Roma, año de Nuestro Señor de 1529
Era una habitación pequeña como las celdas de los conventos donde me alojaron en Castilla. El polvo flotaba en los rayos de luz que entraban por la ventana y llenaban de claroscuros las paredes grises. En una esquina, al lado de una silla de madera, la jofaina aguardaba. Pero aún no debía levantarme sola, y permanecí en la cama caliente, con el brasero a los pies, tal y como el médico había indicado.
La puerta se abrió con suavidad y entró la monja. Era una anciana de tez tan blanca como su cabello. Sólo sus altos pómulos desprendían brillos rosados y parecían retar con su tersura a las arrugas que se arremolinaban alrededor de sus pequeños ojos grises. Caminaba arrastrando los pies, ligeramente encorvada, y llevaba un cuenco humeante sobre el que concentraba toda su atención. Me incorporé en la cama y ella lo depositó en mis manos mientras hacía un gesto para que bebiera.
Di un sorbo y el intenso sabor del caldo me reanimó. Hasta hacía poco la falta de apetito había ido acompañada de vómitos, y aunque había recuperado las ganas de comer, aún temía que mi cuerpo rechazara el alimento. En cambio, una acogedora sensación me recorrió a medida que sentía llegar aquella sopa a mi estómago. Sonreí a la monja y, con un gesto, la invité a que se sentara en la cama. Apenas podíamos hablar, pero en su mirada había más dulzura que compasión, y me había cuidado con ternura durante aquel tiempo.
Meses atrás, el golpe en la cabeza me había dejado inconsciente y luego la alta fiebre me sumió en un sombrío mundo de pesadilla. En ella, revivía la traición de Ignacio; me abandonaba él y me abandonaba mi mundo, como cuando Tenochtitlán fue derruida. También aparecía la diosa luna, pero su final era diferente. Según nuestras creencias, cuando Coyolxauhqui supo que su madre, la diosa tierra Coatlicue, había quedado embarazada por una bola de plumas que había entrado a través de su seno, la consideró deshonrada. Por ello Coyolxauhqui convenció a sus cuatrocientos hermanos para que la acompañaran al monte Coatepec a matarla. Entonces Coatlicue dio a luz a Huitzilopochtli, ya armado como guerrero. Este venció a sus hermanos, despedazó a Coyolxauhqui y la tiró cerro abajo, a la vez que lanzaba su cabeza al cielo para convertirla en la luna. Entre mis sueños se colaba la faz de la monja, y su blancura se convertía en el rostro de Coyolxauhqui, que despedazada bajo el cerro de Coatepec, me llamaba a morir con ella. Pero cuando me sentía tentada de seguirla, aparecía el rostro barbado de Quetzalcóatl y me sujetaba en lo alto del cerro. «No es este tu destino», me susurraba. Así sobreviví al sarampión.
Pero a los quince días de caer enferma, cuando los sarpullidos ya se secaban para sanar mi piel, la fiebre volvió como si la muerte no se resignara a perder una presa. Tosía mucho, y a veces me quedaba sin respiración. Me dolía siempre el pecho, era incapaz de comer nada y la debilidad era tal que doblar las rodillas me hacía agonizar. Entonces Quetzalcóatl, dios de la vegetación, guió el camino de los amargos brebajes que me daban. Entre sueños veía a Yaretzi ante el altar de aquella cueva escondida cerca de Teotihuacán, con su molcajete y su tejolote, preparándolo todo para mi retorno, y oía a mi pequeño llamándome jubiloso desde la entrada a la cueva. Y por él luché, soporté el dolor, su voz me aferró a la vida tal como había hecho Quetzalcóatl durante el sarampión.
