XXV

Acolman, año de Nuestro Señor de 1529

Santiago Zolin obligó al carruaje a detenerse a las afueras de Acolman e indicó a Ameyali que, acompañada de Jonás, entrara a palacio por la puerta trasera. Como de costumbre, él iría por la puerta principal, a lomos de Iztli, su hermosa yegua negra, cuyos cascos al galope levantaban el polvo del camino. Muchas casas a las afueras estaban abandonadas, y la maleza crecía alrededor de las antiguas temazcalli en ruinas. Al acercarse a ellas, Santiago Zolin hizo que Itzli se pusiera al paso mientras el recuerdo le traía la mezcla de sentimientos que le invadieron tras la muerte de su hermano.

El giro inesperado de los acontecimientos le había hecho entender que debía volver cuanto antes, pues peligraba su hogar, su posición y la de su hijo. Y al llegar, descubrió cuán acertada había sido la decisión. La Real Audiencia había intentado apoderarse de las propiedades y encomiendas de Cortés, y aunque al principio a Pedro Solís le alarmaron sus métodos, pronto se dio cuenta de que en verdad favorecían sus intereses. Cuando ya había dado el primer paso para recuperar Acolman y sus estancias, Santiago Zolin llegó para frustrar sus aspiraciones. Y es que, al poco de morir Juan, y aun antes de tomar la decisión de regresar, Santiago le había pedido al primer ministro Gattinara en persona que su majestad atendiera su solicitud de recibir Acolman en encomienda, y este, magnánimo, se la concedió a través de una cédula real.

Con ese recuerdo en mente, Santiago Zolin cruzó la plaza de su ciudad mientras veía cómo, al otro lado, se abría el portón de su palacio. «O no sospecha nada, o muy convencido está de poder seguir manipulándome», pensó. Un sabor amargo le resecaba la boca cuando accedió al patio de armas. Itzmin enseguida tomó las riendas de la yegua y la sujetó mientras él bajaba de su montura. «Haga lo correcto». La voz de Ignacio resonaba en su cabeza, agitada como un águila encerrada en una jaula.

—¿Lo correcto? —murmuró Santiago entre dientes mientras subía la escalera hacia el soportal.

Cruzó el soportal a grandes pasos y abrió con brusquedad la puerta de su estudio. Ignacio estaba en pie, de cara a la ventana que daba al huerto trasero. Se volvió despacio, con tranquilidad. Su recio cuerpo de guerrero parecía vencido bajo la túnica, caído como sus mejillas, pero le miraba directamente, con fría insolencia, y Santiago tuvo que hacer un esfuerzo para controlar el desprecio que de pronto le despertó.

—Deberíamos pedir una misa para agradecer su regreso, ¿no crees? —dijo el señor de Acolman con ironía, a la espera de que el vasallo se dignara a mostrar mayor respeto—. ¿Cómo supiste que estaba muerta?

—Me lo dijo don Alonso Sánchez de Hortega, nuestro anfitrión en Sevilla —respondió sin parpadear.

—Claro, claro, me acuerdo —comentó Santiago mientras cerraba la puerta de un golpe. Luego, paseando de un lado a otro del estudio, y con una mano en la daga que llevaba al cinto, añadió—: ¿Y por qué te lo diría don Alonso? Nadie, excepto tú y el músico texcocano sabía de nuestro matrimonio. ¿Qué importancia podía tener para nosotros una cantante? Lo inventaste, simplemente lo inventaste. Pero tranquilo, Ignacio, no te culpo. La culpa es mía por haber confiado en ti. No fui capaz de ver lo oportuna que te resultaba su muerte.

—Fue oportuna para usted, mi señor.

Ante tal desfachatez, Santiago sintió que su desprecio se tornaba furia. Se detuvo frente a Ignacio y lo abofeteó. Este se llevó una mano a la mejilla, pero no bajó la mirada, sino que continuó:

—Tenía que volver y tomar a Rosario como esposa. ¡Era lo que debía hacer! ¡Era lo correcto!

