XXVI

Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1529

De espaldas a la capilla de San José de Belén de los Naturales, la escuela del mismo nombre extendía su estructura hacia el norte. Allí se enseñaba a los pequeños hijos de los caciques mexicas a leer y a escribir en castellano, así como a cantar al Señor. Los muchachos mayores aprendían oficios, y para ello los espacios estaban ordenados en edificios adyacentes, algunos aún chamizos, donde se enseñaba desde cantería y herrería hasta zapatería o sastrería. Martí caminaba junto a Juan de Zumárraga siguiendo a un joven fraile franciscano. Con las manos a la espalda, sin permitirse gesto ninguno, su voz aflautada ponía entusiasmo en las explicaciones de los logros de sus alumnos, así como resignación cuando comentaba los problemas que dificultaban el desempeño de su misión.

—Es difícil encontrar maestros castellanos que les enseñen sus oficios —decía—. No tenemos dinero, no podemos pagar por ello. Y además, como los naturales son tan habilidosos, creo que los castellanos temen su competencia.

—Como ve —intervino el obispo dirigiéndose a Martí—, es esencial la ayuda de buenos samaritanos para poder emprender la ardua tarea que aquí nos encomienda Nuestro Señor.

El conde asintió forzando una sonrisa para disimular su desconcierto ante las continuas atenciones del obispo. Juan de Zumárraga les había facilitado alojamiento en una posada cercana a la salida norte de la plaza mayor, en el barrio de Santa María de Tlaquechiuacan. Estaba estableciendo contactos para que doña Mariana, esposa de uno de los alcaldes del cabildo, lo introdujera en sociedad para protegerle de cualquier represalia de Delgadillo. Y desde su llegada, regularmente lo iba a buscar para enseñarle algo de la ciudad, con la escolta de Galcerán o sin ella, como aquel día. Martí se dejaba llevar por el obispo, pues aquellos paseos por México le distraían del dolor causado por Ameyali y le daban una ocupación que ahuyentaba la bilis negra. Sin embargo, no eliminaban cierta amargura, al contrario, pues le recordaban sus paseos con ella por Roma. Él la entretenía cuando la amenazaba el desánimo, pero ahora sabía que los motivos de este eran muy diferentes a los que creyó en su momento, y se sentía utilizado. Era posible que el prelado también pretendiera utilizarle. Desde luego, no ocultaba su interés por él, el conde de Orís y Prades, y esto era algo que despertaba la curiosidad del joven, pues no entendía la razón, y aquella visita a la escuela de San José de los Naturales seguía sin darle ninguna pista.

—Si desean ver alguna otra cosa, ilustrísimo y reverendísimo señor obispo —dijo el joven fraile inclinando la cabeza con gesto complaciente.

—No, eso es todo, muchas gracias. Nos ha sido de gran ayuda.

—Entonces les acompaño hasta la salida. Fray Pedro está en el tianguillo del Salazar. Ya sabe lo incansable que es.

Siguieron al fraile hasta el portón, y el desconcierto de Martí no podía ser mayor. Fray Pedro de Gante era el fundador de la escuela, pero aunque ya la habían visitado, Juan de Zumárraga seguía teniendo especial interés en encontrarle. Ya en la calle, Martí se encajó la parlota para protegerse del sol, mientras que el prelado hizo lo propio con su sombrero redondeado. Enfilaron la primera calzada adoquinada, que a la par servía de dique de contención a las calles próximas a los canales. Carretas iban y venían, unas con fardos, otras con comida, otras con piedras y maderas para la construcción. Y en medio de aquella actividad incesante, el silencio de Juan de Zumárraga resultaba perturbador. Martí entonces no pudo contenerse y preguntó:

—¿Vamos a un mercado?

—¿Mercado? —se extrañó el obispo rascándose la barbilla.

—Tianguillo, supongo que viene de la palabra tianquiztli, mercado.

—Es fascinante. Conoce usted la lengua de estas gentes como fray Alonso de Molina, ya lo creo. Vino de niño, hacia 1522, y se crió entre indios. Sus padres fueron de los primeros en llegar.

