XIV

Castilla, año de Nuestro Señor de 1528

En la cubierta de la nao, los quetzales enjaulados se agitaban inquietos mientras el jaguar, en la otra esquina de cubierta, dormitaba en su jaula, acostumbrado ya a la algarabía de las aves y al balanceo del barco. Habíamos subido nuestros equipajes a cubierta, y excepto los hombres blancos como la leche salidos del jardín de las rarezas humanas del difunto Motecuhzoma, casi todos aguardábamos fuera, pues aquel día llegaríamos a nuestro destino, el puerto de Palos. Una expedición de dos naos se hizo a la mar en Villarrica de la Veracruz hacía más de cuarenta días, y no se habían detenido en ningún puerto.

Dos tlaxaltecas practicaban juegos malabares con una bola de caucho, y algunos marineros ociosos los observaban entre aplausos. Yo permanecía apoyada en la borda, con la mirada perdida en el horizonte, donde los delfines saltaban libres y ufanos sobre las olas. De pronto, estruendosas risas hicieron que me volviera hacia el castillo de popa, pero desde donde yo estaba no llegué a ver a Zolin ni a ninguno de sus acompañantes, por lo que mis ojos volvieron sobre el agua, ahora solitaria. Empecé a tararear una canción, la última que le cantara a Huemac antes de mi partida, pero inventando una letra que hablaba de los animales vistos a lo largo de la travesía. Aunque esto no eliminaba el vacío que se había apoderado de mí, lo hacía más llevadero.

Durante los primeros días de navegación, el recuerdo de mi hijo era lacerante, y sólo el mareo y los vómitos parecían dar tregua a mi corazón dolorido. Cortés me llevaba para que cantara delante de su rey, y por lo menos había avisado a Juan con tiempo suficiente para que pudiera, poco a poco, retirar el pecho a Huemac y acostumbrarlo a otros alimentos. Lo dejé en brazos de Yaretzi, y él lloró como si supiera que mi marcha provocaría una ausencia más larga de lo habitual. Pero no podía acompañarnos, pues el viaje era demasiado arriesgado para el pequeño.

Salimos de Acolman acompañados por Ignacio. A mi marido se le permitía viajar a Castilla con un vasallo, y dado los servicios prestados a la familia, Juan le pidió que fuera Ignacio Iluhicamina. Pero desde el mismo momento en que nos condujeron ante Cortés en Villarrica, Zolin y su servidor se alojaron por un lado y yo por otro. No viajamos como matrimonio y ni siquiera gozábamos de la misma posición. Junto a otros seis importantes nobles mexicas, él formaba parte de un séquito de tan altos dignatarios como el hijo de Motecuhzoma ahora llamado Pedro. Nobles y vasallos como Ignacio formaban un grupo de treinta y nueve hombres, alojados aparte de los malabaristas, juglares y músicos. Yo me hallaba entre ellos, junto a alguien que ya conocía: Jonás, el larguirucho texcocano que organizó el espectáculo de bienvenida a Cortés en el palacio de Nezahualcóyotl, dos años antes. «Tienes una voz demasiado maravillosa como para que nadie la olvide, Ameyali —me dijo—. Al oírte cantar es como si oyera a la mismísima Xochiquetzal». Fue él quien me ayudó a salir a cubierta durante los primeros días, cuando el malestar producido por el mar y la ausencia de mi hijo me mantenía postrada en el camarote comunitario donde nos alojaban.

Mis labios se agrietaron a causa del aire preñado de sal, me acabé adaptando al brusco vaivén del oleaje, pero aun así mi cuerpo a menudo seguía rechazando el alimento, como si fuera incapaz de digerir la ausencia de mi pequeño. Jonás siempre me cuidaba, no sólo procurando que intentara tragar el pan de cazabe, sino también ayudándome a sobrellevar el vacío. Como artista que era, él adoraba a Xochiquetzal sin tapujos, y antes de saber que yo había sido su sacerdotisa, me consideró su elegida. Pero me sorprendió cuando un día me confesó que se sentía especialmente guiado por Xolotl.

—Es el dios de las deformidades y conduce a los difuntos al Mictlán —le dije desconcertada—. No entiendo cómo puede guiarte.

—También es el dios de los gemelos. Y yo nací con una hermana que murió a los pocos días. Siempre he sentido que traje mala suerte a mi casa, y que me falta una mitad, así que busco su voz en Xolotl. Aunque contigo… —Se encogió de hombros y me miró algo ruborizado—. Eso está cambiando. No sé, me gusta pensar que ella hubiera podido ser como tú.

