Roma, año de Nuestro Señor de 1527
Galcerán entró en el hospital del Santo Spirito con la parlota en la mano y subió las escaleras hacia la austera celda que se había convertido en su alojamiento. Con un suspiro de alivio se desprendió del capotillo de su uniforme de gala y lo tiró con descuido sobre el camastro. Luego se desprendió de los zapatos, cuya lazada le parecía tan superflua como ridícula, y se desabrochó el brillante jubón. Prefería el uniforme de campaña, pero no podía presentarse así a las reuniones del mando. «Probablemente lo usaré muy poco de ahora en adelante», se dijo mientras se sentaba en la silla. Puso los pies descalzos sobre la mesa vacía que se empotraba en la pared y, recostado en el respaldo, miró por el ventanuco. El Tíber descendía oscuro bajo un cielo incierto, cuyas nubes discurrían sin decidirse a ocultar el sol.
«Ya no hay vuelta atrás», pensó. Mantendría el rango de coronel, aunque los hombres bajo su mando quedarían reducidos a dos compañías en cuanto las tropas abandonaran Roma. «Espero que valga la pena», se dijo llevándose las manos tras la nuca para recostar la cabeza. El descontrolado saqueo duró una semana, y hacía casi un mes que cierta sensación de orden había regresado a la ciudad, a pesar de que el ejército imperial seguía allí y el Papa permanecía preso en el castillo de Sant’Angelo. Pero en cuanto Clemente VII entregara los cuatrocientos mil ducados del rescate, que Galcerán estaba seguro que ahora pagaría por él mismo como no lo hizo en su momento por la ciudad, las tropas de Carlos V se retirarían. Sólo quedarían unos pocos a la espera de los embajadores encargados de negociar el tratado de paz.
Él se había presentado voluntario para permanecer en Roma, prefiriendo por primera vez en muchos años la inactividad a la guerra, y había solicitado que el conde de Empúries también lo hiciera como oficial médico. Alegó para ello que los recelos de los romanos tras el saqueo no hacían fiable la atención médica local. Pero en realidad su solicitud se basaba en el parentesco que los unía, y que le impulsaba a impedir que Martí se enfrentara a una verdadera batalla.
El joven conde le generaba mucha curiosidad. Jamás se refería a Gerard de Prades como su abuelo, incluso evitaba hablar de él, parecía rechazar su título nobiliario y le había dejado claro que prefería ser el médico, sin más. Con un suspiro, se preguntó si él mismo habría elegido aquella vida militar de no sentirse impulsado a huir. Pero pronto sacudió la cabeza, a sabiendas de que ya no cabía vuelta atrás. No sabía vivir otra vida que la del desarraigo, y debía reconocer que, a pesar de la añoranza de los primeros años, había aprendido a disfrutar de la libertad que le brindaba. Amó a Gerard de Prades como al padre que no tuvo, quizá más, pues siempre se sintió desbordado por un sentimiento de deuda y agradecimiento hacia el viejo noble. Pero con los años, con sus propios actos a la espalda, y sobre todo con aquellos que le habían llevado a cuestionarse su propio honor, Galcerán a veces creía entender el silencio de Martí y se preguntaba si había hecho bien al no dejarle marchar.
Querían cerrarle la boca, y ya le parecía bien, la cerraría. Pero Alfons Mascó siempre dejó claro a fray Benet que no le interesaba el dinero. La súbita desaparición de Martí Alzina le había dejado sin la recompensa deseada, por no hablar de la venganza. Pero en su intento por salvar la situación, aunque no había encontrado pistas del prófugo ni averiguado la procedencia de su teórica fortuna, sí que se topó con una puerta abierta en su propio beneficio. Y aguardaba ahora en el jardín del palacio episcopal para apropiarse de ello. Alfons estaba convencido de que su suerte al fin volvía.
Había tenido una mala racha con el juego, que dejaba al descubierto un agujero en las cuentas de su padre, pero esperaba estar lejos cuando este lo descubriera. «Con mi nueva posición, le haré ganar más de lo que jamás imaginara. Podrá comerciar con Inglaterra directamente, sin pasar por los mercados de Génova o Florencia», se decía. El fallecimiento del obispo Miquel, en verdad, se había convertido en un golpe de suerte.
Se decía que habían hallado el cadáver del prelado en la cama, con semblante apacible y una cruz entre sus manos. Pero a Alfons le parecía sospechoso que la muerte hubiera sucedido poco después de que hallara aquella carta entre los libros de la casa del call. Escrita por un judío llamado Isaac, aludía a la marcha de su hijo Miquel con la corte de Carlos V, como secretario de su predecesor en el obispado de la Ciudad Condal. Alfons no daba crédito a su buena fortuna y no le extrañaba que quisieran acallar todo el asunto.
Mucho debía de ser lo que temieran que desatara todo aquello, pues en ese momento aguardaba para ser presentado a Miquel Mai. De origen barcelonés, micer Mai había sido fiel servidor del difunto rey don Fernando como vicecanciller de la Corona de Aragón, y su formación en derecho así como sus habilidades diplomáticas ahora estaban al servicio de Carlos V. Alfons dejaría la ciudad sin ser caballero, cierto, pero prestar sus servicios a Miquel Mai le podía llevar directamente a la corte de su majestad.
—Mi querido amigo… —oyó tras de sí.
El joven se giró y vio cómo fray Benet se acercaba con los brazos extendidos. Bajo su hábito dominico, las sandalias hacían crujir los matojos resecos por el sol veraniego.
