XXIV

Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1529

Martí y Galcerán entraron a la Ciudad de México por la calzada de Tacuba a lomos de dos fuertes percherones. Era un día claro, y multitud de canoas iban y venían por el lago bajo la severa mirada de dos enormes torreones de estilo mudéjar. Sobrepasaron una pestilente ciénaga y enseguida les llegó el aroma del maíz cocido que traían las humaredas procedentes de las humildes casas. Rectangulares, de techo bajo hecho con pequeñas astillas de madera, sin ventanas y con una tosca apertura para entrar y salir, eran como las que vieron en las aldeas que habían cruzado a lo largo de su camino desde Villarrica de la Veracruz. Sus paredes de adobe lindaban con los cultivos flotantes de los cuales Guifré le habló, las chinampas, pero Martí no sentía ninguna ilusión al verlos con sus propios ojos, pues aún le pesaba demasiado la huida de Ameyali.

Muy al contrario que él, Galcerán lucía una sonrisa de asombro constante, seducido por un mundo tan nuevo como inconcebible para él. Martí lo miraba, imaginando que si sintiera lo mismo, podría hacérsele más entendible lo que vivió su padre, pero no tenía ánimo ni para envidiarle su capacidad de reacción. Si optó por quedarse en la Nueva España fue porque temía haberse convertido en un fugitivo en Europa a causa de la puñalada a Alfons, y que ello no pudiera arreglarse aunque su primo atestiguara que sólo se defendió. Además, allí también podía cumplir con sus planes, pues se le abría un mundo nuevo de plantas medicinales que investigar y enfermos a los que atender. Sin embargo, dudaba que fuera lo mismo para Galcerán. Este había enviado una carta desde Barcelona para romper su contrato con el ejército y acompañarlo, pero se quedaba porque no quería dejar en aquellas tierras extrañas al único pariente directo que le quedaba, y Martí dudaba de que la vida que podía ofrecerle respondiera a sus ideales caballerescos.

—¿Has estado en Venecia? También tiene calles de agua —dijo el antiguo militar señalándole con la cabeza hacia delante.

Un canal partía la calzada en dos, y Galcerán se adelantó para tomar el ramal de la derecha. Las monturas avanzaron una tras la otra, y a banda y banda, las casas ahora eran de paredes de piedra, pero del mismo estilo que las de adobe. Los zumbidos de los talleres de los artesanos inundaban las calles embarradas del arrabal. Muchos hombres seguían vistiendo como los campesinos de la entrada, con su taparrabos y el torso mal cubierto por una capa, pero algunos otros serpenteaban entre las calles luciendo camisolas sobre las que seguían portando su tradicional manto colorido.

De pronto, entre naturales cabizbajos empezaron a aparecer castellanos, ya fueran caballeros, damas o frailes. La calzada ahora estaba adoquinada, era totalmente recta y la atravesaban otras calles con perfecta regularidad. Las casas eran como las castellanas, con ventanales de alféizares llenos de tiestos en flor. De fachadas iguales, sólo variaban los tamaños de las viviendas, pero siempre en proporción, como si el terreno se hubiera dividido en parcelas, y unas ocuparan dos, otras una y otras tres. Martí entonces tuvo la amarga sensación de estar cabalgando sobre un cementerio en el que cada piedra de aquella ciudad castellana era una lápida sobre la antigua Tenochtitlán. No se oía ningún rugido o graznido procedente de la casa de las fieras, no quedaba palacio en pie ni nada de lo que le hablara su padre, y entendió el empeño de Ameyali por aferrarse a sus dioses, pues eran lo único que su pueblo conservaba de su pasado.

Llegaron a la plaza mayor y se apearon del caballo. Cuadrada, cercada por palacios y soportales, a Martí le entristeció aún más.

—Deberíamos preguntar por alguna posada —comentó Galcerán.

El joven conde asintió y avanzaron hacia el principal foco de bullicio: la catedral en construcción. Las poleas pendían del edificio y los naturales empuñaban los martillos bajo las órdenes de capataces castellanos. Martí sabía que estaba sobre los antiguos templos gemelos e Huitzilopochtli y Tláloc, los más grandes que tuvo Tenochtitlán. Según Ameyali, dentro de la pirámide del dios de la guerra también estuvo su diosa Xochiquetzal, y a sus pies había una gran piedra circular que representaba a Coyolxauhqui, desmembrada en un relieve lleno de color. Entonces se detuvieron y Martí se preguntó si sus pies estarían pisando la tumba de la diosa luna, donde caían los cuerpos de los sacrificados.