Entendí entonces que me cuidaba como a la hermana que perdió, y di gracias a Xolotl por enviarme aquella ayuda. Con Jonás pude desahogarme de mis penas, y también encontré la forma de ocupar el tiempo, pues a él se le ocurrió crear letras para melodías que ya conocíamos. «Le cantarás a tu hijo lo que aprendas, todo lo nuevo y desconocido que veas», me dijo más de una vez a lo largo de aquel viaje.

Apoyada en la borda, intentaba que la última jornada en el mar pasara lo más rápido posible. Pero de pronto la melodía se me hizo amarga en la garganta, la brisa agitó mi cabello y un escalofrío me recorrió la espalda. La piel se me erizó, y me di cuenta de que no era a causa del aire, sino de un súbito miedo. Por primera vez, el vacío por la separación de mi hijo se volvió temor de no regresar, de no verlo más, y caí en la cuenta de que no sabía nada de la corte a la que nos llevaban, nada de las intenciones que sobre mí pudiera tener aquel rey. ¿Y si yo era un regalo para su lecho, como sucedió con Cortés en Texcoco? ¿Me reclamaría Zolin como esposa? Hasta entonces no lo había hecho…

—Me parece que tus pensamientos se han llenado de fantasmas —comentó una voz rasgada.

Me volví y me sentí reconfortada ante los grandes ojos negros de Jonás. Sus finos rasgos, casi femeninos, desprendían una dulzura que se realzaba con su tierna sonrisa. Y con la misma dulzura apartó un mechón de pelo que caía sobre mi rostro mientras añadía:

—Deberíamos inventar juntos nuevas melodías. Podríamos cantarlas en medio de la plaza de tu Acolman.

Sonreí al imaginarme la escena, con Juan enrojecido por la rabia.

—Creo que mi cuñado nos echaría —respondí mirando de reojo hacia el castillo de popa, donde debía de estar Zolin.

De pronto, mi sonrisa se nubló al ver a Ignacio apoyado en la baranda, observándonos. Jonás se volvió para averiguar qué atraía mi atención, y entonces dijo en tono burlón:

—Creo que nos espía para tu marido. —Dejó caer los párpados, con un gesto exagerado, y en tono irónico, añadió—: Teme que mi encanto masculino te seduzca.

Consiguió hacerme sonreír de nuevo y rogué a Xochiquetzal para que Jonás pudiera acompañarme en la actuación ante aquel rey desconocido. Él no echaba de menos los viejos tiempos, porque seguía viviendo como siempre lo hizo, sólo que, como decía, «ahora el mundo es más grande». Por eso iba en aquel barco por decisión propia, pues estaba deseoso de conocer la tierra de los castellanos, pero, a diferencia de Juan, aprendía de los extranjeros sin renunciar a lo que siempre fue. Excepto en una cosa.

—Jonás, ¿cuál era tu nombre náhuatl?

Él se ruborizó levemente.

—Pues era…

Pero el griterío que se desató cuando anunciaron puerto a la vista no me dejó oír la respuesta. Tomó mi mano y me arrastró hacia la borda contraria. Barcazas iban y venían desde una playa a diferentes embarcaciones cuyas velas estaban plegadas. Las había de un palo, de dos, pero ninguna era del tamaño de las naos que traía la expedición de Cortés.

—Vamos a ver, orden. Apártense —nos gritó uno de los oficiales que siempre solía vocear para que arriaran o extendieran velas—. Primero bajará don Hernán Cortés junto con los nobles.

Nos hicimos a un lado, formando un pasillo, y del castillo de popa descendió el caudillo, vestido de riguroso negro, con una capa azulada ondeando al viento. Tras él, lucían sus más ostentosos penachos los dignatarios de nuestra tierra, y me emocioné al reconocer a Zolin entre ellos, con los mismos mantos que llevaba cuando consagramos nuestro matrimonio. Excitada, tomé la mano de Jonás y él murmuró a mi oído:

—Es imponente, hermoso marido.

Cortés se detuvo delante de la borda, a la espera de una barcaza. Zolin quedó justo ante mí. No me miraba, sino que mantenía la mirada hacia el frente, como el resto de dignatarios. Pero yo podía oler el perfume amaderado de su piel, y mi corazón se aceleró.

