Acolman, año de Nuestro Señor de 1527
Sólo el campanario sobresalía de entre las casas. Al aproximarse se divisaba el extraño tejado inclinado de la iglesia y parte del palacio, y ni tan siquiera los ruidos que llegaban hasta mí parecían los mismos, pues apenas sí se gritaba en el mercado y sólo los murmullos del guajolote se elevaban libres, sin la competencia de los ladridos de los perros que en otros tiempos hicieron famoso Acolman. Huemac dormía sobre mi pecho, pero pronto despertaría para reclamar alimento, por lo que dejé atrás el riachuelo antes de que el sol llegara a su cenit. Regresaba a casa, un ciclo lunar más perseguida por la frustración.
«Podrás encontrarnos allí donde Xochiquetzal te eligió», me dijo el nigromante. Por eso, desde el bautizo de mi hijo, lo envolvía alrededor de mi cuerpo, le quitaba la cruz de san Antón y me lo llevaba a Teotihuacán. A aquella ciudad peregrinaba Motecuhzoma, el antiguo huey tlatoani mexica, con cada ciclo lunar. Y en uno de sus viajes supe que Xochiquetzal, la diosa flor hermosa, me había elegido. «Coyolxauhqui te guiará», aseguró el nigromante. Así que salía de día, pero sólo cuando la luna llena permanecía en el cielo, como si se atreviera a desafiar al Huitzilopochtli naciente.
Aunque sabía dónde se habían hecho ritos a Quetzalcóatl, no me atrevía a buscar la cueva a la que Yaretzi me llevó por miedo al ataque de algún jaguar. Y precisamente por el peligro que representaban, estaba convencida de que las palabras del nigromante se referían a alguno de los templos abandonados de Teotihuacán, los únicos que se mantenían en pie por aquellas tierras. Sin embargo, allí sólo hallé, una vez más, matojos que se comían la desierta ciudad de los dioses, y ahora tendría que esperar a que se completara el siguiente ciclo lunar. ¿Sería tiempo suficiente? Cada día temía que llegara un mensaje anunciando la partida de Zolin. Y esto aumentaba mi ansiedad, mi necesidad de reencontrarme con lo que quedara de nuestros ritos, pues de alguna manera sentía que rogar por el retorno de los antiguos dioses era rogar por el de mi esposo.
Llegué a las huertas que cercaban Acolman y caminé entre los senderos, cuidando de no pisar las plantas de las calabazas, que se arrastraban por la tierra. Entonces vi a Juan a lomos de aquel caballo pardo traído de Tenochtitlán, sobre el que se exhibía en sus cada vez más habituales visitas. De pronto me di cuenta de que estas coincidían con los ciclos lunares, y me pregunté si ello tenía algún significado, pero no intenté encontrar una respuesta y seguí mi camino, procurando que no me viera. Sus ojos cada vez me parecían más turbadores. Tomé una callejuela en la que sólo me crucé con la respetuosa mirada de soslayo de dos campesinos, pero no lograba sacarme de la cabeza el brillo en los ojos de Juan cada vez que se dirigía a mi hijo como Hipólito. «Es el santo patrón de los caballos, ¿lo sabías, Carmen? —me decía—. Mi sobrino será el mejor jinete de estas tierras y, Dios mediante, recibirá la mejor educación en Texcoco».
Con un suspiro, entré en el palacio por la puerta trasera que daba a nuestro huerto. Lo rodeé, y al llegar a la estancia donde dormía con mi marido, me lo encontré en la puerta, sentado sobre una estera. Cabizbajo, con las piernas dobladas, sujetaba la cruz de san Antón entre sus manos. Cuando llegué a su altura, alzó la cabeza y me clavó una mirada entristecida.
—¿Dónde has estado? —preguntó.
—He ido a buscar hierbas —respondí mostrando el manojo que llevaba.
Él bajó la vista y me senté a su lado. Desprendí a Huemac de la tela que lo sujetaba a mi cuerpo, y el pequeño se despertó con un leve quejido. Me apresuré a sacar el pecho de mi blusa y el bebé se aferró al pezón. Yo notaba el tacto del brazo de Zolin sobre el mío, e intuí que se volvía para mirar al pequeño.
—Lo has sacado sin la cruz —susurró—. Acordamos que no saldría sin ella.
—Era al amanecer, y he ido al campo, Zolin.