—No fue ese mi caso, pues mi padre me enseñó náhuatl a su regreso.

—¿Sabe?, desde el principio he querido preguntarle al respecto. Pero, de todas formas, lo más importante es que usted se quiera quedar. Es una señal de Dios —aseveró. Se detuvo un instante y luego reemprendieron el camino mientras añadía—: No vamos al mercado. Los terrenos del tianguillo del Salazar nos fueron otorgados justo el pasado mes de julio para otros menesteres.

Apenas habían caminado unos pasos cuando se detuvieron ante un estrecho canal. Al otro lado, en un terreno amplio, se estaba construyendo un gran edificio, aparentemente de una sola nave.

—Ya hemos llegado —anunció el obispo. Y señalando hacia un fraile que hablaba con unos carpinteros mexicas, exclamó—: ¡Ahí está fray Pedro de Gante!

Entonces Juan de Zumárraga se levantó el hábito marrón, y con una agilidad sorprendente para su corpulencia, saltó al otro lado del canal y avanzó hacia el lugar donde se hallaba el fraile. Martí le siguió mientras preguntaba:

—¿Qué están construyendo? ¿Una escuela superior, acaso?

—Ya nos gustaría, los indios sin duda son almas del Señor y aprenden muy rápido. Pero todo a su tiempo. Esto es un hospital para naturales. O lo será cuando lo acabemos.

Martí sonrió, y por primera vez lo siguió con verdadero interés. Pedro de Gante les había salido al encuentro. Hizo ademán de postrarse ante el obispo, pero este le puso una mano en el hombro y no se lo permitió.

—Por favor, fray Pedro. Somos hermanos de la misma orden.

—Sí, ilu… ilustrísimo se… señor —tartamudeó a la vez que alzaba su alargado rostro.

El obispo miró a Martí, apretando un instante su sobresaliente mandíbula antes de esbozar una afable sonrisa contenida y dirigirse de nuevo al fraile.

—Le presento al conde de Empúries. Él es el doctor que le comenté, el que habla el idioma de los naturales.

—Un ho… honor —tartamudeó de nuevo. Y luego, en un fluido náhuatl, añadió—: No sabe cuánto nos aportaría su ayuda.

—Y la tendrá —respondió Martí también en náhuatl. Y en castellano, añadió—: Lo cierto es que debo mucho a su ilustrísima reverendísima por tan hospitalaria acogida, y ha sido inspirador ver su trabajo con la escuela, fray Pedro.

Complacido, el fraile se volvió hacia el obispo, quien se apresuró a responder antes de que preguntara:

—Sí, estuvimos allí buscándole. Tenía especial interés en que don Martí conociera de primera mano la importancia de los buenos samaritanos que, sin recibir dinero, brindan al prójimo su saber y su ciencia. Lo cierto, fray Pedro, es que creí que convinimos encontrarnos en la iglesia de San José.

—Me temo que es culpa mía que no haya sido así —intervino una voz femenina.

Del otro lado del muro, por la sección que quedaba sin piedras, apareció una dama vestida con un traje oscuro decorado con cintas de seda. Su cabello recogido realzaba un largo cuello emblanquecido, terso, más joven que el rostro de rasgos duros. Alrededor de su boca se arremolinaban unas arrugas que se marcaban aún más con su sonrisa. Sus ojos castaños miraban a Martí con arrogancia, a pesar de dirigir sus palabras a los franciscanos:

—Quería ver en persona cómo avanzan las obras del hospital y pedí a fray Pedro que me guiara.

—¡Doña Mariana! —exclamó el obispo, sorprendido. Y se apresuró a añadir—: Le presento a Martí de Orís y Prades, conde de Empúries.

El joven la saludó con una afectada reverencia mientras Pedro de Gante, con su marcado tartamudeo, añadía:

—Doña Mariana es una de las almas caritativas que nos ayudan a financiar la construcción. Los mexicas ponen el trabajo, pero sin limosnas no sería posible.

—Mi señor conde —dijo ella con un brillo travieso en sus ojos—, me han hablado mucho de usted. Lo que no sabía es que dominara el idioma de los naturales.