La barcaza debió de llegar a los pies del casco, pues Cortés entonces se acercó a la escalera y descendió. Justo en ese momento, Zolin me miró por un instante, pero fue con furia, y su voz escupió:

—Suéltale la mano. Recuerda quién eres.

No se ocultó Cortés a su paso por Sevilla, pero tampoco organizó un desfile que, en caso de darse, quedaba reservado para el rey. Aun así, se dispuso un orden al entrar en la ciudad, en el que don Hernán iba precedido por sus capitanes castellanos y, tras él, los más importantes nobles nahuas que trajera consigo. Zolin, ataviado con una túnica azul ribeteada con hilos plateados, se arrepintió de no haber aprendido a montar como su hermano. De haber sido así, ahora iría al lado del mismísimo Pedro de Motecuhzoma, quien ataviado como él, montaba a lomos de un corcel enjaezado, lo cual entre aquellas gentes parecía indicar rango. En cambio, se veía trasladado en aquella carroza, junto a los otros dos altos nobles tlaxaltecas que no sabían montar, y seguidos por el grueso de sus vasallos, algo más apretujados en sus carretas. Zolin vio detrás a Ignacio, quien, con una discreta túnica oscura, bajó la mirada al cruzarse con la suya, en una señal de respeto que antes había reservado para su hermano, el señor de Acolman. «Ha visto que me dan el mismo trato que al hijo de Motecuhzoma», pensó orgulloso.

No era un desfile, pero las gentes se agolpaban al paso de tan singular comitiva, y vitoreaban o aplaudían con sorpresa ante lo que veían sus ojos. La silueta de una ciudad rodeada por un amplio río lleno de barcazas se dibujaba por delante, y aun así Zolin sólo podía dirigir su mirada hacia atrás. Cubiertos por el polvo del camino, los tesoros seguían a los vasallos de los altos nobles. El oro, tan apreciado por aquellas gentes, estaba escoltado por una guardia especial, y la carreta sólo dejaba ver una lona. En cambio, los mantos de pieles, los abanicos y las plumas, los espejos de obsidiana y demás, iban en cofres, aunque se había dejado algún objeto fuera para deleite de aquellos con quienes se cruzaban. Sin embargo, lo que llamaba más la atención eran los animales, a pesar de que no todos habían sobrevivido a la travesía.

Por detrás de estos, hacinados en sus carretas, y con las vestimentas que trajeran puestas de sus tierras, iban los malabaristas, los enanos y los músicos. A Zolin le disgustaba que aquel fuera el trato al que se veía reducida Ameyali, pero su único consuelo era que, si él no iba ataviado con los mantos y tocados de su tierra como en Palos, ella tampoco sería mostrada como si fuera una de las rarezas humanas del jardín que atesorara Motecuhzoma antes de la caída de Tenochtitlán. Zolin dudaba de que su mujer se hubiera casado con él por el rito extranjero, y se sintió dichoso cuando su hermano no le obligó a ello. Pero desde que llegaran a Villarrica de la Veracruz advirtió las terribles consecuencias de ello: a ojos de los castellanos, no era su esposa. Y la separación le hacía pensar que quizás ella, al ser consciente también de la invalidez de su matrimonio, se sintiera traicionada. Ignacio le había llamado la atención sobre la relación de Ameyali con aquel texcocano larguirucho, y sentía la punzada de los celos.

En el fondo del amplio salón, los reyes permanecían sentados en unas sillas de respaldo tan alto que sobresalía por encima de sus cabezas mostrando una complicada labranza de madera salpicada de oro. Ella era la mujer más pálida que había visto hasta entonces, de frente recta y boca pequeña. Llevaba el cabello recogido en una complicada disposición de trenzas que se abultaba a ambos lados de su cabeza, a la altura de las orejas. Su vestido era de falda amplia, en grana y naranja, y el corpiño se ajustaba a su cuerpo para acabar en un escote recto, pero la piel por encima quedaba cubierta por una fina tela blanca que llegaba alrededor de su cuello. Él vestía una casaca oscura por encima de su jubón y llevaba un abultado collar con un medallón que parecía un cordero. Tenía una cara alargada, y su barba corta no lograba disimular una prominente mandíbula. Sus grandes ojos de párpados caídos le daban un aire distraído, a pesar de que permanecía pendiente de mí.