—¡Claro! Por mi hermano, al que tanto apreciabas. Y por la memoria de ella, ¿no? Por eso era lo correcto. Tuviste el valor de decirme que honraría a Ameyali sólo si me aseguraba los mayores honores para traspasarlos a Hipólito. ¡Y estaba viva! ¡Lo sabías! La vendiste y…

—¡Fue Juan quién me ordenó que me deshiciera de ella! —exclamó con el rostro desencajado—. Yo sólo he sido leal a esta familia.

A Santiago se le escapó una carcajada amarga. «¡Juan! Maldito el día en que dejó de ser Cipactli. Ahí murió mi hermano», pensó dando la espalda a Ignacio para ocultarle sus pensamientos. Entonces, mientras se dirigía hacia la mesa del estudio, dijo:

—Leal… ¿Me tomas por tonto? Me manipulaste, utilizaste mi dolor para convertirte en mi segundo al mando.

—Usted sabe que tomar a Rosario como esposa era necesario. No le manipulé, mi consejo fue sincero y efectivo. A pesar de la cédula real, Solís hubiera buscado alguna artimaña para quitarle Acolman.

Santiago se apoyó en la mesa, de nuevo de cara a Ignacio.

—No me dejaste elegir. Ese es el problema —dijo con pesar—. Hubiera escuchado tu consejo igual, sin que me mintieras respecto a Ameyali.

El otro bajó la mirada, esta vez sí que con actitud respetuosa.

—Me gustaría decir que lo siento, pero…

—Es igual lo que me digas. Estás desterrado de mis tierras.

Ignacio alzó la cabeza. Sus ojos desprendían un brillo de rabia sobre la inquietante calma de su rostro.

—No puede echarme por culpa de ella. Incluso su confesor le diría que esa mujer es una herramienta de Satán.

—¿Me estás chantajeando? —preguntó Santiago incrédulo.

—A fray Antonio no le gustaría saber que se mete en su lecho. Acuérdese de cuándo los descubrió juntos. Y eso antes de que usted estuviera casado con una buena cristiana, por la Iglesia y ante los ojos del Señor.

—Eres un vulgar lacayo, Ignacio, y más tonto de lo que creía. No has entendido que el destierro era benevolencia, ¿verdad? —dijo Santiago Zolin mientras desenvainaba su daga.

La habitación del hogar apenas había cambiado. La lumbre crepitaba esparciendo los aromas del guiso de pavo y frijoles con tomate y chile. Yaretzi, Huemac y yo estábamos sentados sobre esteras, las tortillas preparadas para la comida, y, al lado, un cuenco con parte del guiso. La emoción apenas me dejaba comer, ya que me sentía saciada por todos aquellos aromas familiares. Y por él. Huemac intentaba cerrar su tortilla, pero sus dedos cortos y regordetes no conseguían unir los dos extremos.

—Te tengo dicho que no la llenes tanto —le reprendió Yaretzi.

Mi hijo frunció el ceño y cruzó los brazos sobre su pecho, esperando la ayuda de la mujer. Pero esta se limitó a servirse su propia comida, mirándome de soslayo mientras reprimía una sonrisa. Entonces partí un trozo de tortilla, lo unté en el relleno y se lo tendí. Él me escrutó, indeciso, pero acabó agarrando lo que le ofrecía y se lo metió en la boca. Enseguida vino hacia mí, su espalda apoyada en mi pierna, y dejó que yo le diera de comer.

—¿De verdad eres mi mamá? —preguntó en náhuatl, con la boca llena.

—¡Pues claro que lo es! —tronó sonriente la voz de Zolin.

—¡Papá! —exclamó mi hijo en castellano, mientras se ponía en pie de un salto e iba hacia la puerta.