—Disculpe, el señor conde y yo buscamos alojamiento.

A Martí le pareció oír a Galcerán lejano, mientras su mirada se clavaba en una pared de la catedral. La tierra estaba removida y le pareció distinguir un destello rojizo rodeado de una orla verde.

—Vayan por allá, hacia la puerta de los mercaderes. A la derecha encontrarán una buena posada.

Con la rienda del caballo entre sus manos, el conde avanzó hacia el destello rojizo. Semienterrada, vio que era una piedra con la pintura desconchada. Soltó la rienda del corcel, se quitó los guantes y se agachó. Escarbó alrededor en busca de los límites de la piedra y luego la presionó hasta que consiguió sacarla. No era mayor que su mano extendida, pero parecía hablar del pasado.

—¡Por Tezcatlipoca! —oyó que exclamaban frente a él.

Alzó la cabeza y vio a un hombre que lo miraba fijamente. Martí se puso de pie y escondió el objeto en la alforja de su caballo mientras el mexica retrocedía asustado.

—¿Vienes por mí? —le preguntó—. ¡Has vuelto!

El joven entendió que le confundía con Guifré, y dio unos pasos hacia delante para calmarlo, pero el hombre trastabilló con una cuerda. Entonces se oyó un golpe sordo desde lo alto. Martí alzó la cabeza y vio que una polea se había soltado, desprendiéndose de la pared. Apenas tuvo tiempo para reaccionar. Se abalanzó sobre el mexica, pues la carga que había subido con la polea se le venía encima. Cayeron al suelo, un sillar se estrelló cerca de ellos, el individuo gritó y el médico rodó hacia un lado.

Cuando se incorporó, vio que un sudoroso castellano desataba un látigo que llevaba al cinto. El mexica estaba a sus pies, sentado en el suelo, con una mano sobre el hombro visiblemente desencajado. Martí se puso en pie de un salto y detuvo el brazo del capataz, que ya alzaba el látigo.

—Ha sido un accidente —murmuró—. Ese hombre se ha hecho daño.

—Y más que le voy a hacer yo por no estar atento. Es lo que se merece, ha de aprender —gruñó el castellano, zafándose de la mano que lo agarraba.

Martí entonces se puso ante el quejumbroso herido, y pronto se vieron rodeados por otros naturales que allí trabajaban.

—¿Algún problema? —preguntó entonces la voz de Galcerán.

Salió de entre la gente y se colocó al lado de su primo, con los brazos cruzados sobre el pecho. El castellano resopló y la impotencia dibujó en su rostro una expresión agria.

—Ninguno, siempre que pueda darle a este indio su merecido.

—¡Está herido! Ya lo ha castigado Dios —insistió Martí sin alzar la voz.

Entonces el corro que los rodeaba se abrió y apareció un fraile franciscano, de cuerpo fornido y con el amplio sombrero encajado. Dio la espalda a Galcerán y a Martí, mientras los curiosos bajaban la cabeza y el capataz hacía una reverencia.

—El caballero tiene razón —dijo el religioso. Luego miró a su alrededor y añadió—: Venga, todo el mundo al trabajo; ya me encargo yo de esto.

El capataz clavó sus ojos pequeños y furibundos sobre Martí y luego se marchó mientras la gente se dispersaba. El fraile entonces se volvió con una serena sonrisa. Galcerán se inclinó al ver la cruz pectoral que lo distinguía como obispo, pero Martí lo ignoró y se agachó para examinar al mexica malherido.

—Se ha salido de su sitio —le dijo en náhuatl. Entre muecas de dolor, vio que aún lo miraba asustado y añadió—: Creo que me confundes con mi padre.

—Vaya, hablas su idioma —intervino entonces el franciscano.

—Ilustrísimo y reverendísmo señor —le dijo Martí alzando la cabeza—, necesito permiso para llevarme a este hombre donde pueda atenderle en condiciones.

—¿Médico? —preguntó. Ante el asentimiento de Martí, el fraile añadió—: Vengan conmigo al monasterio.

