XXVIII

Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1529

Martí interrumpió la carta que escribía a su padre, dejó la pluma en el tintero y aspiró el aroma dulzón de la madera fresca que reinaba en su nueva casa. Tenía la mesa colocada bajo la ventana trasera del salón, que a la vez usaba como estudio. En el patio se veían los surcos de una pequeña huerta tras la cual Mixcóatl le ayudaba a construir una temazcalli. Al fondo, los dos caballos pastaban cerca de la caballeriza, adosada a la verja. Sobre esta se posó un trogón de pecho verde, con su larga cola negra atravesada por tres franjas blancas. Su grave cucut se mezcló con el grito agudo de algún quetzal en la lejanía. El sonido de las aves era de las pocas huellas que quedaban del mundo en el que Guifré vivió, pero le servía para evocar la grandeza de la antigua Tenochtitlán, y a pesar de la distancia, Martí se sentía muy cerca de su padre. Su visita secreta a Teotihuacán había avivado esta sensación, por lo que tomó de nuevo la pluma convencido de que aquella primera carta tras la que le mandara desde Villarrica era el principio de una nueva complicidad.

Recién instalado en su propia casa, en el mismo barrio mercantil de Santa María Tlaquechiuacan donde se alojara al llegar, podía escribirle con toda comodidad y esperar allí respuesta. La vivienda era de dos plantas, y a pesar del tejado plano, no resultaba muy diferente de su hogar de Barcelona. En el piso superior había cuatro habitaciones; abajo, la cocina, una pequeña despensa y el taller de carpintería del anterior dueño. Adquirir la casa lo había dejado con exiguas reservas de dinero, pero tras la fiesta en el palacio de Isabel de Ojeda, no le faltaron visitas, algunas a enfermos con males fruto de la humedad del lago, otras motivadas por la curiosidad. Pero él las cobraba igual, tal y como le había recomendado doña Mariana: «Todo el mundo viene aquí para hacer fortuna. No sea menos, mi señor conde». El delicado equilibrio entre los castellanos de México estaba poblado de recelos y él no podía arriesgarse a ganar sus honorarios sin el beneplácito de los oidores de la Real Audiencia. Pero a la caprichosa codicia de estos funcionarios, cabía añadir sus consabidas acciones contra cualquiera que se mostrara partidario de Cortés. Entre ellos, muchos reconocían a Martí como hijo del barón catalán que salvara la vida del capitán general, y por ello avalaban su noble linaje, pero a la vez le protegían mostrándole su apoyo de forma velada.

Tal era la situación de desconfianza entre los castellanos que, al contrario que hacía en su ciudad natal, se había reservado una de las habitaciones de la planta superior para preparar todos sus remedios, a fin de estar alejado de las miradas de quienes pudieran acusarlo de brujería. Por fin haría caso a Teresa y Amador y se mostraría precavido. Aún le pesaba la puñalada que le asestó a Alfons, quien había convertido la ignorancia en rencor, pero no se arrepentía de ello. Sólo se lamentaba de no haberse dado cuenta antes de sus fuertes sentimientos hacia Ameyali y de lo que podían llevarle a hacer. «En todo caso, ya da igual», pensó. Había enterrado su amor por la joven en su visita a Teotihuacán, y lo que hiciera a partir de entonces sólo sería por él mismo.

De pronto, la aldaba resonó en la puerta principal y Martí interrumpió su tarea. En el piso superior oyó los pasos de Galcerán, que se precipitaba hacia las escaleras, y se dijo que necesitaban un criado. Sin embargo, a su primo no parecía molestarle ser el encargado de la puerta, por lo menos, de momento. Apareció acomodándose una túnica corta y holgada. Entonces abrió y enseguida hizo una reverencia:

—Fray Pedro, nos honra con su presencia —dijo bien alto para que Martí lo oyera.