—¿Para qué tan temprano? —preguntó irritado.
Evité sus ojos, con la sensación de tener una cuenta pendiente, pero sin ver el momento de saldarla.
—Sabes que me gusta aprovechar el día —respondí a la defensiva.
No me atreví a contarle nada acerca de mi encuentro con el nigromante porque sentía que me llevaría a formularle preguntas cuyas respuestas me atemorizaban.
—Ameyali, sales siempre con la luna llena. ¿Crees qué no me he dado cuenta?
—Es porque indica el momento del mes propicio para recolectar las hierbas.
—De acuerdo, no te lo discutiré —se apresuró a decir, como si temiera que yo añadiera algo más—. Si queda algún dios antiguo para quien las cosas no han cambiado tanto, seguro que es la diosa Coyolxauhqui. Pero ponle la cruz al niño, sólo te pido eso. Mi hermano anda por aquí…
—Lo he visto. No sabe que he sacado a Huemac sin la cruz.
—¡Es igual! ¿Tanto te cuesta complacer a tu marido? —se exasperó él.
Callé. Cambié a Huemac de pecho y me mantuve en silencio. La noticia de su marcha a Castilla me hizo desistir de hablar acerca de su actitud en el bautizo. Me limité a aceptar que mi hijo llevara la cruz para, como decía Zolin, protegerlo de los clérigos que destruyeron los templos de nuestros dioses. Pero ¿precisamente aquella?
—¿Por qué la guardaste? —murmuré.
—¿Cómo dices?
Entonces lo miré.
—Es la cruz que me arrancó fray Antonio cuando concebimos a nuestro hijo. Dijo que el acto era pecado. ¿Por qué la guardaste?
—Supongo que no me atreví a tirarla —respondió él encogiéndose de hombros, y volvió la mirada hacia el colgante, ahora en sus rodillas.
—¿Por qué? —La pregunta huyó en un susurro de mis labios, sin que mi miedo tuviera tiempo de detenerla.
—No quería ofender al dios único —respondió con el ceño fruncido. Luego enarcó las cejas y me miró con una profunda tristeza en sus ojos—. ¡Venció a nuestros dioses!
—Pero no están muertos, Zolin —respondí con un nudo en la garganta—. ¿No creerás que nuestro hijo es fruto del pecado, que es una ofensa a ese Dios?
—No, pero… —Su voz se quebró y sus ojos acudieron en busca de Huemac—. Temo por él, Ameyali, por nosotros.
Conmovida, le acaricié una mejilla y él se refugió en mí apoyando su cabeza en mi hombro.
—Sólo prométeme que le pondrás la cruz cuando yo no esté, por favor —me suplicó con un sollozo ahogado.
Juan azuzó al viejo Parrado, que entró al galope en el patio de armas de su palacio en Acolman. Pedro Solís había insistido en que se lo llevara, pues su futuro cuñado no podía moverse por su ciudad sin montura. El cacique hizo que el caballo se detuviera y bajó, pero sentía que el paseo matinal no había desvanecido su mal humor. Itzmin tomó las riendas, dispuesto a llevar el corcel al abrevadero que había delante de la caballeriza. El viejo criador de perros tenía habilidad con todo tipo de animales, y había aprendido rápidamente a atender las necesidades de Parrado.
—Cepíllalo bien en cuanto acabe de beber.
—Sí, mi señor —respondió Itzmin.
Juan se volvió y subió con ímpetu las escaleras hacia la planta noble de palacio. Diversos escribas trabajaban en las estancias que daban al soportal, llevando el control de los tributos e instruyendo los litigios que se producían en las diferentes aldeas, ya fuera por algún disturbio o por el uso de las tierras. Escribían como siempre, sentados en el suelo y realizando tareas que no diferían mucho de las de épocas pasadas; sin embargo, lo hacían bajo las ventanas, algo de lo que adolecían los palacios de antaño. Juan pasó de largo mientras pensaba: «Por lo menos Santiago no los esconde como hace consigo mismo». Cada vez le irritaba más saber que su hermano seguía durmiendo en el oscuro cuarto de los aperos, en la parte de atrás, como un vulgar sirviente. «Y todo por culpa de la sacerdotisa», se decía mientras hacía sonar sus botas por el soportal. Su plan con el bautismo de Hipólito no había funcionado del todo, y la conveniente ausencia de Carmen durante la ceremonia nada tuvo que ver con una crisis matrimonial, como él había deseado, sino que más bien se debió a todo lo contrario. De alguna manera, Santiago lo había organizado para que ella no asistiera, pero sin necesidad de contarle su compromiso de criar al pequeño como cristiano. A cada visita posterior al bautizo que hizo a Acolman, Juan albergaba la esperanza de que su hermano hubiera hablado, e incluso lo provocaba aludiendo a la escuela cristiana de Texcoco, pero cuando Carmen estaba presente, él siempre evitaba el tema, por lo que dejó de mencionarlo.