El llamado rey Carlos y doña Isabel, su esposa, no me impresionaron, y si mi corazón palpitaba exaltado mientras avanzaba por aquel salón, era por Zolin. Los miembros de la corte reunidos en el palacio de Monzón estaban de pie y habían abierto un pasillo que me conducía directamente hacia los monarcas. Centenares de ojos seguían mi recorrido, entre murmullos y alguna risa, pero no por ello temía que se me quebrara la voz. Antes de la actuación, el rey y la reina ya habían admirado los penachos y mantos, abanicos y multitud de joyas y riquezas nahuas. Luego vino la exhibición de los enanos y los hombres y mujeres blancos como la leche, y la actuación de los malabaristas y los juglares. Yo era la última en aparecer ante la corte, vestida de blanco, pero no me inquietaba la impresión que causara en aquellos extranjeros, pues no actuaría para ellos, sino para mi marido.

Hacía casi un mes que habíamos bajado del barco, y apenas sí pude verle durante nuestros desplazamientos por aquellas tierras, pues él siempre estaba con los más altos dignatarios, no sólo mexicas, sino también castellanos. Cuando llegábamos a alguna ciudad, Zolin se alojaba en palacios y a mí me llevaban a una especie de calmecac que habitaban mujeres sacerdotisas a las que llamaban monjas. Me mantenían aislada, incluso del resto de artistas, y ni siquiera veía la villa o el campo donde estábamos. Pero ignoraba si mi esposo sabría que me trataban como a una sacerdotisa. A lo largo de aquel tiempo, no habíamos podido encontrarnos a solas, por lo que aquella era mi oportunidad para, sino hablarle, sí cantarle acerca de mi vacío como madre… y como esposa. Para ello, tenía preparada una letra de mi propia invención sobre una melodía conocida, pues los cantos de mi tierra casi siempre giraban en torno a los dioses, la vida, la guerra o los campos.

Al llegar ante sus majestades hice una reverencia, tal y como me habían enseñado, y de reojo pude ver a Zolin, en un lateral a mi izquierda. Vestía al estilo castellano, con una casaca amarilla, cosa que no me extrañó, pues ni en Sevilla ni en Extremadura habían sido tratados los dignatarios como curiosidades. Eso lo dejaban al grupo de artistas, aunque a mí, igual que me alojaban aparte, me exhibían en solitario, y antes de presentarme ante el rey, sólo había cantado dos veces: una, en un iglesia consagrada a la llamada Virgen de Guadalupe, en la tierra donde nació Cortés, y otra ante un sumo sacerdote del dios único vestido de color morado.

El tambor empezó a marcar el ritmo, y como si fuera parte de mi actuación, me volví hacia mi marido. Su cara permanecía inescrutable, y si bien era algo que podía deberse a las buenas formas, me hería no ver ningún esbozo de sonrisa, ninguna señal de complicidad. A mi mente entonces acudió la fiesta de Texcoco, y temí que abandonara la sala como entonces, cuando sabía que su hermano me iba a entregar al lecho de Cortés. Quizá con la misma intención me habían procurado aquel aislamiento, como cuando Juan me hacía creer que respetaba mi virginidad como antigua sacerdotisa. Se me bloqueó el aire en el vientre y me enfadé con Zolin: ¿por qué no me reclamaba como esposa? Moví los brazos en una suave danza y le di la espalda, procurando serenarme mientras me situaba de nuevo frente a sus majestades. De reojo, pude ver a Jonás con los otros músicos, armado con su flauta a la espera de mi voz. Pero seguía con la mente en blanco, así que dejé ir el aire en un agudo trino de pájaro que despertó murmullos de admiración a mi alrededor, e incluso me pareció que el rey alzaba sus enormes párpados. Como si con ello Jonás supiera que algo malo me sucedía, la flauta sonó y me indicó el tono. Con la melodía, regresó todo lo que quería decirle a mi esposo, y cuando la flauta calló, sonó mi canto.

Empecé con mi registro más grave, el que sonaba casi como un hombre, y acabé con mi voz más aguda, fina y delicada, la que le suplicaba a Zolin que no me convirtiera en Coyolxauhqui, la diosa luna, la diosa despedazada; le pedía que uniera las partes de mi ser con su amor, que me alimentara como Huitzilopochtli lo hacía al besar las flores y otorgarles así vida. Al acabar, en el salón retumbaron los aplausos e incluso sus majestades se levantaron de sus asientos, mientras yo me mantenía inclinada en una reverencia. De reojo, vi que mi marido también aplaudía, pero esta vez reconocí la emoción en sus ojos.

