Roma, año de Nuestro Señor de 1529
El tañido de las campanas anunciaba la hora tercia cuando el carruaje salió de Roma en aquella mañana gris de domingo. A bordo, Alfons miraba hacia atrás despidiéndose de la ciudad. Le embargaban sentimientos encontrados, pero al final todo se había resuelto mejor de lo que esperaba. Su vida daría un vuelco, y sentía que si hacía las cosas bien le aguardaba un futuro prometedor, aunque la ira de micer Mai había dejado su huella y le costaría olvidar sus palabras.
La herida que le infligiera Martí no había tocado ningún órgano vital, pero cuando lo delató, destapó la caja de los truenos. «¿Cómo se te ocurrió llevarla a Ostia? Me da igual lo que te dijera la mujer —le recriminó Mai—. De mi puño y letra se la encomendé al conde en nombre de su majestad para que la devolviera a sus tierras, y él cumplió con su cometido. Te podría haber acusado de secuestro y tú estás a mi servicio. ¡Podría haber destrozado mi honor y mi posición! Así que, dado que, a Dios gracias, estás bien, lo mejor es no airear este asunto».
Pero aquella reprimenda, aún convaleciente, no fue lo peor. Mientras se curaba de su herida, se descubrió el alcance de los negocios que hacía a espaldas del embajador. A este no le enfureció tanto los que hacía por cuenta propia, aun usando sus contactos, como aquellos en los que cobró de más cuando la transacción se hacía en su nombre. La ira fue tal que amenazó con denunciarle a la justicia, pero no por los negocios, porque ello pondría en entredicho el honor del embajador, sino por sus apuestas, dado que el juego estaba prohibido por el clero. Entonces se vio perdido. Sin embargo, de forma inesperada una puerta se abrió, pues Miquel Mai halló la forma de quitárselo de encima a la vez que devolvía un favor a un amigo.
La propuesta era simple: Alfons debía esposar a María Padilla de Pacheco, embarazada y sin marido. «Y tu cojera no será un problema, porque están desesperados por salvar la honra de la chica», había añadido micer Mai con el tono despiadado del que sabe que ha ganado la partida. Aunque herido en su orgullo, Alfons no se dejó amedrentar. En lo que para Mai era un castigo, él veía una oportunidad. La joven era hija de María Pacheco de Mendoza, miembro de una de las más altas estirpes castellanas, y el embajador consideraba que le daba su merecido a su secretario porque ambas vivían en el exilio.
María Pacheco de Mendoza tuvo que huir a Portugal tras sublevar Toledo contra las tropas del rey Carlos hacía siete años, al final de la guerra de las Comunidades. A pesar de que sus poderosos hermanos intercedieron por ella ante su majestad, no hubo perdón real y por ello no podían pisar Castilla. «Viven en Oporto, de la caridad del obispo, pero eso se va a acabar —le anunció Mai—. Tú, como esposo de la joven María, las mantendrás con el buen dinero que te has ganado a mi costa». Cuando oyó aquellas palabras, un momento de pánico se apoderó de Alfons. Ahí estaba el castigo, pues lo había perdido todo en el juego. Sólo podía acudir a su padre para evitar un mal mayor. Lo hizo por carta, anunciándole que necesitaba dinero para aquel matrimonio. Y para su sorpresa, su progenitor se mostró encantado de ayudar ante lo que parecía una decisión de sentar la cabeza.
Así que ahora todo estaba solucionado. Alfons se acodó en la ventana del carruaje y oteó la costa que bordeaba el camino emprendido. Difícilmente tendría una oportunidad como aquella, y debía hacer todo lo posible para no estropearla, pues sabía que él mismo era su peor enemigo.