Acolman, año de Nuestro Señor de 1529
Santiago Zolin miró por la ventana del estudio, que daba a la parte trasera del palacio. Con los brazos extendidos, entre risas y gritos, su hijo correteaba por la huerta. Perseguía a un cachorro que le había regalado Itzmin. Era un perro negro, sin pelo, con una mancha blanca en el hocico, que pertenecía a una de las razas que había hecho famoso a Acolman. Se reconocía en Hipólito, en las expresiones de su ceño, en la abundancia de su cabello oscuro y liso, y en el tono de su piel. Pero, a su vez, el parecido con su madre se había acentuado, sobre todo por la forma de sus labios y los enormes ojos, que desprendían brillos de arcilla. Santiago comprendió que en el amor que sentía por su hijo habría siempre una parte de sufrimiento. Habían sido demasiadas pérdidas para ser tiempos de paz, y Acolman le dolía más ahora que cuando la guerra entre castellanos y mexicas sobrepasó los campos de batalla. Aquello, por lo menos, le unió a Ameyali. Ahora ella ya no estaba.
Sacudió la cabeza, tomó la capa que tenía sobre una silla, se la puso y salió de la habitación. Recorrió el soportal a grandes zancadas y bajó por la escalera con paso ligero. Le dolía mirar a Hipólito, pero a la vez necesitaba abrazarlo. Al fin y al cabo, era lo único que le quedaba de ella, y amarlo le mantenía cerca de Ameyali, al igual que la cría de caballos le devolvía a Juan. En Sevilla, ya presto a embarcar, la duda le oprimió el corazón, pues decidió su regreso presa del dolor por la muerte repentina de su hermano, pero de pronto se le ocurrió que no reviviría por llegar antes, ¿y qué más daba que hubiera dejado asuntos por atender? Bien lo había honrado al conseguir de manos de su majestad en persona la encomienda de Acolman. Debía hacer lo correcto: esperar a su esposa. Pero entonces… Recordarlo aún le oprimía el pecho, y se detuvo un instante a los pies de la escalera. Cuando Ignacio le dijo que la enfermedad había vencido a Ameyali en Roma, todo el dolor se concentró en su puño, y este acabó en el mentón de su fiel servidor. Pero Ignacio no se quejó; le tomó de los hombros y le dijo: «Haga lo correcto». Lo había hecho, lo estaba haciendo. Había aprendido a aceptar los designios del Señor, del vencedor.
La vocecilla chillona de Hipólito le llegó imitando el aullido de un perro, y Santiago dejó que una sonrisa aflorara a su rostro. Avanzó por el patio de armas y salió a la parte trasera. Delante de la habitación de la lumbre, Yaretzi seleccionaba frijoles rojos mientras observaba la carrera del niño, ahora tras Itzmin. Este había escardado la tierra de la huerta y se dirigía al cuarto de los aperos para guardar la coa. Santiago no pudo evitar el recuerdo de cuánto amó entre aquellas paredes, pero su hijo pronto reclamó su atención.
—Papá, papá —gritó en castellano mientras corría hacia él.
El cachorro salió de entre los arbustos y se sumó a la carrera. Santiago se agachó y recibió a su hijo entre sus brazos. Luego lo levantó y lo lanzó por los aires, haciendo las delicias del pequeño, mientras el perrillo husmeaba su bota. Al fin, cuando Hipólito parecía desfallecido por la risa, dejó que se apoyara en su cadera, y con él en brazos, fue hacia Yaretzi mientras le preguntaba a su hijo:
—¿Perseguías al perrito? Cómo se llama, ¿eh?
El niño frunció el ceño y entornó los ojos, con una expresión de enfado que a su padre le pareció divertida.
—No le gusta que le hablen en castellano —dijo Yaretzi mientras desechaba un frijol arrugado.
—¿De verdad? —insistió Santiago. El niño negó con la cabeza y él soltó una carcajada—: Pero lo entiendes, ¿eh, bicho?
Luego lo dejó en el suelo, y el pequeño se fue tras el animal, llamándolo por su nombre:
—Kolo, Kolo.
Santiago, con mirada dura, se volvió hacia Yaretzi, quien continuaba con su tarea.
—Ignacio me lo ha contado. No quiero que le traduzcas al niño cuando él le hable en castellano —le ordenó.
Ella levantó la cabeza.
—¿Se va?
Santiago asintió mientras llamaba a Itzmin. Este corrió hacia él e inclinó la cabeza a la espera de órdenes.
