XXVII

Acolman, año de Nuestro Señor de 1529

La noche era fresca y apacible, con un cielo despejado en el que resplandecía la luna llena. El croar de las ranas enmudecía el agua de los manantiales y silenciaba nuestros pasos sobre el camino de tierra. Las sombras de cultivos y cercados se perfilaban con toda claridad bajo la mirada de Coyolxauhqui, y aunque Jonás llevaba una antorcha amarrada a la espalda, no necesitaríamos prenderla hasta que llegáramos a nuestro destino. Antes de partir hacia Castilla intenté encontrar en Teotihuacán el lugar secreto que el nigromante me indicaba, pero entonces aún no había sucedido lo que me auguró, y que ahora entendía que ponía a prueba mi fe. Había llegado el momento de dejar fluir el resto de la profecía. Sin Zolin en casa, podía salir en plena noche, con la diosa luna como guía, y sabía a dónde debía acudir, pues el sueño en que me escogió Xochiquetzal se repetía para recordarme el punto exacto.

Sobrepasamos los campos de cultivo donde ya se alineaban jóvenes magueyes y enfilamos un sendero bordeado de nopales. Caminaba ligera e ilusionada, sentía el aire como una caricia que me animaba a cada paso, y el horizonte se abría ante mí como un abrazo de bienvenida. En cambio, Jonás no parecía tan contento. Alejados ya de Acolman, arrastraba los pies o daba sonoros pasos, chasqueaba la boca e incluso se daba palmadas en el muslo.

—¿Miedo a las serpientes? —le pregunté.

—¡No, qué va! —exclamó—. Dicen que se asustan con los ruidos, así que te protejo de ellas. Esa es mi misión, ¿no? Me temo que no has escogido al escolta más valiente; nunca fui un guerrero.

—Prefiero tu ingenio a la fuerza. Además, lo que yo necesito es un escolta que crea en Xochiquetzal.

—¿Y por qué no Santiago Zolin?

—Él teme al dios único porque considera que ha vencido a nuestras divinidades —respondí—. Por eso su bravura no me sirve para este camino. He de demostrarle que nuestros dioses no se han retirado, que no están muertos. Y para eso necesito algo más que mi propia fe.

Jonás suspiró y su expresión se tornó grave, pero guardó silencio.

—¿Qué? —pregunté, sin soportar que callara sus pensamientos.

—Es difícil que vea los hechos si casi nunca está. Si Tecolotl quiso que tú propusieras el cultivo de maguey en lugar de él como cihuacóatl, era porque sabía cuál iba a ser la reacción de la gente. Ahora tienen ilusión porque hablaste en un lenguaje que todos entendemos. Por eso sacan fuerzas de la debilidad, por eso aceptan a esos animales orejudos e intentan aprender a trabajar con ellos. Xochiquetzal te guía, y los tejidos que hagamos tras la cosecha serán la prueba.

—Intentaremos que Zolin esté aquí para verlo.

—Y entonces, ¿qué hacemos por el campo en plena noche? —preguntó mirando receloso hacia el suelo.

—¿Seguir el camino de los dioses? —le respondí acariciando su cabello negro como a un chiquillo.

Y empecé a cantar, para espantar serpientes y a la vez entretener su temor como él lo hizo con mi pena en el barco hacia Castilla. Jonás enseguida se sumó, y su ánimo se había contagiado del mío cuando llegamos a Teotihuacán. Sin embargo, a las puertas de la ciudad de los dioses, nuestras voces se silenciaron. Las siluetas de los templos parecían desprender destellos plateados a la luz de Coyolxauhqui y la avenida principal estaba cubierta de matojos y bordeada por cascotes, ruinas de palacios, quizá de altares. El espectro de la niña que fui apareció saltando y jugando despreocupada entre la arboleda que rodeaba la ciudad, y la nostalgia de su inocencia me resultó reconfortante. Sin embargo, Jonás se estremeció y, tembloroso, se agarró de mi brazo; entonces temí que la imagen que tenía de mí como niña se hubiera convertido en algo más que la ilusión de un recuerdo.

—¿Has oído algo? —pregunté.

—El silencio —musitó Jonás.

