Villarrica de la Veracruz, año de Nuestro Señor de 1529
El oleaje repicaba contra la imponente proa de aquella nao, cuyas velas cuadras, henchidas por el viento, nos permitían avanzar con rapidez. Al salir a cubierta, el aire fresco me salpicó el rostro de sal, y me cubrí la cabeza con la capa, pero la brisa marina pronto me la quitó y no volví a intentarlo. Había sido una accidentada travesía desde Sanlúcar de Barrameda, con una terrible tormenta y una desafortunada epidemia de sarampión que hizo que muchos me miraran con recelo. Pero, al fin, antes del anochecer llegaríamos a Villarrica de la Veracruz, y ya era hora de afrontar aquella conversación directamente con Martí, aunque todavía no me hubiera sacudido del todo la sensación de miedo y dolor que me embargaba.
Desde las escaleras del castillo de popa, Galcerán me observaba sentado, abrazando sus rodillas plegadas al pecho, en una postura muy habitual en mi tierra. Sus ojos rasgados no se apartaron de los míos mientras me acercaba a él, pero su sonrisa era afable.
—Está en el castillo de proa, al otro extremo de la nao —me dijo sin dejarme mediar palabra.
Asentí, consciente de que aquella conversación era una deuda que iba más allá de lo que Galcerán podía imaginar. Sentía el cuerpo rígido y las manos sudorosas. «Quizás he esperado demasiado», pensé mientras temerosa me volvía hacia la proa. Mis pasos resonaron sobre la cubierta, pero más por la tensión que por la seguridad que imprimía en ellos. Me había costado mucho reunir el valor para hablar con él directamente, y ahora me preguntaba por qué, mientras el miedo a su reacción se convertía en temor a herirle. ¿Por qué temía hacerle daño? ¿Qué razón había para que la respuesta «Porque ha sido bueno conmigo» me pareciera insuficiente? Me lo preguntaba, incapaz de articular la verdadera contestación que sentía que se anudaba en mi interior.
Habíamos permanecido unos días a las afueras de Barcelona mientras Martí arreglaba algunas cosas, y luego continuamos viaje a Sevilla, alojándonos en posadas donde se me trataba como a una dama a la que protegían dos caballeros. El conde de Empúries no se escondió ni me escondió. Y excepto en una ocasión en que me mostró los papeles que, según él, contenían el permiso para mi retorno y la encomienda que le habían hecho a él para propiciarlo, tampoco hablamos. En aquel momento aun dudé, pues no había superado la sensación de desgarro que me produjo saber que me había mentido. Discutimos. Él me recriminó el haberle negado la oportunidad de una explicación, yo argumentaba que sólo cuando afloró la verdad consiguió los permisos y que recelaba de que no lo hubiera podido hacer antes. Él me miró.
—¿No estábamos bien juntos? —musitó dolorido.
El viaje a Sevilla fue duro. Era cierto que en Roma habíamos estado bien juntos, y tenerlo tan cerca aumentaba mi añoranza de aquellos momentos cómplices que habíamos compartido y que tanto me habían enseñado. Él me devolvió mi fe, y su silencio respecto a la marcha de los míos fue en verdad un instrumento de los dioses.
En Sevilla no hallé rastro de Zolin ni de ninguno de mis compañeros de viaje: hacerme creer que quedaba alguno había sido una treta de Alfons. Y cuando me quise disculpar con Martí, tuve que aceptar que nos costaría recobrar nuestra complicidad. El servidor de micer Mai era su enemigo, aunque no sabía la razón, y él se sentía traicionado. No le hería tanto que me hubiera ido con él como que lo hubiera hecho sin preguntarle antes sobre sus razones para callar. Pero sobre todo le dolía que hubiera dudado de su palabra. Le pedí disculpas, las aceptó caballeroso, pero supe que no me había perdonado. Y lo entendí, porque su silencio también a mí me había hecho sentir traicionada; pedir perdón es como coser una herida, la cierras, pero necesita tiempo para sanar.
Tras embarcar, Martí me rehuía con silencios. Por mi parte, no podía olvidar que me había salvado de Alfons a fuerza de cuchillo. Así que un día, rodeados ya de océano, le pregunté a Galcerán:
—¿Estáis huyendo? Estáis en este barco por mi culpa…
—No usaría yo la palabra «culpa», aunque sí, tú eres el motivo, mi señora. Por lo menos, el suyo —me respondió señalando al otro lado de la nao, donde Martí se hallaba con las manos a la espalda.
