Roma, año de Nuestro Señor de 1529
Cantaba desenfadada, saltando descalza por el camino de arena, en un día claro y seco. El bosque detrás, los nopales delante. Inmersa en un juego en el que yo era una de las artistas de la corte de mi padre y deslumbraba al público con mi danza y mi voz. Hasta que me detuve delante de aquel templo que se levantaba entre la maleza. Jamás había llegado a verlo tan cerca, Yaretzi no me dejaba entrar a la ciudad de los dioses, pero aquel día el sol dibujaba con toda claridad los mordiscos del tiempo sobre los escalones de la pirámide. Sin embargo, no se había atrevido a tocar con sus dientes los mascarones de las serpientes emplumadas, que parecían exhibir una sonrisa irónica, vigilantes desde el muro, impactantes a mi mirada infantil. De pronto, empezó a caer una lluvia de pétalos de flores, y viendo en ellos una señal divina, mi canto se elevó mientras me postraba temblorosa a los pies del gran templo construido por los mismos dioses. Hasta que una mano se posó sobre mi hombro, y al alzar la cabeza, vi el fulgor de un manto verde esmeralda que enmarcaba una silueta a contraluz, tocada por un imponente penacho.
—¿Quién eres tú, pequeña? —preguntó el hombre.
Desperté con el eco de su voz aflautada en mi mente, envuelta en aquel tañido de campanas. Me hacía añorar el sonido de caracolas y tambores que anunciaba el paso del tiempo en mi ciudad natal. De un salto, abandoné la cama y me recriminé por haberme dormido mientras alisaba el vestido que me había regalado Martí. El azul de aquella fina tela me trajo a la mente el color del cielo bajo el que saltaba y cantaba momentos antes, liviana e inocente.
Como si fuera una señal divina, aquel sueño se repetía cada vez más. En él revivía mi encuentro con Motecuhzoma a los pies del templo de Quetzalcóatl, en Teotihuacán. Aún veía ante mis ojos la comitiva en la calzada, a la espera del gran tlatoani de Tenochtitlán. Este había avanzado por el camino de pétalos de flores que siempre se abría a su paso, escoltado por guerreros águila que, nerviosos, observaban el entorno mientras el monarca me hablaba. Ahora el recuerdo de aquel momento se repetía y me traía a la mente las palabras del nigromante: «… tu espíritu intentará una huida más, pero si consigues su regreso, podrás encontrarnos allí donde Xochiquetzal te eligió». Fue allí, donde me llevaba mi sueño. Mi espíritu había vuelto a mi cuerpo, estaba sana, y ya era hora de regresar a los pies del templo de Quetzalcóatl. Sin embargo, seguía alojada en la habitación de un convento romano, en una espera resignada a la voluntad de los dioses.
Cuando me estaba recuperando, se apoderó de mí cierta ansiedad por volver, atormentada por no saber de mi hijo, acuciada por el deseo de recomponer mi familia. En cuanto empecé a ganar fuerzas, la ansiedad se fue batiendo en retirada y me di cuenta de que regresaría cuando los dioses lo dispusieran, pues ellos dirigían mi vida. Martí había convertido mi estancia en Roma en un aprendizaje, necesario para regresar tal y como el nigromante me auguró el día del bautizo cristiano de mi hijo. Él me advirtió de que mi espíritu intentaría huir, y al principio pensé que se refería a la enfermedad, pero ahora veía que también se refería a un intento de huir de los antiguos dioses. Martí fue el guía de mis tentaciones y cuestionó mis creencias a través de las huellas de la antigua Roma.
Al fondo del pasillo, la anciana monja aguardaba para acompañarme hasta la salida del convento. Encorvada, con las manos recogidas sobre su pecho, me condujo por el claustro, donde la luna llena iluminaba el jardín florecido, y sentí que al amparo de Coyolxauhqui llegaba a mí Xochiquetzal. Entonces recordé la escultura de Venus Felix en el Belvedere, donde Martí me llevó para que la redescubriera con su brazo roto. «Tú no acabarás igual», le dije a mi diosa mientras avanzaba tras la monja. Y suspiré, a sabiendas de que aquella noche mi protector no me llevaba a pasear por la ciudad.