Se volvió hacia Juan de Zumárraga, pero antes de que este respondiera, fray Pedro dijo:

—Po… po… por eso es importante que se que… quede.

Doña Mariana sonrió y se volvió de nuevo a Martí, que no evitó su mirada altiva.

—¿Sabe que le están utilizando? Si quieren que le presente en sociedad, no es por ayudarle. Quieren que lo haga para que cobre sus servicios entre los castellanos y no pida dinero por su trabajo en el hospital.

Pedro de Gante tosió nervioso y Martí percibió que el obispo se sentía incómodo. El atrevimiento de la mujer le pareció divertido, y seguramente nada desacertado.

—Digamos que me honra que me utilicen así, pues es el Señor quien lo hace a través de sus siervos —respondió Martí con una sonrisa—. Y sin duda usted, que es un alma caritativa, convendrá en que no estaría bien que cobrara de sus limosnas, aunque al final mi sueldo lo paguen los mismos.

Doña Mariana sonrió y el brillo travieso volvió a sus ojos.

—Creo que me divertiré con usted, conde.

Ni mercado, ni talleres, ni tareas en las chinampas que no fueran furtivas. Las canoas permanecían amarradas en los embarcaderos y las carretas reposaban entre los patios y las parcelas embarradas de los edificios en construcción. El día del Señor, sólo las campanas repicaban su llamada a misa, y las aves levantaban el vuelo espantadas por tan ruidosa insistencia.

Martí y Galcerán asistieron al oficio vestidos con sus mejores ropas. Se sentaron en la segunda fila bajo el púlpito, a indicación de Juan de Zumárraga, y esta posición les hizo objeto de múltiples miradas y murmuraciones entre los castellanos más importantes de la ciudad. Había en la catedral algunos mexicas vestidos con elegantes túnicas, y le pareció distinguir en alguno una mirada de sorpresa contenida, seguida de una leve inclinación de cabeza, por lo que Martí dedujo que reconocían en él a su padre. «Paseaba con Motecuhzoma, entraba a su palacio. Si esos mexicas son antiguos nobles, es normal, supongo. No sé hasta qué punto esto es bueno o malo», pensaba.

Don Gonzalo, situado un par de bancos por detrás, apenas si le dedicó una disimulada sonrisa a modo de saludo, pero quien no tuvo ningún recato al inclinar la cabeza fue doña Mariana, que pasó por su lado del brazo de su esposo. Este era más bajo que ella, aunque de amplios hombros y vigoroso cuerpo, y lucía una cabellera encanecida que contrastaba con su barba totalmente negra. Ambos se sentaron delante de Martí y Galcerán, y ella le susurró al esposo que tenían tras de sí al conde del que le habló, mientras miraba a Martí de reojo y le sonreía de nuevo.

Así, los dos alcaldes y los regidores del cabildo ocuparon el primer banco, y Martí supuso que también debían de estar entre ellos los dos oidores de la Real Audiencia, sin su presidente, ya que, según le habían contado, estaba de expedición al noroeste, en una región llamada Pánuco. «Consiguió seis mil pesos de los oficiales, ¿y quién no se los iba a dar? Nuño de Guzmán es un hombre casi tan cruel como codicioso. Mejor que no le conozca. Tiene a muchos sumidos en el terror. Ha llegado incluso a imponer un tributo para pagar un viaje a los procuradores de la ciudad e impedir que Cortés vuelva —le había explicado el obispo en uno de sus encuentros—. He conseguido que una carta denunciando sus abusos supere la vigilancia de los oidores sobre nuestro correo. Espero que llegue a su majestad».

Juan de Zumárraga ofició la misa. A pesar de lucir la cruz pectoral de prelado, no llevaba ni la mitra ni el báculo pastoral propios de un obispo. Hombre de talante llano y pocos gestos, en el púlpito abrió los brazos al iniciar el sermón y se descubrió como un enérgico orador. Se centró en el pensamiento de san Pablo para hablar de la compasión y la misericordia, y mostró gran conocimiento acerca de las escrituras del apóstol citando con frecuencia sus palabras. Con incontestable elocuencia, en un discurso tan afable como contundente, Martí percibió una advertencia acerca de los abusos que sufrían los naturales que exasperó a no pocos del primer banco, así como a alguno otro que se sintió aludido. Al conde no le sorprendió, ya que el obispo le había dicho acerca de sus sermones: «Es prácticamente lo único que puedo hacer como defensor de los indios, pues aunque su majestad me haya otorgado el título, muchos no dejan de ver en mis prédicas una intromisión en su autoridad».