Entonces intuí por primera vez la verdad. Sus paseos, sus atenciones, aquella discusión vehemente que tuvimos, demasiado parecida a las que había tenido con Zolin… ¡Incluso había acuchillado a un hombre por mí! Demasiado para tratarse de un capricho, innecesario para demostrar que era un hombre de honor. ¿Estaba enamorado de mí? La pregunta despertó un escalofrío que me recorrió la espalda y me dejó la boca seca, mientras una punzada me golpeaba el pecho. La idea me aterró y me dolió a la vez. Me sentí presa de un remolino intenso, y más que nada deseaba abrazarle, pues su amor dotaba de honestidad todo lo ocurrido, hasta su silencio, y lo hacía más honorable por el respeto con el que me trató. Pero a la vez, con un azote de culpabilidad, me recordaba a mí misma: «¡Estás casada con Zolin! ¡Estás casada!». Callarlo, silenciar que incluso tenía un hijo, ¿realmente me había protegido o me había convertido en una mentirosa, más traidora aún de lo que él pudiera pensar? Me dolía hacerme esa pregunta cuya respuesta sabía. Y al intuirlo enamorado, durante el resto del viaje no quise sacarlo de su indignación hacia mí. Merecía que me rehuyese, merecía el castigo.
A medida que avanzaban los días, empecé a repetirme que si no le había contado la verdad antes, ahora ya era tarde, debía asumirlo y seguir callada para protegerme. Pero en verdad no sentía temor, sino dolor, y al fin tuve que aceptar que si me repetía estas ideas era para hacer soportable mi cobardía, a la espera de poder huir de ella en cuanto pisáramos tierra. ¡Quizá no estuviera ni enamorado y todo fuera fruto de mi presunción! Luego vino la tormenta, la enfermedad: más excusas para no hablar. Pero ahora Villarrica de la Veracruz estaba cerca, y en todo caso, no era justo seguir callando. Debía contárselo todo, sincerarme, y al subir las escaleras del castillo de proa, tuve la convicción de que, enamorado o no, iba a romper cualquier rastro del vínculo cómplice que nos uniera en Roma.
Martí estaba apoyado en la base del mástil, con la mirada perdida en el horizonte. Sin parlota que le cubriera la cabeza, sus rizos dorados se agitaban con el viento y su rostro se veía tostado por las jornadas al aire libre, en la cubierta. Al verlo, me sentí intimidada, pero en el horizonte la costa dibujaba sus sinuosas formas, y suspiré para reunir todo el aplomo del que dispusiera. Me puse a su lado, pero las piernas me temblaban ligeramente. Incapaz de mirarle, me apoyé en el mástil y con los ojos recorrí la borda lateral. Por encima, mi horizonte era un mar cuya calma agitaba mi interior.
—No me vas a perdonar nunca —musité. Sentía ganas de llorar.
—Ya te he perdonado, Ameyali.
—No lo sabes todo de mí. No he sido sincera contigo.
—Yo tampoco. —Se volvió hacia mí. Lo notaba cerca, tan cerca que sentía su aliento en mi rostro—. Te amo.
Las lágrimas pujaron por brotar de mis ojos, y el mar se tiñó de bruma.
—Estoy casada, Martí. —Lo miré—. Tengo un hijo.
Él se apartó, como si le hubiera golpeado en el estómago. Su rostro estaba pálido.
—Lo siento —dije.
—¿Me amas?
«¡Sí!», gritó una voz en mi interior, mientras por dentro redescubría la ilusión que precedió a nuestros encuentros, la vehemencia de mis reacciones y aquel dolor afilado que me removía por dentro al darme cuenta de ello. Lo intenté ahogar todo. Busqué desesperadamente el recuerdo de Zolin en el jardín del antiguo palacio de mi padre. Encontré la imagen de Huemac en sus brazos, ataviado con el penacho de plumas azules y amarillas con que lo recibió. «Amo a Zolin, lo amo», me repetí reprimiendo un sollozo. Él tenía el rostro contraído en una mueca, cual presa que frena el torrente del llanto.
—Martí, no puedo.