En el extremo norte del claustro, las obras para mejorar la capilla de San José de Belén extendían un ruidoso trajín de martillazos y serruchos empuñados por los mismos naturales que ya aprendían oficios en la escuela colindante. Aun así, los gritos del herido traspasaron las paredes de la habitación y llegaron hasta ellos. Juan de Zumárraga, el obispo, desvió la mirada hacia la puerta cerrada. Luego se volvió hacia aquel hombre de aspecto aguerrido y robusto, sentado a su lado con la espalda apoyada en una columna. Parecía relajado, pero el prelado no podía evitar recelar. Aunque su conducta en la plaza mostraba a dos caballeros nobles y compasivos, lejos de los pillos y holgazanes que empezaban a prodigarse por la Nueva España, aquella tierra le estaba enseñando a desconfiar de todo.

—He de confesarme admirado por el señor conde —comentó el obispo—. Habla náhuatl; entre los franciscanos, pocos son los que no necesitan traductor. Y además es médico, cosa harto curiosa en un noble. ¿Le ha curado a usted en alguna ocasión, señor Galcerán?

Los gritos volvieron a sonar para callar de forma súbita.

—Le he visto curar a muchos, ilustrísima reverendísima.

—¿Y piensan quedarse? Un médico con conocimientos del idioma indio podría sernos de gran ayuda.

—Sí, estaremos en estas tierras durante un tiempo. Y no dude que el conde de Empúries ayudará cuanto pueda, pues su alma es compasiva.

Juan de Zumárraga asintió de nuevo. Gracias al trabajo evangelizador de fray Pedro de Gante con la escuela, había conseguido del cabildo los terrenos para un hospital, y un médico como aquel joven era una bendición. Pero aún no se atrevía a darle las gracias a Dios, ya que estaba preocupado por lo sucedido en la plaza. Aquel capataz era sirviente de un oidor de la Real Audiencia, y dada su experiencia, tenía razones para temer represalias.

La Real Audiencia estaba formada por cuatro oidores y un presidente, Nuño de Guzmán, enviados un año antes por su majestad para gobernar e impartir justicia en la Nueva España. Enseguida reemprendieron el juicio de residencia a Cortés, que quedara interrumpido tras la muerte de Ponce de León, y pronto se descubrió su cruel falta de escrúpulos al arremeter contra sus aliados o cualquiera que se opusiera a sus decisiones. Zumárraga llegó con ellos, como obispo nombrado por el emperador, aunque le faltaba la confirmación del Papa. También obtuvo de don Carlos el título de defensor de los indios. Pero poco podía ejercer, pues, sin la confirmación papal, Nuño de Guzmán y los dos oidores que quedaban vivos no aceptaban su autoridad. Solían lanzarle amenazantes advertencias para que no se entrometiera en cómo y a quién se repartían los indios que, en la ciudad, pagaban tributo con trabajo. Pero eso era lo que había hecho justamente en la plaza, y temía haber perjudicado al joven conde aún más de lo que ya le afectaba haberse enfrentado a aquel capataz. Debía buscar la manera de enviar una carta a su majestad para denunciar los abusos de los miembros de la Real Audiencia, pero no era tarea fácil, pues estos secuestraban la correspondencia de los franciscanos. De pronto, una voz socarrona interrumpió sus pensamientos:

—Ilustrísimo fray Juan…

Un caballero se dirigía hacia él con pasos agigantados, mientras se quitaba el sombrero y descubría su cabellera castaña.

—Don Gonzalo, ¿aún no sabe cómo dirigirse a mí? —preguntó el obispo en tono desenfadado mientras se ponía en pie, dando la espalda a Galcerán.

—Siempre con todos mis respetos, por supuesto —le contestó con una reverencia.

A causa de su título de protector de los indios, Juan de Zumárraga sabía que don Gonzalo no le profesaba ninguna simpatía, ni tampoco otros hombres que tenían encomendados a naturales a su cargo. Pero la crueldad de Nuño de Guzmán lo había acercado al obispo, por lo que este no perdía oportunidad de intentar ganar aliados para poder acometer sus tareas.

—Necesito su ayuda… Bueno, más bien la necesita Andrés de Tapia. La Real Audiencia lo va a juzgar por juego; más de veinte mil pesos ganados, dirán.