Zolin, vestido con un fino maxtlatl de ixtle, se agachó para recibir al niño entre sus brazos. Enseguida el pequeño le dijo extrañado:

—Vas vestido como yo, desnudo.

—Anda, ve a que tu madre te dé de cenar.

Huemac obedeció, pero esta vez se sentó en mi regazo. Yaretzi me sonrió con los ojos nublados por la emoción. De pronto percibí su vulnerabilidad, o quizás era que yo me sentía así ante el contacto espontáneo de mi hijo. Ella se levantó de la estera, tomó el cuenco del guiso para añadir más y puso unas tortillas a cocer sobre el comalli mientras mi marido se sentaba a mi lado. «Así debería de haber sido», pensé embargada por una rara melancolía; me extrañaba sentir aquella escena como algo tan familiar.

—Ya no tendrás que preocuparte por Ignacio —anunció Zolin.

Huemac examinaba mi mano, mientras masticaba ruidoso.

—¿Lo has echado? —pregunté, moviendo mis dedos para atrapar, en un juego, la nariz de mi hijo, que reía complacido.

—No te tienes que preocupar, eso es todo —murmuró él.

Su voz me pareció sombría y me provocó un escalofrío. Intuía que ocultaba algo. Pero él me besó la mejilla con dulzura, y Huemac le imitó y me estampó sus labios pegajosos.

—¡Cara sucia! —exclamó entre risas.

Vulnerabilidad, melancolía y sospechas desaparecieron bajo una espesa capa de amor a mi hijo, mientras lo tumbaba sobre mis piernas y le hacía cosquillas. «Así debería de haber sido», me repetí a mí misma.

Yaretzi volvió a dejar el cuenco y añadió más tortillas envueltas en paños para mantenerlas calientes, pero no se sentó de nuevo con nosotros.

—Ya hemos acabado —dijo Huemac en claro náhuatl. Y con los ojos implorantes sobre su padre, preguntó en castellano—. ¿Podemos ir a jugar?

—Está bien, Hipólito, ve —asintió Zolin complacido, mientras yo notaba un soplo helado en el corazón.

El pequeño agarró a Yaretzi de la mano y salieron de la estancia. Miré a mi marido, quien indiferente se servía la comida.

—¿Hipólito? —pregunté.

Él me miró con un brillo de tristeza en sus ojos.

—No te lo tomes a mal. Hay que enseñarle a responder a su nombre cristiano.

—Lo estás perdiendo entre dos identidades —murmuré.

—No, y espero que tú no lo hagas. Don Carlos me encomendó Acolman bajo la promesa de que velaría por la vida cristiana entre sus gentes.

—¿Y te crees en deuda con él? —pregunté con voz hueca.

Zolin se acercó a mí y me rodeó con sus brazos y sus piernas.

—Casi te pierdo por su culpa, ¿cómo voy a estar en deuda con él? Pero no tengo todo el poder. Fray Rodrigo vive en la casa parroquial, y va de aldea en aldea. Y los oidores de la Audiencia esperan que cometa algún error para quitármelo todo. Así que debemos buscar un equilibrio. Quizá no lo he hecho de la mejor manera, pero se trata de sobrevivir —concluyó con pesar. Jonás también había hablado de supervivencia—. En casa no lleva la cruz de san Antón.

Sonreí con amargura. Él tenía razón, debería buscar el equilibrio, y no sólo en mi hogar. De pronto, a mi mente acudieron las conversaciones con Martí en Roma; podía cuestionar su fe de manera abierta, y él respondía con curiosidad ante mis reacciones, sin acritud ni amenazas, sin intentar convencerme de que su fe era mejor. Aquello había acabado. Sentía que en mi hogar no volvería a hablar con libertad, pues el equilibrio se basaba en callar. Lo añoré; mi brazo prendido del suyo, sus labios sonrientes, sus bellos ojos.

—¿En qué piensas? —susurró Zolin a mi cuello.