Tras algo más de cuarenta días de viaje, el depósito arenoso del río de las Canoas llevó al capitán de la nao a ordenar que fondearan cerca de San Juan de Ulúa para descargar sin riesgo de quedar encallados. Primero las barcazas acercarían a los pasajeros hasta Villarrica de la Veracruz, trasladada a orillas del río cuatro años antes. En su pequeño camarote, donde las dos camas apenas dejaban espacio a sus ocupantes, Martí recogía sus pocas pertenencias con la esperanza de que, una vez que pusiera los pies en tierra, le costara menos respirar.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó Galcerán, quien ya tenía su hatillo listo.
—¿Qué quieres decir? —respondió su primo desconcertado—. Lo que teníamos pensado.
—Podría haberte dicho que tenía una familia.
—No habría cambiado nada, no la hubiéramos dejado venir sola —sentenció Martí, y se sentó con un profundo sentimiento de derrota.
—No te hubiera dado falsas esperanzas…
El conde sonrió con amargura.
—No me las dio. ¿Cómo iba a hacerlo? Ni siquiera yo mismo sabía lo que sentía. Tú intentaste hacérmelo ver a la puerta del convento, pero fui incapaz de reconocerlo. Disfrutaba de su compañía, y no le daba vueltas al asunto. Sólo cuando discutimos en Sevilla, en fin, me di cuenta de que tenía razón y podría haber conseguido los permisos antes. ¿Por qué no lo hice? Ahí caí en que… ¡Dios santo! ¿Qué voy a hacer sin ella?
Hundió la cabeza entre sus manos, como si así pudiera reprimir el impulso de llorar. Quizá fuera lo mejor. Conocía aquella sensación, y era posible que el llanto le ayudara a expulsarla. Pero no lloraría delante de Galcerán, y menos por una mujer. «El amor te vuelve estúpido», se dijo, de pronto más irritado que triste.
—Martí, no sé yo si ver a su marido es una buena idea.
El joven se puso en pie, y con un suspiro que diluyó el llanto anudado de su garganta, dio una palmada en el hombro de su fiel amigo.
—La quiero, Galcerán. Me aseguraré de que su marido la recibe como merece. Después de tanto tiempo, no quiero que cuestione su honor.
«Y tampoco estoy preparado para un adiós», pensó.
Las calles estaban dispuestas en cuadrícula, pero después de sus viajes y vivencias, Villa Rica de la Vera Cruz le parecía, más que una ciudad, un villorrio. Los había visto en las tierras que vieron nacer al mismísimo Hernán Cortés, dominados por dehesas de retorcidos árboles y hierba rala. Arrugó la nariz al pasar por delante de la casa del cabildo. Sobre la puerta de la fachada estaba grabado el escudo de armas que el emperador otorgara a Villarrica, pero era un edificio recto, pequeño, y le parecía poco digno, vistos los palacios que en aquellas tierras habían usado los mexicas para cobrar sus tributos en sus tiempos de esplendor. «Cambia de humor ahora mismo», se dijo. Al fin y al cabo, él tampoco era ya lo que fue, descalzo por las calles polvorientas, cubriendo su escuálido cuerpo con un maxtlatl descolorido y un manto de plumas de guacamayo.
Se sentía inquieto, como un jaguar enjaulado. En Villarrica, lo más castellano que había a su parecer era una pequeña iglesia emblanquecida, con un campanario formado por una sola pared con agujeros en lo alto para las campanas. Por lo demás, en la ciudad vivían más esclavos negros que castellanos, y estos estaban encerrados en su mundo mercantil, por lo que se sentía profundamente decepcionado. Había sido un error quedarse en Villarrica tras su regreso de la corte de don Carlos. Por ser el puerto principal de lo que su majestad llamaba Nueva España, le pareció un lugar perfecto para prosperar, y más tras haber viajado a Castilla y haberse presentado ante el monarca que venció a los mexicas. Pensó que le daría cierto prestigio, pues en la corte fue admirado y despertaba interés por cuanto representaba a la cultura de su pueblo. Pero las cosas no habían salido como planeó.