Era cierto, y darme cuenta de ello también me estremeció. Era como si Teotihuacán estuviera cubierta por una cúpula como la del Panteón romano, pero invisible, una protección para mantenerse suspendida en algún punto entre el sueño y la conciencia, entre los dioses y su pueblo. Tragué saliva y avancé, atravesando aquella frontera. Jonás no me soltó. Nuestros pasos parecían sonar con estruendo, pero no mayor que el de la respiración de mi acompañante. Yo, en cambio, no me sentía amenazada, sólo sobrecogida.

Llegamos hasta lo que en otros tiempos debió de ser una plaza rectangular, ahora rodeada por los restos de una muralla cuyas piedras cubría la hierba. En una esquina, entre los cascotes del muro, las pencas de un joven nopal parecían estallar bajo las ramas de un árbol naciente. Atravesamos la muralla y llegamos al lugar donde Motecuhzoma, pisando pétalos de flores, se dirigió hacia mí. La plaza estaba limpia de todo matojo, como si los dioses anunciaran su poder manteniendo la hierba rala y los cascotes apartados a ambos lados. Al fondo, una gran pirámide parecía querer fundirse con el paisaje montañoso que, tras el bosque, surgía a nuestra izquierda. Pero su majestuosidad seguía asomando entre los escalones erosionados. Fuimos hasta ella, y a sus pies pude oír cómo Jonás tragaba saliva.

—Con razón dicen que los dioses moran en la ciudad —musitó—. ¿Los buscamos o nos buscan?

Seguí su mirada, clavada en los mascarones de Quetzalcóatl. Se discernían con tal claridad que parecían observarnos, y entonces entendí la pregunta de mi fiel amigo, pero no pude encontrar respuesta. Estaba donde debía: en el lugar preciso en que Xochiquetzal me eligió. Miré hacia el cielo. Después de haber aparecido durante todo un ciclo desmembrada tras su derrota ante Huitzilopochtli, Coyolxauhqui reinaba plena sobre las montañas. Posada encima de los restos de muralla, iluminada por la diosa luna, me pareció distinguir la silueta de un ave de larga cola y sonó con claridad el canto de un trogón. No era mi imaginación, Jonás dio un salto y me miró, sobrecogido. El trogón emprendió el vuelo y rasó el suelo para después desaparecer por detrás del templo. Pero allí donde había volado bajo, el reflejo de Coyolxauhqui iluminó un objeto rojo y verde que se distinguía intenso entre la hierba. Me acerqué con paso seguro, seguida de Jonás. A nuestros pies, dos copetes de plumas sobre un casco semienterrado se mantenían increíblemente intactos.

—¡El tocado de Xochiquetzal! —exclamó mi escolta arrodillándose con respeto.

Las plumas rojas del vientre del ave parecían señalar la dirección que esta había tomado. Acaricié el hombro de Jonás y él alzó la cabeza. En su mirada había una intensa emoción. Con una sonrisa, le indiqué que me siguiera y rodeamos la pirámide.

En la parte de atrás, una muralla que sujetaba el terreno hacía que la vegetación cayera en cascada, como un manantial hijo de Tláloc y Chachiuhtlicue, y en un rincón a sus pies crecían vigorosos cempasúchiles, voraces ante la luz de la luna como si esta fuera el mismo sol. Una mariposa apareció de entre la vegetación y se posó sobre una flor, mientras sentía que el corazón me daba un vuelco. El cempasúchil era símbolo de Xochiquetzal, al igual que la mariposa.

—¿La diosa está aquí, Ameyali?

Asentí mientras anunciaba:

—Nos indica el camino y no creo que esté sola.

Nos acercamos y apartamos parte de la frondosa vegetación. Tras esta había un agujero en la parte baja de la pared. Sin que tuviera que decirle nada, Jonás encendió la antorcha y examinó la cavidad a la que daba.

—Hace bajada, es posible que podamos pasar sentados —señaló—. ¿Entro?

—No, yo primero, y luego me das la antorcha.

Me arrastré por la tierra húmeda y mullida. Sin embargo, enseguida mis pies tocaron suelo empedrado. Alargué un brazo y mi acompañante me tendió la antorcha. Mientras él entraba, pude ver que nos hallábamos en un pasillo cuyas paredes estaban esculpidas con la imagen de Quetzalcóatl en un lado y su gemelo Tezcatlipoca en el otro.

—¿Huele a incienso o me lo imagino? —susurró Jonás ya a mi lado.