Sin embargo, al acabar la misa, Martí no podía evitar sentimientos contradictorios. Le resultaba admirable que se protegiera la dignidad humana de los naturales como hijos del Señor, pero a la vez la forma de conseguirlo le producía cierto recelo, pues sólo se les respetaba si abandonaban sus antiguas costumbres y se bautizaban, y aun así no escapaban del hambre y de la miseria.

Sus pensamientos cesaron cuando Galcerán le dio un codazo. La gente empezaba ya a desalojar la iglesia y su primo murmuró:

—Ese obispo me hacía recelar con tanta bondad; temía una trampa. Pero es coherente con lo que predica, y eso me gusta.

—Sí, supongo que hemos tenido suerte —respondió Martí con voz queda.

Avanzaron hasta un pasillo lateral, mientras Galcerán decía:

—Ahora te toca a ti cumplir con tu parte. Yo me retiraré discretamente a la salida. Si te quedas solo, darás la sensación de que no necesitas a nadie que te proteja.

Martí asintió ya en el umbral del portón de la catedral y se encajó la parlota sobre la cabeza. En la plaza, la gente se separaba en pequeños grupos y charlaba. A su derecha, sin embargo, una pareja permanecía sola: eran doña Mariana y su esposo. Él sonreía y saludaba a su alrededor asintiendo con la cabeza. El joven conde advirtió que ella le miraba con descaro y se sintió incómodo. Notó que Galcerán le ponía una mano sobre el hombro.

—Ándate con cuidado, mi querido primo —le previno antes de alejarse—. A esa dama le agradas.

Mientras se acercaba, doña Mariana le saludó con tal inclinación de cabeza que llamó la atención de su marido. Este observó a Martí, y ya a su altura, la mujer los presentó formalmente. Después de las reverencias entre ambos, ella añadió con su profunda voz:

—Mi esposo, don Cristóbal, estaba deseando conocerle, estimado conde.

—Bienvenido sea, sí señor, médico y por estas tierras —dijo el caballero en un tono que desprendía simpatía, con una amplia sonrisa que hacía brillar sus ojos grisáceos—. Conde, no se deje atrapar por los curas.

—Me temo que ya me han atrapado. Me parece muy interesante la construcción de ese hospital, y la compasión con los naturales es un buen camino a la redención —respondió Martí con un intencionado tono burlón.

Don Cristóbal y su esposa sonrieron complacidos y ella señaló:

—Curar al enfermo, una forma práctica de misericordia. Y más barata que las limosnas.

—¡Querida! —fingió escandalizarse su esposo acariciándole la mano—. Somos afortunados, tenemos entre nosotros a un noble médico. Espero, señor, que su entrega misericordiosa le deje tiempo para otros enfermos igualmente necesitados.

—Por mí no va quedar —repuso Martí afable.

—Querido, pensaba presentarle a Isabel. Ya sabes que no queremos que la Real Audiencia se fije demasiado en él.

—Sí, es buena idea. Mejor prevenir que defenderse —convino el alcalde.

—Hoy hacen su obra de misericordia conmigo.

Don Cristóbal dejó escapar una pequeña carcajada.

—Mi esposa sí, yo me temo que lo dejaré en sus manos; al final, esto es cosa de mujeres —dijo, y dirigiéndose a ella, añadió—: Si no te importa, ahí están Pedro Solís y su cuñado. Me acercaré para hablar de la compra de las mulas para el corregimiento.

—Recuerda que Rosario me comentó que sólo es cosa de Santiago.

—Ese indio tiene más luces que Pedro, desde luego. ¡Es muy listo! —murmuró don Cristóbal sin perder la sonrisa.