Entonces los aplausos cesaron y sobre mi cabeza sonó la voz del monarca:

—María del Carmen, en verdad tu canto es un prodigio del Señor, y me congratula que en tu tierra le hayas servido. —Y dirigiéndose a uno de sus sirvientes añadió—: Que sus aposentos estén al lado de la capilla de palacio, por si desea honrarle.

Me erguí, aunque en ningún momento miré a los reyes a la cara. Un hombre, vestido con una túnica verde oscuro, se había situado a mi lado y lo seguí hacia una puerta lateral, cercana al lugar donde se habían sentado los monarcas. Al retirarme, pude oír que el rey seguía:

—En verdad, mi buen señor Cortés, ha hecho bien en convertir en vasallos de la cristiandad a almas que, sin duda, albergan a Nuestro Señor. Él le dará sus beneficios en el Reino de los Cielos, y en la Tierra humildemente le ofrezco mis favores.

La puerta se cerró tras de mí, y el silencio sólo quedó roto por los pasos del sirviente al que seguía. Entonces de una esquina surgió un hombre que tropezó conmigo.

—Lo siento, disculpe —dijo en castellano. Pero enseguida reconocí la voz de Ignacio, quien añadió en un rápido náhuatl—: Te vendrá a ver acabada la fiesta.

Enseguida se volvió hacia el sirviente, se encogió de hombros con una sonrisa y repitió:

—Lo siento.

Ignacio continuó su camino, de vuelta hacia el salón, mientras yo seguí por aquel pasillo impregnado del olor de la cera. Zolin me vendría a ver, era lo que yo deseaba, pero no me invadía la ilusión, pues sólo podía pensar una cosa: si ahora le resultaba tan fácil enviarme una señal a través de su vasallo, ¿su silencio anterior era porque me estaba castigando?

Aquella gran habitación estaba dominada por la cama más enorme que había visto en mi vida. Tenía una estructura de madera que parecía convertirla en una cabaña, cuyo techado era de telas rojas, amarillas y anaranjadas, y el colchón estaba repleto de cojines y almohadones que también lucían los colores de una puesta de sol. Las paredes eran de piedra, pero estaban recubiertas con telas que representaban jardines y que hacían más acogedor el lugar.

Dos candeleros iluminaban la estancia, uno al lado de la puerta, otro cerca de la chimenea. En esta relucían rescoldos rojizos, y como había un cesto con leña al lado, reavivé el fuego, más por sentirme acompañada de su crepitar que por frío. Me senté en una butaca que había delante, pero no lograba sentirme cómoda, así que acabé por sentarme en el suelo, cubierto con una hermosa alfombra de motivos florales. Aun así, la espera se me hacía eterna, y cuando las rodillas se lamentaron de la postura, me levanté y me tendí en la cama. Me adormecí rodeada de los almohadones y no sé cuánto tiempo pasó antes de que una presencia se cerniera sobre mis sueños, como una sombra. Me desperté sobresaltada, agitando los brazos:

—Tranquila, soy yo —susurró Zolin.

Sentado en la cama, su rostro se veía reluciente como la bebida del cacao recién salido de la baya. Me acarició la mejilla y yo me deslicé entre sus brazos, apoyando mi cabeza en su pecho. Pero este estaba cubierto por ropajes que, aunque suaves, se me hacían extraños, y a mi mente volvió la duda.

—¿Por qué no me enviaste ningún mensaje antes? —pregunté apartándome de él para mirarle a los ojos.

—Me temo que estamos atrapados por… Cortés piensa que sigues siendo casta. No tiene idea de que estás casada.

—Pues díselo —le reclamé golpeándole en el pecho. Zolin tomó mi puño cerrado entre sus manos, con fuerza—. Estás siempre con él, y todos te tratan como a un gran señor.

—No entienden nuestras costumbres, Ameyali, y estamos muy lejos de nuestra tierra. ¿No querrás provocarlos? Es mejor que sigan convencidos de que eres virgen, créeme. Eso te protege, como si fueras una de sus sacerdotisas.

Probablemente tenía razón, por lo que suspiré resignada. Aun así, mi puño permaneció cerrado entre sus manos, pues me di cuenta de que, en verdad, me había dolido su indiferencia. Me había hecho sentir abandonada, y a pesar de lo que me acababa de decir, me molestaba que aquella situación no pareciera haberle costado ningún sufrimiento.