Ya fuera de peligro, me trasladaron a aquel convento y ahora, bebiendo el caldo, pensé de nuevo en Ignacio. Sabía que se había marchado, y tras su traición, estaba convencida de que se fue con la esperanza de que muriera. Pero ¿por qué traicionarme cuando era mi protector? Me daba igual, no sentía ni resentimiento ni rabia. No podía pensar en ello, pues todas mis fuerzas eran para Huemac. Comer me reconfortaba, porque cada sorbo acortaba la distancia que me separaba de él. Estaba segura de que Zolin no me daría por muerta, sino que me aguardaría para regresar juntos con nuestro hijo.
Tendía el cuenco vacío a la religiosa, cuando dos golpes sonaron en la puerta. Ella lo recibió con una sonrisa y se levantó de la cama para ir a sentarse en una esquina. Ambas sabíamos quién llamaba. El doctor Martí entró con el pelo revuelto y la parlota en la mano. De su jubón pendía una capa verde, tan oscura como las de los sacerdotes de mi tierra. Se desprendió de ella, levantando un aire helado, y la dejó a los pies de la cama. Luego se frotó las manos para calentárselas y me preguntó en náhuatl:
—¿Estaba buena la comida?
Asentí con emoción al oír sus palabras, al verle y sentirme tan protegida. Él era el artífice de mi sanación y mi esperanza de regresar a casa. Se acercó a mí y me puso una mano en la frente. Entonces miró a la monja y me sonrió mientras decía:
—Nada de fiebre.
La religiosa solía estar presente cuando Martí me visitaba, pero a menudo se dormía y entonces él, aunque le costara expresarse, sólo me hablaba en náhuatl. Pero poseía un don, pues aprendía rápido, mucho más de lo que yo aprendí mi parco castellano.
—¿Te duele el pecho? —me preguntó.
—No. Me siento más fuerte. Podría levantarme, salir de la habitación…
—No quiero que te precipites, Ameyali. —Sólo empleaba mi nombre náhuatl, y ello me reconfortaba tanto como me hacía confiar en él—. Has estado muy grave.
La monja empezaba a cabecear, y dirigí a Martí una sonrisa de complicidad. Siempre que charlábamos a solas procuraba animarme, parecía adivinar cuándo la melancolía se cruzaba por mi corazón, e intentaba que reencontrara cualquier atisbo de alegría. Y creo que por ello no le mencioné a Huemac. Hablábamos sobre mi tierra y mi vida en Tenochtitlán, cuando era sacerdotisa, y las experiencias de su padre se convertían en un puente para que él contara cosas de su vida antes de Roma.
La monja al fin dejó caer la cabeza y emitió un ronquido. Martí entonces se sentó en la cama, y como tantas otras veces, me tomó una mano.
—Hemos de tener cuidado con el frío del invierno —dijo bajando la mirada—. Pero si sigues así, podríamos aprovechar un día soleado para salir al jardín, ¿eh? —concluyó levantando los ojos.
—Gracias —le respondí acariciando la mano que estrechaba la mía.
Él la apartó, ruborizado, y replicó:
—Mi misión es cuidarte. Mi misión y mi privilegio…
Lo miré en silencio. ¿Cómo contarle que mi agradecimiento iba más allá? Que era por la paz que me regalaba; una paz que me hacía ver como posible mi mayor deseo: regresar. Yo sabía quién era aquel hombre, él mismo me lo había contado en cuanto la fiebre desapareció, pero si la faz de la monja se había convertido en la Coyolxauhqui de mis delirios, Martí era el Quetzalcóatl de mis sueños. En sus ojos encontraba el color verde de las orillas del lago de Tenochtitlán, y cada vez que estaba cerca de mí revivía la impresión que me produjo ver a su padre, al que creí, creímos, enviado del dios.
—¿Qué piensas?
—Que mis dioses están conmigo.
Martí me sonrió.
—¡Con lo que me ha costado que te recuperes! No vayas diciendo eso por ahí. Por menos, te queman.
