XI

Roma, año de Nuestro Señor de 1527

La niebla cercaba las tiendas del campamento y teñía de colores opacos los estandartes clavados a la entrada. A las afueras había un terreno destinado al ejercicio con los caballos, y sus relinchos se elevaban por encima de los cascos al galope. Enfrente, unos soldados acortaban el campo de prácticas de los ballesteros para adaptarlo a lo que les permitía ver el día brumoso. Para Martí, el ejército era algo tan lejano como ajeno, pero estaba allí, y sus botas parecían temerosas de dejar huella al pasar entre los carros cargados de piquetas. La incertidumbre que lo acompañó en su viaje a bordo de la galera se había convertido en miedo, y su sentimiento de soledad parecía agudizarse mientras seguía los pasos del sargento mayor.

Desde el momento en que embarcó y en la lejanía vio desaparecer la costa, el joven empezó a cumplir la penitencia que el obispo le había impuesto: «Pagarás tu pecado, pero no morirás». La brisa marina le trajo el castigo en forma de una soledad mecida por la inquietud. Volvió a pensar en las palabras del prelado, y el hecho de que le asegurara que viviría ya no le resultó tan tranquilizador. Tras la muerte de Amador y Teresa, había encontrado un camino para reconciliarse con su recuerdo y seguir adelante con su vida, pero eso ahora no le servía, y a bordo de la galera comprendió que ya no podía ser más que Martí de Orís y Prades, conde de Empúries, expulsado de su propia vida para convertirse en un fugitivo. Estaba definitivamente solo y sin elección, a la deriva en la jerarquía del ejército.

Pero en aguas mediterráneas, eso no le pareció lo peor. Lo peor para Martí era la batalla, el enemigo. ¿Qué hacía un médico en la guerra? «Yo no soy cirujano», se repitió más de una vez, y se preguntaba con horror si sería capaz de atender a heridos que tenían las manos teñidas de sangre. Contaba con un primo, cierto, y según le dijera el obispo Miquel, era coronel, pero esto no le servía de consuelo, pues desterraba aún más a Martí Alzina y le precipitaba a aquella nueva realidad.

Ahora caminaba sin aparente rumbo, entre tenderetes de comerciantes y prostitutas que llamaban al desahogo de la soldadesca ociosa. La animada algarabía de voces que se elevaba en una mezcla de idiomas sólo consiguió ensombrecer su ánimo. Las tropas imperiales estaban formadas por más de cuarenta y cinco mil hombres, entre lansquenetes alemanes y soldados procedentes de Suiza, la península itálica y los reinos de España. Tal diversidad se reflejaba también en los uniformes, de multicolores mangas abollonadas en los lansquenetes, o de jubones amarillos y calzas rojas en los peninsulares.

Entonces tomaron una especie de callejuela recta, embarrada, pero perfectamente delimitada por tiendas del mismo tamaño, que dejaban caminos abiertos. Formaban una cuadrícula de donde emergía la pestilencia del orín mezclado con el sudor. La bruma se convirtió en una llovizna persistente, y el camino en línea recta le pareció interminable. Al fin, el sargento se detuvo en una tienda mayor que el resto, donde dos hombres hacían guardia con sus picas en alto. Apenas esbozó un saludo con la mano antes de entrar, y los guardias parecieron ignorar a Martí cuando pasó ante ellos.

En el interior, unas raídas alfombras cubrían el suelo y al fondo se veía una cama y un arcón de pino. En el centro, completaban el austero mobiliario varias sillas y una mesa alargada. Sentado con los pies sobre ella, un hombre cuyo jubón estaba medio desabrochado interrumpió la conversación que sostenía con el otro ocupante de la tienda, ataviado con media armadura. De piel atezada, ojos rasgados y cabello encanecido, este no pudo disimular el interés que le despertaba aquella visita.

—Mi señor capitán general —saludó el sargento mientras alargaba unos papeles al hombre que bajaba los pies de la mesa—, aquí están las credenciales del caballero.

Y se retiró, haciendo un ademán a su acompañante para que se adelantara. Martí se quitó el bonete en señal de respeto, y a pesar de las sensaciones que lo embargaban, dijo con convicción:

—Se presenta ante usted el médico de campaña Martí de Orís y Prades, conde de Empúries.

El capitán general abrió el pergamino. El caballero de ojos rasgados escrutaba a Martí de arriba abajo, con una sonrisa que acrecentaba las arrugas de su piel curtida por el sol, mientras acariciaba el mango de una jineta que tenía apoyada en el borde de la mesa.

—Conde y médico, qué extraño, ¿no? —comentó sin levantar la mirada de los papeles.

—Siempre me gustó la medicina, y mi padre consideró que podía serme útil —respondió Martí llevándose las manos a la espalda para disimular su incomodidad.

El capitán general arqueó las cejas hacia el hombre de la media armadura y este, sin apenas mover los labios, señaló:

—Mi tío no tenía buena relación con su hija. La hizo desaparecer siendo muy joven, y tenía a un primogénito: Gerau. Inicialmente era el heredero.