Y dirigiéndose de nuevo a Martí se despidió dándole una palmada en la espalda.

—Por fin solos —comentó doña Mariana con una media sonrisa, mirando a su alrededor.

Entonces pasó por delante de Martí tan cerca que él notó el roce de su brazo. «Debo andarme con cuidado», se dijo al ver que ella observaba su reacción de soslayo. Y flanqueó los pasos de la dama mientras preguntaba:

—¿Por qué es cosa de mujeres? El obispo también mencionó algo: dijo que ustedes mandan demasiado.

—¿Lo dijo o se lamentó?

Martí no supo cómo responder al tono provocativo de la dama. Como si leyera sus pensamientos, ella le tocó levemente en el brazo y añadió:

—Tranquilo, no le preguntaba para que me contestara. Juan de Zumárraga es un cura, y dado que las mujeres sólo tenemos un camino para influir, es normal que le desagrade, ¿no? —Señaló con la cabeza hacia delante y añadió—: ¿Ve a aquella pareja? La que charla con la dama del vestido granate. Él es Diego Delgadillo.

—¿El oidor de la Real Audiencia?

—Veo que los curas le enseñan bien —dijo ella en tono zalamero. Luego continuó mientras se acercaban—. A su lado está su mujer, Isabel de Ojeda. Son la pareja más codiciosa de toda Nueva España, y le puedo asegurar que don Diego hace demasiado caso a su esposa; aunque mal me esté decirlo, acabarán quemándose con fuego. En fin, la otra es Catalina, esposa de Rodrigo Albornoz, funcionario real. Es sabido que Nuño de Guzmán pierde los vientos por ella, y antes de partir estaba siempre en su casa. Por eso dicen por ahí que su voluntad puede influir en el presidente de la Real Audiencia de esa manera en que al obispo sólo puede desagradarle.

—¿Y el marido? —preguntó Martí sorprendido.

—Si sabe, calla. Y nadie le culpa. Juan Ortiz de Matienzo, el otro oidor, anda loco por la viuda de Hernando Alonso, quien, mire usted, no hace mucho murió en la hoguera, acusado de judío.

—¡Vaya! ¿Aquí también? —exclamó Martí con un estremecimiento.

—Claro, la Inquisición es un instrumento político. Dejan a los indios tranquilos, porque como nuevos cristianos tienen derecho a la misericordia: hay que enseñar al que no sabe, ¿verdad? Pero al que se supone que es viejo cristiano, que no le encuentren algo en su pasado. Y así, quien se hace enemigos está sujeto a intrigas y trampas.

Aunque se recordó que el buscado por la Inquisición era Martí Alzina, el conde de Empúries no pudo evitar un suspiro.

—No tema, don Martí. Si ayuda en el hospital, le dejarán en paz y no tendrán cómo tenderle una trampa. Pero si encima cae bien a Isabel de Ojeda, la Real Audiencia no irá a por sus ingresos.

—Dispongo de cierta fortuna gracias a mi condado. ¿Qué le hace suponer que quiero trabajar?

Ella se detuvo y lo miró seriamente.

—Mire, toda esta gente que tenemos alrededor viene a hacer fortuna, y los nobles se dividen en dos grupos: los que tienen una encomienda y los que esperan tenerla. Usted es conde, si no está aquí para ejercer como médico y sacar sus buenos pesos con ello, entra en el segundo grupo. ¿Ha venido a eso?

—No, lo cierto es que no. Pero ¿por qué está tan segura de que voy a hacer fortuna?

—Su linaje. ¿Quién no quiere ser examinada por nobles manos? —preguntó mirándole con picardía. Luego reanudó sus pasos—. Usted es bien parecido, úselo, sonríale, sin ofender a Delgadillo, pero dedíquele atención; ella es la importante.

