XV

Roma, año de Nuestro Señor de 1528

La luz entraba por el ventanuco y los rayos anaranjados del amanecer hicieron retroceder la penumbra hasta iluminar la talla de madera de aquel Cristo crucificado. Tumbada en el camastro, tenía la sensación de que me vigilaba, y la palidez de su cuerpo me impresionaba más que las marcadas costillas o los clavos que lo sujetaban al madero. Cerré los ojos para huir de él y me incorporé. Permanecí unos momentos en la cama, a oscuras conmigo misma y mi angustia. Hasta mí llegaban una mezcla de olores procedentes del río, y sentí que las náuseas volvían a amenazarme.

Austero, de paredes grises y desnudas, no era un cuarto tan diferente a otros en los que me habían alojado antes, a mi llegada a Castilla, pero me parecía el más aterrador de todos ellos. Me habían sacado de la corte de don Carlos en Monzón anunciándome un gran honor, mas no hubo comitiva que nos acompañara. Sólo aquel carruaje en el que viajábamos yo e Ignacio Iluhicamina como mi protector, escoltados por guardias imperiales. Después de una semana de viaje nos anunciaron que llegábamos a Barcelona, donde embarcaríamos. Espigados campanarios sobresalían entre las casas, y aunque bordeamos la muralla, el griterío de los mercados y el ruido de los talleres nos acompañaron hasta la playa. En ella, la ciudad parecía querer protegerse de las aguas con la continuación de sus muros, paralelos a la costa, pero aun así su espíritu se notaba unido al mar como lo estuvo Tenochtitlán al lago. Todo tipo de bultos salían de las barcazas y convertían la arena en un hormiguero que se proveía de las grandes naves, ancladas en las aguas como los templos lo estuvieron al centro ceremonial de la antigua ciudad mexica. Al bajar del carruaje, oteé entre las gentes, pero era obvio que allí no estaba el resto de la comitiva, y en el mismo momento en que supe que Zolin no venía, el miedo fue tan físico que me hizo vomitar. Desde entonces las náuseas no me habían abandonado, ni en el gran barco ni al llegar al puerto de Ostia.

—No te preocupes. Cantarás ante el Sumo Pontífice de estas gentes, y siendo la elegida para ello, mayor es el honor para tu esposo —decía Ignacio.

Pero aquellas palabras no me dieron ningún consuelo, y su sonrisa satisfecha sólo ahondaba mi incertidumbre. Si en Monzón recriminé a Zolin que no me hubiera reclamado como esposa, al llegar a Roma sólo era capaz de sentirme ridícula por ello. Cuando menos, antes estábamos cerca, y las miradas de soslayo me hacían sentir vigilada, pero también protegida. En cambio ahora, aun a sabiendas de que Ignacio había sido designado para protegerme, la separación de mi esposo era tan real que hacía desconocidos nuestros paraderos, y aunque yo me sabía en Roma, ¿cuál era mi lugar en el mundo?

En el cielo, la diosa luna Coyolxauhqui lucía menguante como toda respuesta a mis preguntas. Llegamos a la ciudad santa surcando un río de aguas verdosas y oscuras, como el manto de los sacerdotes de mi tierra. La barca se detuvo a los pies de una gigantesca construcción de piedra redondeada, en cuya cima reinaba la estatua de un hombre alado. Yo ni siquiera me atrevía a mirar hacia la otra orilla del río, donde decía el guardia de mayor rango que se hallaba el Vaticano. Me repetía que sólo se trataba de una nueva misión, y que estaba allí para cumplirla. Pero el miedo no dejaba de asediarme y me angustiaba la idea de que me hubieran abandonado y que nunca volvería a ver a mi hijo.

Recorrí con la mirada las paredes desnudas de aquel cuarto, con la esperanza de que el sol Huitzilopochtli desvaneciera mis temores y mis náuseas. Noté un leve dolor en mis senos, como si la leche materna que ya se había retirado apareciera de nuevo. Tenían que dejarme volver.

La puerta se abrió y entró una anciana monja, baja y regordeta, de ojos azules y de tez tan arrugada como rosada. Dijo algo que no entendí y ella se limitó a sonreír mientras desplegaba una especie de traje de una sola pieza, similar al que ella misma llevaba puesto.