El joven se extrañó, no era habitual que los frailes acudieran personalmente en su busca. Galcerán se apartó del umbral y fray Pedro entró y se echó atrás la capucha del hábito. Su rostro estaba lívido y sus piernas parecían temblorosas, por lo que Martí temió por su salud y enseguida le ofreció asiento mientras su primo iba hacia la cocina en busca de una jarra de agua.

—¿Se encuentra bien? —preguntó.

—Yo sí, hijo —respondió en náhuatl. Tomó la bebida que le ofrecía Galcerán, y tras dar un trago, añadió—: Hay varios indios enfermos en casas colindantes a la ciénaga de la Piedad. No tengo dinero para pagarte, hijo, y sé que es mucho pedir que te adentres en los arrabales, pero si pudieras…

El fraile se interrumpió, pues alguien llamaba a la puerta con insistencia. Cuando Galcerán abrió, un muchacho mexica vestido con una casaca azul le dio un papel antes de despedirse apresurado.

—Era el mozo de don Cristóbal y doña Mariana —explicó.

Martí recibió la nota con un gesto de agradecimiento y añadió:

—Galcerán, por favor, ¿podrías bajar mi bolsa de medicinas?

Su primo asintió y se retiró a la vez que él rompía el lacre del papel. Leyó rápidamente y frunció el ceño: doña Mariana estaba enferma. Miró a fray Pedro con gravedad. Si había ido en persona a buscarle, era porque se daba cuenta de lo que podían significar familias enteras enfermando. Pero por otra parte se sentía en deuda con don Cristóbal y doña Mariana, pues se habían convertido en sus protectores y amigos. Él se enorgullecía de la perspicacia de su esposa y no tenía ningún rubor en seguir sus consejos políticos. Ella, aun con sus comentarios provocadores, se había convertido en una de las mayores benefactoras del hospital para naturales, e incluso había escrito a su majestad la emperatriz solicitándole sus favores al respecto. Era generosa, con el dinero y con sus consejos, y había acogido a Martí. Cierto que tendía a coquetear con él, pero era un juego en el que ella se permitía sentirse joven, y a él le halagaba. Miró el rostro preocupado de fray Pedro de Gante y pensó: «He de ir. Ella lo entenderá».

Era una sala estrecha y alargada, con una pared lateral de piedra desnuda y la otra con una serie de ventanas que daban a un patio empedrado, sin flores ni color. En el extremo opuesto a la entrada, Motelchiuhtzin dictaba instrucciones a dos escribas sentados en el suelo, mientras permanecía en la única silla de la sala, cubierta con un manto de un color verde turquesa, parecido al que antaño usaba el tlatoani, para recordar a cualquier visita que él era la máxima autoridad mexica en la ciudad.

Había conseguido ese cargo por sus propios méritos como guerrero, sin que nadie le regalara nada. Aun así, no se enorgullecía como hubiera ocurrido en otros tiempos. A veces, los castellanos se referían a él como esclavo, y a menudo era así como se sentía. A fin de cuentas, todo lo que pudiera hacer quedaba sujeto a la voluntad de los frailes y el cabildo. Aunque no cobraban tributos, les exigían trabajadores, centenares de ellos al mes. Él debía organizar al gobierno mexica para hacer el reclutamiento por turnos entre la población y llevar a hombres y mujeres ante el alguacil para que el juez repartidor les asignara trabajo. No sería diferente del tradicional tequio si sólo se dedicaran a las obras públicas del acueducto, el mantenimiento de calzadas o canales o la construcción de monasterios e iglesias. Pero los funcionarios reales castellanos podían tomar los trabajadores que quisieran para su servicio personal, lo cual aumentaba la presión sobre las cuotas que los mexicas debían cubrir. Aunque él podía seguir recaudando tributos tradicionales en forma de sal, caza o tejidos, ceder trabajadores no le beneficiaba, y nada podía hacer cuando los repartidores castellanos, sobornados por patronos privados, los secuestraban.