—Creo que viene de la dirección que indican ambos dioses —dije iluminando el camino.

Avanzamos en bajada entre paredes almohadilladas, con restos de pintura carcomidos por la humedad. A cada paso se intensificaba el olor a incienso, mientras que nos llegaba el murmullo de un cántico. No estábamos solos. De pronto, el suelo se hizo plano, y ante nosotros apareció un amplio portal coronado por la figura de un caimán.

—¡Xochitónal! —exclamó Jonás asustado—. ¿Hemos muerto? ¿Vamos al Mictlán?

—No seas tonto. Estamos vivos y esto no es la entrada al reino de los muertos.

Pero al cruzar la puerta, fui yo quien dudó. Ante nosotros había una extensión de agua, como si fuera el mismísimo lago negro Apanhuiayo. Una ráfaga nos trajo un penetrante olor a incienso y los cánticos parecían más cercanos. La llama de la antorcha se apagó. Oí unos pasos, un gemido y la respiración acelerada de mi acompañante.

—Tranquilo, Jonás —murmuré buscando a tientas su brazo—, no hemos superado ninguna de las seis pruebas anteriores al Apanhuiayo; no podemos estar camino de Mictlán.

—Claro que no —sonó sonriente una voz. Un chasquido entonces iluminó una cara tan arrugada que sus facciones no se distinguían—. ¡Por fin, sacerdotisa, has llegado a nosotros!

—¿Y Jonás? —pregunté alarmada.

El nigromante se rió.

Los pasos de Rosario resonaban por la escalera del patio, mientras que los de Santiago Zolin apenas se oían por detrás de ella. Con una mano, la mujer levantaba su vestido para no pisarlo y con la otra sujetaba una vela que proyectaba sombras vacilantes sobre las paredes encaladas. Aunque se sentía más cómoda con aquel esclavo negro que sustituía a Teodoro Tecolotl, Rosario le había dicho que no lo necesitaba, y su marido sabía por qué prefería guiarse sola a sus aposentos. Sin embargo, no se sentía con demasiados ánimos para darle lo que ella esperaba.

Algunas veces, Santiago Zolin regresaba de aquellas cenas entre castellanos con una profunda sensación de agravio. Sabía que murmuraban a su alrededor: «De las indias, lo entiendo, casadas con hombres cristianos. ¡Pero ese indio! No es este su sitio». También había quienes se referían a él con admiración y reconocían su perspicacia para llevar Acolman. Pero de pronto oía tras sus espaldas: «Es un indio listo», y entendía que en el fondo esa admiración era sólo condescendencia. Pero tenía que callar, hacer oídos sordos y soportar la intensidad de los perfumes que disimulaban el olor agrio de su piel. De buena gana se metería en una temazcalli en aquel mismo instante para sacudirse el hedor que creía impregnaba su propio cuerpo, pero ni Rosario ni fray Antonio habían aceptado construir una en el patio, pues la consideraban un instrumento del diablo. Para un buen baño de vapor, debería esperar la visita a Acolman. Ya no faltaba mucho para que llegara el cargamento, y entonces podría sumergirse en el vapor con ella; su piel fresca, sus caderas ávidas, sus manos guiando el deseo.

Tras el regreso de Ameyali, acostarse con Rosario se había convertido en algo tedioso, y sus expresiones entre la contrariedad y la culpa por el disfrute de su cuerpo habían dejado de excitarle. Aunque ya no necesitaba lecciones sobre caricias, su pasividad se le antojaba soporífera, y debía admitir que sólo la había buscado cuando el recuerdo de su primera esposa se sentaba a horcajadas sobre él.

En la segunda planta, avanzaron por el soportal. Aunque el dormitorio de Santiago estaba en la otra dirección, acompañó a Rosario hasta las puertas de su aposento. Ya con la mano en el pomo, ella se volvió con aquel gesto casi sumiso, que dejaba asomar un tono rosado a su rostro. Siempre era así, siempre expresaba su deseo con vergüenza. Y si antes le había divertido, se dio cuenta de que ahora le despertaba desprecio. Sin embargo, no podía permitirse hacerla infeliz; era una alianza, y debía manejarla con tacto.

—Es por esa mujer de Acolman, ¿verdad? —musitó de pronto ella.