Enfiló la orilla del río hacia el puerto, maldiciéndose por su error, pues nada tenían que ver los castellanos de la Nueva España con los de la corte, o con las gentes de Toledo, o las de Sevilla. Ahora ya sólo atraía las burlas de los totonacas que por allí rondaban. Y para los castellanos era un indio más, uno de esos a los que había que arrinconar hacia las afueras, donde se multiplicaban las chozas de palma. Podría irse, lo había pensado más de una vez, pero no sería distinto en otra ciudad. Sin patrón, se vería condenado a los arrabales, donde cuando no reinaba la enfermedad, lo hacían la desorientación y las borracheras a los que muchos ahora se abandonaban. ¿Cómo iba a vivir así él, que otrora moró en lujosos palacios, al servicio del tlatoani de Texcoco? «Tendría que haberme ido de aquí con Santiago Zolin», pensó.
Por el Huitzilapan, al que los castellanos llamaban río Canoas, el agua descendía plácida entre las riberas heridas por la tala de árboles para comerciar con la madera y hacer espacio a los cultivos. Pensó en sumergir los pies en el agua, pero a pesar de su atractiva mansedumbre, el fondo turbio le hizo desistir y siguió bordeando el cauce hacia el mar. Al alcanzar la playa, el trasiego de barcazas mejoró algo su humor. «Ha llegado un barco, uno de los grandes», pensó. Alzó la mirada y pudo distinguir los tres mástiles con las velas plegadas. «Por lo menos, hoy quizá coma caliente», se dijo.
Trabajar descargando lo que trajeran las barcazas era impensable, pues de ello se encargaban los esclavos. Pero si llegaban pasajeros, siempre podía sacarles algo. Entonces la vio, acompañada de dos caballeros, uno alto, el otro fornido, ambos de rostro invisible bajo las parlotas. Ella, en cambio, iba descubierta, y su cabello recogido en dos caracoles sobre las orejas, el vistoso peinado de las damas de la corte, dejaba distinguir a la perfección el grácil óvalo de su rostro, su nariz recta, los pómulos altos y aquella deliciosa barbilla afilada. Sus enormes ojos oscuros parecían entristecidos, y no sonreía, pero aun así sus carnosos labios destacaban sobre su piel del color de la arcilla. Esta parecía más oscura de cómo la recordaba, pero podía ser una ilusión creada por el vestido azul que llevaba, al estilo castellano. «Es ella, sin duda. ¡Está viva!».
Las paredes se erigieron en piedra, pero el tejado era de madera de ceiba y su aroma dominaba la habitación de aquella posada, aunque en la chimenea ardían leños de pino. El fuego me pareció sofocante, por lo que abrí el ventanuco. Estaba en el segundo piso, y me asomé a la calle. Menos transitada que a nuestra llegada, en la casa de enfrente unos esclavos de piel oscura empujaban carros llenos de fardos mientras el capataz les apremiaba, pues la noche empezaba a ribetear de nubes el cielo violáceo.
La calle estaba flanqueada por casas cuadradas, austeras, a lo sumo de dos plantas. En una esquina, me pareció ver por el rabillo del ojo una figura vestida con un manto de plumas de guacamayo, pero al ladear la cabeza, había desaparecido. Apenas se veían algunas teas en las fachadas de las casas, y seguramente todo el mundo había vuelto a los arrabales antes de la definitiva caída de la noche. Esta no sería muy oscura, pues había luna llena, pero no sabía si sería una ventaja para mí. Lo mismo que vería, podría ser vista. Pero no tenía otra alternativa.
Después de nuestra conversación, Martí no se atrevía ni a mirarme a la cara, y Galcerán se rascaba la cabeza cada vez que mis ojos se cruzaban con los suyos suplicando ayuda. La cena fue incómoda, dolorosa por cuanto Martí fracasaba en todo intento de disimular su sufrimiento, y mis brazos sólo deseaban rodearle el cuello y convertirse en su consuelo. Por eso, cuando me dejaron en la habitación, la decisión ya estaba tomada. Tenía miedo, pero aún temía más darme cuenta de cuánto deseaba abrazarlo. Lejos quedaba todo nuestro tiempo en Roma, donde él envolvió el renacer de mi fe con sentimientos embargados de una seguridad y una complicidad que se desplegaban como una flor. Sin embargo, ahora estos se descubrían como el capullo de una mariposa inesperada, de vuelo incontrolable. ¿Adónde me llevaría? No podía permitirme responder a ello. Me parecía incluso peligroso preguntármelo.