Me puse en pie y me dejé vestir. El tejido grueso y algo áspero cubría por completo mi piel. Sólo dejaba mis manos a la vista, siempre que doblara los brazos, pues las mangas me quedaban largas. Aquella ropa me pareció sofocante, pero al menos era ancha, y nada, excepto mi propio temor, presionaría mi vientre o mi pecho a la hora de cantar. Luego recogió mi cabello y lo cubrió con un trozo de tela más ligera que la que tocaba su cabeza.

Ya vestida, la monja abrió la puerta, pero yo me quedé paralizada mirando el umbral. De pronto, entendí el porqué de las ropas amplias, que ocultaban mis formas de mujer, y me entró el pánico. Me vino a la mente la furia de fray Antonio al concebir a mi hijo con el hombre al que amaba. ¡Iba a cantar ante su Sumo Pontífice!, y nadie me había dicho cómo me debía comportar. ¿Y si le ofendía? ¿Hasta dónde llegaría su furia?

—María del Carmen, tranquilízate, no estarás sola. Te presentaré y tú sólo debes entrar y entonar una canción a Huitzilopochtli. Yo te indicaré cuál.

Aquellas palabras en náhuatl me aliviaron. En el umbral de la puerta, Ignacio me sonreía.

El Papa había escogido una sala de recepciones espaciosa pero sobria, dominada por una bóveda de cañón cuyos arcos fajones generaban un trazado de líneas limpias y puras que parecían aligerar la presión sobre los fuertes muros de la estancia. Al fondo, flanqueado por dos guardias, permanecía sentado Clemente VII. Su trono estaba elevado sobre un estrado, alfombrado en rojo desde el centro hasta la puerta de la derecha, por la cual había entrado. A la izquierda, la piedra desnuda del estrado se extendía hasta otra puerta. En ambas había dos soldados con sus alabardas en alto. Más de un centenar de miembros de la guardia vaticana había perecido en el saqueo, y su lealtad hacia el Pontífice era una bandera que Clemente VII enarbolaba destacando su presencia en cada una de sus apariciones.

Sobre el hábito blanco, el Santo Padre llevaba un manto rojo, del mismo color que su birreta. Bajo esta se adivinaba el pelo negro y ondulado, y a pesar de ir rasurado, una barba cerrada ensombrecía su mentón. Su actitud parecía serena mientras dirigía unas palabras de bienvenida a sus invitados. Estos estaban en pie, por detrás de las pilastras sobre las que se apoyaba el primer arco de la bóveda, como si este dibujara en el suelo una línea imaginaria que no podía sobrepasarse. La sala estaba repleta de prelados que habían regresado con Clemente VII, así como otros miembros de la corte vaticana, embajadores de diferentes reinos y algunos oficiales de las tropas que su majestad el emperador había dejado en Roma. Entre ellos se hallaba Martí de Orís y Prades, vestido con el jubón y los greguescos acuchillados en rojo del uniforme de gala, y la parlota negra entre las manos.

—¿Ves como nunca podrás ser sólo un oficial médico? —le había dicho el coronel—. El embajador te ha incluido en esta recepción porque eres el conde de Empúries. Él también conoció a tu abuelo, ¿sabes? Y ahora tú, como parte de la alta nobleza del Principado, debes asistir para apoyar a tu rey.

Galcerán lo flanqueaba como si temiera que fuera a escapar, aunque le dedicó una sonrisa cómplice cuando Martí se desabrochó el botón superior del ceñido jubón. El joven se sentía profundamente incómodo en aquella sala, ante lo que le parecía sólo una representación de un acercamiento hacia una paz precaria. «¿Y qué pasa si, aunque acabe aceptando un concilio, luego va dando largas para no convocarlo?», se preguntaba Martí, a sabiendas de que Clemente VII no quería otorgar más poder a Carlos V del que ya tenía, y organizar ese concilio era reconocérselo.

Desde el estrado, la voz del Papa llenaba la espaciosa sala expresando su agradecimiento hacia el emperador del Sacro Imperio, que velaba por la cristiandad allende los mares. Para el joven esas palabras eran sólo una exhibición de hipocresía y disipó su malhumor recordando por qué se encontraba en aquella recepción. La invitación procedía del embajador, y esperaba utilizarla para conocerlo en persona; se aprovecharía de su título nobiliario para comenzar a dar rumbo a su vida.

