Roma, año de Nuestro Señor de 1528
Era la joven mexica que había cantado directamente a su corazón, y ahora yacía ante los ojos de Martí, con su bello rostro enrojecido. Parecía que se empezaba a amoratar en la zona cercana al oído derecho, y le preocupaba, porque no despertaba, pero tampoco parecía sangrar. La había examinado antes de moverla del jardín, y al instalarla en el camastro del hospital, había vuelto a mirar detenidamente en oídos y nariz sin ver rastros de sangre. Eso no quería decir que no hubiera hemorragia interna. Sin embargo, por el momento sólo podía aplicar un ungüento en su tersa mejilla, con la esperanza de frenar la hinchazón que probablemente seguiría a la rojez.
Los agresores, pertenecientes a la guardia napolitana, habían salido huyendo y Galcerán había sugerido que la llevaran al hospital del Santo Spirito para garantizar su seguridad hasta que aclarara el asunto. Ahora, mientras Martí la atendía, el coronel había ido en busca del embajador de su majestad.
Sin embargo, el joven conde debía admitir que no podía mirarla sólo con ojos de médico. Le temblaba la mano, como si temiera dañarla más en lugar de curarla, y sentía que el corazón le galopaba en el pecho al mirar a aquella mujer con quien ni siquiera había tenido oportunidad de hablar. Le dejaba perplejo su comportamiento, y sólo cabía una explicación que en realidad era una pregunta: «¿Qué sintió Guifré al despertar entre aquellas gentes tan civilizadas como extrañas?». Ellos lo cuidaron, y gracias a ellos Martí lo llegó a conocer. Quizá su preocupación se debía a un sentimiento de deuda, que sólo podía saldar consiguiendo que aquella joven se mantuviera viva y que pudiera volver con los suyos.
Tomó el trapo, lo escurrió, lo humedeció con una infusión de manzanilla y lo colocó sobre los ojos de la mujer. Ella se estremeció, murmuró algo ininteligible y luego le pareció que canturreaba. Esto le tranquilizó, pues probablemente se trataba sólo de un golpe en la cabeza, pero aun así acercó sus labios a la frente de la joven para comprobar su temperatura. Se apartó de inmediato con el ceño fruncido. «Tiene fiebre. Está delirando», concluyó.
Miró a su alrededor. La habitación era una especie de antesala con dos puertas: una daba al pasillo y otra al pabellón de mujeres. La habían habilitado como una austera celda, donde, aparte del camastro, sólo había una jofaina en una esquina y una vela en al repisa del ventanuco. No llevaba consigo la bolsa de medicinas y debía darle algo para evitar que le aumentara la fiebre. Tomó el trapo que cubría los ojos de la joven, lo volvió a mojar y esta vez se lo puso sobre la frente. Luego se dirigió precipitadamente al pabellón de las mujeres.
Una anciana monja dejó la cabecera de la cama más cercana y se aproximó. Martí, impaciente, fue a su encuentro.
—Cuide de la enferma de esa celda —le indicó en una mezcla de catalán y latín—. Vaya humedeciéndole la frente, y si empeora durante mi ausencia, hágame llamar. Estoy en la botica.
Las espigas de trigo que dibujaba el mosaico del suelo relucían como oro bajo el ardiente sol que caía sobre el patio. Miquel Mai se había instalado en un amplio palacio, de salas diáfanas cuyos ventanales iluminaban tapices y esculturas como Alfons jamás había visto en los más lujosos palacetes de Barcelona, donde el gris ahuyentaba toda ostentación. Por el soportal del segundo piso, sus pasos resonaban sobre el suelo de mármol con el singular ritmo que le imprimía su cojera.
Aquella entrevista era la única salida que le quedaba. Su padre había descubierto el agujero en sus cuentas, pues el sueldo que recibía como funcionario real resultaba insuficiente e, impelido por sus obligaciones, no había tenido tiempo para intentar multiplicar sus exiguas ganancias con el juego. En ese momento era poco más que un contable bajo las órdenes del tesorero de la embajada, y el favor de micer Mai era su único camino para ascender. Aunque ello también le obligara a conducirse con mayor cautela para preservar su reputación, ya que no podía olvidar que trabajaba para un embajador de su majestad, el emperador del Sacro Imperio.
Ello le había dado acceso a la corte del Papa, y si la negociación de paz iba como debía, le daría acceso también a la corte de don Carlos, en aquel momento el hombre más poderoso de toda Europa. Con los contactos que hiciera, podría abrir el negocio de su padre hacia las nuevas tierras y acceder a un puesto en la nobleza que iba más allá del Consell de Cent. Sin embargo, allí estaba, sin poder quitarse de la cabeza a aquel hombre vestido con uniforme de gala en la audiencia que micer Mai, como embajador de su cesárea majestad en Roma, había pedido a Clemente VII para presentarle a la cristiandad de la Nueva España. Alfons estaba seguro de haber reconocido a Martí Alzina. Resultaba evidente que se había incorporado al ejército para huir de Barcelona. Y a juzgar por su presencia ante Su Santidad, se había situado muy bien. Pero ¿cómo lo había logrado si estaba buscado por la Inquisición?