—Prepárame la yegua negra y luego saca al resto a pastar. Ya deberían estar comiendo. ¡Nadie compra caballos famélicos!
Itzmin asintió y salió de la huerta a toda prisa.
—¿Tardarás mucho en volver? —preguntó Yaretzi.
—Lo que tarde —respondió Santiago con brusquedad, dando media vuelta. Luego se detuvo, se volvió hacia la sierva, y en tono conciliador añadió—: Don Pedro ha apalabrado al potro bayo, así que intentaré volver cuando cerremos la venta.
Estábamos acampados a las afueras de Acolman. Creo estar bastante segura de que aún dormía. En mi sueño, estaba tumbada en el suelo, con los ojos abiertos, y Jonás roncaba de espaldas a mí, arropado con su viejo manto de plumas. El sol ya había despuntado y nos daba de pleno. Frente a nosotros había un nopal y un águila de cuello blanco se había posado en él, como cuando indicó a los mexicas dónde erigir Tenochtitlán. De pronto, la majestuosa ave desplegó sus alas y alzó el vuelo. Entonces, entre las pencas del nopal, apareció la cara de un anciano cuyas arrugas desdibujaban sus rasgos, y la voz del nigromante que conocí en el bautizo de mi hijo habló. Parecía advertirme de algo, pero yo no conseguía entenderle.
Con un murmullo, Jonás se dio media vuelta y me abrazó. Desperté sobresaltada, con el brazo de mi acompañante rodeando mi cintura, como en el sueño.
—¿Qué pasa? —murmuró frotándose los ojos.
Frente a nosotros, un nopal, y desde el cielo se oyó el grito de un águila que nos sobrevolaba. Los cascos de un caballo al galope sonaron cerca, ladeé la cabeza, pero pasaron de largo, invisibles tras una hilera de árboles que bordeaban el camino.
—¿Estás bien? —insistió Jonás.
—Sí, claro —respondí—. Hemos dormido mucho; el sol ya está alto.
No tardamos en recoger nuestras pertenencias y retomar el camino. El hatillo, que a la salida de Villarrica de la Veracruz abultaba considerablemente, ahora contenía el viejo manto de Jonás, la capa de lana con la que me escapé y el vestido azul claro que me regalara Martí y que Jonás se había empeñado en que conservara. Lo demás se había convertido en nuestro alimento y nuestro alojamiento a lo largo del camino, y no pocas fueron las noches que nos vimos obligados a dormir al raso.
El sendero que desembocaba en Acolman era más ancho de como lo recordaba, y se distinguían surcos de ruedas de carreta sobre la cálida tierra. Los cascos del caballo que me hizo desviar la mirada indicaban la dirección contraria a la ciudad, y a la mente me vino el recuerdo de Juan, el único que sabía montar, exhibiéndose sobre el viejo corcel pardo. Pensé con esperanza que quizás el jinete que se había marchado era él, y me descubrí recordando la tensión que imponía sobre mi matrimonio.
Ya veíamos los cultivos alrededor de Acolman, pero también habían disminuido, y en su lugar crecía la hierba rala entre cercos más altos que yo misma. En la ciudad, el campanario seguía siendo lo único que sobresalía, mientras los guajolotes hacían escuchar sus graznidos. A pesar de que el paisaje me resultaba familiar, de pronto pensé en lo mucho que podían cambiar las cosas al cabo de un año, y una sensación de angustia se apoderó de mí.
—Espero no traerte desgracias, Ameyali, creo que los dioses están enfadados conmigo.
—No digas disparates.
—¡Mira cómo acabé en Villarrica! Y todo porque tuve la tentación de abandonarlos por el Dios Todopoderoso después de todo lo que vi en Castilla…
Entonces oímos los ladridos de dos perros que, frente a nosotros, precedían al ruido de cascos y relinchos. Una manada de caballos salió de la ciudad, e inmediatamente accedió a uno de los prados cercados, azuzada por un hombre que agitaba una vara. A pesar de la firmeza de su voz, su aspecto era endeble, y sus enérgicos movimientos parecían sostenerse sobre unas piernas tambaleantes.
—¡Itzmin! —grité sin ser consciente de ello.
Y corrí hacia él, presa de pronto de una incontrolable emoción que hizo desaparecer toda angustia. ¡Estaba en casa! ¡Vería a mi hijo! El hombre se volvió hacia mí, la vara se le cayó al suelo y se frotó los ojos. Cuando llegué a su altura, las lágrimas surcaban su rostro, mientras se postraba de rodillas.
—¡Perdóname, por favor, perdóname si he caído en falta!