Desde la conversación con Galcerán, había clarificado sus objetivos y se proponía entrar en alguna universidad europea dentro de los amplios dominios de su majestad. Desde allí podría hacer lo que realmente quería: tanto profundizar en sus conocimientos médicos como mantener la atención a los enfermos. De hecho, durante aquellos meses en Roma, ya había empezado a frecuentar la universitas de herbolarios y boticarios en el campo Vaccinio, y a pesar del recelo que despertaba su pertenencia al ejército del emperador, había podido profundizar en el estudio de la obra de Dioscórides, quien documentó la utilización de numerosas plantas medicinales aprovechando sus viajes con el ejército romano de Nerón.

De pronto, un silencio expectante interrumpió los pensamientos de Martí, que dirigió su atención hacia los oficiales imperiales, a la derecha del trono de San Pedro. Un murmullo se extendió entre ellos, y a una señal de Su Santidad, de la primera fila salió un hombre de piel oscura vestido con casaca de terciopelo. Sobrepasando las pilastras, se situó en el espacio vacío que quedaba entre el estrado del pontífice y sus invitados. Martí no le vio la cara, sólo cómo se arrodillaba. Con la cabeza tan inclinada que su barbilla debía de estar tocándole el pecho, se presentó como Ignacio Iluhicamina de Texcoco, por la divina gracia del Señor.

Al sentir el nombre de la ciudad, Martí recordó a su padre y las historias que le contara sobre su amada, e incluso se llegó a preguntar si aquel tal Ignacio la había conocido. Entonces el texcocano, en un castellano entrecortado, añadió:

—En nombre de los naturales de la Nueva España, agradezco a Su Santidad la misión de los frailes franciscanos, quienes han construido iglesias y nos han hecho llegar la Palabra, para salvación de nuestras almas.

Al oír esto, la emoción de Martí se acentuó y de pronto le vinieron a la mente las palabras que le dijera Guifré dos años antes: «Añoro toda esa vida, pero ya no existe». Sintió que entendía mejor a su padre, pues como a él le sucediera, su vida anterior tampoco existía ya. «¡Qué estúpido he sido! —pensó—. Que yo sea conde de Empúries es su manera de devolverle algo a mi madre y a mí mismo y, a la vez, honrar su propio pasado, el que lo llevó a Tenochtitlán».

Sin que Martí oyera sus últimas palabras, Ignacio Iluhicamina de Texcoco obtuvo permiso de Su Santidad para volver entre los invitados. El joven le siguió con la mirada, mientras regresaba a las filas de oficiales imperiales. Como si lo intuyera, Ignacio se volvió hacia él y sus ojos se encontraron. El conde interpretó como sorprendida la expresión del texcocano, y se le ocurrió que quizá llegó a ver alguna vez a su propio padre, por lo que Martí le sonrió. Pero el indio había recuperado su mirada inescrutable y pensó que tal vez lo había imaginado.

Entonces una voz clara y limpia llenó la sala de exóticas melodías que a retazos cobraron sentido a oídos de Martí. Era náhuatl; un canto al dios creador, elevado en una elegante tesitura que flotaba por toda la sala en cadencias llenas de color. Notó que su cabeza se movía hasta hallar a la cantante sobre la piedra desnuda del estrado. Enfundada en un sayo que difuminaba las formas de su cuerpo, quieta, con las manos plegadas, su feminidad rebosaba en el movimiento de sus labios. El canto acabó, pero él no pudo apartar su mirada de los ojos de la mujer, enormes y melancólicos, en aquel rostro aceitunado de prominentes pómulos. A su alrededor, la complacencia de los asistentes fluyó entre murmullos de asentimiento, pero nadie estaba preparado para lo que siguió. Martí la vio tomar aire, y de pronto el desgarrador dolor de una madre ante el sufrimiento de su hijo encontró en la voz y el alma de aquella mujer toda su profundidad. El Stabat Mater[5] cantado en un latín perfectamente pronunciado causó emoción y desconcierto entre la concurrencia. Pero Martí no lo percibió. Entregado a aquel momento, perdió la conciencia de sí mismo; sólo existían ella y los pálpitos de su propio corazón, que se acompasaban cual tambores de aquel canto.

