Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1529
Las estrellas titilaban en el cielo sin luna. Eran los hermanos guerreros de Coyolxauhqui, pero resplandecían más en ausencia de la hermana. Por ello, tanto como por su propia historia, siempre se me había antojado una diosa manipuladora y engreída que, al creerse poseedora de la única verdad, había arrojado a sus hermanos a la perdición que acabó despedazándola a ella. Consideré entonces su ausencia como una advertencia sobre el peligro que representaba dejarse llevar por los impulsos. Debía pensar con serenidad. Además, no sabía realmente qué me esperaba en Tenochtitlán.
Tras despertar en Roma, no pensé demasiado en Ignacio. Martí hizo que me olvidara de él, sanó mis heridas y mitigó mi dolor. Al recordarlo, me arrebujé en mi manto, invadida de pronto por la extraña añoranza de un beso suyo, algo que jamás sucedió. Una lechuza cruzó el cielo estrellado. Me estremecí y sacudí la cabeza. Martí… Le debía mucho y por ello, al dejarlo, había hecho lo mejor. Él me salvó de aquellos hombres cuando Ignacio me vendió. ¿Por qué lo hizo? Estaba segura de que no había sido fruto de una ocurrencia inesperada. Él siempre fue fiel servidor de Juan, y Zolin temía por mí durante su ausencia, cuando pensábamos que él viajaría solo a Castilla. ¿Cumplía órdenes de mi cuñado? No, no podía llegar a Tenochtitlán con tales acusaciones, y menos con Juan difunto. Mi marido lo quería mucho, sufrió mucho por él, y su pérdida seguro que le había hecho mucho daño. ¡Qué más daba ya si aprobó o no nuestro matrimonio! Debía centrarme en delatar a Ignacio, culpable de una situación que se había prolongado más de lo necesario. Me volví sobre mi lecho de arena y cerré los ojos, embargada por una inusitada serenidad.
Me desperté al amanecer y vi que Jonás ya se había levantado para buscar cómo atravesar el lago. Salimos de Acolman al atardecer, temiendo que Ignacio se enterase de mi llegada. Al saber toda la historia, Yaretzi no dudaba que intentaría envenenar mi reencuentro con Zolin, cuando no impedirlo, por lo que hizo que Itzmin y Jonás vaciaran el cuarto de aperos. Si me había llegado a ver desde el estudio, lo mejor era que me creyera en palacio, bajo su dominio. De esa forma, teníamos la posibilidad de llegar a Tenochtitlán antes de que Ignacio pudiera enviar un mensaje.
No embarcamos en Texcoco, pero sí en una aldea cercana. La canoa donde subimos estaba llena de fardos y Jonás se vio obligado a encoger sus largas piernas durante el trayecto. Los juncos ribeteaban de verde las orillas del lago, y mi mano se deslizó hasta el agua, acariciándola, mientras recordaba cuántas veces había comparado aquellos colores con los ojos de Martí. A la vista de las dos enormes atalayas desde donde la ciudad dominaba el lago, intenté sacudirme su recuerdo, enviarlo lejos, de regreso a su tierra. «Quizás así se lleve consigo mi culpabilidad», pensé sin saber si la sentía por haberlo abandonado o por añorarle cuando iba a ver a mi marido.
Una leve brisa agitó los esbeltos ahuejotes a los que las chinampas se amarraban, pero al igual que a las afueras de Acolman, había menos cultivos y menos chozas en los arrabales. Sin embargo, cuando la canoa arribó al embarcadero, había mucha actividad, y enseguida acudieron mexicas para ayudar a desembarcar los fardos.
—¡Menos mal que ya hemos llegado! —exclamó Jonás estirando las piernas mientras echaba una mirada a su alrededor—. ¡Oh! Esta ciudad parece más castellana que mexica.
Asentí apesadumbrada y tiré de su manto para que me siguiera hacia la antigua calzada de Tezcacoac. Las calles trazadas sobre las ruinas de la antigua ciudad habían mantenido su amplitud, pero a diferencia de mi visita anterior, pocas eran ya las parcelas sin ocupar. Palacios y casas se extendían a ambos lados, en una hilera de fachadas similares, diferenciadas por los colores, pero igualadas por las ventanas cuadradas y las cornisas. Las flores que convirtieron las azoteas mexicas en jardines ahora crecían en los alféizares, como viera en Sevilla, pero a pesar del colorido que repartían por las calles, ya no me parecían una loa a Xochiquetzal como antaño. «Quizá soy yo la que ha cambiado», me dije.