—Podrías haberme mandado alguna señal, algún mensaje antes.

—Es peligroso. No sabes lo que he tenido que hacer para llegar hasta aquí. Ignacio está en la puerta, vigilando. A mí tampoco me gusta verte a escondidas, pero ante todo debo protegerte.

Negué con la cabeza, poco convencida.

—¿Y lo del barco, a la salida? ¿También me pediste que soltara la mano de Jonás para protegerme?

—Soy tu marido, aunque tenga que disimular, soy tu marido y no te voy a consentir que me humilles con otro.

—No tienes que sentirte humillado. Es como un hermano, que me cuida y me honra.

—Pero un hombre es un hombre, Ameyali, y tú eres una mujer hermosa.

—En la que debes confiar, Zolin. No me obligues a sentirme más aislada aun, apenas sí lo veo desde que bajamos del barco. Soy una prisionera, lejos de mi hijo, lejos de mi casa y lejos de ti.

Él me abrazó con fuerza y murmuró:

—Ten paciencia, amor mío. Yo también te echo de menos. Es doloroso, muy doloroso…

Me aferré entonces a su cuerpo, reconfortada por sus palabras. Alcé la cabeza, deseosa de sus labios. Zolin los entreabrió y los aproximó a los míos, pero de pronto apartó su rostro y puso un dedo sobre mi boca, indicando silencio. Fuera se oían murmullos, y no tardó en chirriar el pomo de la puerta.

Tras las actuaciones de los naturales, su majestad el emperador se retiró de la sala de recepciones y ordenó que le trajeran viandas a la estancia. Sobre la mesa alargada, los criados dispusieron algo de pan, jamón y frutas, y en una delicada copa sirvieron el vino a don Carlos, quien se hallaba sentado en un extremo. A su derecha, frente a un pergamino, con un frasco de tinta y una pluma dispuestos para la escritura, el gran canciller Mercurino de Gattinara había dejado el birrete sobre su regazo, y su sobrio rostro, de barbilla cuadrada y finos labios, parecía desconcertado. El mensaje que su majestad le había lanzado a Cortés le hacía temer posibles problemas, pues contar con los favores del emperador de la cristiandad quizá diera demasiadas alas a aquel noble, sin duda gran conquistador, pero por ello también peligroso. Al mismo Gattinara le habían impresionado el oro y los exóticos objetos traídos por el hidalgo extremeño, y sin duda la voz de la joven natural le había sobrecogido, pero temía que todo ello hubiera cambiado la opinión de don Carlos, cuando ya tenían concretada su posición al respecto. Por eso, mientras el rey daba un sorbo al vino, el gran canciller se atrevió a preguntar:

—Entonces, ¿su majestad mantiene que partan los miembros de la Audiencia a México, tal y como determinó antes de que Cortés viniera a Castilla?

Don Carlos tragó el vino y sonrió:

—Por supuesto. Necesitamos a alguien allí que asuma el gobierno, y de momento seguiré sus consejos, estimado Gattinara. Es mejor que no se lo confiemos a un solo hombre, y menos a Cortés. Pero no podemos dejarlo sin recompensa: también sería peligroso.

—Podría mantenerlo como capitán general, pues, supeditado a la Audiencia, no tendría poder, pero tampoco motivo de queja —sugirió el gran canciller.

—Sí, también démosle una gran encomienda, la mayor de todas, y un título de marqués de algún valle en la Nueva España. Que no dude de mi agradecimiento.

—Mandaré que se concrete. ¿Y el juicio de residencia?

—Para eso hemos enviado a la Audiencia, ¿no? Que por el momento no toquen sus bienes no significa que no preparen el juicio, advierta al presidente Nuño de Guzmán de ello. Hernán Cortés debe cumplir con lo mismo que otros que también ganaron vasallos para la Corona de Castilla.

Luego don Carlos alargó la mano y tomó un racimo de uvas mientras Gattinara anotaba sus disposiciones.

—También sería bueno que esos caciques naturales supieran de la generosidad de su nuevo monarca, para que lo puedan contar a su regreso —apuntó el gran canciller sin alzar la pluma del pergamino.

Don Carlos tragó una uva, satisfecho ante tal observación.