La sala quedó sumida en tal silencio que, al abandonarla, temí que se oyeran los fuertes latidos de mi corazón asustado. Mientras cantaba, toda sombra de miedo se disipó; interpretar el Stabat Mater que me enseñara fray Antonio con la pasión de mis propios sentimientos hacia mi hijo me armó de valor ante todos aquellos hombres que me observaban. Pero el silencio que siguió me hizo pensar que quizás hubiera cometido la más grave ofensa al cantar aquella pieza sin estar en una iglesia.

Ya fuera, mi corazón se fue apaciguando, aunque temía la reacción de Ignacio o, peor, que no fuera él quien viniera a buscarme. En aquel amplio pasillo me vigilaba un guardia armado con el hacha de palo largo y vestido con aquel colorido uniforme de franjas calabaza, rojas y violáceas. Bajo su boina negra intuí que rehuía mi mirada, y su postura se mantenía erguida ante la puerta por donde yo había salido. No recuerdo cuánto tiempo pasó. Sólo sé que aguardaba apoyada en la pared cuando se oyeron murmullos en la sala, como si de pronto muchas voces hablaran a la vez. Al poco, por el extremo del pasillo, apareció Ignacio flanqueado por dos guardias vestidos de azul y amarillo. Avanzó hacia mí con una expresión sombría que me recordó a Juan. Los tres hombres se detuvieron a nuestra altura, y mientras uno de los extranjeros le decía algo al que me había guardado hasta entonces, Ignacio me agarró del brazo y me empujó para que caminara.

—No has cantado lo que te indiqué —dijo.

—De… destruyeron nuestros símbolos —balbuceé—. Canté a los dioses creadores porque ellos los funden en uno, y luego temí que el náhuatl les ofendería. Por eso he añadido algo de lo que me enseñó fray Antonio.

—Bien pensado —respondió él con sequedad.

Me sentí desconcertada, pues si no había ofendido a nadie, ¿por qué me daba la sensación de que me sacaba de allí de forma precipitada? Salimos a un patio cercado de edificios. Tras nosotros venían los dos guardias vestidos de amarillo y azul. Al avanzar, el patio me recordó a los jardines de nuestros palacios más lujosos, con la diferencia de que en los nuestros predominaban las líneas horizontales, y aquí estas se veían salpicadas por arcos que anunciaban puertas diseminadas. Pasamos por delante de diversas estatuas muy realistas, de bellos hombres y mujeres semidesnudos, hasta que nos detuvimos ante una que representaba a una joven que vestía un manto.

—Aguarda un momento aquí —me indicó Ignacio, y se apartó a un lado para intercambiar palabras con uno de los guardias mientras que el otro se quedaba conmigo. Me sentí incómoda ante su mirada, que parecía recorrer mi cuerpo con una sonrisa burlona, y me giré hacia la estatua. El manto de la mujer partía de su brazo, extendido y roto, y rodeaba sus caderas para tapar la entrepierna, dejando los senos al descubierto. A sus pies, un niño desnudo la miraba, elevando un brazo también roto que posiblemente otrora le diera la mano.

—Es una representación de Venus, una antigua diosa —dijo el soldado en castellano a mi espalda.

Me volví, desconcertada, pues fray Antonio jamás habló de diosas.

—¿Y el niño? —pregunté, mientras por encima de su hombro veía cómo el otro guardia sacaba una moneda de un saquillo y se la mostraba a Ignacio.

—Es Cupido, su hijo, dios del amor.

El otro guardia tendió el saquillo a Ignacio, quien lo recibió complacido. Luego se acercaron de nuevo hacia nosotros y mi protector anunció:

—Estos caballeros te acompañarán a tu nuevo hogar.

—¿Hogar? —pregunté asustada.

Él, con el saquillo entre las manos, sonrió como toda respuesta y se marchó mientras los guardias me flanqueaban. Entonces, aterrorizada, entendí que me acababa de vender.

—Impresionante, el canto de esa doncella —comentó Galcerán a su lado—. Tan impresionante como su belleza.

Martí suspiró, consciente de pronto de que los invitados a la recepción empezaban a dispersarse. Entonces frunció el ceño y le preguntó:

—¿No va a ser posible agradecerle al embajador que me haya invitado?

El coronel se llevó las manos a la espalda con una sonrisa que acentuaba las arrugas alrededor de sus ojos.

—¡Vaya! ¿He de entender que asumes de mejor grado el orden divino que te otorga tu posición y que incluso vas a utilizarlo?