No era la habitación más grande en la que se había alojado, pero sí le pareció la más bella por el sencillo lujo que la decoraba. Una enorme alfombra cubría casi todo el suelo. Bordeada de una cenefa con motivos vegetales, exhibía en el centro la figura de aquel magnífico animal, una especie de jaguar con melena al que llamaban león. La chimenea se elevaba coronada por un escudo esculpido en cuatro porciones asimétricas: dos representaban sendos castillos, en diagonal, y las otras, dos leones, que se alzaban sobre las patas traseras. Le habían explicado que aquel escudo representaba a Toledo, la ciudad en la que se hallaban, pero Santiago Zolin ya no era capaz de guardar todo aquello en su mente con la intensidad con la que atesoró cada una de sus vivencias en aquellas tierras. Vestido con unos calzones escarlata y la camisola medio desabrochada, incapaz de moverse, sentía que su propio rostro se convertía en piedra, como la de las paredes del lugar.
No podía creerlo, no era capaz de concebirlo. El dolor contraía su cuerpo mientras los recuerdos de su infancia parecían amordazar sus lágrimas y poblar su mente amortiguando el vacío de su corazón. No estaba, era así, ya no estaba. Y a pesar de ello, en su cabeza se sucedían las imágenes de los cultivos de milpa y las correrías por el bosque, entre los serpenteantes arroyos, cuando Ameyali se escapaba de las faldas de su madre para trepar por los árboles y luego caer sobre él como un jaguar juguetón. Entonces su hermano Cipactli reía porque una niña lo había derribado, y se la quitaba de encima mientras la reprendía: «Esto no es propio de una princesa».
Tragó saliva en un intento de aceptar aquella noticia, y como si necesitara confirmación, se volvió hacia la puerta por la que había salido Ignacio. Permanecía cerrada y oscura. Vencido, Zolin se sentó en la enorme cama de su habitación. Su vasallo le había traído la noticia, y a pesar de sus facciones inescrutables, se había retirado del dormitorio compungido. Se sentía sin fuerzas y se tumbó boca abajo. Deseaba reaccionar, ya fuera con un alarido, con llanto o con un estallido de ira o pena. Pero no había nada más que la intuición de una ausencia que, en aquella corte de aquel país extranjero, no podía siquiera extrañar. «En casa, en el palacio de Acolman, ahí sí que me pesará su pérdida», se dijo.
Acarició la superficie lisa del arcón donde llevaba los trajes. Su majestad, el emperador don Carlos V, había mandado que le confeccionaran una lujosa casaca de terciopelo azul y otra de damasco amarillo. También tenía una capa escarlata tan suave al tacto como la piel de una mujer, pero ya no podría enseñarle ninguna de aquellas prendas a Juan, ni podría decirle que su hermano, Santiago Zolin, había recibido los mismos atuendos y regalos que el mismísimo hijo de Motecuhzoma y los otros cinco dignatarios. Le hubiera enorgullecido tanto saber que lo trataban como a un príncipe, con sirvientes y lujos, y hasta una partida del dinero extranjero para comprar imágenes de vírgenes y cristos para llevar de regalo… «Pero no podrá ser, está muerto», se repetía para convencerse, para sentir alguna reacción más allá de aquella dolorosa incredulidad.
Cortés había recibido una carta en la que le informaban de la noticia. Pero sólo le preocupaba Acolman, al parecer ahora administrada por Pedro Solís. Por ello, ni se había molestado en decírselo en persona, sino que había mandado a Ignacio. Lo prefería. Él se lo había dicho como a Juan le hubiera gustado, directo y con pocas palabras: «Se partió el cuello al caer de un caballo». Luego le entregó la copia en náhuatl de la carta. Zolin se mordió el labio superior mientras, con un dedo, repasaba el borde del arcón. «Debería de odiar a esos animales», se dijo. Pero no podía hacerlo. Él mismo había aprendido a montar durante su estancia en Castilla, y gracias a ellos se sintió más cerca de su hermano. Había comprendido por qué le fascinaba cabalgar, incluso anhelaba volver a Acolman para criar con él aquellos animales. «Por lo menos, murió feliz —se dijo—. Si uno no puede tener la muerte del guerrero, lo más cerca es morir como un vencedor y, en nuestra tierra, sólo los vencedores montan a caballo».
