XIX

Ostia, año de Nuestro Señor de 1529

Los densos olores del mar me encogieron el estómago y recordé que no había comido nada desde el día anterior. Las nubes adormecían el sol, que aun así pretendía despuntar en el horizonte mientras los primeros pescadores plegaban las velas triangulares de sus barcas y descargaban el fruto de su trabajo nocturno. A pesar del día gris, la capa que me cubría incluso la cabeza me resultaba molesta, pues la humedad vaticinaba ya una jornada calurosa. Pero no me descubrí. No lo haría hasta que regresara Alfons.

Desde un extremo de la dársena, podía verle al otro lado, hablando con un hombre. De vez en cuando señalaba un barco de dos mástiles con una larga hilera de remos a banda y banda. Por fin le dio un saquillo a aquel desconocido y vino hacia mí. Su cojera era más acentuada, pero no me sorprendió, pues no habíamos dormido en toda la noche.

Al salir de la fiesta, cuando llegó el carruaje, me pidió que esperara, y al poco regresó agitando un pergamino. Así de fácil, podía partir aquella misma víspera. Al llegar al convento, la anciana monja me miró y me acarició la mejilla, y entendí por su expresión que sabía de mi disgusto. Quería abrazarla, despedirme, pero temía perderme en mi propio llanto, de pronto presa del recuerdo de la suma sacerdotisa de Xochiquetzal, quien tanto me cuidó a mi llegada a Tenochtitlán. Así que sólo pude decirle:

—Gracias.

Las campanas sonaban mientras entraba en la habitación. Me cambié el vestido por una falda y una blusa, me cubrí con la capa castellana, y tal y como me pidió Alfons, dejé el pergamino en el dormitorio. Salí sin encontrarme a nadie, pues todas las monjas debían estar en la misa de maitines. «Mejor. Por muy amables que fueran, he sido su prisionera», me dije, aunque sin convencimiento.

Me sentía herida, y esta sensación me acompañó a lo largo del río, con Coyolxauhqui alumbrando el camino que me alejaba de Roma. Por primera vez entendí a la diosa luna. Tuviera o no razón, se sintió engañada por un ser querido, su propia madre, y su final sólo podía ser doloroso. A mí me había engañado Martí, al fin y al cabo un desconocido, y me resultaba desgarrador. Desde la dársena, veía la mar calma, encerrada en el puerto, prisionera, y me repetía que en verdad aquel día era feliz, el primero de mi retorno a mi hogar y mi familia. Pero mientras me lo decía, sólo conseguía herirme un poco más: ¿por qué Martí había jugado conmigo?

—Podemos embarcar ya —anunció Alfons—. Iremos primero a Barcelona. De allí partió usted, ¿no es así?

Asentí, mientras notaba que el estómago se me revolvía. ¡El retorno era tan fácil! Si Martí no me había ayudado a volver a mi tierra, era porque no había querido. «¿Por qué no me ha sometido a su voluntad por la fuerza?», pensé. Se había aprovechado de mi vulnerabilidad, había utilizado sin escrúpulos a su padre y me había hecho creer cómplice de mi propio pasado, de mi fe. «¿Me quería vencida, entregada?», me pregunté, de pronto furiosa con él. Me sentía como si Coyolxauhqui se hubiera apoderado de mi espíritu, y sólo quería lanzarme contra el que hasta entonces había creído mi protector y amigo como la diosa luna lo hizo contra su madre.

—¿Antes de partir, podríamos comer algo? —pregunté a Alfons.

Galcerán y Martí amarraron la barca con la que habían descendido por el Tíber y bajaron en la orilla izquierda. No llevaban equipaje, y el coronel se había desprendido de su uniforme antes de partir, pero no de su espada toledana ni de su daga. Había dejado todo arreglado para explicar su ausencia al mando imperial, pues volvería tras ayudar a su primo en la protección de aquella mujer. Sin embargo, ahora dudaba de su decisión de acompañarlo. Desde donde estaban, podían ver una de las dársenas que circundaba el puerto, como un brazo extendido sobre las aguas.

—Ahora ya lo sabes todo —concluyó Martí mientras oteaba el cielo.

A pesar de estar nublado, el apacible mar era perfecto para navegar. Con todo el cuerpo rígido por la tensión, Galcerán lo escrutó en busca de algún rasgo de su abuelo, el viejo conde de Empúries. Lo recordaba mirando así al horizonte, pero aquel joven no tenía nada que ver con Gerard de Prades. «En verdad no me ha mentido», pensó mientras observaba cómo bajaba la cabeza y removía el barro de la orilla con el zapato. Había visto aquella reacción en muchos de sus soldados. Su primo aún tenía algo que decirle, y parecía buscar las palabras. Al fin, el joven alzó de nuevo la cabeza y lo miró.

—Supongo que es hora de despedirnos —dijo.

—¿Seguro que ya me lo has dicho todo?

Martí le dedicó una sonrisa amarga.

—Después de lo que te he confesado sobre los libros prohibidos, ¿qué más crees que podría ocultarte? ¡Me he puesto en tus manos! Lo único que me queda por decirte es gracias por todo.

Galcerán entonces notó que sus hombros se relajaban y le dio una palmada en la espada. Ya no albergaba dudas, lo tenía todo decidido.

—Vamos al puerto. No te voy a dejar solo en esto —dijo, e hizo ademán de tomar el camino embarrado de la rivera. Pero Martí se cuadró en jarras ante él y lo detuvo.

—Voy a embarcarme para Barcelona, tú te quedas.

—No, me voy contigo. A pesar de que me hayas ocultado verdades, eres mi única familia, y en todo caso, al final, es Dios quien nos juzgará.