—No esperaba que me recibiera usted en persona —mintió Alfons tras una reverencia.
—¿Cómo no? Mis progresos en el servicio al Señor sin duda han hallado el camino gracias a usted. —El fraile le puso una mano en el hombro y le invitó a avanzar hacia el interior de palacio—. El nuevo obispo le espera. Aunque me temo que ha habido un pequeño cambio de planes.
—¿Cómo? ¿Acaso no está con él micer Mai?
Fray Benet puso un pie en la escalera que los llevaría al segundo piso.
—Sí, desde luego, y deseoso de conocerle. Le hemos recomendado enérgicamente, y seguro que usted acabará de convencerlo para que le incorpore entre los funcionarios que llevan sus cuentas reales.
Desconcertado, Alfons se agarró a la baranda de piedra para ayudarse a subir la escalera. Fray Benet ya estaba unos cuantos pasos por delante cuando el joven comentó:
—Entonces, discúlpeme, pero no entiendo en qué han variado los planes.
—Como sabe, el emperador tenía pensado enviar a Miquel Mai a las islas británicas para que se encargara de resolver el feo asunto del pretendido divorcio entre Enrique VIII y su tía Catalina de Aragón. Eso es lo que ha cambiado, los planes de su majestad. Miquel Mai ya no va a Inglaterra.
—¿Y adónde se le envía? —preguntó Alfons con cierto recelo, pues si el emperador quería dejarlo en Barcelona, la situación con su padre se ponía muy difícil para él.
Fray Benet se detuvo en lo alto de la escalera y se volvió con una enorme sonrisa complacida.
—Se lo contará él mismo, pero le agradará. Es el mejor destino que cualquier hombre piadoso pudiera imaginar. Y a usted, Alfons, Dios le guía, no me cabe duda.
Bajo un joven árbol de la orilla, Martí contemplaba el ir y venir de las barcazas por el río Tíber. De sus aguas se elevaba un olor fétido, mezcla de orín y bochorno estival. «Si lloviera, todo quedaría limpio», pensó. Pero las blancas nubes que moteaban el cielo no permitían esperar que eso ocurriera.
Tras él, el hospital del Santo Sprito se erigía imponente sobre sus arcadas, y el médico se preguntaba cuánto tiempo más permanecería alojado en aquel edificio. La nave principal contaba con unas mil camas, y en los pabellones había vuelto el orden que separaba a hombres de mujeres. Él aún atendía a algunos soldados y acompañantes de las tropas, pero ya no venían a consulta tanto como antes del saqueo, y los romanos, escarmentados por todo lo sucedido, preferían los servicios de los médicos de la ciudad, por lo que el joven no tenía demasiado trabajo. Aun así, sospechaba que se quedaría. Galcerán no se lo había anunciado oficialmente, pero entre las tropas se decía que se había presentado voluntario para guardar Roma.
«Quizás atienda mi petición y arregle las cosas para librarme del contrato», se dijo carente de entusiasmo, pues ninguna fe acompañaba a sus pensamientos. Sentía que nunca había tomado las riendas de su vida, y lo peor era que se engañaba cuando creía que lo hacía. Pero ahora que era consciente de ello, necesitaba imperiosamente tomarlas. Y sentía que el primer paso era recuperar la libertad que el ejército le quitaba. Unos pasos sobre la hierba reseca interrumpieron sus pensamientos.
—¿Poco trabajo? —oyó que decía tras de sí su primo.
Martí no pudo evitar una punzada de rabia, por lo que ni siquiera se volvió. Galcerán ignoró su gesto esquivo, se sentó a su lado y con la mirada sobre el río comentó:
—Supongo que ya te has enterado de que nos quedamos.
Martí se cruzó de brazos y no respondió.
—¿Estás enfadado porque no te libero de tu contrato? Bueno, me lo agradecerás. No es muy honorable incumplir los compromisos adquiridos.
—No sabes nada de mí.
—Sé que eres un buen oficial médico, aunque, la verdad, ignoro todo el resto sobre ti. Mi joven conde, me tienes desconcertado.
—Y tú prisionero.
—No —sentenció el coronel—. Tú te comprometiste a esto, viniste voluntario y cobrando. Pero ¡ah!, la sed de aventuras ya quedó saciada y ahora el señor se quiere volver a casa. Pues no, te doy la oportunidad de que cumplas con honor. Nos quedamos porque no tengo claro el motivo que te trajo aquí, y aunque me creas cruel, no te voy a hacer pasar por una batalla de verdad. Soy tu coronel, y como tal ejerzo, pero también te protejo como miembro de tu linaje.
Martí lo escrutó. Sus ojos rasgados desprendían un brillo de dura franqueza, y, después de todo, debía reconocer que desde su llegada a Viterbo le había protegido. El joven, pensativo, desvió la mirada hacia el río.
—Jamás vine por sed de aventuras —se le escapó en un murmullo.
—Y, entonces, ¿por qué? —preguntó Galcerán en tono conciliador.
Martí se volvió hacia él.
—¿Y tú por qué estás aquí?
Su primo sonrió y se puso en pie.
—Mira, si tanto te disgusta el ejército, espabila. Yo soy tu coronel, pero tú eres el conde de Empúries. Y si te sabes mover aquí en Roma, lo que yo decida no tendrá valor.
Y tras darle una palmada en el hombro, se alejó. Martí observó cómo se marchaba ribera arriba, hasta que accedió a una calzada y desapareció de su vista. Entonces el joven se permitió suspirar, confuso: según su sentido del honor y del compromiso, Galcerán le estaba ayudando.