De pronto Zolin frunció el ceño, asaltado por un pensamiento: si Acolman ahora era administrado por Solís, ¿en qué posición quedaba su hijo Hipólito? ¿Estaría en el palacio, dónde lo dejó en brazos de Yaretzi? Se incorporó, impulsado por unos latidos acelerados que le golpeaban en el pecho. Había perdido a su hermano mayor, no sabía si perdería a su esposa, debía asegurar la vida de su hijo. Pensó en Ameyali postrada en un camastro, y la imaginó luchando, porque así era ella, aferrándose al recuerdo de su pequeño, a su regreso a Acolman. Hasta aquel momento, jamás dudó que volverían juntos.
Cuando Ignacio le comunicó que se vio obligado a dejarla en Roma, sumida en la fiebre, Santiago Zolin la reclamó. La reclamó como su sierva a Cortés, al mismo emperador, y este le aseguró que estaba bien atendida y que, aunque su vida quedaba en manos del Señor, podía aguardar en la corte, a pesar de que los demás partieran hacia Sevilla. Pero de pronto Zolin sentía que no podía esperarla, sino que debía partir, como los demás, en el primer barco. Resuelto, se puso en pie y abrió el arcón para ponerse la casaca de terciopelo azul. Volvería, pero antes reclamaría su puesto en Acolman; era Santiago Zolin y no dejaría que el legado de su hermano desapareciera en su ausencia, porque era el que debía dejar a su hijo. «Ella no me perdonaría si le pasara algo», se dijo.
A pesar de que el sol caía poderoso sobre el claustro, yo iba abrigada con una capa de lana, gruesa y larga. En las esquinas de la parte ajardinada, grandes árboles de hojas de aguja me recordaron a los ahuehuetes. Pero no olían igual, y de entre los arbustos leñosos y las plantas verdes a ras de suelo no llegaba hasta el soportal ninguna fragancia que venciera a la cera derretida, procedente de la capilla. Con la monja como muda escolta, caminaba temblorosa bajo el pórtico, y aunque me apoyaba en el brazo de Martí, cada pocos pasos me veía obligada a detenerme. Entonces me sentaba bajo uno de los arcos, siempre con la mirada perdida entre las plantas adormecidas por el invierno. Caminar delataba mi debilidad y, de pronto, toda esperanza de regresar a mi casa era prisa que pesaba sobre mis pies, consciente de que llevaba casi un año fuera. No sabía nada de Zolin ni de mi hijo, y la nostalgia iba penetrando en mí a medida que las fuerzas volvían a mi cuerpo. Sabía que él no me reclamaría como esposa. Sus palabras acudían a mi mente y me producían una silenciosa melancolía: «Es mejor que sigan creyendo que eres virgen, créeme».
El agua esparcía un canto monótono, casi adormecido, y pequeños pajarillos grisáceos y pardos se posaban en un montículo de piedra blanquecina que había en el centro del claustro.
—¿Podemos entrar en el jardín? —pregunté.
Martí vaciló un momento, pero enseguida le dirigió a la monja unas palabras, que ella respondió con una sonrisa y un gesto de asentimiento. «¿Cómo puede haberme recordado a Coyolxauhqui? ¡Ni entre delirios!», pensé mientras observaba el dulce rostro de la anciana. La luna siempre me había parecido una deidad furibunda y vengativa. Entonces Martí me ofreció su brazo y con esfuerzo me puse en pie mientras la monja se sentaba en el lugar que yo había ocupado.
—Ella se quedará aquí —me dijo al entrar a la parte ajardinada del claustro. Tomamos un sendero adoquinado que se dirigía hacia el centro, y con una radiante sonrisa, continuó—: Por lo que me contó mi padre de los jardines de Tenochtitlán, este debe parecerte insignificante.