Cuando llegaron hasta la pareja, esta acababa de despedir a Catalina, y a Martí le pareció que doña Mariana había calculado el ritmo de sus pasos para hallarse a solas con Isabel de Ojeda y Diego Delgadillo, aunque no traslució nada de ello en sus presentaciones. Isabel era una mujer de generosos pechos y sinuosas caderas, cuyo cabello negro quedaba recogido en un recargado entramado de trenzas. Sonrió a la vez que lo escrutaba con complacida cautela. En cambio, Delgadillo, de cara estrecha y amplio cuerpo, mantenía una expresión adusta. Martí se dio cuenta entonces de que uno de los ojos negros del hombre era más pequeño que el otro, e incluso más redondeado, a pesar de carecer de cicatrices que justificaran tan notable diferencia.

—¿Así que conde? —dijo el oidor con desprecio—. Pues sepa que aquí no tiene ninguna autoridad; esto no son sus tierras.

—Querido, ¿no eres un poco rudo? —intervino Isabel—. Acaba de llegar. Debemos darle la bienvenida.

—Bueno, que devuelva al indio. Nada más llegar, desafió la autoridad de mi capataz aquí mismo, en esta plaza, y luego se llevó con los franciscanos a Mateo. Ya no lo hemos visto más.

—Disculpe si me entrometí donde no me llamaban —dijo Martí inclinando la cabeza ante Delgadillo. Luego volvió los ojos hacia la esposa—. Pero verán, antes que conde me considero médico y el indio estaba herido. Además, me temo que por mi culpa, porque fui yo quien lo tiró al suelo. Así que me limité a curarle, y fuimos al monasterio franciscano porque el ilustrísimo y reverendísimo señor Zumárraga me ofreció un sitio. Pero ahora no sé dónde está su hombre.

—¿Ah, sí? —intervino doña Mariana, sorprendida, pues acababa de darse cuenta de que la habían utilizado para provocar aquel encuentro—: ¿Y tan importante era el tal Mateo?

—El trabajo es el único tributo que podemos cobrarnos de esos infelices —refunfuñó Delgadillo—. Y si se pueden librar cuando quieran, ¿adónde vamos a llegar?

—¡Oh, vamos, Diego! Que no son esclavos —intervino Isabel—. Será por indios. ¡Esta tierra está llena!

—Y Zumárraga se metió por medio —se apresuró a añadir doña Mariana—. Al final, fue él quien desafió a su capataz, don Diego, piénselo bien. No es la primera vez que ocurre. Estoy segura de que el señor conde no empañaría su palabra por un indio.

Martí se encogió de hombros y mirando a Isabel dijo:

—Reitero mis disculpas, yo… He de aprender mucho.

—Nosotros le enseñaremos, no pierda cuidado —respondió la mujer—. Venga el próximo miércoles a nuestro palacio. Queda invitado a nuestra fiesta. Lo recuerdas, Mariana, ¿verdad?

—Moriría de sopor sin tus fiestas, querida.

La pareja se despidió, con Delgadillo al parecer más conforme, reiterando la invitación de su esposa al doctor. Una vez que se hubieron alejado, doña Mariana mudó la expresión de su rostro: sus labios permanecían apretados y lo observaba con los ojos entornados.

—O sea, que todo esto era porque había provocado a Delgadillo —dijo sin apenas mover los labios—. ¿Me ha utilizado?

—¡No! —replicó él con énfasis—. Nunca imaginé que darían tanta importancia a ese incidente. Pienso pasar un tiempo en esta ciudad y quiero conocer mejor a su gente. —No podía disgustarla. Si doña Mariana le había introducido en el círculo de los poderosos de la Nueva España, con la misma facilidad podía meterle en un lío, por lo que, tragando saliva, añadió—: En todo caso, agradezco su ayuda.

El silencio se hizo entre ambos. Él expectante, ella sopesando. Se miraban directamente a los ojos. Al fin, una sonrisa afloró en el rostro de doña Mariana, que dejó escapar una carcajada.

—Ya pensaré en algo que le permita demostrarme su agradecimiento.

Martí entró en la posada y mientras se quitaba la parlota suspiró con alivio. Si en Barcelona, cuando se tuvo que doctorar, las conversaciones políticas de las altas esferas le parecieron un trámite cansino y en Roma eran pura tensión, en México le dio la sensación de caminar sobre trampas que podían ceder a sus pies en cualquier momento.

