XXX

Acolman, año de Nuestro Señor de 1535

Las lluvias habían despejado el cielo y aquella noche de luna llena nos habíamos reunido en nuestro templo para honrar a Mayahuel, diosa del maguey, a la que debíamos toda nuestra prosperidad. Durante los últimos seis años recuperamos los magueyales y los hicimos crecer de tal modo que ya daban ocupación a todas las aldeas. En unas tejían el ixtle, en otras lo usaban para hacer ropa, esteras, bolsas y ayates. También elaborábamos calzado, cuerdas y cordones, agujas y clavos, y preparábamos los quiotes para la construcción. Todo acababa en el mercado central de Acolman, que poco a poco recuperaba su vigor de antaño. Por ello, aquella ceremonia tenía un sentido especial.

Las antorchas titilaban sobre el vivo colorido de los dioses pintados en las paredes irregulares. Por unos peldaños que evocaban las escalinatas de nuestros antiguos templos se accedía a una hendidura que ejercía de altar. El resto de la cavidad servía de escenario para nuestras jubilosas danzas, estimuladas por el pulque que también se hacía con maguey. No éramos más de veinte personas, pues sólo dejaba asistir a las ceremonias a dos miembros por aldea.

De pronto, el viejo Chimalli entonó un breve canto de agradecimiento y todos nos detuvimos. Aunque jamás fue consagrado, lo elegí para que ejerciera como sacerdote, pues siempre había honrado a la diosa. Achispado por la bebida, me pidió que alzara mi canto y todos se sentaron en el suelo. Entoné la historia de Mayahuel, quien vivía con su abuela en el cielo hasta que Quetzalcóatl la convenció para bajar a la Tierra, donde ambos se amaron. Pero llegaron las tzitzimime, enviadas por su disgustada abuela, y la mataron. Entonces Quetzalcóatl la enterró y de sus huesos surgió el maguey. Mientras cantaba, recordé a Martí, como tantas otras veces, y me sentí identificada con la diosa, pues los huesos de la mujer que fui, enterrados en mi corazón, no podían olvidarlo. Y aun así, de ello había resurgido, arraigada en mis creencias, brotando con cada sonrisa de mi hijo y con el afecto de un marido que me hacía sentir útil. Zolin pasaba semanas en México, y ello me obligaba a ser a la vez madre, sacerdotisa y esposa principal del tlatoani, que como tal velaba y actuaba por el bien de su pueblo.

Mi canto se acalló con el alba que intuíamos cercana y di por acabado el ritual. Los vecinos se acercaron para despedirse de Tecolotl, nuestro cihuacóatl, de mi fiel Jonás y de mí, la mujer que les guiaba y cuya autoridad no hubieran aceptado en otros tiempos. Siempre éramos los últimos en abandonar el templo secreto. Cuando ya todos habían salido, mis dos acompañantes empezaron a apagar las antorchas mientras yo aguardaba sentada al pie de la escalera. En el extremo opuesto, el espejo de obsidiana incrustado en el pectoral de la pintura de Tezcatlipoca se hundía en la oscuridad a la vez que en mí crecía una amarga resignación. No volveríamos allí hasta la siguiente luna, durante el mes de Ochpaniztli, en el que se veneraba a la diosa Toci, abuela de los dioses, patrona de parteras, médicas, yerberas y adivinos. Se la consideraba el corazón de la Tierra, y no me resignaba a que tuviera una ceremonia tan reducida, como aquellas a las que nos obligaba la clandestinidad. Sabía que el templo era usado por otras gentes y ansiaba que por una vez nos reuniéramos todos. Pero ¿cómo contactar con ellos cuando a veces ni siquiera podían acudir los representantes de nuestras propias aldeas?

—Hoy no han venido los de Itlahuaca —observé con amargura mientras me ponía en pie.

—Fray Rodrigo dijo que haría noche allí —respondió Tecolotl acercándose—. Seguro que era arriesgado salir.

—¿Y por qué no te ha hecho llamar, Jonás? —pregunté extrañada.

Con la última antorcha encendida, vino hacia nosotros para guiarnos hasta la puerta mientras decía:

—Eso es lo que te quería comentar. Creo que pretende escoger a un representante en cada aldea para obligar a todo el mundo a asistir a las lecciones de adoctrinamiento.

Al oír aquello, nos quedamos en silencio, sopesando la situación. Las lecciones de adoctrinamiento de fray Rodrigo consistían en memorizar respuestas que no entendíamos a preguntas que no nos interesaban. Eran obligatorias, y en ello basábamos todo nuestro sistema de comunicación secreta. Seis años atrás, organizamos un coro con Jonás al frente para que se ganara la confianza del fraile. Y así fue elegido para ir de aldea en aldea llamando a doctrinas, con lo que podía pasar los mensajes del templo sin levantar sospechas. Pero si fray Rodrigo escogía a un vecino de cada lugar, ¿cómo evitaríamos a los espías que había entre nosotros?