Pasamos por delante del palacio de Hernán Cortés y dimos con la plaza que fuera recinto ceremonial de la desaparecida Tenochtitlán.
—No queda nada —se lamentó Jonás a mi lado—. Estuve de pequeño, pero…
Calló y el silencio permitió que a mi mente acudieran los templos piramidales y las calmecacs, los tambores y las caracolas, y el despertar de mi propia voz para cantar a la flor hermosa. Pero a medida que avanzábamos, próximos a la construcción de una iglesia cristiana que crecía en dimensiones, buscando convertirse en catedral, mi pálpito nostálgico se fue encogiendo. No quedaba ninguna mole fantasmal como el antiguo Coliseo, y al recordar los cañonazos y los cascotes que destruyeron Tenochtitlán, dudaba que quedara algo enterrado, como Martí me mostró en Roma.
Aceleré el paso, deseosa de encontrar a Zolin para volver a mi Acolman, donde, a pesar de los cambios, aun quedaba algo reconocible de mi vida pasada. Tomamos la antigua calzada de Tacuba, todavía con el agua de Chapultepec abriendo un canal en el centro. Por lo demás, en nada parecía diferir de la de Tezcacoac que dejamos atrás, regular y horizontal. Según Yaretzi, la vivienda de Zolin en México estaba cerca de la antigua casa de las fieras de Motecuhzoma, en el barrio que antes se conocía como Moyotl. En la antigua ciudad, era la segunda calle a la izquierda saliendo del centro ceremonial; en la nueva… Me detuve un instante, y apoyada en la esquina por donde en teoría debíamos doblar, suspiré al ver aquella calle flanqueada por casas iguales.
—No tienes ni idea de cómo llegar, ¿eh? —comentó Jonás.
—Dijo que la fachada es amarilla, y que al lado de la puerta está el símbolo de Acolman —mi voz sonó angustiada.
De pronto, todo aquello me pareció un sinsentido. No sabía nada de mi esposo, y me aterraba encontrarme con una persona totalmente desconocida.
—No temas, Ameyali. Él no te dejó de amar ni por un instante —comentó Jonás acariciándome la espalda.
—Pero ¿qué hace viviendo aquí, como un castellano?
—Sobrevivir —suspiró—. Tú no sabes lo que es ser lo que ellos llaman un indio. Mira cómo me encontraste, todo pellejo, sin saber cómo ser ni qué hacer.
Jonás me miraba compasivo. Su rostro, antes de rasgos finos y alargados, ahora era huesudo y melancólico. Había envejecido desde que lo había visto en nuestra última actuación juntos, ante el rey don Carlos y su esposa, pero de pronto me di cuenta de que no era tanto como consecuencia del paso del tiempo, como de las vivencias que le habían quitado la ilusión de llegar a ser el artista que soñó. Me reconocí en aquella decepción, pero por lo menos yo había encontrado a Zolin y tenía un hijo, me sentía al amparo de algo con lo que nunca había soñado mientras era sacerdotisa: una familia.
Reemprendimos entonces nuestros pasos en silencio. Después de todo, fue fácil dar con la fachada. Era la única de la calle cuyo color recordaba al maíz tierno. No estábamos ante un palacio como el de Acolman, sino delante de una casa de dos pisos, sin patio de armas, sólo con un portón enmarcado en piedra gris sobre la que se veía el símbolo de nuestra ciudad, aunque sin colores, con una timidez sobria. Alcé la mano para tomar la aldaba, pero Jonás me lo impidió.
—Yo soy el sirviente, ¿recuerdas?
Fue él quien llamó a la puerta. Al cabo abrió un hombre vestido al modo castellano, con el pelo negro recortado en redondo alrededor de su cabeza. A pesar de la cara marcada por las viruelas, sus rasgos chatos enseguida me resultaron familiares.
—¿Qué desean? —preguntó con voz estentórea mientras me miraba de reojo.
—Mi señora María del Carmen Ameyali desea ver al señor Santiago Zolin.
El hombre me miró directamente, con las cejas tan arqueadas que desaparecieron por debajo de su flequillo, y al instante lo recordé, con aquella misma expresión, en mi boda, dando la bienvenida a mi hijo e incluso cuando él era un apuesto joven al servicio de mi padre.