Me agaché, y compadecida por su llanto confundido, lo abracé.
—Itzmin, no soy un fantasma. Soy de verdad, estoy viva.
El hombre se apartó, me miró de nuevo y alargó su mano temblorosa hacia mi rostro. Estaba tan cerca de mí que noté su aliento.
—¿Has bebido pulque? —pregunté sorprendida, irguiéndome.
—Empiezo a ser mayor, mi señora.
—Aún no lo suficiente para beber —le reprendí. Pero al reencontrarme con sus cálidos ojos, añadí—: Me alegro de verte.
—Y yo me alegro de que esté viva.
Entonces se interrumpió y miró por encima de mi hombro, pues se había percatado de la presencia de mi acompañante.
—Es Jonás, mi escolta —dije sin poder apartar la mirada del lugar de la calle por donde vimos salir a los caballos.
Un cachorro de xoloitzcuintle con una mancha blanca en el hocico corría hacia nosotros con aire patoso, como si aún fuera incapaz de controlar sus propias piernas.
—¿Sigues criando perros? —le pregunté, reconfortada ante la idea.
—Pocos. —Se encogió de hombros—. Nadie los quiere comprar.
El perro, incapaz de frenar su carrera, tropezó contra los pies de Itzmin, rodó y se quedó sentado, con aire de desconcierto. Los tres nos reímos y no pude por menos de agacharme para tomarlo entre mis manos.
—¡Kolo! ¿Dónde está Kolo? —gritó una voz infantil.
El perro movió la cola, pero no hizo ademán de bajarse. Al poco, apareció por el camino un niño a la carrera. Torpe como el cachorro, tendría apenas dos años.
—¡Huemac, no corras tanto!
La voz de Yaretzi me atravesó el corazón. Menuda y fuerte, tal como la recordaba, venía tras el niño, pero se detuvo a los pocos pasos.
—¡Ay, Xochiquetzal querida! —exclamó, llevándose una mano a la boca.
El pequeño se detuvo al lado de Itzmin y me escrutó con los brazos en jarras. Su ceño fruncido, sus labios comprimidos y esos ojos… Miré a Yaretzi, incrédulas las dos. Miré al niño. Reconocí a mi hijo; esa fue la primera vez que oí su voz. Me sudaban las manos, me ardía la cara, me dolía el pecho.
—Es mío —aseveró Huemac, alzando sus brazos hacia el animal—. Kolo, ven.
Se lo tendí. Mi hijo me sonrió, las lágrimas se agolparon en mis ojos. Y cuando dijo: «No llores, señora», ya no pude contener el llanto.
Cinco escribas, sólo cinco eran necesarios para despachar los asuntos de la ciudad y sus nueve aldeas. Ignacio les asignó sus tareas y luego se retiró al estudio del señor de Acolman, donde durante las ausencias de Santiago atendía la correspondencia, recibía a las visitas y resolvía los pocos litigios que se daban. Con una sonrisa que apenas conseguía alzar sus caídas mejillas, entró en la habitación y se sentó ante la mesa. No había muchos mensajes, tampoco tenía demasiado trabajo, pero aun así le gustaba aquel lugar.
Aunque no tardaron mucho en regresar tras la muerte de Juan, al poner los pies en Acolman se encontraron una ciudad casi deshecha, donde quien ponía cierto orden entre la población era fray Rodrigo. Este, de hecho, aún seguía atendiendo los asuntos morales, cuyos límites establecía según su interpretación de los diez mandamientos, de forma que un hurto violaba el séptimo si él lo decidía, y si no, era asunto que debía resolver Ignacio. Pero no se podía discutir con el fraile, pues la prioridad de toda encomienda era clara: debían velar por la educación cristiana de sus vecinos.
Sin embargo, la enfermedad había diezmado a los habitantes de Acolman y sus aldeas, bien porque los mataba, bien porque los espantaba, y los tributos que exigió a Juan el tesorero de Cortés sumieron en la pobreza a los que quedaron. Por ello Santiago, al regresar con la cabecera y sus estancias encomendadas a su persona, convertido en señor absoluto sin depender de ningún castellano, lo primero que hizo fue eliminar los tributos a los ciudadanos. A Ignacio, como antiguo recaudador de impuestos, le pareció una barbaridad y así lo expresó. Pero Santiago desoyó sus consejos y sólo exigía un pago a aquellos comerciantes o artesanos que, no siendo habitantes de Acolman, vinieran a vender al mercado.