—Después de tanto tiempo encerrada, me parece el jardín más maravilloso. Gracias por traerme, Martí.
—Debes caminar para que tus piernas se fortalezcan.
—Se hace difícil…
—Es el primer día, Ameyali. Mañana las notarás más fuertes, confía en ti misma.
Sonreí, porque justo en ese instante sentí que me flaqueaban las piernas y que debía detenerme. Pero sus palabras me impulsaron unos pasos más y llegamos hasta el centro del jardín, donde nos sentamos en un banco delante de la fuente. Él la miraba, con sus ojos verdes llenos de recuerdos que yo intentaba dilucidar. Pensaba que las alusiones que hacía a mi cultura, aprendida a través de su padre, e incluso sus palabras de ánimo, eran una especie de escudo al que se aferraba para proteger su alma, como si quisiera parecer inescrutable, como un perfecto caballero mexica. Y aquellos silencios anegados de melancolía se dibujaban en mi mente como unas grietas en aquel muro que él había levantado.
—¿En qué piensas? —le pregunté de pronto.
Martí sonrió y se encogió de hombros, como avergonzado.
—Divagaba sobre qué hubiera pasado si no hubierais creído que los castellanos eran dioses. Todo habría sido diferente, probablemente yo no hubiera conocido a mi padre y… —Se interrumpió con un suspiro, y con sus ojos parecía buscar las palabras en el aire mientras añadía—: No sé, cuando cantaste ante el Papa… Tienes una voz tan increíble que sólo puede ser un don divino. Pero de ahí a considerarte una diosa o una santa… No te ofendas, pero me cuesta imaginar cómo pudisteis confundir a aquellos hombres con seres divinos.
Muchos de los nuestros no lo hicieron, e incluso vislumbraron la tragedia que se avecinaba de la mano de los castellanos. Pero no sucedió así entre los que creíamos fielmente en nuestros dioses, por lo que con una amarga sonrisa intenté explicárselo:
—Mira, la primera vez que vi a tu padre… Jamás antes había visto a un hombre rubio, con el pelo rizado; ni lo había imaginado. ¡Ni siquiera sabía que existían tierras más allá del mar! Su barba y su cara pálida sólo aparecían en algunas representaciones de Quetzalcóatl. No creí que tu padre fuera un dios porque mi suma sacerdotisa decía que no coincidía con las fechas de nuestras profecías. Pero ¿cómo no tomarlo como un enviado, cuando esas fechas justamente estaban tan cercanas? En aquel momento, yo era una niña y las creencias de mi mundo eran tan incuestionables entonces como lo es ahora para vosotros vuestro dios único. De hecho, la aparición de aquellos hombres parecía una prueba.
—¿Sigues creyendo en tus dioses a pesar de todo? Entiendo que como sacerdotisa…
—Martí —le interrumpí, y suspiré de pronto presa del recuerdo de Zolin, cuando en el bautizo puso la cruz sobre el pecho de Huemac—, ¿crees que es absurdo conservar la fe en nuestros dioses cuando han sido vencidos?
Él se llevó la mano al mentón y se acarició la barba rala.
—No parece lógico. No entiendo las guerras entre dioses, ni tampoco entre hombres cuando, bajo el mismo credo, pelean sobre cómo interpretar las palabras de Dios. No sé hasta qué punto la fe tiene que ver con la razón, creo que lo importante es lo que siente el alma.
—Tú me haces sentir que mis dioses están vivos, y que seguro que aguardan en Teotihuacán, una ciudad que construyeron ellos mismos y que permanece, a pesar de todo.
Él se apartó un poco de mí y fui consciente de que mi hombro había estado pegado a su brazo. Me miró ruborizado, y en sus profundos ojos vi reflejada no la esperanza de mi retorno, sino mi fe. Entendí que era eso lo que me hacía sentir segura con él, protegida y esperanzada.