—¿Tecolotl?
—¡Mi señora! —exclamó mientras bajaba la cabeza en señal de respeto.
Enseguida nos invitó a pasar al zaguán entre reverencias. Cuando cerró la puerta, tomé su barbilla y le obligué a mirarme, a pesar de que noté que sus músculos se contraían. Sus ojos se habían nublado, pero me sonrió.
—¿Está mi esposo?
Su ceño se frunció un instante, pero al momento asintió. Nos invitó a seguirle y abandonamos el zaguán para entrar en un pequeño patio cuadrado, empedrado, en cuyo centro se mantenía un círculo de tierra donde brotaban los nardos. Sonreí al verlos y me reconfortó recordar la ocasión en que me trajo bulbos para que hiciera crecer flores en aquel jardín yermo.
Tecolotl abrió la primera puerta a la derecha y me invitó a pasar. Jonás se quedó fuera. La sala estaba amueblada al estilo castellano, con varias butacas tapizadas en cuero labrado colocadas alrededor de una mesa baja y redonda. No había chimenea. En su lugar, una cruz de madera oscura pendía de la pared opuesta a la puerta. Por lo demás, la piedra se veía desnuda, entre los destellos que entraban vacilantes por la ventana que daba al patio y que poblaban la sala de una luz crepuscular, a pesar de ser pleno día. ¿Qué le diría? Delatar a Ignacio se me antojaba ahora absurdo. ¿Cómo reaccionaría al verme? Miré la cruz, sin saber cómo interpretarla.
Entonces oí que la puerta se abría a mi espalda. No me volví. Mi cuerpo temblaba. Unos pasos se aproximaron, sentí su torso tras de mí, su aliento dulce en mi cabello, y entonces sus manos sobre mis hombros me invitaron a girarme, como cuando me encontró en aquella Tenochtitlán en ruinas, como cuando me salvó. Al volverme, no vi un imponente penacho, y en lugar de manto, llevaba una fina casaca, pero su fuerte mentón triangular se vio iluminado por su sonrisa, y sus ojos castaños se nublaron de lágrimas mientras me acariciaba el rostro, incrédulo.
—Estás viva —musitó.
Nuestros labios se unieron. Todas mis dudas y temores se diluyeron en el alivio de su lengua cálida, familiar, que recorría mi boca como sus manos acariciaban mi faz. Luego nos abrazamos, y sentí sus lágrimas en mi cuello, mientras su cuerpo se sacudía en pausados sollozos. «¿Qué habría hecho yo si lo hubiera creído muerto?», me pregunté. El brillo de los ojos de Martí atravesó mi mente como una estrella fugaz y me aferré a la espalda de Zolin, a su olor. Separé su rostro de mi cuello, y esta vez fue mi lengua la que buscó su boca con ansiedad. Al fin, nos separamos, pero no nos soltamos. Él permaneció rodeando mi cintura con sus brazos, yo limpié sus lágrimas con suaves caricias.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué no has mandado mensajes? —preguntó en un lamento.
Apoyé mis manos en su firme torso.
—Estuve enferma. No sabía dónde…
De pronto la puerta se abrió y Zolin, sorprendido, se desprendió de mí y se volvió, tenso. Por encima de su hombro vi a una dama castellana, de cara redonda y mejillas rosadas. Nos miraba con expresión adusta, mientras entrecruzaba sus manos por delante de su vientre.
—¿Quién es esa mujer, Santiago? —preguntó en tono severo.
—Es de Acolman —respondió él titubeante. Luego puso sus brazos en jarras y con aplomo añadió—: Deberías avergonzarte, Rosario. Esta no es manera de entrar cuando estoy tratando asuntos de la encomienda.
La mujer comprimió sus finos labios y asintió.
—Lo siento, esposo mío —dijo mientras me clavaba sus desafiantes ojos.
Luego salió, mientras yo lo agarraba del brazo para obligarlo a mirarme.
—¿Esposo?