Este ya no tenía nada que ver con lo que fue, cuando de todas partes acudían personas interesadas para comprar perrillos castrados y para vender aprovechando la afluencia de gente. La población no sólo había menguado en Acolman, sino en otras muchas partes, debido a la enfermedad y a los desmanes de la Audiencia castellana que gobernaba. No en vano se decía que su presidente, Nuño de Guzmán, había despachado fuera de la Nueva España más de veinte navíos repletos de esclavos. Así que la población que quedaba, muda y asustada, tenía como prioridad el cultivo para asegurarse un mínimo de alimento, con lo que el mercado se había empobrecido. Pero Santiago no desistía. Tenía encomendados a los habitantes de una cabecera y nueve estancias y confiaba en que, con sus medidas, aquellos que se habían dispersado por los campos de alrededor volvieran a las aldeas de Acolman, sobre todo en el caso de los artesanos que se habían convertido en campesinos.
A la vez, manejó con ingenio su propia falta de ingresos, pues convirtió a Pedro Solís en su mejor aliado. El castellano le brindó los caballos para iniciar la cría, y como socios habían levantado un próspero negocio que suplía la falta de tributos de Acolman. Ante tales resultados, Ignacio no podía menos de recordar a Juan. Cuánta razón tenía al querer deshacerse de la sacerdotisa, cuánta razón al decir que ella mantenía atrapado a Santiago en el pasado. Ahora había ocupado el puesto de un digno señor, unido a los vencedores castellanos, y él se sentía profundamente orgulloso.
Los gritos alegres del pequeño Hipólito se elevaron entonces desde la huerta e Ignacio sonrió. Sentía afecto por el pequeño y pasaba con él muchos ratos para asegurarse de que aprendiera castellano antes de que su padre se lo llevara a la escuela cristiana de la Ciudad de México. Yaretzi se rebelaba contrariando las órdenes del señor, y él, sólo por disgustarla, a menudo daba pulque a Itzmin. Luego se complacía al oírla cuando el marido llegaba borracho, olvidado ya de las costumbres antiguas que reprobaban la embriaguez.
De muy buen ánimo, se puso en pie y se acercó a la ventana. Hipólito era un niño fuerte e inquieto, al que pronto podría adiestrar en armas, pues le gustaba mucho simular peleas. Ahora perseguía a aquel cachorro negro, que parecía huir de él como un enemigo cobarde que busca refugio. Lo encontró bajo una falda blanca que no era la de la vieja Yaretzi. Entonces la reconoció, había regresado y estaba allí, sentada al borde del huerto.
Los caballos pastaban ajenos a las correrías de los inquietos potrillos, mientras al otro lado del prado Itzmin limpiaba la zanja que servía de abrevadero. Apoyada en la cerca, con Jonás a mi lado, me daba cuenta de que Yaretzi me limpiaba las manos con un paño, como si aún fuera una niña, mientras yo no podía dejar de mirar a mi hijo, que correteaba y saltaba con su cachorro.
—He esperado tanto este reencuentro —musité—. No imaginaba que me dolería de esta manera.
—Le he hablado de ti —señaló la mujer—. Sólo debes decirle quién eres.
La miré. Su rostro estaba más arrugado de lo que recordaba, más envejecido y tiznado por el sol, pero también era mayor la fuerza que desprendía. Me reconfortaba tenerla cerca, aunque no me parecía tan fácil recuperar a mi hijo.
—Ameyali, tiene sólo dos años…
—¿Y si no sé hacerlo, Yaretzi? Y si te prefiere a ti. Yo te prefería a ti.
De pronto comprendí a mi madre y sus intentos de alejarme de la esclava. No eran por mi noble posición y la educación que debía recibir la hija del tlatoani, sino porque se lo dictaba su amor de madre. No correspondido, me parecía el sentimiento más cruel y desgarrador. Pero a Yaretzi le hizo gracia mi comentario y rió.
—Tú preferías la libertad, los campos, que no te mandaran —matizó mientras se apoyaba en la cerca, a mi lado.
Huemac ahora simulaba ser un jinete sobre un caballo imaginario cuyos relinchos daban la bienvenida a Itzmin, quien se había unido a su juego.
—Míralo —continuó Yaretzi—, aprende de él, y no pretendas que sea otra cosa que la que te vaya enseñando.
Jonás, a mi lado, suspiró y me dio la mano.
—Inténtalo con las canciones del viaje. ¿Recuerdas? Cuentan historias de animales, y por lo que se ve, a tu hijo le gustan.
Le sonreí y acaricié su hombro desnudo a modo de agradecimiento.
—No creo que Huemac sea tu mayor problema ahora.