Con un manotazo sobre el pomo, abrió la puerta de su estudio y entró. Al igual que los castellanos, cada estancia de aquel palacio tenía un uso, y el mobiliario era acorde con el mismo. Allí tenía la mesa en la que despachaba la correspondencia y los asuntos de la ciudad, pero le disgustaba pensar que su hermano no la empleaba, ya que prefería trabajar siempre en la misma estancia que los escribas. «Quizá su visita a Castilla le cambie y le haga entrar en razón», pensó Juan mientras tomaba asiento. Con su hermano manteniendo las costumbres antiguas tan a la vista no podía traer a Rosario, ni mucho menos a Pedro Solís y doña Dolores. Ahora más que nunca cobraba importancia afianzar ese matrimonio, pues si Cortés se llevaba a Santiago como forma de chantaje, más necesaria se le hacía la alianza con Solís. Tras un año de cortejo, Rosario aceptaba el compromiso, y de buen grado, ya que lo consideraba poco menos que un príncipe. Pero en su futura visita, debía asegurarse de que no se sintiera en el palacio de un indio, sino en el de un noble castellano.
Se recostó en el respaldo de la silla y sopesó la situación. El problema inmediato radicaba en cuánto tardaría Cortés en llevarse a Santiago. De momento, Solís no insistía en venir con las dos damas, pues Juan le recordaba que aunque el caudillo estaba refugiado en Cuernavaca, Acolman seguía siendo su encomienda. Por ello resultaba más prudente esperar a que él se marchara a Castilla. Pero Solís a menudo era una persona impaciente, y Juan temía que insistiera, sabiendo a Cortés más ocupado con otros menesteres. «No sé cómo permití que esa mujer entrara así en la vida de mi hermano —se dijo mientras se erguía con brusquedad—. Tengo que separarlos como sea».
Entonces alguien golpeó la puerta y se tragó su irritación con una llamada a su paciencia.
—Adelante.
La puerta se abrió con un leve chirrido y asomó Ignacio, un hombre de su misma edad, rostro flácido y piel muy fina. Su complexión fornida, propia de un guerrero, siempre fue desaprovechada, pues desde joven ejerció como recaudador de tributos de Texcoco en Acolman. Pero tras la entrada de los castellanos, dejó el servicio en la desbandada corte de Cacama incluso antes de que este fuera ejecutado y se puso a su servicio, llegando a dirigir los asuntos de Acolman cuando él y Santiago se habían ausentado de la ciudad.
—Mi señor —saludó con reverencia, y le tendió un pergamino que llevaba en la mano—. Ha llegado este mensaje para usted.
Procedía de Texcoco, pero estaba lacrado con el sello de Cortés. Juan lo abrió con impaciencia, y a medida que sus ojos recorrieron la escritura náhuatl con los que los castellanos enviaban órdenes a los caciques naturales de las ciudades, su rostro enrojeció.
Zolin temía al dios extranjero porque había vencido a los nuestros. Saber esto, en parte me alivió, porque de alguna manera él seguía creyendo en ellos. Pero no le conté nada del nigromante, sino que le llevé a combatir su desesperanza con mi cuerpo, entre jadeos sudorosos y el mandato de mis movimientos sobre su ansiosa precipitación.
Luego apenas se quedó en la estera y entendí que la precipitación poco tenía que ver con el deseo incontrolado.
—Tengo que ir a atender asuntos con mi hermano —señaló mientras se dirigía al baúl tejido donde guardaba su ropa.
—Claro —respondí cubriéndome con la blusa—. Yo también tengo cosas que hacer. Huemac no tardará en despertar, y quiero ayudar a Yaretzi en la cocina.
—No es necesario.
—¿Por qué está Juan aquí? —Se me escapó en un tono más seco de lo que hubiera deseado.