Se detuvo ante una puerta de madera, cuidadosamente labrada con una serie regular de líneas laberínticas. Alzó la mano con un suspiro y sacudió la cabeza mientras se decía que no podía consentir que el recuerdo de Martí Alzina dominara su vida. Hasta aquel momento se había limitado a trabajar y procurarse la simpatía del tesorero para conseguir acercarse al distante Mai. Ahora estaba ahí, ante su estudio, él le había hecho llamar. Dio unos golpes con los nudillos y entró sin esperar respuesta. Los ventanales dejaban pasar a raudales la luz por detrás de la mesa del embajador, quien leía un pergamino mientras acariciaba su perfilado bigote. Alfons cerró la puerta tras de sí y aguardó. Al lado de la chimenea, la estatua de mármol de un caballero de la antigua Roma exhibía una elaborada armadura y los pies descalzos. Micer Mai alzó la cabeza del pergamino y lo dejó a un lado.
—Pasa, Alfons, siéntate —le invitó. Y mientras el joven se dirigía hacia una de las sillas que había ante la mesa, añadió—: ¿Te gusta trabajar para su majestad?
—Desde luego.
—Eso suponía. Se nota en tu trabajo, y no me malinterpretes, estoy muy satisfecho. Tus cuentas son claras, y es evidente que tu padre es comerciante, pues tienes vista para procurar un buen aprovisionamiento al mejor precio.
—Gracias, mi señor. Sólo cumplo con lo que me ordena el tesorero real. Aunque si usted dispone otra cosa, yo… No me malinterprete tampoco, me enorgullece ser súbdito del emperador, pero estoy muy agradecido a la oportunidad que usted me ha dado para demostrarlo. Y siento que le debo lealtad, micer Mai.
—Me agrada oír eso. De hecho, he recibido órdenes de su majestad —comentó señalando el pergamino que tenía sobre la mesa—, y acabada la audiencia de hoy, debo supervisar el retorno a Sevilla de los dos indios y mandar a alguien de confianza para que se asegure de su bienestar durante el trayecto.
—Si desea que yo me encargue de ello, para mí será un honor.
—Gracias, Alfons, pero no es eso. Voy a mandar a mi antiguo secretario. Es mayor, la negociación va para largo y está deseando regresar a su casa. Así que, acabado el encargo, se quedará en su hogar. Quiero que seas mi nuevo secretario personal, pero eso implicaría que dejaras de ser funcionario real.
Alfons contuvo una sonrisa y bajó la cabeza mientras se pasaba el dedo por el cuello del jubón, para que micer Mai lo creyera algo incómodo. Sabía que no podía aceptar directamente para no defraudarle.
—La verdad es que me honraría trabajar para usted, pero dejar el servicio de su majestad…
—Muy sinceramente creo, Alfons, porque así me hablaron de ti en Barcelona y así me lo has demostrado, que tu capacidad es superior al puesto que ocupas en la tesorería de la embajada, aunque es un gran honor, desde luego. Conmigo llevarás mis finanzas personales, te encargarás de ciertos negocios y a la vez conocerás la trastienda de esta vida cortesana, lo cual puede serte útil.
De pronto, unos golpes en la puerta les interrumpieron y el mayordomo abrió sin esperar respuesta.
—Disculpe, mi señor, pero abajo está el coronel de la guardia imperial Galcerán Coromines de Prades, que solicita urgentemente ser recibido. Dice que ha sucedido algo que, si trasciende, puede afectar a las negociaciones con el Papa.
—Hazlo subir —ordenó Mai con el ceño fruncido. Luego miró a Alfons y añadió—: Y respecto a mi propuesta, piénsalo. No soy el rey, pero…
—Si cree que estoy preparado para ello, soy su nuevo secretario, señor.
La mujer deliraba en su lengua, envuelta en un sudor que desprendía un olor dulzón. De vez en cuando tosía, su nariz moqueaba y se agitaba entre pesadillas. Miquel Mai la observaba con el ceño fruncido, mientras de soslayo atisbaba el rostro inescrutable de aquel indio. El tal Ignacio evitaba mirarle a la cara, y aunque sus ojos estaban clavados en la joven que yacía sobre el camastro, a micer Mai le dio la sensación de que esta no despertaba en él ninguna compasión.
—Le ruego, mi señor, que antes de llevársela espere a mi oficial médico —decía Galcerán.
Miquel Mai repasó su bigote con los dedos. El coronel había llevado todo aquel asunto con suma diligencia, pues en la situación en la que se hallaban les hubiera perjudicado que el Papa se enterara de que las tropas imperiales, en teoría controladas, habían agredido a aquella joven, enviada como gesto de buena voluntad. Podría incluso haberlo considerado una trampa de Carlos V para acusarlo de no ser capaz de proteger a uno de sus nuevos súbditos, y nuevos cristianos; y eso por no hablar de la ofensa que hubiera significado el asunto para el emperador, defensor de los ideales caballerescos del honor. Pero el tal Ignacio era en verdad el custodio de la mujer, y decía que quería llevársela. A pesar de que su rostro apenas mostraba rastros de la agresión, la fiebre debía de indicar algún otro mal. Sin embargo, y aun siendo un enviado directo de su majestad, no era micer Mai quien tenía la última palabra al respecto.