Alcé la cabeza. Mi nariz tocaba la suya y hacía más fuerte la presencia de Martí en mi mente. «He tomado la decisión que debía, la única —me dije—. He de olvidarlo… todo». Rocé mi mejilla contra la suya, aspiré el aroma de su piel y mis manos recorrieron los músculos de su torso desnudo.

—Te he echado de menos —susurró presa de un sollozo mudo.

Lo miré. Sus ojos eran un refugio, tan ardiente como acogedor, y sentí que necesitaba reencontrarme con quienes una vez fuimos. Deshice el nudo de su maxtlatl y me sumí en la búsqueda del deseo.

El mercado que hizo grande Acolman se había empobrecido durante mi ausencia. En plena mañana, sólo se veían unas pocas esteras con frijoles, algo de cerámica y algún pedazo de tela delante de escuálidos vendedores, cabizbajos y sin energía para llamar a gritos la atención de los pocos compradores que circulaban. Zolin era el único que vestía túnica, decía que para mantener las apariencias si nos cruzábamos con fray Rodrigo. De su brazo, yo paseaba con mi ropa mexica, como los demás. Sin embargo, las telas eran menos elaboradas que antes, como si ya no quedaran ánimos para combinar los colores con los que se tejía. Aquel día, cuando mi marido y yo abandonamos la plaza, llegué a la conclusión de que en verdad todo parecía haber perdido color, sin penachos ni mantos de maguey.

Enfilamos la calle que nos conducía a las afueras de la ciudad. En la última semana, había recuperado mi matrimonio, mi hijo me acogió a la vez que me enseñaba cómo ser madre, y Roma, Castilla y los castellanos parecían parte de un mundo de ensoñación que se hallaba lejos. Acogida y reconocida por los vecinos que quedaban, me sentía en mi hogar, a pesar de que los cambios eran visibles a cada paso. A medida que nos alejábamos de la plaza, las casas eran cada vez más desvencijadas, y sentí que, aunque Acolman no se había esfumado como la antigua Tenochtitlán, había empobrecido y la miseria roía el ánimo de sus habitantes. Por eso estaba convencida de que necesitábamos a Tláloc y sus generosas lluvias, a Chicomecóatl para alumbrar las cosechas, a Xochiquetzal para ver de nuevo el mundo como algo bello; necesitábamos que los antiguos dioses moraran en nuestro corazón. Pero no quería hablar de ello a Zolin hasta encontrar el lugar que vaticinara el nigromante. Ahora ya estaba preparada y, sin Ignacio y su traición, me sentía protegida por mi marido.

Tomé su mano cuando llegamos al sendero que recorría los campos, en su mayoría pastos, y con la mirada en los caballos comenté:

—Echo de menos los ladridos de los perros, ¿recuerdas?

—Los que quedan no se venden en el mercado. A los frailes no les gusta y dicen, con razón, que se saca más de un puerco.

—Pero no hay en el mercado.

—Ameyali, en el mercado no hay gente —señaló—. Es cierto que los perros hacían famoso Acolman, y gracias a los compradores que acudían, también venían otros mercaderes. Mi hermano intentó lo mismo con los puercos, pero tuvimos problemas con Ixtlilxochitl.

—Y por eso crías caballos, pero no se venden a millares como los perros.

—Por ahora, querida.

—¿Crees que Acolman puede esperar? No te ofendas, Zolin…

—Nada de ti me ofende —aseveró. Me besó en una mejilla y añadió—: Y tienes razón. Por eso voy a utilizar el tequio para reavivar la ciudad.

Me detuve en seco y lo miré.

—¿El tequio? ¿Piensas ponerlos a construir escuelas o, mejor, un palacio, como hizo tu hermano? ¿Has visto lo delgados que están muchos?

Zolin soltó una carcajada, mientras sus manos se posaban sobre mis hombros y me atraía hacia sí en un poderoso abrazo. Me separé de él con cierta brusquedad, a la espera de una respuesta.