Sólo podía aceptar la situación, adaptarse y prosperar utilizando las oportunidades que le dieran. Para él, fue la guerra al lado de los castellanos; para su hijo Hernando, sería traducir el náhuatl al castellano para la Real Audiencia. No quería que optara a ningún cargo de gobierno entre mexicas, pues lo pondría en peligro si no se cumplían las cuotas.

La voz del mayordomo interrumpió el dictado de Motelchiuhtzin al anunciar la presencia del jefe del barrio de Moyotl. «¿Sin pedir audiencia?», se extrañó, e inmediatamente le hizo pasar. El hombre, de cuerpo enjuto, parecía envejecido desde la última vez que lo vio. Avanzó por la sala tosiendo, y se postró ante él con la mirada en el suelo, en señal de respeto; lejos había quedado la época de los largos saludos y la bienvenida hospitalaria. Inquieto por aquella inesperada visita, Motelchiuhtzin preguntó:

—¿Ha sucedido algo?

—Cerca de las ciénagas han empezado a enfermar familias enteras. Temo que sea una epidemia.

Motelchiuhtzin se dejó caer sobre el respaldo de la silla, vencido, intentando apartar el recuerdo de la viruela que apenas nueve años atrás se había llevado a tantas familias. El jefe del barrio continuó:

—Lo siento, mi señor, debí informarle antes. Pero no creí que fuera grave, siempre hay enfermos. No obstante, alguien ha avisado a fray Pedro y me habló muy disgustado. Jamás antes le vi así.

—Está bien, está bien. Que enfermen familias no quiere decir que estemos ante una epidemia —dijo Motelchiuhtzin agitando una mano para infundirse calma a sí mismo. Luego, dirigiéndose a los escribas, añadió—: Convocad al consejo y a todos los jefes de barrio. Debemos saber, ante todo, si también hay enfermos en otros barrios o sólo en Moyotl. Y en cuanto a fray Pedro, quizás hemos ofendido a Dios. Yo mismo hablaré con él cuanto antes.

Fiebre alta, muy alta. Ojos rojos. Tos y la nariz moqueando. Podía ser un catarro, pero la frente mostraba una erupción rojiza, por lo que Martí frunció el ceño. La misma erupción aparecía tras las orejas, y era sólo el principio.

—¿Fue la primera en enfermar? —preguntó a un hombre vestido con maxtlatl que, aunque en pie, mostraba sus ojos anormalmente enrojecidos.

El médico, arrodillado al lado de la enferma, vio que el interpelado asentía, tosiendo. A pesar de que el suelo estaba cubierto de esteras y la construcción combinaba la piedra con el adobe, la humedad impregnaba la casa y se mezclaba con el humo procedente del hogar. En la ciénaga de la Piedad, así como en la de San Antonio Abad, era donde acababan muchos de los canales en el barrio de San Juan Moyotl. Alrededor crecían los arrabales más empobrecidos, las pulquerías afloraban y la orina de los borrachos se unía a las de los perros que deambulaban entre las callejuelas embarradas. Martí miró a su alrededor. Desde la puerta, fray Pedro observaba preocupado. Entonces, a su lado apareció un mexica vestido con una lujosa túnica verde de ribetes azules, y al mirar dentro, se santiguó. En el suelo, sobre esteras, cinco cuerpos más yacían quejumbrosos. Una anciana removía la cacerola sobre el fuego del hogar. A pesar de la fragilidad de su aspecto, era la única persona de la casa que no parecía enferma.

Martí le pidió al hombre del maxtlatl que se acercara y este dio un paso atrás mientras decía:

—No estoy enfermo, mi espíritu está limpio. ¡Tiene que estarlo! ¡Cada día ruego a Dios Todopoderoso! ¡He de cuidarles!

Martí entonces se puso en pie y se aproximó. El hombre cayó de rodillas, al lado del fuego del hogar. Ardía, y mucha debía de ser su fuerza, o su miedo, para haberse mantenido en pie hasta aquel momento. El médico sacó de su bolsa una vela y la prendió mientras le oía decir:

—Te vi cuando Motecuhzoma estaba vivo. Y has vuelto, más joven, con los ojos del color del lago.