El pasillo desembocó en la pequeña cueva redondeada donde le confesé a Yaretzi mi embarazo. Era una entrada al templo más sencilla y discreta que la que me mostrara el nigromante años atrás. Ya fuera, el alba se deslizaba entre las copas de los árboles y me estremecí con la brisa. Mientras Jonás apagaba la antorcha, Tecolotl se desprendió de un manto de piel de conejo y me lo puso por encima. Mi cuerpo agradeció el abrigo.

—Ameyali, ¿qué haremos si se confirma lo que dice Jonás?

—Tendremos que comunicarnos a través de las mujeres. Yaretzi y yo como curanderas podríamos…

—Es arriesgado. Fray Rodrigo ya recela cuando vais de aldea en aldea —advirtió Jonás—. Y si no pone objeciones es porque tú formas parte del coro.

—¡Claro! —exclamé entusiasmada por las posibilidades de lo que se me acababa de ocurrir—. ¡Usaremos el coro! Pero no para convocar a los que vengan de Acolman, sino a muchos más. ¡La diosa Toci bien lo merece!

De pronto, Jonás me asió con brusquedad y me tapó la boca. Todos aguzamos el oído. Los pájaros nos advertían alterados; alguien venía corriendo. Antes de que tuviéramos tiempo de reaccionar, se oyó un gemido y a trompicones apareció una muchacha menuda y muy delgada.

—¡Zeltzin! —exclamé al reconocer a la hija de Chimalli, el anciano que había oficiado la ceremonia—. ¿Qué sucede?

—Fray Rodrigo apareció por sorpresa al alba. ¡Mi padre la necesita!

Fray Rodrigo se cubrió la cabeza con la capucha, dejando a la vista el flequillo pelirrojo que coronaba su cara ancha y alargada. Luego montó sobre su mula, y sin volver la vista hacia el hombre que yacía en el suelo, se alejó. Pronto el sendero le condujo por los interminables cultivos comunales de maguey. El fraile arrugó la nariz. Detestaba aquellas plantas, pues despertaban todo lo malo de aquellas gentes: la embriaguez y la pereza, como pudo comprobar aquella misma mañana.

Había hecho noche en San Mateo Itlahuaca, ya que un buen cristiano le advirtió que así podría atrapar a aquellos que salían para profesar ritos paganos; entre ellos, el cacique. Pero el pueblo no salió de su silencioso sopor, y aún no había despuntado el día cuando fray Rodrigo partió, no sin antes encargar a su anfitrión que se asegurara de que sus vecinos fueran a doctrinas, incluido el cacique. Todos sabían que los indios tenían tendencia a la superstición, y todos los frailes que predicaban por las estancias de las diferentes cabeceras se quejaban de lo mismo. Pero era difícil concretar qué individuos organizaban los ritos, y por eso el obispo Juan de Zumárraga insistía en que se concentraran en la predicación. Esa era su única arma, junto con el castigo ejemplar cuando era necesario.

Un soplo de aire hizo caer su capucha y el frío le produjo un estremecimiento. «Me he excedido», pensó con arrepentimiento al recordar al anciano ensangrentado en el suelo que acababa de dejar atrás. Pero no lo había podido evitar. Cuando regresaba de San Mateo Itlahuaca, lo vio con la enorme calabaza que se usaba para aspirar el aguamiel del centro del maguey y pasarla a un recipiente para hacer pulque. Lo peor fue que al acercarse comprobó que estaba borracho. Entonces sintió que la ira del Señor se apoderaba de él y arrastró al viejo hasta la hilera de chozas de la estancia. No lamentaba el castigo ejemplar, necesario para que sus aldeas no se convirtieran en los arrabales de México, donde los indios haraganes y ebrios campaban a sus anchas. Pero se arrepentía de que la ira le hubiera nublado el juicio, pues no recordaba qué palabras dijo, sólo la furia, y de pronto le invadió una presurosa necesidad de llegar a Acolman y orar en su iglesia para pedirle perdón al Señor por lo que había hecho. Se sentía sucio y aquellas plantas parecían amenazarle, como si fuesen un instrumento del Maligno.