Mostrándome el templo enterrado de Venus Felix, la fachada de la actual iglesia de San Lorenzo, el Panteón, el Coliseo o las estatuas rescatadas que se exhibían en el Belvedere, Martí quería que entendiera la magnitud de una civilización que existió y desapareció. Durante nuestras charlas, era obvio que intentaba que en ello yo viera un reflejo de lo sucedido en Teotihuacán, para que la entendiera como una ciudad construida por hombres, no por dioses. Consiguió lo contrario, e hizo más fuerte mi fe en aquellos templos. Porque así como los de la antigua Roma estaban derruidos y enterrados bajo los levantados para rendir culto al Dios Todopoderoso, ni Él ni sus frailes franciscanos habían acabado con Teotihuacán. Y ahí estaba la clave, porque morada por los dioses, el abandono convertía la ciudad en su refugio tras verse vencidos. El abandono había manteniendo en pie al Coliseo, pero los templos habían caído porque la gente olvidó a los dioses; sólo el gran Panteón se había salvado, pero sometiéndose al dios único, convertido en iglesia. Así que, en su intento de abrir las puertas a mi alma para una huida, Martí me había ayudado a descifrar qué me aguardaba a mi regreso.
Llegamos a una de las salidas del convento, en un extremo del claustro, y la monja abrió el portón. Él aguardaba vestido con unas calzas granates, a juego con el ceñido jubón que realzaba su elegante figura. Se había afeitado la barba, y su sonrisa parecía más jovial en aquel rostro de líneas parecidas a las de las esculturas que me había mostrado todo aquel tiempo. Se apresuró a quitarse el sombrero de ala ancha para dedicarme una ampulosa reverencia que me hizo sonreír.
—¿Preparada para la fiesta? —me preguntó mientras me ofrecía su brazo. Y sin esperar respuesta, añadió—: Recuerda que vas como invitada, y eso es buena señal. Miquel Mai te ve como a una dama, ahora sólo falta que nos dé una fecha y yo mismo te llevaré a tu casa.
El palacio se elevaba en tres plantas coronadas por una balaustrada de donde asomaban unas esculturas con formas humanas arropadas por túnicas de piedra cuyos brillos recortaba la luna. Las ventanas se repartían por toda la fachada, exhibiendo la redondez de sus arcos como una marca de distinción entre los muros almohadillados de líneas rectas y severas. Por muchos palacios así que hubiera visto en mis paseos con Martí, no lograba acostumbrarme a aquel paisaje urbano, de fachadas agujereadas flanqueando callejuelas estrechas y malolientes. Aun así, aquel día me sentía ilusionada, pues era la primera vez que iba a entrar en uno de aquellos edificios, y no lo haría como una curiosidad a la que observar sin pudor, como me había sucedido en la corte de don Carlos.
A pesar de ello, al entrar al enorme zaguán, las miradas de algunos invitados se clavaron en mí, mientras sus murmullos quedaban envueltos por la música que llegaba desde el patio. Me sentí intimidada, de pronto arrepentida de haber aceptado la proposición de Martí, pues aún vestida como una perfecta mujer del lugar, mi piel oscura y mis rasgos delataban mi origen. Pero él, como si una vez más leyera mis pensamientos, me acarició la mano que se aferraba a su brazo y susurró:
—No te dejes intimidar. Estás preciosa, es normal que te miren.