—Viste a mi padre —repuso Martí en un suave susurro—. No temas, sólo soy un médico. Déjame mirar dentro de tu boca, por favor.

El hombre obedeció, resignado, y él, ayudado por la vela, pudo ver las manchas rojas y ápices blancos y azules. Confirmaban la enfermedad a la que se enfrentaban:

—Fray Pedro —dijo—, padecen sarampión.

El fraile se santiguó y el rostro rojizo del mexica que estaba a su lado palideció.

—¿Es una epidemia? —preguntó el indio.

Martí respondió:

—Lo será.

Aseado y vestido con un jubón limpio, Martí atravesó la plaza mayor a grandes zancadas, guiado por cierta sensación de angustia, a pesar de que Galcerán le había intentado tranquilizar al llegar a casa. Estuvo tentado de ir directamente del arrabal al palacio de doña Mariana, pero si estaba afectada por el sarampión, poco ganaría con darse prisa, y si no lo estaba, su precipitación podía llevarle la enfermedad. Entonces su primo le explicó que, al ir a palacio para llevar su respuesta, llegó a ver a doña Mariana, cierto que pálida y ojerosa, pero sin los ojos irritados y sin tos.

Salió de la plaza por la calzada sur y bordeó el palacio rojizo que fuera de Cortés hacia el barrio de San Pablo Teopan. La calzada dibujaba una línea recta de fachadas uniformes al fondo de la cual se divisaba el lago. Sin restos siquiera de heces de caballos, el mantenimiento y la limpieza del pavimento eran responsabilidad de los dueños de las casas, y se notaba que allí tenían a quien ordenar el trabajo. Entonces Martí recordó sus días de visitas al lado de Amador, quien siempre rememoraba con amargura su frustración ante la muerte negra, que se cobraba más víctimas en los barrios hacinados. «¿Ocurrirá lo mismo con el sarampión?», se preguntaba el joven doctor.

Al salir de la choza, fray Pedro le presentó al hombre que le acompañaba: era Andrés de Tapia Motelchiuhtzin, gobernador de los indios de la ciudad. Entonces supo Martí que los castellanos, en lugar de gobernar directamente sobre los naturales, les dejaban tener sus propios órganos de gobierno, y estos hacían de puente con el cabildo. «Si hemos de organizar ayuda, es con Andrés con quien debemos contar», señaló fray Pedro. El médico le explicó que el único tratamiento que había era el de las hierbas para la fiebre, poco más. «Hay que pasarlo. La fiebre suele desaparecer a los siete días y las erupciones, a lo sumo, tras dos semanas —le explicó. Al ver los ojos angustiados de Andrés, Martí recordó los estragos de la viruela de los que le hablaron su padre y Ameyali, por lo que le tranquilizó—: Los pacientes no tiene por qué morir, aunque a veces la cosa se puede complicar. Quizá los pulmones, diarreas…».

Entrecruzó las manos a la espalda y a su mente acudió la imagen de Ameyali, delirante en aquel camastro del hospital romano. Los sentimientos que creyó enterrar en Teotihuacán, con una lápida en forma de su diosa Xochiquetzal, parecieron alargar una zarpa que le arañó la garganta. Tragó saliva como si con ello pudiera digerir aquella sensación y fijó la mirada en la fachada anaranjada del palacio de doña Mariana.

Ya en la puerta, hizo sonar la aldaba y enseguida le abrió una joven mexica, entrada en carnes y de dócil sonrisa. Vestida con un fino sayo oscuro a cuya cintura llevaba anudada una cinta azul, lo condujo hacia las escaleras del patio, por donde subieron a la segunda planta. Arriba, enfilaron un pasillo cuyos candeleros iluminaban los tapices caballerescos de la pared, entre los cuales también había algún cuadro que evocaba paisajes fluviales de espesa vegetación. Martí sabía que se trataba de Cuba, pues también aparecía en las pinturas del salón donde solían recibirle. La mayoría de funcionarios y altos cargos de México procedían de allí, o bien de La Española.