—Pero no es así, supongo —señaló el obispo.

—¡Claro que no! Es una trampa —se exaltó don Gonzalo—. ¡Otro aliado de Cortés que cae! No tenían bastante con lanzarse sobre sus propiedades, cuando esa deuda con la Corona era pura mentira. ¿Qué escondía treinta y dos mil pesos en oro? Ellos no estuvieron aquí, ¡no tienen ni idea! ¡Cayó todo al río durante la Noche Triste! Y ahora van por los demás. Nadie puede decir una palabra a favor de Cortés, ni una. ¡Y sólo por codicia!

—Cálmese, don Gonzalo —dijo el obispo poniéndole una mano sobre el hombro—. Andrés puede refugiarse en el monasterio hasta que las cosas se calmen. No será el primero, aunque me gustaría decir que sí el último.

El caballero suspiró y entonces pareció reparar en la presencia del hombre sentado tras el obispo.

—¡Oh, qué descuido! —exclamó el prelado—. Permítame que le presente a Galcerán Coromines, llegado con su primo hoy mismo desde Villarrica.

Este se puso en pie mientras don Gonzalo le preguntaba:

—¿Han venido con alguna caravana de mercaderes?

—No, señor, hemos venido solos a lomos de nuestros caballos.

—¡Vaya! —exclamó el hombre sonriendo—. ¡Valientes caballeros! Casi todos nos quedamos en las costas o en las ciudades…

—Los naturales me han parecido dóciles —señaló Galcerán, sorprendido.

—No todos. Al norte y al sur aún dan guerra. Y por los caminos, en fin, algunos de nuestros soldados descontentos han formado bandas…

De pronto, el caballero se interrumpió al abrirse la puerta de la sala donde Martí atendía al indio. Salió cerrando tras de sí y, ajeno a la mirada sorprendida de don Gonzalo, anunció al obispo:

—Se ha desmayado, pero está bien.

Juan de Zumárraga asintió, mientras el caballero murmuraba:

—¡Increíble parecido!

—¿Acaso conoce a don Martí, conde de Empúries? —preguntó el prelado.

El aludido miró al obispo y contrariado exclamó:

—¿Conde?

—Quizá conociera usted a mi padre Guifré —intervino Martí, y enfatizó—: barón de Orís.

Don Gonzalo entonces sonrió y dijo:

—Sí, el barón catalán. O sea, ¿qué es tu padre? Don Hernán Cortés lo tenía en gran estima.

—¡Vaya! —exclamó el obispo con fastidio—. Me temo que no hayan empezado ustedes con buen pie en esta ciudad.

—¿A qué se refiere? —preguntó Galcerán con cierta alarma.

—Los oidores de la Real Audicencia digamos que son enemigos de todo amigo de Cortés —explicó Juan de Zumárraga rascándose el cabello.

—Pero ellos no estuvieron aquí hace ocho años —añadió don Gonzalo—. No pueden saber nada de Guifré de Orís. Según me contó Cortés, el barón catalán le salvó la vida dos veces.

—El problema está en que don Martí se interpuso entre un capataz de Delgadillo y uno de sus indios, a quien acaba de curar en esa sala. Y si son tan parecidos…

—Y el tal Delgadillo es un oidor —dedujo Martí.

—¡Qué más da! —exclamó Galcerán—. Digo yo que tendrá algo más importante que hacer que ocuparse de los asuntos de sus lacayos.

Don Gonzalo no pudo evitar una carcajada ante tal comentario. Mientras, el obispo se encogía de hombros, visiblemente incómodo, y decía:

—Me temo que la codicia sea su mayor ocupación. Y esas ropas, disculpe, sé que no son ostentosas, pero está claro que vienen del viejo continente. ¡Y con caballos! Aquí son muy caros.

—Lo peor no es que huela a dinero —intervino don Gonzalo con una súbita expresión de gravedad—. Lo terrible es que algunos de los que vieron a su padre y lucharon con Cortés se han vuelto contra él. Y por ganarse el favor de Delgadillo, podrían denunciarle… Aunque se me ocurre una idea, y doña Mariana podría ayudar.

—¡Las mujeres ya malmeten bastante en estas tierras! —objetó el obispo.

—Entonces ganémonos su favor —dijo don Gonzalo—. ¿Se ve usted capaz, señor conde?