—Tú debes de ser un enviado de Quetzalcóatl, así lo siente mi alma, Martí, así lo siente.
—Pero eso es absurdo —musitó él.
Tomé su mano entre las mías.
—Tú has dicho que la fe depende más del alma que de la razón. Y yo he sido sacerdotisa, no puedo creer en las casualidades, los dioses lo rigen todo, y veo en ti una señal de nuestras divinidades. ¿Por qué, si no, de entre todos los hombres de estas tierras, tú, el hijo del que creímos enviado de Quetzalcóatl, eres mi protector?
—Porque… Porque todo lo que no entendemos lo explicamos con un dios u otro. Y lo que entendemos, también se lo agradecemos a un poder divino —murmuró Martí con un destello de pesar en sus ojos.
Según lo que él decía, daba igual la religión que uno profesara, y me sentí tentada de creerle, pero parecía turbado por sus propias palabras, y entendía que aquello podía ser un razonamiento lógico, pero no lo que nos dictaban los sentimientos por los que se guiaba la fe. «Quizá tu espíritu intentará una huida más», alguien me dijo aquellas palabras, ahora recuerdo lejano al que daba la razón. Excepto durante el tiempo en que busqué por Teotihuacán, mi alma solía estar siempre atormentada y dolida. Por ello, sentada junto a Martí, pensé en cuánto facilitaría mi vida seguir a ese dios único, al que quizás así creería de veras todopoderoso, porque daba igual al dios que se adorara.
Entonces, al otro lado de la fuente, bajo una arcada apareció el rostro pálido de la monja, enmarcado en la blancura de su pelo y su hábito. «Coyolxauhqui te guiará». Y el recuerdo de quien formuló aquellas palabras se dibujó en mi mente con claridad: arrugado, sin cejas, pelo gris en una maraña. El nigromante pronosticó: «Lucharás contra la enfermedad, quizá tu espíritu intentará una huida más». ¡Me advirtió contra el sarampión! Pero ¿a qué se había referido con que mi espíritu trataría de huir una vez más, al peligro de muerte o a la tentación de creer a Martí?
—Me temo que no te he convencido para nada —comentó él, interrumpiendo mis pensamientos.
Al calor de su mirada, noté que se me había acelerado el corazón al rememorar aquel augurio, justo allí, en aquel momento.
—Convénceme, Martí, inténtalo. Creo que lo necesito.
Debía averiguar qué significaba la huida de mi espíritu, de mi alma, de la que me había alertado el nigromante. «Si consigues su regreso, podrás encontrarnos allí donde Xochiquetzal te eligió. Coyolxauhqui te guiará».
Martí vertió el agua de la jofaina y se lavó la cara, mientras imaginaba el recorrido que harían entre las ruinas de la antigua Roma. Se secó el rostro y observó la barba. Necesitaba un repaso, pues no le gustaba que le creciera hasta parecer un ermitaño, «como Guifré», pensó. Su padre decía que a Izel le gustaba su barba, pero él sentía que a Ameyali le imponía.
Mientras sonaban las campanas de la hora tercia, se apresuró a ponerse el jubón, pues llegaba tarde. Salió de su dormitorio a trompicones, y a los pocos pasos cayó en la cuenta de que se había dejado la capa, pero no volvió a buscarla. Había pasado tiempo desde que tuvieron aquella conversación en el claustro, cuando ella se había mostrado convencida de que él era una especie de enviado divino. Desde entonces, casi cada día paseaban juntos, a la hora tercia. Martí no intentaba convencer a Ameyali de nada, sino que buscaba siempre elementos para que ella recondujera su fe a la vez que él afirmaba la suya, consciente de lo subversiva que resultaba la idea de que no importaba a qué dios adorara. Y no lo hacía porque se creyera o la creyera condenada al infierno, sino porque sus creencias la ponían en peligro, no ante el Dios misericordioso, sino ante los hombres. Sin embargo, por más que él lo intentara, todo parecía llevarla a fortalecer sus convicciones.