No pude evitar sentirme halagada y se lo agradecí con una sonrisa. Entonces avanzamos por el zaguán y entramos en el patio. Sin apenas vegetación y con el suelo cubierto por un fino mosaico que reproducía las espigas del trigo, el patio estaba bordeado por un soportal de dos pisos: el de abajo cercado por arcadas, el de arriba dominado por líneas horizontales. En el centro, por encima de los invitados, sobresalía una hermosa fuente circular que se elevaba cual flor gigante, con su tallo de hojas labradas. El agua sobresalía en un chorro por la parte superior y regalaba su particular ritmo a la música del arpa y la flauta. Grupos de hombres y mujeres instalados alrededor charlaban animadamente, y ya no me sentí tan observada. Ellas llevaban vestidos multicolores de amplia falda y ajustado corpiño; entre ellos predominaban los tonos oscuros, excepto en los caballeros uniformados con las galas de los ejércitos, que, tal y como me explicara Martí tiempo atrás, mostraban en sus ropas los colores de sus estandartes. Entre ellos estaba Galcerán, el coronel amigo de mi protector al que había conocido en nuestros paseos, con sus greguescos a rayas sobre calzas rojas y el capotillo amarillo cubriendo su hombro izquierdo.
—¿Por qué no llevas tú el uniforme, Martí? —le pregunté mientras nos acercábamos a Galcerán.
—Soy médico. Estoy en el ejército, pero no combato, no necesito exhibir ningún rango. De hecho… —Se interrumpió sacudiendo la cabeza.
—No te gusta —completé la frase.
Él asintió con una sonrisa, y aunque me pareció dulce y sin rastro de amargura, me resultaba algo triste que un hombre no quisiera lucir méritos militares. Entre mi gente, era algo inconcebible.
—Señorita María del Carmen —me saludó Galcerán con una reverencia.
—Coronel —respondí yo inclinando la cabeza.
A su lado, un hombre cuya edad quedaba marcada en las severas arrugas de su rostro, se acariciaba el bigote mientras me observaba con ojos complacidos. Entonces Martí intervino dirigiéndome una sonrisa cómplice:
—Señorita María del Carmen Ameyali, me complace presentarle a micer Miquel Mai, nuestro anfitrión esta noche y quien me encomendara su protección.
—Me alegro de verla recuperada —comentó el hombre mientras se inclinaba como momentos antes hiciera Galcerán—. Señor conde, veo que ha cumplido usted con su palabra.
—No podía ser de otra forma ante una encomienda del embajador de su cesárea majestad —respondió él.
A pesar de la amabilidad de las palabras, su voz me sonó más seca que firme, más distante que sincera, y sonreía con la mandíbula apretada. Me pareció una actitud extraña en él, siempre tan dulce conmigo, y por primera vez me pregunté cómo era Martí fuera de nuestros paseos.
—Y no sabe cuánto le complace a nuestro rey. De hecho, se me ocurre que a don Carlos le enorgullecería agradecérselo personalmente en Bolonia —añadió micer Mai.
Noté que Martí tragaba saliva y cerraba los puños, mientras Galcerán preguntaba:
—¿Bolonia?
—Hemos conseguido un acuerdo con el Papa, y coronará oficialmente a don Carlos como emperador del Sacro Imperio en Bolonia.
Los hombros de Martí se tensaron mientras me dedicaba una sonrisa tan temblorosa como fugaz. No sabía entonces por qué, pero me pareció vulnerable entre aquellos hombres. Me invadió una sensación de ternura y utilicé la amplia falda de mi vestido para disimular una caricia en uno de sus puños cerrados. Entonces sentí que su mano se desplegaba y, suave, tomaba la mía. Hasta que noté una presencia por detrás de mí y la aparté enseguida.
—¡Ah! Alfons —exclamó micer Mai mirando por encima de mi hombro.