La mujer gimió y el embajador suspiró, pensando que ese estado de debilidad no le haría soportable el viaje.
—Mire, señor Ignacio, entiendo que desconfíe de nosotros, dada la lamentable agresión sucedida —intervino micer Mai—. Pero también ha de pensar que son nobles vasallos de don Carlos quienes han protegido a la dama.
El indio no le miró, sólo asintió, con sus ojos traspasando a la mujer.
—No mejora. Ha empeorado —se limitó a señalar.
—Pero si se la lleva, la matará —le espetó Galcerán, nervioso.
Mai puso una mano sobre el brazo del coronel para invitarle a controlarse, y le dirigió una leve sonrisa tranquilizadora que desapareció cuando habló de nuevo a Ignacio:
—Mire, no sabemos si los golpes le han afectado, o bien si… En fin, algunos de sus compañeros de expedición, lamentablemente, también han enfermado, e incluso han perecido.
Ignacio levantó por primera vez la cabeza y miró a Miquel Mai y a Galcerán con expresión grave.
—Mi señor, Santiago Zolin…
—No, no es uno de ellos —se apresuró a asegurar Mai—, pero…
En ese momento irrumpió en la habitación un joven, bajo cuya parlota negra asomaban mechones de pelo rubio. A Miquel Mai no se le escapó que el indio parecía retroceder, e incluso encogerse ante él, aunque no supo interpretar si era por respeto o por miedo. Sin ninguna señal de cortesía, el recién llegado, seguido de la monja que momentos antes había abandonado la habitación, se acercó a la cama, puso la mano en la frente de la mujer y al cabo preguntó a la religiosa:
—¿Ya moqueaba cuando vino a buscarme?
—Sí, señor.
Entonces el joven doctor levantó los párpados de la doncella. Sus ojos estaban totalmente enrojecidos. Abrió la boca de la enferma y miró, pero como al parecer no veía bien, alargó la mano. Diligentemente, la monja le acercaba ya una vela. El médico volvió a mirar y murmuró:
—Tiene las manchas.
Bufó disgustado, y el coronel se atrevió a interrumpirle:
—Martí, ¿puede viajar?
—¿Estáis locos? —exclamó volviéndose. Entonces pareció que por primera vez se percataba de la presencia de Miquel Mai, y mientras se ponía en pie, añadió—: Disculpe, caballero, yo…
—No tiene importancia, usted hace su trabajo. Supongo que es el oficial médico. Yo soy Miquel Mai, enviado de su cesárea majestad el emperador don Carlos como su embajador en Roma. He de supervisar el retorno de los naturales de la Nueva España a Sevilla, pues desde allí partirán en breve hacia sus tierras de origen.
Martí miró a la mujer, luego a Ignacio, que se había arrinconado en una esquina con la mirada en el suelo, y al fin se volvió hacia Mai.
—No puede viajar, no puedo ni garantizar salvarle la vida aquí. Sólo puedo intentar aliviarla —dijo con visible pesar.
Mai miró a Ignacio, quien ahora sí parecía escrutar a la enferma con las cejas arqueadas y ciertos gestos nerviosos con los labios.
—¿Han…, han sido los golpes? —preguntó con balbuceos.
—No, es sarampión —afirmó Martí—. La fiebre durará al menos una semana, Dios mediante.
—No puede viajar de ninguna de las maneras —aseveró Mai.
—Lo entiendo —cedió el indio—. Pero yo debo partir, ¿y quién se hace cargo de ella?
Mai se quedó pensativo, y entonces advirtió que el joven oficial médico miraba al coronel, y luego se presentaba diciendo:
—Mi señor, soy Martí de Orís y Prades, conde de Empúries, y me comprometo no sólo a cuidar de su salud cuanto Dios me permita, sino también de su honor sacrificando mi vida por ello, si es necesario.
—¡Ah! El coronel me habló de usted, cierto. —Mai vio de soslayo cómo Galcerán sonreía satisfecho—. Bien, señor conde. A usted queda encomendada, y le ruego que me informe de su estado.
Entonces dio la vuelta dispuesto a marcharse, mientras recordaba al viejo Gerard de Prades. La existencia de aquel nieto dio mucho que hablar en Barcelona, e incluso se lo refirieron por carta, pues nadie sabía que tuviera descendencia. Pero el joven jamás dio muestras de ningún interés político, y su único acto público había sido su ingreso en el ejército. Por lo demás, su vida era un misterio. «Encargaré a Alfons que haga algunas comprobaciones. Espero que sus ambiciones no se parezcan a las de su abuelo», pensó.