—Sí, claro. ¿Trajes? A cargo de la Corona, y asegúrese de que sigan siendo tratados como nobles en todo momento. Y, ahora —el monarca suspiró y el tono de su voz se tornó sombrío—, ¿cómo van las negociaciones con el Papa? Deberíamos pensar algo para encauzar la situación. ¡Ya hace meses que retiramos el ejército de la ciudad!

El guardia borgoñón abrió la puerta con tal brusquedad que el capotillo amarillo que llevaba sobre el hombro se balanceó hacia la espalda.

—¿Qué hace este hombre en sus aposentos? —bramó con furia.

Un escalofrío recorrió la espalda de Ignacio, pues de pronto temió no cumplir con la misión en los términos que le había encomendado Juan. María del Carmen permanecía en pie delante de la cama, totalmente vestida, y Santiago Zolin estaba arrodillado en el suelo, mirando hacia la puerta con sorpresa.

—Y vos, ¿cómo os atrevéis a entrar así en mis aposentos? —respondió la mujer en su tono más grave e imponente.

El guardia dudó, pero acabó por quitarse la parlota negra e inclinó la cabeza descubierta en señal de respeto mientras se explicaba:

—Cumplo órdenes de su majestad. Mi deber es guardar su honra, señora.

—Ese es también el deber de este noble señor —dijo ella señalando a Zolin.

El guardia se volvió hacia Ignacio, que se encogió de hombros con una media sonrisa. Mientras, mi marido se puso en pie, y al reajustarse la casaca, el borgoñón reconoció a uno de los seis altos dignatarios indios que había traído Cortés, y a los que el rey había dispuesto que se tratara como a nobles cristianos.

—Su majestad le habrá ordenado que vigile puertas afuera, supongo —dijo Zolin. El guardia asintió—. Bien, porque mi deber es asegurarme de que la habitación no guarda peligros para la doncella. Espero que de ahora en adelante haga gala de las buenas formas y María del Carmen no sea molestada.

Con una mirada reprobatoria hacia Ignacio, Santiago Zolin salió de la estancia y se perdió por el pasillo. El guardia cerró la puerta disculpándose ante la dama, y entonces se encaró con el vasallo indio.

—Me dijiste que ella tenía otras intenciones, ¡pero estaba vestida!

—Esa mujer no es lo que parece —insistió Ignacio.

El guardia apretó los dientes y escupió su respuesta:

—Ni se te ocurra meterme en conspiraciones entre indios. ¡Largo!

Ignacio se volvió, y tan disgustado como pensativo, se marchó en la misma dirección que Santiago. Aquello había sido demasiado arriesgado. No podía conformarse con seguir alimentando los celos para que fuera él quien la repudiara, pues desde que habían tomado tierra, Ameyali permanecía aislada en conventos. Pero debía buscar la forma de cumplir con las órdenes de Juan, sin poner en peligro a su hermano para librarse de ella.

—Quizá debiera desplazarme a Roma para procurar una capitulación de Clemente y hacer que la reconciliación sea en persona —dijo don Carlos con la mirada en el techo revestido de madera, como si pensara en voz alta.

Gattinara se apoyó ligeramente en el alto respaldo de la silla. Era ya un hombre mayor, y había sido una larga jornada, por lo que se sentía agotado. Aun así, respondió con tanta sinceridad como cautela:

—El saqueo de la ciudad se nos fue de las manos, y aunque es obvio que su majestad no aprueba tal descontrol y ya hace tiempo que se retiraron las tropas imperiales, los romanos han sufrido.

—Entiendo, si fuera a su ciudad lo podrían ver como una provocación. —Don Carlos miró a su gran canciller—. Busquemos otro sitio para un encuentro. Que sigan las negociaciones, pero que entienda que no seré yo quien inicie una reforma de la Iglesia: ese es su deber. Aun así, quiero firmeza, pues hemos de conseguir que Clemente VII se comprometa a convocar el concilio.

—Es posible que algún gesto pacífico facilitara la negociación.

—¿Algún regalo? Ni hablar —repuso don Carlos negando enérgicamente con la cabeza—. Fue el Papa quien rompió sus tratados conmigo, se alió con Francisco de Francia y… ¡Nada de regalos!

—Disculpe, me refería a un gesto como el que se ofrecería a un papa en caso de que hubiera reinado la paz. Quizá, no sé, podría enviar a alguno de esos indios, la dama que cantó, algún malabarista… Vasallos de su majestad, y a su vez nuevos cristianos, almas del Señor.

—Me gusta. Es el cristianismo lo que nos une. Arréglalo.