Me volví y me topé con un hombre bien parecido, de piel suave, pómulos altos y una barba cuidadosamente recortada. Llevaba el pelo negro recogido en una cola, y tras alzar la mirada, pues no se le había escapado la caricia furtiva, arqueó las cejas hacia el embajador con una sonrisa. Nuestro anfitrión asintió, y acto seguido dijo:
—Coronel, conde, les presento a Alfons Mascó, un fiel servidor de mi confianza. Estaba explicándoles, Alfons, que don Carlos será coronado en Bolonia. —Luego me miró a mí directamente y añadió—: Y creo que sería del agrado de su majestad que usted pudiera cantar tras la ceremonia, pues sin duda quedó muy impresionado con su voz. Me he permitido asignarle a Alfons a su servicio, además de una dama de compañía que la ayudará en cuanto necesite, si el conde de Empúries no tiene inconveniente, pues desde luego el emperador reitera la encomienda que le hice.
Micer Mai no esperaba mi respuesta, sino la de Martí, del que sólo pude ver el perfil tenso mientras asentía sin mediar palabra. Me parecía que su rostro había palidecido y entendí que aquello era una orden en forma de propuesta, como las invitaciones del tlatoani de Tenochtitlán: no nos podíamos negar, y esto retrasaba mi retorno.
—Será un honor servirla —intervino Alfons con una inclinación de cabeza.
—¿Estará en Bolonia el resto del séquito? —me atreví a preguntar, pensando en Zolin con una vaga sensación de culpa, pues no le había hablado de él a Martí.
—¿No lo sabe? —respondió el hombre del embajador llevándose una mano a la cabeza. Entonces Martí se giró hacia él con un brillo de furia en los ojos que jamás antes le viera, mientras Alfons añadía—: Ya hace tiempo que partieron de Sevilla. Usted es la única que sigue entre nosotros, creo.
Miré a mi protector y vi cómo sus ojos pasaban de la furia a la súplica. Lo sabía, Martí lo sabía y no me lo había dicho. Sentí que algo se me rompía por dentro. «¿Por qué?», me pregunté dolida. La respuesta se me apareció entonces tan obvia que bajé la cabeza de inmediato. Él no era un enviado de Quetzalcóatl, era un hombre. «Ha sido respetuoso porque me cree casta, como Zolin me advirtió, pero aun así se ha encaprichado conmigo. No me dejará marchar», me dije convencida. Quería huir, salir corriendo de aquella fiesta, de aquel lugar. Mi hijo, mi casa…
—Venga conmigo, señorita —dijo entonces Alfons con tono meloso. Se volvió hacia los otros hombres y añadió—: Si me permiten, le presentaré a la joven Isabel, su dama.
—Claro, claro, ve, ve —le dispensó micer Mai.
Alfons me ofreció su brazo y vi de nuevo la furia en el rostro de Martí. Pero ahora la entendía: me consideraba suya. «Sí, se ha encaprichado conmigo. Está celoso», me confirmé mientras tomaba el brazo de aquel hombre, ahora a mi servicio.
—Disculpe, conde, ¿nos conocemos de antes? —preguntó de pronto Alfons mientras se acariciaba la barba—. Su cara me resulta familiar.
—No creo —respondió él con sequedad.
Martí comprendió que ella se había disgustado, se sentía traicionada, lo pudo ver en sus ojos. «Se lo tendría que haber dicho, como me aconsejó Galcerán —se lamentó—. ¡Oh, Dios! No es una niña, es una mujer, y fuerte. Lo habría resistido». La complicidad que habían compartido se estaba yendo del brazo de Alfons, y no podía considerarlo una casualidad. ¿Desde cuándo sabía que estaba allí como conde de Empúries? Recordó las palabras del obispo Miquel antes de salir de Barcelona: «La Inquisición te ha denunciado. Pusieron a un familiar tras de ti, un tal Alfons Mascó».
—Bueno, lo del concilio es parte del tratado. Al fin Clemente VII se ha comprometido a convocar uno. —La voz de Miquel Mai le llegaba como lejana.
—No veo claro que cumpla —comentó Galcerán—, ya se ha comprometido a ello innumerables veces. Pero siempre se escuda en lo mismo: no quiere discutir acerca de la venta de indulgencias ni reformar los excesos de la curia porque sería dar parte de razón a Lutero y a sus seguidores.