—¿De qué hablas? —preguntó Santiago Zolin con inquietud.

Rosario esbozó una sonrisa amarga. La vela sólo iluminaba parte de su rostro.

—Antes no nos quedábamos en la puerta, a la espera. Y ya no me tomas como… —Ella se interrumpió y tosió, aclarándose la garganta. Luego retomó sus palabras—: Y es desde que volviste de Acolman, después de que esa mujer viniera a buscarte.

No le gustó que ella se refiriera a Ameyali. De hecho, debía protegerla, pues Rosario también tenía como confesor a fray Antonio y él consideraba a Ameyali una criatura del pecado.

—Estoy cansado —se excusó con intención de retirarse y así evitar la conversación.

—Santiago, espero que entiendas bien el matrimonio cristiano —le atajó ella agarrándole del brazo.

Él se sacudió su mano de encima y preguntó indignado:

—¿Acaso no te he atendido como mereces?

—Desde luego, hasta que ella apareció. No sé quién es, ni me importa. Pero yo soy tu única esposa. Eso te lo ha explicado bien fray Antonio, ¿no? Amar y respetar a tu esposa es de buen cristiano. Y el deber de todo noble con encomienda es dar ejemplo cristiano. No querrás despertar sospechas de que no cumples con la encomienda de su majestad.

Aquellas palabras lo irritaron profundamente. No podía dejar que una mujer lo dominara, por lo que se acercó a ella con el rostro contraído y el cuerpo en tensión; Rosario dio un paso atrás, con la respiración acelerada, pero aun así Santiago no se detuvo. Estaba tan cerca de ella que sentía el roce de su agitado pecho. El resplandor de la vela iluminaba los ojos desafiantes de la mujer, y sintió que su cuerpo reaccionaba, incitándole a tomarla por la fuerza para darle una lección.

—¿Es una amenaza? —le preguntó entre dientes.

—Si te sientes amenazado es porque estás haciendo algo que no debes. ¿Me llevarás a Acolman? Así daremos ejemplo de matrimonio cristiano, ¿qué me dices?

—Ni hablar —respondió Santiago con vehemencia.

Si no le gustaba sentirse amenazado por los oidores de la Real Audiencia, y le desagradaba que Ameyali pudiera verse amenazada por fray Antonio, más le enfurecía que la amenaza radicara en que Ameyali se enterara de qué lugar ocupaba en la relación que mantenían.

—No voy a dejar que un indio me humille, Santiago, por mucho que tengas una encomienda.

—¿Indio? —gritó él alzando los puños.

Ella se encogió temiendo un golpe, pero él desvió su furia hacia la vela que la mujer sujetaba y la tiró de un manotazo, apagándola. Bajo la pálida luz de la luna llena, agarró a Rosario por el pelo para obligarle a mirarle.

—Yo soy tu marido, tu señor.

Ella intentó zafarse y le mordió en el labio. Preso de una súbita excitación, él sintió que su cuerpo se enardecía y le devolvió el mordisco, pero en el cuello. Rosario gimió de placer y se aferró a su esposo.

Los cánticos se alejaron. A la luz de las antorchas, los ojos del nigromante brillaban como los de un jaguar en plena noche mientras me escrutaba entre risitas burlonas.

—Has acertado trayendo a ese hombre, sí; verdadera es su fe, importante su misión.

—Hemos perdido a demasiados para dar su sangre a los dioses —aseveré—. Sin gente que crea en ellos, no podrán volver.

—No te preocupes por él. Ya no hay muertes floridas, no tiene sentido. Has aprendido bien. Sin duda, eres la elegida, pero ya lo sabías, ¿verdad?

Recordé a la suma sacerdotisa de Xochiquetzal, moribunda entre mis brazos; me dijo lo mismo. El nigromante rió y me dio la espalda. De pronto, de un chispazo, prendió una tea de la pared e iluminó la cámara donde nos hallábamos. El lago negro era en verdad un río que lamía las piedras y se perdía bajo una roca tallada. Un escalofrío me recorrió al verla, pues la abertura por donde transcurría el agua representaba la boca de Tláloc, con su enorme labio superior que anunciaba la entrada al inframundo. La escultura estaba pintada con ondas negras, azuladas y verdosas, y alrededor de los ojos, las serpientes entrelazadas realzaban la profundidad de su mirada.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—Donde crees, donde ves. —Su voz sonó detrás de mí. Noté su manto de ixtle rozando mi brazo, y de pronto estaba de nuevo delante de mí, con la antorcha en la mano—. ¡Bienvenida, sacerdotisa! Has llegado a esta cámara un poco pronto; los dioses querrán que la recuerdes. En fin, ahora te conduciré donde te aguardan tus fieles para que les guíes.