—Claro que no los pondré a construir. No se puede hacer lo que se hacía antes: escuelas, templos… El tequio quedaría en manos de fray Rodrigo, y ya tiene demasiado poder.

—Entonces no te entiendo. El tequio siempre ha sido por el bien común, ¿no? Quien podía ponía materiales; los que no tenían ponían su trabajo. Y así hacíamos los espacios comunes de la ciudad.

Entonces Zolin extendió los brazos y señaló a su alrededor.

—Ahora el bien común está aquí, Ameyali, en los campos. El tequio será trabajo sobre las tierras que dedicábamos a los cultivos para comerciar.

En su ceño, en la fuerza de su hermoso rostro, reconocí las facciones que él había dado a mi hijo. Mi marido también mostraba su entusiasmo, el de un chiquillo, y la ternura me recorrió como un escalofrío contagiado de su excitación. Era el hombre con el que me casé, y me reconfortaba reconocerle. Esta vez fui yo quien le acarició la mejilla mientras le recordaba:

—No tienen fuerzas para trabajar más que sus propias tierras. Hay muchos campos y poca gente.

—Asnos —me atajó él con un brillo ilusionado en sus ojos—; si los cruzas con los caballos, dan animales de carga muy fuertes: mulos. Se pueden vender. Y tanto los mulos como los asnos se pueden usar para el trabajo en los campos. Cavan más profundo que cinco hombres con sus coas, y más rápido. Y el hombre va más descansado.

—Pero la caja de censos no debe de estar muy llena para comprarlos.

—No saldría de la comunidad. Aunque sean pocos los compradores de caballos y el negocio va a medias con Solís, dan dinero y he ahorrado. Los asnos y los mulos serán sólo nuestros. Aunque, claro, la estrategia está en lo que cultivemos.

Entonces un águila sobrevoló los pastos y se posó sobre una de las altas cercas.

—Maguey —le dije de pronto. El águila alzó el vuelo. ¿Era un augurio?—. Todo se aprovecha del maguey, y das material a diferentes artesanos. Además, las mujeres pueden unirse al tequio con los tejidos.

—No puedes evitarlo, ¿eh? En ti sigue habitando Xochiquetzal, patrona de hilanderas y tejedoras —dijo con un brillo de añoranza en sus ojos—. El problema es que los magueyales que había en Nepaltepec y otras aldeas quedaron abandonados tras la muerte de tu padre.

—Pero las plantas perduran, se pueden recuperar y en breve darían cosechas, si no de quiotes, de pencas. Y mientras, podemos ir plantando más en todas las aldeas, de forma que siempre habría cosecha en uno u otro lugar.

Él sonrió y nos fundimos en un abrazo que me llevó a mirar por encima de su hombro. Camino del horizonte, el águila se lanzó en picado sobre una presa que atrapó con un grito que me sobrecogió. Entonces Zolin se separó de mí, y con su brazo sobre mis hombros, me impulsó a caminar de regreso.

—Partiré enseguida —anunció—. He de arreglar las cosas en México.

—¿Y no puedes enviar instrucciones desde aquí?

Él negó con una sonrisa amarga.

—A mí también me gusta estar contigo, pero he de hablar con algunos castellanos para comprar los asnos.

Los celos nublaron mi ánimo.

—Y ella es la esposa que te ayudará.

—No, ella es una alianza, para eso se toman esposas. Sólo contigo me casé por amor. —Esto no aplacó mis celos, pero callé y él continuó—: Te mandaré a Tecolotl. Es mayor, y su experiencia será más útil aquí, contigo. Además, no le gusta Rosario, siempre le llama Teodoro.

Sonreí con amargura. No conocía a esa mujer, pero a mí tampoco me gustaba. Alejaba a mi marido de mí y le daba una posición que yo no podía brindarle.