El tono de Yaretzi sonó hueco, y cuando ladeé la cabeza, vi sus ojos clavados en las manos que Jonás y yo manteníamos unidas. Instintivamente lo solté.
—¡Oh! No es lo que… Zolin ya lo conoce, del viaje. Sabe que somos como hermanos.
—Me alegro —dijo ella incorporándose. Y mientras se acercaba a su marido y al pequeño añadió—: Pero el señor Santiago Zolin ahora mismo no está en Acolman.
A oír el nombre cristiano de mi esposo, un extraño pálpito me sacudió el pecho. Observé a Yaretzi de espaldas, mientras hablaba con Itzmin. Era obvio que se había referido así a Zolin porque había cosas que habían cambiado, cosas que debíamos hablar. Pero no añadió más cuando se volvió de nuevo, y lo único que dijo al pasar delante de nosotros fue:
—Vayamos a casa. Seguro que querréis comer algo y descansar.
Itzmin se quedó a cargo de los caballos, y con Huemac y su cachorro por delante, Yaretzi nos guió alrededor de las casas que bordeaban los pocos campos de cultivo. Estos eran cada vez menos, pero no me extrañó, pues imaginaba que, durante mi ausencia, Juan había echado a los campesinos para hacer sitio y criar a sus caballos. Lo que me sorprendió, sin embargo, fue aquella ruta, ya que ni ella misma vino por allí, pues era más corto atravesar la plaza, por delante de la iglesia. Sin embargo, entramos por la callejuela que yo solía usar en mis regresos furtivos de Teotihuacán. Era estrecha, y avanzábamos en hilera; Yaretzi delante con Huemac, tras ella, yo seguida de Jonás.
—¿Temes que Juan me haga daño? ¿Tanto ha cambiado?
—¿Por qué preguntas eso? —dijo la mujer sin volverse.
—Bueno, vamos a entrar por la puerta trasera, a escondidas, cuando soy su cuñada.
—Juan… murió. Ahora es Santiago el señor de la ciudad.
De nuevo, su nombre cristiano me sacudió el pecho, y pensé que lo adoptaba quizá por honrar la memoria de su hermano. Me di cuenta de que, a pesar de todo, a mí también me entristecía su desaparición. Pero me sentí reconfortada cuando entramos en la huerta. Seguía pareciendo un hogar mexica, con las matas de frijoles encaramándose hacia el cielo y la temazcalli que alumbró mi matrimonio al fondo. Mi dormitorio continuaba estando en un lateral y me acerqué para aplacar aquella sensación de miedo difuso que parecía brotar de cada uno de los latidos de mi corazón. Al llegar al umbral, sin embargo, me detuve y me apoyé en el marco de la puerta. Estaba ante el cuarto de los aperos, con Yaretzi a mi lado, mientras en la huerta Jonás se escondía entre las matas, jugando con mi hijo. Ambas los mirábamos.
—Y si Juan está muerto, ¿por qué ha cambiado su dormitorio? ¿Por qué le llamas Santiago? —pregunté de pronto dudando de mis suposiciones anteriores.
La miré. Ella evitó mis ojos. Se mordió el labio inferior y al fin, tras un suspiro, pareció armarse de valor:
—Es como nos ha pedido que le llamáramos. —Me tomó la mano y la acarició—. Él apenas está aquí, y hay cosas en las que se parece tanto a Juan…
—¿Qué cosas? —Mi voz sonó dura, a la defensiva.
Yaretzi suspiró de nuevo, apretó mi mano y bajó la mirada.
—Pues… —dudó—. Por ejemplo, pasa el tiempo en Tenochtitlán, con el señor Solís, como hacía su hermano.
Sabía que no me lo estaba contando todo. ¿Desde cuándo había que arrancarle las palabras?
—¿Y quién manda en Acolman durante su ausencia?
Ella entonces se volvió hacia mí. Sus ojos negros desprendían un brillo aliviado.
—Ignacio —respondió.
Noté que me temblaban las piernas y me senté al borde del huerto.
—¿Qué pasa, mi niña? —preguntó.
De entre las matas apareció Kolo seguido de Huemac. El cachorro se refugió bajo mi falda y yo deseé poder hacer lo mismo. En su persecución, mi hijo intentó frenar, pero no pudo y se abalanzó sobre mí, cayó entre mis brazos. Entonces me miró desconcertado y reconocí en su ceño, en su mentón, a mi marido. Lo besé en la mejilla, él me devolvió el beso.
—Debo ver a Zolin antes de que Ignacio me descubra.