Fray Rodrigo no podía decirle a don Santiago cómo llevar la encomienda, y era obvio que el maguey resultaba rentable para la comunidad. Pero aunque el señor de Acolman era generoso en sus donativos para velas y ornamentos en la iglesia, no sucedía lo mismo con sus indios encomendados. Él sabía que los beneficios que daba el maguey a las aldeas acababan en los festivales secretos dedicados a los dioses paganos. Pero no lo podía demostrar, y don Santiago, cuando visitaba la encomienda y veía la iglesia repleta, se complacía al pensar que Dios les guiaba. Incluso, como cada vez había más matrimonios cristianos, ni siquiera parecía dispuesto a aceptar que el concubinato persistía. «Cree que todos son como él, que siguen su ejemplo —pensó fray Rodrigo—. Pero ¿cómo lo van a seguir si nunca viene a Acolman con doña Rosario?».

De pronto, oyó un sonido y vio a una serpiente que se enroscaba sobre sí misma, agitando la cola a modo de advertencia. El fraile se estremeció, espoleó a la mula y emprendió el galope.

Al oír los cascos de la montura, agarré a mi acompañante del brazo y la hice agacharse entre los magueyes hasta que discerní que el sonido se alejaba.

—Huye, el muy cobarde —murmuró Zeltzin con desprecio—. ¡Tanto hablar de misericordia y compasión!

—Precisamente su manera de ver la compasión le ha llevado a hacer lo que ha hecho —aseveré mientras reprendíamos el camino—. ¿Cómo ha pasado?

—No sé muy bien. Mi padre volvió eufórico, tomó el acocochtli y se vino a recolectar el aguamiel.

—¿Para qué? Tardaremos en hacer la siguiente ceremonia; el pulque se estropeará.

—Él ya tiene edad para beber cuatro copas, y hay algún otro en la aldea que también. Pero no sé por qué lo hizo, de veras que no lo sé, mi señora.

Le acaricié la espalda para serenarla mientras atravesábamos las tierras comunales. Ambas sabíamos que había quienes fabricaban pulque a escondidas para venderlo a quienes bebían de más desde la llegada de los castellanos. El mismo Itzmin sólo se mantenía sobrio cuando Zolin estaba en palacio, pero durante sus ausencias, no veía motivo para guardar las antiguas costumbres que reprobaban la embriaguez, y yo no podía llevarlo al templo, pues borracho, se le iba la lengua.

Entramos a la pequeña aldea y Zeltzin me condujo hasta la choza de su padre. Su hermano permanecía sentado frente al hogar, con la mirada perdida entre las llamas, aparentemente indiferente al murmullo de los llantos de su madre, que, rota, acariciaba el cabello de su marido. Me acerqué al viejo Chimalli. Tendido boca abajo, tenía la espalda impregnada de sangre. A su lado había un cuenco de agua limpia y paños. Tomé uno y lo humedecí.

—Tranquila, vamos a limpiarle, ¿de acuerdo? —le dije a su esposa. Y añadí—: Zeltzin, trae pencas de maguey y sácales la piel que las cubre. Necesitamos bastantes, para ponerlas sobre toda la espalda.

La joven salió corriendo de la choza. Los sollozos de su madre cesaron, y entonces reaccionó. Tomó un paño y me ayudó en mi tarea.

—Tendréis que ir cambiándolas, pero ayudarán a cicatrizar las heridas —le expliqué—. Luego haré venir a Yaretzi con hierbas para que le alivien el dolor.

—Gracias, mi señora, gracias —respondió ella esperanzada.

—¡Gracias! —bramó su hijo mientras se ponía en pie—. ¿Gracias?

—Chimalli, sé respetuoso. ¡Es la esposa del tlatoani! Nuestra señora.

—Tlatoani, ¡qué risa! —exclamó el joven paseando airado por la habitación—. Fray Rodrigo es el que manda. Y perdió el control. Lo aporreó ahí en medio, como a un perro. ¿Dónde estaba el tlatoani? ¿Qué hace en Tenochtitlán que no puede venir a defender a su pueblo de esos extranjeros?

«Frenarlos», pensé. Pero no podía contestar eso, pues mis manos manchadas de la sangre del anciano hicieron que mis pensamientos me parecieran ridículos. Sacudí la cabeza y me volví hacia el joven.

—Qué hace tu padre con el aguamiel que recolecta, ¿eh? Me temo que haya sido Mayahuel la que usara al fraile para castigarle. La ceremonia había acabado y hasta la siguiente luna no necesitamos pulque.

El joven apretó los labios y humilló la cabeza. Yo me desprecié por usar a la diosa y continué limpiando al herido.

—Rogémosle a ella —dije. Y en un murmullo que brotó de mis labios con poco convencimiento, añadí—: Es su ayuda la que necesita, no la de mi esposo.