—Cierto, como usted ha dicho, un escudo —suspiró el embajador—. Es obvio que el rey de Francia está rodeado de territorios imperiales, y como a Clemente tampoco le gusta el poder de su majestad… En fin, esa alianza está vencida, ahora sólo le queda el concilio como arma.
La conversación llegaba a Martí como un murmullo de fondo, mientras seguía con la mirada a Ameyali, quien, con Alfons al lado, ahora escuchaba a una joven pelirroja de tez pecosa y cabello recogido. Y de pronto comprendió: aquel que siempre se había declarado su enemigo quería utilizarla para atraparlo a él.
—¿Quiere decir que, como los problemas con Lutero se están dando en territorios de don Carlos, Clemente no convoca el concilio para que haya en los reinos del emperador un foco de desestabilización? —se escandalizó Galcerán.
Miquel Mai se encogió de hombros con una sonrisa mientras decía con desenfado:
—¿Usted qué opina, señor conde? ¿La opinión del coronel es muy osada?
—¿Perdón? —respondió Martí.
Micer Mai y Galcerán se dieron cuenta entonces de que el médico había estado observando a la protegida sin prestarles demasiada atención. El coronel frunció el ceño y miró al embajador, esperando su reacción ante tal descortesía. El hombre enarcó las cejas y mostró una expresión preocupada.
—Espero no haberle ofendido, señor conde —señaló con tono serio—. Si no está de acuerdo con las personas que he designado para su encomendada… Mi intención no era insultarle, pero ahora saldrá del convento y su majestad querría que la honra de la doncella estuviera a salvo.
—Y yo le garantizo que así será —señaló Martí con cierta brusquedad—. Tengo medios, y la trataré con todos los honores.
—Lo siento —se disculpó el embajador, aunque con expresión adusta en su rostro—. No pretendía ofenderle.
—No creo que haga falta disculpa ninguna, micer Mai —intervino Galcerán dirigiendo a Martí una mirada de reproche—. Usted sólo hacía su trabajo.
—Y el conde de Empúries también, al fin y al cabo, yo mismo le pedí que velara por el bien de la dama.
—No, no, tiene razón el coronel —dijo Martí en tono conciliador, consciente de pronto de que enfadarse no ayudaría a Ameyali, ni a sí mismo—. No es eso lo que me preocupa. Le prometí que volvería a su casa. Quizá me excedí, pero, imagínela, enferma y sola en una tierra extraña.
—Cierto, pareció afectada cuando supo que el resto de la comitiva de indios había partido —apuntó Miquel Mai, mirando al médico y luego hacia la joven—. No se preocupe, quizás el que se ha excedido soy yo. Lo arreglaré. Procure ser el último invitado en retirarse de palacio, por favor. Y ahora, si me disculpan, pasaremos al salón para la cena.
La noche se había vuelto fría, y la algarabía de la fiesta apenas sí se oía desde donde estábamos. Isabel, la joven que había de convertirse en mi dama de compañía, permanecía resguardada en el zaguán, pero los candeleros emitían un olor que me parecía insufrible, y fui hasta el portón abierto, que daba a la calle. Respiré con la esperanza de que la brisa dispersara mi pesar, pero fue en balde, y me puse a mirar con impaciencia a uno y otro lado, aunque en verdad no supiera por dónde vendría el carruaje que había de devolverme al convento. Aún sentía fuego en mi frente, como si la mirada de Martí siguiera fija sobre mí. Me disculpé de asistir a la cena, evitando sus ojos porque temía tanto una expresión de furia como de súplica, y las temía porque lo que se me había roto por dentro amenazaba con el llanto. Ahora me arrepentía de no haberle mirado. «No puede haberse convertido en un desconocido. Sus enseñanzas han sido reales», me repetía. Pero ello no detenía el torrente de dolorosa nostalgia que sentía y que se desbordaba, como si la seguridad que me diera Martí antes hubiera ejercido de dique y ahora, resquebrajada, dejara mi alma expuesta a la erosión de la corriente.