Aunque sin cerrarla, di la espalda a la pequeña ventana y me desprendí del vestido. Abrí el arcón con mis pertenencias, lo metí dentro y saqué mi ropa mexica. Me la puse, tomé la capa y eché un último vistazo a la habitación. Allí dejaría Castilla, Roma y aquel viaje que había sido un regalo de los dioses. En Roma, Martí se empeñó en que lo viera como un hombre y no como un enviado de Quetzalcóatl. Ahora entendía la razón, su razón, pues sólo como hombre podía brindarme su amor. Pero lo que consiguió fue fortalecer mi fe, por eso le consideraba un regalo de los dioses, y también porque, al devolverme la fe, las divinidades mexicas me habían protegido no sólo de los extranjeros, sino de mí misma.
Pero no podía irme así. Dejé la capa sobre el cabezal de la cama y me dirigí hacia la chimenea. Sobre un tronco grueso ardían unas ramas. Tomé la que me pareció más carbonizada y miré a mi alrededor. «La cama», me dije. No podía hacerlo con sus símbolos, pero si alguien aparte de los sacerdotes y escribas mexicas podía entenderlo, era él. Levanté las mantas, y sobre una sábana, escribí las palabras de mi despedida. Ya había anochecido del todo.
Tuvo que apagar una de las dos teas de la fachada de la posada, pero la calle estaba desierta y nadie se percató. Luego trepó hacia la ventana donde viera a Ameyali asomada con el crepúsculo. Era consciente de que se arriesgaba a que no estuviera sola. Él era de los pocos que sabía que la antigua sacerdotisa estaba casada con Santiago Zolin, y como los castellanos no reconocían aquel vínculo, la mantuvieron recluida durante su estancia en Castilla. Así que cabía la posibilidad de que aquellos dos hombres fueran su escolta, justo los encargados de, como decían los castellanos, custodiar su honra.
El ventanuco estaba abierto, y en cuanto lo alcanzó, el resplandor de la lumbre iluminó la cama, deshecha y vacía. «La esperaré dentro. Ella es mi única salida», se dijo. Y deslizó su largo y delgado cuerpo por la pequeña ventana. Ya dentro, oyó que crujía la madera del pasillo y se apresuró hacia la cama con intención de esconderse, pero los pasos se alejaron y se detuvo. Entonces vio que había algo escrito en la sábana. Miró hacia la puerta. «Era ella, seguro. Se me escapa», pensó. Pero antes de salir de la habitación, abrió el arcón de madera. «Tendrá que valer con esto», se dijo.
Después de devolver la rama a la lumbre, tomé la capa y salí de la habitación. Oí unos crujidos sobre el suelo de madera y permanecí unos instantes inmóvil, observando la puerta de enfrente. Esta se mantuvo cerrada, y al poco los ronquidos de Galcerán inundaron el pasillo. Pensé en Martí allí dentro, quizá tumbado en la cama, y la culpabilidad me hizo exhalar un suspiro. Pero me daba miedo despedirme de él, por lo que me apresuré por el pasillo hacia las escaleras, sin volver la vista atrás.
Me detuve bajo el pórtico que cubría la puerta de la posada. Estaba sin resuello, como si hubiera huido a la carrera. No había corrido, pero sí huido. De pronto, sentí que Martí quedaba lejos, como en otro mundo, y sólo era presa de una determinación: llegar hasta mi hijo. Con una fervorosa ilusión, miré a uno y a otro lado de la calle. No había nadie, aunque de las casas llegaba alguna risa entre murmullos. Agitada por el viento, sólo una de las dos teas de la fachada permanecía encendida. El resto de la calle estaba iluminado por los reflejos plateados de la luna llena. Y de pronto, vencida como la diosa Coyolxauhqui, toda mi ilusión por llegar hasta Huemac se tornó desesperación: no sabía qué dirección tomar, y aunque me guiara por las estrellas, me di cuenta de que no tenía comida, ni agua ni nada.
Entonces, de pronto, oí un crujido sobre mi cabeza. De la parte superior del pórtico, con un golpe mullido, cayó al suelo un fardo, y después un hombre saltó ante mí, barrándome el paso.
—¡Vaya! ¡Qué bien que te he alcanzado! —exclamó en un susurro.
Con el corazón encogido, no daba crédito a lo que veían mis ojos.