—Porque no es digno de tu posición —respondió él, desnudo y de pie, clavándome su mirada con rabia.
Me levanté, a punto de responder a su brusquedad, pero me di cuenta de lo absurdo que era iniciar una discusión por aquello y me contuve. Como si leyera mis pensamientos, él relajó su expresión, se acercó y me besó.
—Es la partida, nos pone nerviosos —me susurró en un abrazo—. No quiero alejarme de ti, pero no es culpa de Juan.
—Lo siento —respondí separándome un poco. Él me mantenía sujeta por la cintura; yo le acaricié la mejilla y luego, con mis manos en su torso, añadí—: Pero no me digas que ayudar a Yaretzi no es digno de mi posición. Cuando te vayas, necesitaré estar ocupada y rodeada de gente querida. A no ser que creas que tu hermano me considerará una criada por ello.
Zolin bajó la mirada, en silencio. Yo sonreí con amargura y le besé la frente. Al final yo tenía razón, y su reprimenda anterior era por Juan. Pero callé, consciente de que, más que su partida, quien tensaba nuestra relación era su hermano. Huemac murmuró entre sueños y, con suavidad, solté las manos de mi esposo de mi cintura. Me volví hacia el otro extremo de la sala y tomé al pequeño en brazos. Luego le dirigí una sonrisa y salí de la estancia.
Recogí del suelo el manojo de plantas que había recolectado, pues no quería que Zolin se diera cuenta de cuán inútiles eran, y me senté al borde de la huerta. En la parte más alejada crecían tomateras, que se enfilaban por los palos en un enramado piramidal. El sol estaba cubierto por finas nubes blancas, pero su luz mate no dejaba de desprender calor. Sentía que mi marido no quería admitirlo, pero él también se daba cuenta de la tensión que provocaba su hermano en nuestra relación. Antes de casarnos, nos tomábamos con humor los cambios de Cipactli, cada vez más castellano, más Juan. Pero desde el regreso de Cortés, desde mi salida precipitada de Tenochtitlán y la boda, un vago temor nos impedía hablar del tema. Entonces me di cuenta de que si no le había contado nada a Zolin del nigromante y de mi propia búsqueda, no era porque dudase de sus creencias, sino por miedo a que su hermano se enterase.
Huemac despertó y agitó manos y pies como si quisiera desentumecerse. Le acaricié la mejilla y sonrió con un gorgojeo que disipó dudas y pesares. Lo senté en mi regazo, su espalda apoyada en mi vientre, y tarareé una melodía. Entonces, de entre las tomateras, apareció Yaretzi portando alguno de sus frutos rojos. Zolin salió de la habitación vestido con una túnica verde mientras la mujer se acercaba. Ella no dijo nada cuando vio el manojo de plantas que yo había traído esa mañana, sólo miró a mi marido de soslayo y este, al advertirlo, dijo encogiéndose de hombros:
—Más vale que me acostumbre a estas ropas. No creo que cuando parta me dejen llevar otras.
Aunque yo sabía que la mirada de la anciana nada tenía que ver con el vestuario, ella le sonrió inclinando la cabeza y luego tomó las plantas.
—Las prepararé para… los remedios —dijo con expresión adusta.
Yo no había dejado de tararear, y le dediqué una sonrisa agradecida, a pesar de la reprimenda en su mirada. Ella sabía, pero no le gustaba que actuara a espaldas de Zolin. A pesar de ello, respetaba mi decisión como jamás antes lo había hecho.
La portezuela que conectaba el huerto trasero con el patio de armas chirrió. Todos volvimos la cabeza y yo dejé de tararear. Juan se acercaba con el rostro contraído y un andar furioso. Al llegar a nuestra altura, le tendió un amatl arrugado a Zolin mientras clavaba en mí su mirada como si sus ojos fueran una daga. Huemac se revolvió en mi regazo, inquieto, y de pronto se me ocurrió que mi marido también temía a su hermano, de ahí la insistencia de la cruz sobre el pecho de nuestro hijo o lo de mantener las formas sociales de mi noble posición.
—Esto es en pocos meses —dijo entonces Zolin, mirando a su hermano con un brillo de alegría en los ojos.
—¿Es sobre tu partida? —pregunté desconcertada por la sonrisa de mi marido.
Él me miró.
—Nuestra partida, mi amor. Vienes conmigo a Castilla.