—Ya está. Enseguida llegará el carruaje —me interrumpió la voz profunda de Alfons.
Me volví hacia el zaguán. Isabel permanecía apoyada en la pared, con expresión aburrida, pero se irguió en cuanto el hombre pasó por delante de ella. Él no la miró, sino que vino hacia mí. Arrastraba su pierna derecha, pero su cuerpo mantenía un firme equilibrio.
—Siento haber sido inoportuno antes —añadió en cuanto alcanzó el portón.
—No sé a qué se refiere —respondí con una voz que me sonó tenue.
Él puso las manos a su espalda y, mirando hacia la calle, se mordió el labio inferior, cuyo color carmesí destacaba sobre la espesa barba negra.
—Me temo que yo he provocado su dolor de cabeza. Hernán Cortés sigue con su majestad, parece que lo va a nombrar marqués, pero su séquito… En fin, pensé que su protector, el conde de Empúries, ya le habría hablado de ello —comentó con un suspiro. Y volviéndose hacia mí, añadió—: Ruego acepte mis disculpas por…
—No, no. —Volví la mirada a la calle—. No es culpa suya.
—Imagino que anhelaba el regreso. Yo no estoy tan lejos de mi casa, pero aun así echo de menos a mi familia.
Al oír sus palabras, tuve que hacer un esfuerzo para contener el llanto. No era tan difícil comprenderme, incluso un extraño se apiadaba de mí. «¿Por qué Martí no ha visto cuán importante era poder regresar con los míos?», me preguntaba mientras el recuerdo de los sollozos de mi hijo parecía golpear mi corazón.
—¡Oh, lo siento, mi señora! No se me da muy bien consolar a nadie. Ya ve, soy muy torpe —dijo Alfons alargándome un pañuelo.
Entonces, avergonzada, me di cuenta de que las lágrimas surcaban mis mejillas y se lo agradecí.
—Yo estoy para servirla a usted —continuó él—. Y mi señor es Miquel Mai. El conde, disculpe mi atrevimiento, es sólo un médico. Pero micer Mai es el embajador de su cesárea majestad. Si usted me lo manda, yo hablo con él y le expreso… En fin, es obvio que ir a Bolonia pospone el regreso a su hogar, y micer Mai es hombre piadoso. Si queda alguien entre los naturales de su tierra, bien podría aún darle usted alcance en Sevilla. Han estado allí alojados durante meses.
«¡Zolin!», pensé. Seguro que él me había aguardado.
—¿Y cuándo cree que podría partir? —pregunté.
Alfons me dedicó una mirada compasiva y respondió:
—Si usted lo desea, lo puedo averiguar ahora mismo.
—Has tenido un comportamiento muy extraño esta noche, Martí, por decirlo suavemente.
Las teas apenas iluminaban la calle, y la humedad parecía rezumar entre las piedras de los oscuros palacios ante los que pasaban. Galcerán caminaba clavando los zapatos sobre los adoquines, como si en sus pasos se concentrara la rabia que reprimía en su voz, pero su primo no estaba de humor para lecciones, por lo que contestó hosco:
—No iba uniformado, nadie te echará la culpa, mi coronel.
—¡Basta ya! ¡Por Dios, que se trata de un embajador imperial! Podrías haber conseguido esos papeles sin presionarle como hiciste durante la cena.
—No quiero hablar de ello —replicó, y aceleró el paso.
—Ya te he liberado —gritó Galcerán por detrás de él, creyéndolo aún enfadado—. Cuando te ofreciste para proteger a esa joven como conde de Empúries, anulé tu contrato como oficial médico.
Martí se detuvo bajo una tea y suspiró, pero no le dio la cara.