—Pero ya has hecho suficiente. Acompañarme es exponerte ante la Inquisición, no una prueba de honor. Alfons me estará esperando; sabe que voy a ir a buscar a Carmen.

—Y también supone que lo harás solo. ¡No voy a dejar que te pille la Inquisición!

El joven bajó la cabeza y el coronel le invitó a reemprender el camino dándole una palmada en el hombro mientras exclamaba:

—Además, ¡hace años que no piso Barcelona!

El pan había colmado mi hambre, pero no mi furia, que crecía a media que se acercaba el momento de la partida. El barco al que íbamos a subir, antes anclado a cierta distancia, ahora estaba pegado a la dársena y habían extendido una pasarela de madera por donde algunos hombres subían unas tinajas. Yo seguía a Alfons, que ahora volvía a caminar con brío.

El puerto ya estaba totalmente despierto, y los gritos se mezclaban con los rebuznos de asnos y el chirriar de carretas, entre las que serpenteaban los porteadores en organizado desorden. Suspiré, sin que me angustiaran ya los olores del mar. La furia me pareció reparadora, me daba fuerzas para la acción. Hasta que lo vi. Era tan alto que sobresalía entre la gente, con su parlota negra, su barba pujando por rebrotar y sus ojos verdes clavados en mí, sin furia ni temor. Era como Huitzilopochtli en lo alto del monte Coatepec, a la espera de Coyolxauhqui. Pero yo no acabaría como ella, no le dejaría hacerlo. Agarré a Alfons de la capa y este se detuvo. Sin mediar palabra, le señalé a Martí, inmóvil al lado de un montón de fardos. La faz de mi acompañante se contrajo.

—No me permitirá marchar. No creo que acate las órdenes de Miquel Mai —le musité.

Él sacó un cuchillo de su cinto.

—Pero yo sí.

—¿Qué hace? —pregunté alarmada. Estaba furiosa, pero en ese momento sólo quería marcharme.

—No, mi señora. Las órdenes son que suba al barco —replicó Alfons—. Y si nos sigue, lo apresaré.

Asentí y avanzamos, sin evitar a Martí. Él tampoco se movió, permanecía al lado de los fardos, siguiéndonos con la mirada, hasta que llegamos a su altura. Entonces alargó el brazo con la intención de agarrarme de la capa, pero yo me zafé y Alfons, con el cuchillo en la mano, se puso delante de mí.

—Si la quieres, tendrás que subir al barco.

—Lo haremos, pero sin ti, Alfons —aseveró Martí, seco, duro—. La voy a llevar a su casa.

—¿Ahora? —exclamé furiosa.

—Te está utilizando, Ameyali —repuso él en náhuatl.

Sin apenas darme cuenta de lo que hacía, aparté a Alfons de un empujón y me abalancé sobre Martí, con los puños en alto, como si en ellos estuvieran los cuatrocientos hermanos de la diosa luna dispuestos a luchar. Pero él los agarró antes de que llegara siquiera a rozarle y me lanzó hacia los fardos; no topé con ellos, sino con los brazos de Galcerán. Me sujetó en un fuerte abrazo, mientras me tapaba la boca.

—¡Vaya! —exclamó—. Menos mal que no tenemos que rescatarte en Barcelona.

Pataleé, intenté propinarle codazos, hasta que vi que Alfons se abalanzaba hacia Martí e impactaba con la cabeza contra su estómago, haciéndolo caer de espaldas. Luego, a horcajadas sobre él, alzó el cuchillo, con el rostro desencajado por la furia:

—¡Pagarás por mi cojera! ¡Te mataré aquí mismo, te rajaré como rajaron a la bruja de tu madre!

El conde le propinó un puñetazo en la mandíbula, pero no logró sacárselo de encima. Sentí entonces que Galcerán me soltaba y vi rodar una daga por el suelo, mientras el brazo armado de Alfons caía en picado sobre la cabeza de Martí. Pero este, en un movimiento rápido, se apartó, tomó el cuchillo del suelo y se lo clavó en el costado derecho al servidor de Miquel Mai, que cayó hacia un lado mientras Martí se ponía en pie a toda velocidad.

—Vamos —me dijo tomándome de la mano.

Yo apenas podía pensar y le seguí a rastras. No podía quitarme de la mente la imagen de Alfons enfurecido; aquella reacción no era por mi honor. «¡Pagarás por mi cojera!», había gritado. Era cierto, me había utilizado. Pero eso no eliminaba el hecho de que Martí me hubiera engañado.

Nos precipitamos sobre la pasarela de un barco y me di cuenta de que era el mismo en el que inicialmente debía subir.

—¡Pensaba que ya no vendrían! —exclamó el hombre con el que viera hablando a Alfons al amanecer, y dirigiéndose a la tripulación gritó—: ¡Nos vamos!

Levantaron la pasarela y Martí me arrastró de la mano hacia la parte trasera del barco. Pude ver cómo nos alejábamos de la dársena, despacio, mientras él se apoyaba en la borda, intentando recuperar el resuello tras la pelea.

—¿De verdad vas hacer que me envíen a casa? —le pregunté en náhuatl con voz hueca.

Él asintió y miró hacia atrás, hacia donde yo miraba. Entre los bultos donde dejáramos a Alfons herido se estaba arremolinando la gente.

—Era el secretario de un embajador de su majestad. En el mejor de los casos, estará herido, pero puede estar bien muerto. ¡Menudo lío! ¡Habrá que desaparecer en serio! —exclamó Galcerán, a mi lado, con los brazos cruzados. Y luego, mirando hacia Martí, añadió jocoso—: Y digo yo, señor conde, ¿no sería más caballeroso escoltarla hasta la Nueva España?