aquel momento le hacían llamar siempre que una familia entera enfermaba. Pero la desconfianza flotaba cuando visitaba los arrabales, pues la medicina mexica también implicaba el uso de la magia, y sus pacientes a menudo esperaban que consultara cordeles adivinatorios o tomara semillas de ololiuhqui para diagnosticar a través de la alucinación que producía y que consideraban sagrada. Pero aunque atendía a todos los naturales por igual, en el hospital no esperaban magia de él, a pesar de que aquel día temía que tuvieran que acabar acudiendo a ella para atenderlos a todos.
Martí abrió el frasco y un olor a tomillo salió de él, pero no quedaba ya ni una gota de jugo de cocoxihuitl. Miró al muchacho, cuyo brazo entablillado empezaba a mostrar moretones, y supo que en cuanto se le pasara el efecto, el dolor se le haría insufrible. Sin embargo, habían agotado las reservas de cocoxihuitl, y también las de cuachalalate, que habían tenido que usar para ayudar a la cicatrización de quienes habían llegado con heridas abiertas. El accidente había sucedido al alba: el muro de unos establos en construcción se había desplomado, y Martí pasó la mañana entre heridas y fracturas de los trabajadores y los desafortunados transeúntes que se toparon con los cascotes.
Cerró el frasco y atravesó la amplia nave que conformaba el hospital hacia la botica. Los frailes se afanaban en mantenerla siempre limpia, pero aquel día el suelo entre los camastros estaba salpicado de sangre, y gemidos y llantos se apoderaban del lugar.
—Doctor —le llamaron—, espere, por favor.
Martí se detuvo al oír a fray Antonio, extrañado de que estuviera allí, pues desde hacía un año solía prestar su ayuda a Arnaldo de Basacio en las clases de latín para jóvenes naturales que se daban en la capilla de San José de Belén. El fraile estaba en una esquina, acompañado de doña Rosario, y captada su atención, le indicó con un gesto que aguardara mientras hablaba con ella. Martí se impacientó. Aquel clérigo no le caía demasiado bien, pues en sus comentarios delataba su aversión hacia las mujeres. Con las castellanas intentaba disimular, pero con las naturales no ocultaba su feroz desprecio. Sabía que si aceptaba la compañía de Rosario era porque sentía una gran estimación por su marido, Santiago Zolin, un natural cristianizado al que bautizó él mismo y de quien no se cansaba de repetir que era un ejemplo. De pronto, el tartamudeo de fray Pedro interrumpió sus pensamientos:
—Martí, pareces cansado. ¿Por qué no te vas a casa?
—Quería revisar las reservas de la botica. Temo que se agoten.
—No te preocupes. Ya he mandado al boticario al mercado para que se haga con cuanto necesitemos. Todos son hijos del Señor.
Martí se sintió reconfortado con estas palabras. Fray Pedro era un hombre tan eficiente como incansable. Al fin, fray Antonio dejó de hablar con la mujer, que se quedó en la esquina mientras él se reunía con ellos.
—Doña Rosario ha expresado la voluntad de su esposo de pagar la manutención de los heridos mientras estén aquí —anunció—. El establo que construían es de su marido y su cuñado.
Martí frunció el ceño, pues sabía que aquello no era compasión, sino una manera de comprar el silencio para que nadie preguntara dónde habían contratado a los naturales.
—Muy generoso por su parte —tartamudeó fray Pedro. Y añadió—: Todo donativo es bienvenido.
—¿Cuánto tiempo cree que tardarán en recuperarse? —preguntó fray Antonio.
—Eso sólo lo sabe Dios Todopoderoso —respondió Martí con sequedad.
«Siempre generoso, pero sin pasarse», pensó con desprecio. Santiago Zolin era un hombre de porte orgulloso y pocas palabras, que conocía bien su vulnerable posición por su origen mexica y había aprendido a mover los hilos para protegerse de ello. Su generosidad con la iglesia era conocida, y según le había contado Mariana, Rosario se vanagloriaba de lo amante esposo que era, lo cual, de paso, le hacía merecedor de la protección de don Pedro Solís y el mismísimo fray Antonio. «Y ahora se acaba de ganar el silencio de fray Pedro», se lamentó el doctor.
—Martí, ve y descansa, hijo —le dijo este en náhuatl—. Lo peor ya ha pasado. Ahora nos queda rogar a Dios por ellos.