Aquel día esperaba dar el primer paso para romper con aquello. Con tal convencimiento, puso un pie en la calle y sonrió al sentir el sol en su rostro. La idea se la había dado Teotihuacán, esa ciudad que ella decía construida por dioses. No los discutiría, pero sí que le abriría la mente a otras explicaciones. «He sido sacerdotisa, no puedo creer en las casualidades, los dioses lo rigen todo», le dijo en el claustro. Pero en sus conversaciones Martí había descubierto a una mujer de mente tan abierta a la razón como aferrada a su fe. Y por ello le producía curiosidad averiguar cómo explicaría lo que él le iba a mostrar.
Al llegar al convento, ella aguardaba en la puerta. La acompañaba una joven monja de cara alargada y mirada tímida. Él la saludó y luego se volvió hacia Ameyali, quien con una sonrisa le hizo ser consciente de que le sudaban las manos. El médico entonces sacudió la cabeza, y sin mirar a su protegida a la cara, empezaron a caminar. Ella ya no necesitaba apoyarse en su brazo, pero aun así lo tomó y él no se apartó.
—¿Adónde vamos? —preguntó animada.
Martí miró hacia atrás. La monja les seguía a cierta distancia, y le respondió en náhuatl:
—Me dijiste que esa ciudad sagrada, Teotihuacán, fue construida por los dioses. ¿Y si te demostrara que la construyeron otras personas que existieron antes que tu propio pueblo?
—Es enorme, sus templos son increíbles. Ninguna persona la abandonaría.
—En esta ciudad, Ameyali, que como sabes es también sagrada, hay edificios así, enormes, que construyó un pueblo antiguo. Te voy a llevar al Coliseo. Está ahí, en pie, aún recuerda cuán magnífico era, pero nadie dice que lo construyera ningún dios, porque sabemos que no fue así. Lo construyó la misma gente que levantó un templo al que también te llevaré, derruido…
—¿Hay aquí templos que no sean iglesias?
—Y estatuas de los dioses de ese templo. Yo te voy a llevar a uno de Venus, una diosa que me recuerda mucho a tu Xochiquetzal.
—¿Acaso perdió?
—Sí, la fe de la gente.
Ameyali suspiró y continuó caminando en silencio.
—Tú me pediste que intentara convencerte —dijo Martí, temeroso de haberla disgustado.
Ella chasqueó los labios antes de hablar:
—Estaba pensando que esa Venus tuvo mejor suerte que mi Xochiquetzal, porque los franciscanos destruyeron nuestras imágenes. No entiendo cómo hay estatuas de esa diosa de la que me hablas.
—Perduraron enterradas, ya te lo comenté. Y ahora, qué se yo, supongo que Dios nos ha enseñado a apreciar su belleza. Por eso las desentierran, aunque a veces salen a trozos y hay que reconstruirlas.
—Coyolxauhqui… —musitó ella, con una mirada de picardía.
Martí rió al pensar en el mito de la diosa luna. Su ciclo en el cielo se debía a que el astro se mostraba desmembrado, como acabó el cuerpo de la diosa. Sin embargo, una vez al mes, se la podía ver completa.
—¡Ameyali, que difícil me lo pones!
Una pintura con un paisaje de Roma reposaba apoyada en la pared a la espera de que Miquel Mai la aprobara para pagar el resto de lo acordado al taller. Enfrente, acodado sobre la mesa, Alfons la ignoraba, procurando concentrarse en la carta que tenía ante sí.