—¿Guiarles yo? Estoy casada, tengo un hijo. No puedo ser sacerdotisa…

El nigromante me interrumpió poniendo un dedo sobre mis labios.

—Tu matrimonio es una amenaza, pero también nuestra protección, siempre que aceptes la traición. Pensé que lo habías hecho, y que por eso estabas aquí con el hombre del nombre perdido, en lugar del traidor.

—¿Cómo iba a venir con Ignacio Iluhicamina?

El nigromante acarició mi mejilla con su mano rugosa y una mirada compasiva en sus ojos. Se volvió fugazmente hacia la cueva que conformaba la boca de Tláloc, y de la puerta del reino de los muertos vino una corriente de aire gélido.

—¿De veras crees que Iluhicamina era el traidor? —sonrió.

Muy a mi pesar, con la pregunta acudió la repuesta: Zolin había traicionado mis derechos como primera esposa con aquella Rosario, y aún seguía con ella en México. Su ausencia hacía posible que yo estuviera allí aquella noche; que confiara en mí nos protegía; que sus intereses giraran alrededor de una alianza con los cristianos era la amenaza, y a la vez también parte de la traición. El nigromante asintió como si diera la razón a mis pensamientos, me dio la espalda y me invitó a salir. Le seguí, como empujada de pronto por los ojos de Tláloc, estremecida ante la idea de quedarme a solas a las puertas del inframundo.

—Esta cámara aún no es parte de tu camino, pero lo será —añadió—. Recuérdala. Cuando te conviertas en sacerdotisa de la luna, volverás a encontrarla guiada por la luz de Quetzalcóatl.

—¿Sacerdotisa de la luna? ¿Estás loco? —exclamé—. No quiero entregarme a una diosa vengativa.

Recordé lo que Coyolxauhqui despertó en mí cuando me creí traicionada por Martí, y reconocía que la traición de Zolin, justificable por mi propia ausencia, no me provocaba aquellos dolorosos sentimientos, más bien me acercaba a la aceptación de lo que parecía mi destino: perdonarle y ejercer como esposa principal con prudencia.

—Nada de venganzas. Eso está bien, tú lo has dicho: no podemos perder más vidas. No, no, no. —Se detuvo y me miró—. Pero si estás aquí, es porque has empezado la transición, y ya has sentido a Coyolxauhqui en tu alma.

—Si estoy aquí, es porque recuperé mi fe en Xochiquetzal, y si aún casada puedo ser sacerdotisa, lo seré para pedirle ayuda, para que bendiga nuestro trabajo y para que devuelva la belleza a la mirada de la gente de mi pueblo.

Se volvió de nuevo y retomó sus pasos hacia lo que parecía otra salida.

—Bien, hazlo, Ameyali. Ese es el camino.

Llegamos a un agujero abierto en la roca que daba a un pasillo oscuro que parecía ascender. Entonces el nigromante me tendió la antorcha.

—Yo poco te puedo ayudar ya. Tu poder me sobrepasa. —Puso su mano en mi pecho y noté un calor intenso, que parecía latir con mi corazón—. Tu espíritu está preparado para ser tu guía, pero te pedirá valor cuando recibas su luz.

Avancé por el pasillo, mucho más estrecho que el de bajada. El desnivel también era mayor y la subida resultaba fatigosa. Sabía que el nigromante ya no me seguía, y el temor se apoderó de mí al recordar sus palabras: «… te aguardan tus fieles para que los guíes». Era mucha responsabilidad y estaba sola en aquello. Alcancé unas escaleras de peldaños altos y estrechos. Arriba, la luz iluminaba la salida y percibí el intenso perfume de las flores. Al llegar a lo alto, la luz me cegó unos momentos mientras estallaba un cántico. Abrí los ojos y reconocí a uno, dos, tres…, a todos los allí congregados. No estaba sola. Mi voz se unió a su cántico.