—Gracias, pero no te doy la espalda porque me retengas o no en el ejército. Es que…, ya has visto cómo me he comportado ante el embajador, no soy digno de tu amistad.
El coronel se acercó a Martí, que de nuevo caminaba a grandes zancadas, pero ahora con los hombros hundidos.
—Pues seré tu primo. ¿Vas al convento?
Martí sonrió fugaz mientras sacudía suavemente la cabeza, y luego la amargura afloró en su cara.
—Ame… Carmen se ha ido sin despedirse. Necesito hablar con ella.
—Yo no sé mucho de mujeres, pero una mentira es una mentira.
—No he mentido. Le dije que haría que volviera a su casa, y es lo que haré. Aquí tengo los papeles, ¿no? —exclamó agitando el pergamino que llevaba en la mano.
—¡Eh! Calma. Tienes razón, has sido muy insistente y micer Mai muy comprensivo.
—Ahora sólo es cuestión de hablar con ella y aclarar las cosas.
—Dile la verdad, pues —sugirió.
—¿Y no es lo que he hecho? Con nadie he sido más sincero que con esa mujer.
—Entonces me temo que debes ser sincero contigo mismo —señaló el coronel mientras le ponía una mano sobre el hombro.
El joven conde ladeó la cabeza y recorrió el curtido rostro de Galcerán, quien no quitó la mano de su hombro.
—¿A qué te refieres? —le preguntó, irritado sin saber la razón.
—Tu comportamiento de esta noche…
—Otra vez —interrumpió Martí.
—Parecías celoso de ese sirviente que le asignó Mai.
—¿De Alfons? No seas absurdo.
A Galcerán le pareció que los pasos del conde de Empúries resonaban sobre los adoquines como si quisiera huir de la conversación. Doblaron la esquina y la fachada del convento apareció entre las sombras de dos teas que flanqueaban el portón.
—Pues si no eran celos, explícamelo. ¿Acaso conoces a ese tal Alfons Mascó?
Martí se detuvo delante de la entrada del convento y se volvió hacia el coronel mientras golpeaba con fuerza la puerta. En su mente se agolpaba la duda, pues intuía que podía confiar en él, pero si le contaba lo sucedido en Barcelona y no lo detenía, ¿no lo haría cómplice de su propio delito?
De pronto, una mirilla se abrió y pudo ver el rostro alarmado de la anciana monja que, al reconocerle, se tranquilizó.
—Disculpe las horas —dijo.
—María del Carmen está dormida.
—Es importante, madre, de lo contrario no osaría molestarlas en plena noche.
La monja asintió y pidió a alguien que se resguardaba tras la puerta que la fuera a buscar. Entonces, tras rogarle que esperara, cerró la mirilla.
—¡Vamos, primo! Pregúntate por qué estamos aquí a estas horas de la noche. ¿Por qué no esperas a mañana? —le sopló Galcerán sobre la nuca.
A Martí le pareció que su tono era burlón, y se volvió, primero desconcertado y luego irritado al comprobar en su sonrisa que se tomaba aquello a broma.
—Si te hubieran arrancado de tu hogar, y estando a un océano de distancia de él pudieras volver, querrías saberlo de inmediato, ¿no?
—Está dormida. Podrías venir a la hora tercia, como siempre.
Martí sentía que la cara le ardía de rabia mientras desde el interior del convento llegaba el eco de una carrera. ¿Qué quería Galcerán? ¿Sinceridad?
—No soporto que esté enfadada conmigo, ¿contento? —estalló de pronto.
Entonces la puerta se abrió y la monja, menuda y alterada, agitó los brazos con un pergamino en las manos mientras decía:
—¡No está, no está! Han dejado esto para usted. —El joven tomó el pergamino y la monja se persignó—. ¡No está! ¡Ha huido!
Martí leyó con avidez mientras su rostro se tornaba helado y lívido.
—Se la ha llevado, Galcerán, por mi culpa.