Sentado en la silla de cuero labrado, Santiago Zolin miró la cruz que pendía de la pared, iluminada por la luz del mediodía que entraba por las ventanas. En ese símbolo residía todo el poder del Dios Único, cuya veneración le parecía en extremo sencilla, pero no por ello la observaba con menos celo que la complejidad ritual exigida por los antiguos dioses. «Entonces, ¿por qué me ha castigado? —se preguntó—. ¿Qué quiere decirme con esto?». Pagar la manutención de los heridos en forma de limosnas era una mera consecuencia del accidente, y sabía que el Señor quedaría satisfecho con su rápida reacción. «Quizás el castigo era para ellos, para los heridos. Yo cumplo con mis deberes cristianos», concluyó.
Sentado frente a él, Pedro Solís lo observaba con aquella mirada directa e insolente tan propia de los castellanos. Santiago clavó su mirada en los ojos de su cuñado, y este se limitó a señalar su copa, vacía sobre la mesa. Con un gesto de fastidio, tomó la jarra del vino y le rellenó la copa. Pedro sonrió, la tomó y se la acercó a los labios.
—Los frailes te van a sacar un buen pico por esto, querido cuñado. Tendrías que haberles dado una cuantía, sin dejarles aventurar una cifra.
—Como vas a hacer tú. ¿Cuánto vas a dar? —preguntó Santiago.
Pedro sonrió.
—Ese es el problema, ¿no? No sabes cómo cuantificar los daños.
Santiago se cruzó de brazos, irritado ante aquel comentario. Le molestaba profundamente que su cuñado adoptara aquella actitud paternal, como si quisiera aleccionarlo. Él no era tonto, así que con tono suficiente respondió:
—Claro, es simple. Cada herido se puede pagar como trabajador no cualificado; el sueldo de una semana, por ejemplo.
—Se lo quedará la iglesia. ¿Eres consciente de eso?
—De ahí mi generosidad. Más que la iglesia, se lo quedará el hospital. Así que nadie preguntará si los heridos proceden de las cuotas de repartimiento y a quién sobornamos para conseguirlos.
Pedro tomó otro sorbo y adquirió un aire pensativo.
—Si yo sé que en general actúas con perspicacia —comentó—, pero a veces eso no es lo que parece desde fuera.
—¿A qué te refieres?
—La gente va a pensar que te compadeces en exceso de esos indios.
—Nadie tiene por qué saber cuánto doy y, en todo caso, es caridad.
—Es otra de tus rarezas, querido cuñado —repuso Pedro irguiéndose en la silla—. No me malinterpretes. Jamás pensé que pudiera beneficiarme tanto nuestro parentesco, pero eres de origen indio. Y dar tanto a los indios hace que se te vea como tal: ayudas a los tuyos. O en tu encomienda, por ejemplo, tratas directamente con un gobernatyolt, sin administrador que te haga de puente. ¿Por qué? Porque eres un indio. Ningún encomendero hace eso.
—¡Oh, vamos! Sabes que sólo es envidia.
—Desde luego. Has conseguido que el mercado de Acolman te rinda unos tributos admirables. Con lo que era… Pero no se trata de mucho dinero, se trata de que podrías sacar aún más de las tierras. Aunque sean comunitarias, en la medida que te tributen, son tuyas. Eso sucede en todas las encomiendas.
—Me cobro el tributo a través del mercado. En lugar de vender lo que dan las tierras, lo venden mis encomendados y luego me pagan por ello. Menos esfuerzo, y además también están los pastos…
—Sigues sin ganar todo lo que podrías. Mira, yo mismo, aunque no puedo salir de la ciudad, he mandado orden al administrador de mi corregimiento para extraer aguamiel de los magueyales. Y aunque los tributos del corregimiento sean para la Corona y yo en teoría me limite a mi sueldo, ¿crees que no me quedará algún margen? No podré dejarles las tierras como herencia a mis hijos, pero les dejaré fortuna. ¡Sólo hay que ser listo y no levantar sospechas!
Santiago miró a su cuñado sin entender bien a qué se refería. Si insinuaba que el cihuacóatl le timaba dinero, no podía ir más errado, porque este jamás le traicionaría, y menos con Ameyali. Tecolotl se regía por las antiguas costumbres, y él sabía que valoraba más el honor de su posición que el dinero. Era más fácil que al corregidor le robara su administrador, como él hacía con el rey. Pero se limitó a apuntar:
—Las encomiendas tampoco son heredables. Y, además, tengo la sensación de que el rey quiere eliminarlas. No en vano concede corregimientos y no da más encomiendas. Al final quiere que todo dependa directamente de la Corona.