Al fondo del pasillo dieron con una puerta, y sin anunciarle previamente, la doncella le hizo pasar y cerró, dejándolo solo en una enorme estancia parca en muebles, todos de madera de roble oscurecida. En el suelo se extendía una alfombra granate decorada con una gran flor de lis. Las sillas de tijera tenían el asiento de cuero liso, sin labrar, y estaban alrededor de una mesilla frente a la chimenea. La generosa iluminación de la sala, procedente de grandes ventanas cubiertas con diáfanos cortinajes, era un regalo para la decoración de las paredes. En ellas se sucedían, enmarcados, varios mantos mexicas, de fondo blanco con motivos vegetales de vivos colores —violáceos, verdes, rojos—, como las cerámicas indias de los mercados. Sobre la chimenea pendía un enorme abanico hecho de plumas de trogón, y por encima había un impresionante penacho elaborado con centenares de plumas de quetzal y guacamayo. Totalmente ajeno a dónde estaba y por qué, se acercó para examinarlo de cerca, mientras pensaba: «Cosas así también valen para mi proyecto, pero el problema será su conservación».

—Se lo compré a un cacique indio —sonó de pronto la voz profunda de doña Mariana—. Parece que se lo ponían sólo para ceremonias paganas. Ahora ya no tienen lugar, así que…

Martí se volvió y en un acto reflejo se quitó la parlota. La mujer había entrado por una puerta lateral y lo miraba con una suave sonrisa que, sin estridencias, embellecía su fuerte mentón. Bajo un ligero manto entreabierto, una túnica clara caía sobre su cuerpo, insinuando las formas de sus prominentes senos y sus caderas. El pelo recogido sobre la cabeza destacaba su esbelto cuello. No parecía para nada enferma, y aun así, algo turbado, él sacudió la cabeza y preguntó:

—¿Cuál es el mal que la aqueja?

La mujer sonrió y avanzó hacia las sillas que estaban frente a la chimenea mientras respondía:

—Ya se me ha pasado, estimado conde. Tardó usted una eternidad en venir. —Y en tono burlón, añadió—: Podría haber muerto.

Se sentó en una de las sillas y con un gesto le invitó a hacer lo mismo.

—¿Y su esposo? —receló Martí, aún en pie.

Ella apoyó un codo en uno de los brazos de la silla y acomodó la barbilla sobre su mano.

—En el palacio del cabildo.

—Disculpe, esto es absolutamente inapropiado.

—Desde luego. Pero yo nunca le he ocultado mi inapropiado interés por usted, creo.

—Don Cristóbal…

—Tampoco a don Cristóbal. Usted le cae bien.

Martí desvió la mirada al suelo, nervioso al notar una incipiente excitación. La mujer siempre se había mostrado provocativa, pero era inteligente y obraba con prudencia. Sin embargo, no creyó jamás que fuera posible verse en aquel punto, y a la vez que le aturdía la situación, le atraía irremediablemente la actitud de doña Mariana, segura y sensual. Pero eso distaba mucho de lo que una dama pudiera esperar y debía vencer la tentación, aunque requiriera ofenderla.

—Me temo que no puedo corresponderla. —Tomó aire y clavó la mirada en su rostro—. No soy hombre de amor. Ya he tenido mi ración y me sigue resultando indigesto.

Doña Mariana rió y echó la cabeza hacia atrás. Unos cabellos se escurrieron de su recogido y bordearon su terso cuello, como si quisieran indicar a Martí el camino que podían tomar sus labios. Las risas cesaron y la mujer se puso en pie.

—¿Quién ha hablado de amor, querido? —preguntó mientras se desprendía del manto.

Debajo, la fina túnica transparentaba sus pezones erguidos. Martí podía distinguir el tamaño, incluso el color. Su cuerpo reaccionó y dejó que su boca se deslizara sobre ellos.