—¿Jonás?
—Pensé que estabas muerta. Han muerto tantos —se lamentó.
Me lancé a sus brazos y le oí sollozar en mi hombro. Cuando nos separamos, aún incrédula, lo miré de arriba abajo. Estaba más delgado de lo que recordaba, llevaba una capa raída y su rostro reflejaba la penuria de la escasez.
—La gente ya no aprecia los malabares ni la música, por lo menos aquí —dijo en tono defensivo—. ¿Estás huyendo?
—Vuelvo a Acolman.
—He metido tus ropas en un hatillo. Las necesitaremos.
Martí sentía el cuerpo entumecido por el agotamiento, pero ya no aguantaba más en la cama, y con el amanecer despuntando, se levantó y se dirigió hacia la jofaina. Aunque el barco lo acostumbró a los ronquidos de Galcerán, aquella noche se le habían hecho insoportables. Sin embargo, estaba convencido de que tampoco hubiera dormido más y mejor sin tenerlos que padecer. Había escrito un carta a su padre, tal y como le prometiera en la que le envió desde Barcelona. Después de eso, Ameyali se había apoderado de su noche, pues a sabiendas de que iniciaba el tramo final de una despedida, el deseo de verla le había mantenido despierto, a la espera del amanecer.
Ahora, sin embargo, se sentía estúpido por ello. Se lavó la cara con agua fresca y se humedeció la nuca. Necesitaba sentirse limpio. Luego se quitó la camisola y se puso otra que sacó de su hatillo.
—Buenos días —dijo Galcerán con un bostezo.
«Por fin, silencio», pensó Martí con los dientes apretados. No tenía ganas de charla, pero debían organizarse. Por ello, mientras agarraba un jubón, dijo:
—Los caballos serán caros, pero podemos apañarnos con dos y una carreta.
Galcerán observó al joven, pálido y ojeroso, que ahora se abrochaba una de las prendas más lujosas que tenía.
—Así vestido pareces todo un señor rico. Intentarán sacarte aún más, pensando que tienes dinero.
—Bueno, lo tenemos. Por algo nos entretuvimos en Barcelona.
Martí se sentía malhumorado. «El cansancio», se dijo. El coronel gruñó como toda respuesta. Le pareció buena señal que su primo estuviera irritable, eso era mejor que sucumbir a la pena. Se incorporó de un salto, se puso su jubón y se ajustó la espada al cinto.
—Iré yo, si te fías y me das un saquillo —anunció Galcerán—. Tú despierta a Carmen y come algo con ella.
Al oír aquello, la sensación de enfado de Martí se convirtió en desamparo.
—¿A solas? —preguntó con un hilo de voz. Y buscando algo de aplomo, añadió—: Es mejor que tú también comas con nosotros. Antes de comprar nada buscaremos un guía. Ellos conocen los caminos, y no quiero hacerme con una carreta que luego sea inútil.
Su primo sonrió.
—Bien pensado, mi señor conde.
Y salió con decisión por la puerta. Martí oyó cómo llamaba a la de la habitación de Ameyali, tomó su parlota y lo siguió. Aguardaron en el pasillo, pero no se oía ningún movimiento en el interior, y con un asomo de ansiedad, el médico picó con insistencia. Aguardaron. Nada. Entonces Galcerán abrió la puerta y a Martí se le heló el corazón en el umbral. La habitación estaba revuelta, con las mantas por el suelo, y algunas prendas de ropa esparcidas.
—El arcón está vacío —dijo el coronel mientras tocaba el fondo, como si le costara creerlo—. Es demasiado peso para ella. ¡Se la han llevado!
Martí sintió que sus pies se acercaban hacia el arcón, pero se detuvieron a medio camino.
—No se la han llevado.
—¿Cómo?
Con el rostro contraído, señaló las sábanas sobre la cama.
—«Gracias» —dijo con voz profunda y calma—. Me da las gracias. Se ha ido…
—¿Y cómo lo sabes? Quizás esto lo ha escrito el que se la llevó.
—«… enviado» —musitó Martí acariciando uno de los símbolos, como a punto de llorar—. Estamos aquí por ella, y se larga así… «Gracias».
De pronto, su rostro se desencajó y se abalanzó sobre la cama; la golpeó con pies y puños, con furia descontrolada. Y luego pisoteó la sábana.