Se acercaba la hora de comer, y hasta el zaguán llegaba el olor a cerdo asado y pan reciente. Martí decidió cambiarse y avisar a Galcerán. Se dirigió hacia el patio, cuyo perímetro cuadrado estaba rodeado de flores, tanto abajo como en el soportal superior, y subió las escaleras hacia el segundo piso. Había alquilado tres habitaciones, dos para dormir y una tercera que usaban a modo de salón. «Es por mi padre —se dijo sin poder dejar de buscar una respuesta a su necesidad de quedarse—. Me gusta que me reconozcan por él, supongo que me enorgullece». Además, debía admitir su curiosidad, y el parecido le abría puertas a la cultura mexica que residía en las casas de los arrabales. Sólo podía aprender de las manos de sus habitantes y sus recuerdos, y guardar los retales que hallara de la antigua Tenochtitlán como hiciera con los libros de la casa del call, pues en unos años más la misericordia franciscana que enseñaba al que no sabía habría arrasado con todo rastro de la vida que Guifré añoraba. «Mi madre pasó años postrada en una cama, en letargo por él; y lo que él vivió también entrará en letargo, hasta que se olvide quienes fueron los mexicas. Entonces dejarán de existir de verdad, se esfumarán. Quizá sea yo el elegido para rescatar lo que quede», se dijo Martí.

Sus pasos resonaron en el piso superior con el convencimiento de que lo que había vivido hasta entonces le preparaba para aquello que ahora debía emprender. «Pero ¿cómo hacerlo? Si al menos estuviera Ameyali conmigo —se lamentó—. ¿A quién quiero engañar? Todo esto es por ella. Amo su cultura porque la quiero. Son sus restos lo que deseo rescatar».

De pronto, se abrió la puerta del salón y asomó Galcerán.

—Martí, venga, tenemos visita —dijo arqueando las cejas.

Sorprendido por su recibimiento tan formal, entró en la habitación y cerró las puertas tras de sí. Cerca de la chimenea, sentado en el suelo y cubierto con un manto multicolor, había un hombre con la cabeza inclinada. Enseguida lo reconoció:

—¡Mateo!

—Disculpe que me presente así —dijo en castellano, evitando mirarle. Y continuó en náhuatl—. No pude agradecerle sus cuidados.

Martí se acercó y se sentó en el suelo, a su lado. Galcerán permanecía en la puerta, con las manos a la espalda, como si estuviera de guardia.

—Te están buscando —le informó el médico en náhuatl—. ¿Has huido?

—Dicen que somos libres, no esclavos. Pero…

—Necesitas protección.

—Prefiero estar a su servicio, como cuando era guerrero águila y estuve al de su padre. ¡Eran mejores tiempos!

Guifré le habló de escoltas águila, pero no imaginó a ninguno tan joven. Mateo no debía de ser mucho mayor que él. Aún sentado, encogido, sus hombros parecían fuertes, y a pesar de que el manto recubría las piernas plegadas sobre su pecho, Martí sabía que debajo se ocultaba una cicatriz que le cruzaba el torso. Aquel hombre había sobrevivido a una cruenta guerra, a las enfermedades que la siguieron y a las pérdidas de su familia, de sueños, de su mundo. Bien merecía algo de paz, pero no podía mantenerlo a su servicio si se quería quedar allí, pues Delgadillo se lo tomaría como una afrenta. Aun así, si lo entregaba al oidor, cabía el riesgo de que se sintiera igualmente ofendido, y en todo caso castigaría a Mateo por huir, porque aunque no era un esclavo, le debía el tributo en forma de trabajo.

—¿Cómo te llamas?

—Mixcóatl.

—¿Conoces Teotihuacán? —preguntó, ilusionado de pronto por una ocurrencia.

Mixcóatl levantó la cabeza y lo miró. Sus pómulos sobresalían en su rostro triangular y mantenía la boca entreabierta, a la espera de que las palabras fluyeran. Pero sólo asintió. «Él me ayudará», pensó Martí, y dijo:

—Nadie puede saber que estás a mi servicio. Será un secreto.