Y estando conforme con el precio de la fuente que le encargué para mi palacio de Úbeda, le ruego encarecidamente que la envíe al puerto de Alicante una vez que esté acabada. Me haré cargo de las costas del transporte, bajo el buen entender de que me las haga saber en su siguiente misiva…
La parte más importante de las tareas de Alfons Mascó como secretario personal de Miquel Mai tenía que ver con la pasión de este por el arte. Él escogía talleres y obras, y su empleado se ocupaba de controlar la ejecución y los pagos. El embajador encargaba pinturas o esculturas para sí mismo, pero también recibía comisiones de otros nobles, y el joven catalán veía en ello una oportunidad. Así que, en la medida en que Miquel Mai confiaba en él, procuraba desviar algo para su propio bolsillo. A la par, había enviado misivas al doctor Funés y a algunos otros nobles barceloneses para ponerlos en contacto con talleres napolitanos y hacer lo mismo que Mai, pero por su cuenta.
Sin embargo, aquel día no tenía la cabeza para calibrar las posibilidades que le ofrecía el secretario imperial, Francisco de los Cobos, en aquella carta. El embajador daba una fiesta en su palacio y le había pedido que se encargara de enviar las invitaciones. Para su sorpresa, en la lista figuraba Martí de Orís y Prades, conde de Empúries, y su protegida. Le había llegado la oportunidad que estaba esperando, y pensaba obsesivamente en cómo aprovecharla.
Cuando el micer Mai dejó a Martí a cargo de aquella india, le pidió a Alfons que verificara la identidad del médico. Y al hacerlo, descubrió con sorpresa que se trataba de Martí Alzina, pero también que no sería fácil desenmascararlo, pues una carta lacrada de su padre, el barón de Orís, lo identificaba como su hijo y poseedor del título de su abuelo, y desde sus propias tierras se le reconocía como el conde, con el aval de los señores de Montcada y el obispado de Girona. «Pero yo sé que es un impostor», se repetía el secretario del embajador. Martí Alzina había conseguido una identidad intachable, y no se explicaba cómo lo había hecho.
Alfons tomó la lista entre sus manos y se recostó en la silla con una sonrisa. «Y su protegida», releyó satisfecho. Igual que la estupidez que cometiera escondiendo libros en el call, Martí ahora descubría ante él su propia debilidad. Había usado su título de conde de Empúries para conseguir que Miquel Mai le encomendara la protección de aquella india. Y en la medida en que fallara en su misión, recibiría un castigo. Lo mejor era que él mismo se estaba metiendo en las fauces del lobo, pues se mostraba en público con la joven, y a Alfons no le había costado nada dejar caer ante Miquel Mai que quizá la estaba seduciendo.
De pronto, el embajador entró al estudio sin llamar. Lo saludó risueño y puso toda su atención en el cuadro apoyado en la pared.
—¡Magnífico! —exclamó frotándose las manos—. ¡Esta obra culmina un día fantástico!
Alfons dejó la lista sobre la mesa, se puso en pie y se acercó.
—¿Han ido bien las negociaciones con Su Santidad?
Micer Mai asintió enérgicamente mientras decía:
—Ha accedido a acudir a Bolonia con todo lo que ello implica. El emperador estará muy satisfecho. Deberíamos pensar algún regalo para la ceremonia, quizás alguna escultura de mármol.
—¿Y si…? —Alfons se interrumpió y negó con la cabeza mientras pensaba: «¡Lo tengo!».
—Habla, no seas tímido. Aprecio tus ideas.
—La joven india, María del Carmen —apuntó el secretario esforzándose en balbucear—, su voz es increíble…
—¡Y agradará a los dos, desde luego! Una voz virtuosa y un alma casta, súbdita de ambos. ¿Por qué no querías proponerlo? Es una buena idea.
—Bueno, el conde de Empúries se muestra con frecuencia en público con ella…
—¿Dudas de su honra?
—Sigue alojada en el convento, pero…
—Ya, no es la primera vez que insinúas algo así —le interrumpió el embajador, pensativo—. Pero no le puedo retirar la encomienda, sería un insulto. Y no sólo a ella, sino a las monjas que la guardan. Aunque se me ocurre otra fórmula, y espero que me ayudes. Podrá parecer que te rebajo, pero es todo lo contrario.