—Tú dijiste que espabilara. No me guardes rencor por ello.

Galcerán arqueó una ceja y se encogió de hombros.

—Abandonó la sala en cuanto el Santo Padre se marchó. No quería obligarte más, pues pensé que ya te sentías bastante forzado por el embajador a venir.

Martí frunció el ceño, desconcertado ante la actitud del coronel, quien se volvió y se dirigió hacia el estrado, ahora vacío. De pronto, se giró de nuevo y miró al conde, aún inmóvil en el mismo sitio.

—¿Vamos?

Dudó un instante.

—Me gustaría hablar con esa doncella mexica, si es posible.

—Creo que se puede arreglar —aseguró Galcerán.

Se dirigieron hacia la puerta por la que ella había salido. Fuera, enfilaron un tenebroso pasillo apenas iluminado por teas, y Martí miró al coronel de reojo. Seguía con sus manos a la espalda y el capotillo ocultaba uno de sus brazos. Su expresión era complacida, por lo que incrementaba sus dudas acerca de él. Aun así, después de aquella recepción, tenía claro que debía arriesgarse para no sólo enorgullecerse de ser conde por su padre y su madre, sino por él mismo. Y para ello debía emprender su propio camino.

—Has de saber que el embajador sirvió muy de cerca al difunto rey don Fernando. Y a causa de ello, digamos que tu abuelo fue una especie de adversario político —comentó Galcerán.

—Yo no soy Gerard de Prades —respondió Martí con frialdad.

—Desde luego.

Se acercaban al final del pasillo, donde una puerta abierta dejaba entrar los rayos del sol, que proyectaban un halo de luz polvorienta sobre el suelo de mármol. De pronto, oyeron los gritos de una mujer, intercambiaron una mirada y salieron corriendo hacia el patio del belvedere, de donde procedían los chillidos.

Hice ademán de huir, pero uno de los guardias me agarró del brazo y noté un fuerte tirón que me arrancó un gemido de dolor. Luego el otro me tomó por la cintura y me levantó, pero yo me resistí, pataleando entre gritos. Entonces el hombre que quedaba libre se puso frente a mí y me dio un bofetón.

—¡En la cara no, idiota! No la querrán en la mancebía —exclamó el que me sujetaba.

Me salían lágrimas de los ojos, pero seguí pataleando, y a pesar del dolor de mi brazo, también empecé a asestar golpes con los puños, a agitarme sin cesar. Bruscamente, el guardia me soltó y caí de bruces al suelo. Les oí reír a mis espaldas, pero el miedo me hizo sobreponerme al dolor, intenté ponerme en pie, pero una pesada bota a mi espalda me mantuvo en el suelo. Uno de ellos se agachó, me tiró del cabello obligándome a alzar la cara y dijo:

—No me obligues a hacerte daño de verdad.

En una reacción impulsiva, le escupí. Él me asestó un golpe en la cabeza. Y de pronto de reojo vi que un pie volaba por los aires e impactaba en su cara. Me costó comprender que le habían dado una patada, y librada del peso a la espalda, me volví boca arriba. En cuanto me moví, un pinchazo me recorrió la cabeza y se me clavó en los ojos. Como en una bruma, vi que un hombre rubio derribaba al guardia que me había sujetado. Luego se agachó sobre él para obligarlo a ponerse en pie y su cabello rizado me hizo sentir que era Quetzalcóatl quien me protegía. Me pesaba la cabeza, me latían las sienes, y me sentía incapaz de moverme, como si mi espíritu se estuviera separando de mi cuerpo. Los sonidos parecían llegarme a través de un muro espeso que los convertía en voces deformadas, graves y lentas, hasta que el guardia salió corriendo, seguido de su compañero.

Borrosos vi unos zapatos de lazada roja que se acercaban. Con claridad sentí que me tomaban en brazos sin alzarme más que medio cuerpo. Y de pronto su cara se dibujó sobre la mía: Guifré, quien nos dijeron era enviado de Quetzalcóatl, me miraba. Sus ojos estaban teñidos del verde de las orillas del lago y sus labios se movían, al principio sin voz, hasta que, de pronto, los sonidos me envolvieron como en un sueño.

—¿Estás bien? —preguntó en náhuatl.

Todo se volvió oscuridad.