—Cierto, por eso hay que sacar partido mientras se pueda. Y por eso, Santiago, tu actitud resulta más extraña y hace que te vean como un indio. ¡Tienes magueyales en cada aldea! ¿Cuánta aguamiel puedes sacar?
Santiago miró el líquido de su copa intacta. Cierto, si no había pensado en sacar el aguamiel para venderla a las pulquerías, era por culpa de las antiguas costumbres. Pero estas ya no existían.
El agradable perfume de las plantas aromáticas inundaba la casa cuando Martí entró en el salón. Galcerán estaba sentado frente a la ventana, con la mirada ausente. Alegre por su regreso, Martí se acercó mientras su primo se volvía y lo recibía con los brazos abiertos. Sin embargo, sus palmadas secas sobre la espada le incomodaron y se separó preocupado.
—¿Ha pasado algo?
Galcerán parecía tenso y respondió con voz hueca:
—Habían apresado a Mateo Mixcóatl.
—¿Dónde está? —se alarmó Martí.
—En la temazcalli, recuperándose de la paliza que le han dado. —Entonces metió la mano por debajo de su coleto y extrajo un saquillo que dejó caer sobre la mesa. Las monedas que contenía tintinearon con estruendo mientras añadía—: No deberías darle tantos maravedíes. Lo acusaban de robo. He tenido que mentir y decir que lo entregaría a las autoridades indias.
—¿Y por qué has tenido que mentir? Yo se lo di; no es un robo y puedo…
—Eso te hace sospechoso. ¡Sólo confía tanto dinero a un indio quién quiere ocultar algo! —le interrumpió Galcerán con brusquedad. Suspiró y luego añadió en tono más suave—: No sé cuáles son los encargos que le haces ni lo considero de mi incumbencia. Sólo espero que no estés haciendo nada ilícito.
Martí tomó el saquillo del dinero y lo sopesó. Por suerte, aquella vez Mixcóatl no había cumplido con su misión.
—No te preocupes por eso, querido primo —dijo. Lo miró con una amplia sonrisa y, distendido, añadió—: Y bien, ¿cómo te ha ido?
Galcerán se sentó en la silla y respondió con aire burlón:
—Ya que estamos siendo sinceros, he de confesarte que no me siento muy satisfecho. No quiero dedicarme siempre a esto.
—¿Y en qué puedo ayudarte? —preguntó Martí tomando también asiento.
—Doña Juana de Zúñiga, la marquesa del valle de Oaxaca, está armando dos naos en el astillero que Hernán Cortés tiene en Tehuantepec. Se unirán a la expedición de su esposo, quien aún busca el estrecho de Anián.
—¿Y tú quieres servir en el ejército de Cortés? —exclamó incrédulo. Por la ventana vio a Mixcóatl con la cara hinchada. Quería examinarlo, aun así, añadió—: Volvió de Castilla con honores, pero sin poder. Incluso dejará de ser capitán general en cuanto llegue el virrey. El emperador no se fía de él.
—Entonces, ¿por qué le concedió capitulaciones para descubrir nuevas tierras? Eso es porque algo se le da bien, y la prueba está en la conquista de la Nueva España. Cortés ya ha financiado dos expediciones y comanda esta última a sabiendas de que al norte hay una isla llena de perlas.
Martí se apoyó en la mesa con un suspiro. No había conocido a Cortés en persona, pues cuando regresó, hacía cinco años, los miembros de la Real Audiencia no le dejaron entrar en México, y tuvo que recluirse en el valle de Oaxaca, del que era marqués. Cierto que a menudo le parecía una víctima de su propio poder, pero aun así, las palabras de Galcerán le despertaban amargos sentimientos fruto de las historias que le contara Guifré.
—Necesito una carta de recomendación —dijo su primo—, y dada la relación especial que tuvo con tu padre, creo que si está escrita por ti, a Cortés le valdrá más que ninguna otra.
Martí se puso en pie, con el cuerpo tenso, profundamente molesto.
—Ni hablar. Voy a ver cómo se encuentra Mixcóatl.