Rosario cerró la puerta y miró al indio medio desnudo que aguardaba sentado junto a los nardos. A continuación se volvió y, procurando mantener un andar pausado y digno, se dirigió hacia la esquina opuesta del patio, asediada por los fantasmas de su pasado. Aquella mujer de Acolman era la india más hermosa que jamás hubiera visto, pero Santiago era muy distinto de su primer marido, y no la humillaría por su vientre yermo. Él la amaba, estaba convencida. Igual de caballeroso que su hermano Juan en el cortejo, Santiago había ido más allá de hacerle sentir una dama; la había hecho sentir bella, y tras el matrimonio, deseada. Al principio le pareció impío, fruto quizá de su pasado pagano, sin nada de por medio, ambos en el lecho completamente desnudos. Pero Santiago siempre iba a la iglesia, fray Antonio era su confesor, y trabajaba con denuedo para que la gente de su encomienda encontrara el camino del Señor, tal y como él lo había hallado. Por eso Rosario sentía que los labios de su esposo recorriendo sus pechos como jamás otro hombre hiciera y sus manos enseñándole a acariciarlo sólo podían ser fruto del amor, el amor verdadero que siempre había anhelado. Pero aquella hermosa india en el salón… «¿Estaban abrazados?».
Alcanzó la esquina, y sabiéndose fuera de cualquier mirada, subió las escaleras a toda prisa, alzándose la falda con las manos. «¿Cómo iban a estar abrazados?», se reprendió. Eran los fantasmas de su pasado los que la hacían ver algo inexistente. Santiago ni siquiera visitaba las mancebías de los arrabales. Mucho menos le traería amantes a casa, como hacía su anterior esposo para castigarla por su infertilidad. Sabía que por ello la habían casado con un príncipe indio, pero si su vientre estéril antes le pareció un castigo divino, ahora sabía que era el camino de padecimiento elegido por el Señor para brindarle luego sus favores, pues sin duda la felicidad que había conocido con Santiago era un regalo de Dios.
Él era de los pocos caciques indios que habían obtenido una encomienda, en su caso directamente otorgada por su majestad, y no lo trataban como indio porque ella le había proporcionado parentesco con cristianos viejos de noble ascendencia. Pedro Solís, su cuñado, así se lo había hecho ver a los oidores de la Real Audiencia, que no hallaron nada punible en el comportamiento de su esposo. De hecho, Santiago Zolin era feliz con ella, la llevaba a todas las fiestas, la colmaba de regalos y en el lecho no buscaba un heredero, buscaba su amor.
Rosario alcanzó el primer piso y entró en sus aposentos. Cerró la puerta con premura y sostuvo el picaporte con las manos, como si quisiera asegurarse de que nadie abriría por fuera. Pero el miedo súbito que le había despertado aquella hermosa mujer al lado de su esposo ya se había colado también dentro de la habitación.
—Tiene una explicación. Mi hermano estaba prometido con ella. Al morir, debía cumplir yo con su compromiso, ¿entiendes?
Le di la espalda con un suspiro. Creía entenderlo y, a la vez, no quería hacerlo. Me senté en una de las sillas, y con la mirada perdida, me apoyé en el respaldo de cuero. Él se arrodilló ante mí, me tomó la mano. Miré sus ojos suplicantes, pero me sentía ajena a ellos.
—Es una esposa secundaria, Ameyali. Tú siempre serás la principal.
Yo no estaba allí. No podía consultarme para tomar una segunda esposa, pues me creía muerta; no podía culparle de nada. Él acariciaba mi mano entre las suyas. Debía aceptar la situación, pues ¿qué alto dignatario no tenía más de una esposa? Yo misma era hija de la cuarta mujer que desposó mi padre. Aun así, me sentía rebajada.
—¿Por qué no me has presentado como tu esposa? —pregunté, seca, apartando mi mano para entrecruzarla con la otra sobre mi vientre.
—Tienen otras costumbres. ¿Qué más da? No la dejaré ir a Acolman. Eres la esposa principal, sé que te he faltado, no te humillaré delante de tu pueblo.
—No puedo volver a Acolman —murmuré bajando la mirada a mis manos.
Él me tomó de la barbilla y levantó mi cabeza.
—¿Por qué? —preguntó con el ceño fruncido.
—Ignacio… Antes de enfermar, me vendió como a una esclava a unos…
Las manos de Zolin me taparon la boca, mientras su mirada se extraviaba con gravedad. No me atreví a hablar. Él permaneció en silencio unos momentos y luego se mordió el labio inferior con rabia. Entonces me miró, sus ojos encendidos de furia.
—Me ha utilizado —murmuró.