El capitán asintió con un suspiro, dejó los papeles y dijo:

—Entonces, bienvenido, doctor. Aquí nos olvidaremos de su título, espero no le moleste. Pero estará en buenas manos, las del coronel Galcerán Coromines de Prades.

El hombre de la media armadura se puso en pie. Era más bajo que Martí, pero de aspecto robusto y aire afable. Se acercó exhibiendo una sonrisa que mostraba un diente quebrado, lo miró de arriba abajo y dijo:

—Me alegro de conocerte, querido primo.

Luego le dio un abrazo con sonoras palmadas a la espalda y el joven se vio obligado a responder inclinándose. Entonces Galcerán susurró:

—Aunque fue una sorpresa descubrir que tenía un primo.

—Para mí también —replicó Martí.

Desde que el obispo le informó de su existencia, no había dejado de preguntarse quién era este personaje y si podía confiar en él.

—Y ahora, coronel, puede llevar a su nuevo oficial médico al hospital de campaña.

Galcerán asintió sonriente, tomó la jineta que se apoyaba en la mesa y se despidió de su superior con un saludo marcial antes de salir de la tienda. Pero una vez fuera no añadió comentario alguno sobre su parentesco.

—No esperes gran cosa del hospital de la coronelía; mucho nombre, pero es sólo una tienda con camastros —le dijo con aire risueño mientras caminaban—. Aun así, serás el responsable, por encima del cirujano. Los medicamentos se compran a los boticarios locales, siempre a precio pactado. El furriel mayor te ayudará con eso, pero es tarea tuya que la farmacia esté provista. También se espera de ti que visites a esposas, familiares, criados… Vamos, a todos los que acompañan a nuestras tropas. —Entonces el coronel se detuvo un instante y le miró a los ojos—: ¿Sabes? Cuando el obispo de Barcelona me dijo que querías venir como médico, apenas pude creerlo. Te has dado prisa, mi señor conde.

Los recelos de Martí se avivaron en su mente, pero no se atrevió a abordar el tema y respondió:

—Te agradezco que me contrataras para tu coronelía.

Galcerán se encogió de hombros.

—Bueno, el tío Gerard me crió cuando a mis padres se los llevó la peste negra, y aunque fue duro conmigo, se lo debo todo. A él le hubiera gustado. Al fin y al cabo, somos primos, ¿no?

La colina vaticana se convirtió en una sombra tras la muralla que la protegía trazando una marcada curva. La noche era clara, y desde la entrada de la tienda que hacía de hospital, Martí distinguía los mármoles de la puerta del Santo Spirito, que cerraba a cal y canto la entrada a Roma. Ante ella se apostaban los cerca de tres mil hombres que quedaban bajo el mando directo de Galcerán. El resto de coronelías, algunas de las cuales estaban formadas por hasta veinte compañías, se extendían cercando Roma. El joven médico formaba parte de una de las más pequeñas, compuesta por doce compañías que agrupaban a los soldados en función de las armas que usaran. La mayoría era de piqueros, pero para asediar la ciudad lucharían con la espada. Sólo una compañía se quedaría fuera empuñando las picas por si de las murallas salía caballería. Los hombres se habían tumbado para pasar la noche cerca de los carros que guardaban sus armas, todos con los coseletes ya puestos, muchos abrazando su capacete. A pesar de la noche avanzada, en las tres compañías de arcabuceros todavía había algunos despiertos, comprobando el contenido del polvorín de reserva o revisando balas, mechas y mechero en sus bandoleras.

El olor a pólvora se elevaba de entre las filas, y Martí se estremeció al pensar que ni siquiera habían abierto fuego aún. Antes de acostarse en su camastro, el cirujano ya le había advertido que necesitaría ayuda para amputar y cauterizar, y ante aquella inquietante calma, sus peores temores parecían desatarse en su interior. Sentía que en el campamento la tensión se desbordaba y que un violento estallido no se haría esperar. Pero sólo ahora se daba cuenta de que había estado demasiado encerrado en sus propias preocupaciones para percibir a qué se enfrentaba realmente. Por mucho que entendiera las causas de todo aquello, el miedo y el amor que ahora sentía por su propia vida respondían a algo irracional, y era a ello a lo que se encararía al día siguiente. Alzó la mirada hacia el cielo de diáfana oscuridad y la luna llena le recordó una leyenda mexica que aparecía en las crónicas de Guifré. La diosa luna, Coyolxauhqui, había perecido en manos de su hermano Huitzilopochtli, dios de la guerra, dios del sol. Al amanecer, Huitzilopochtli tomaría Roma. «Pero no será una batalla, será una carnicería. Hay mujeres y niños de por medio. ¡No sé cómo me atrevo a temer por mí mismo!», se reprendió mientras volvía a entrar en la tienda.

Los camastros vacíos se alineaban formando tétricas sombras, y las herramientas del cirujano desprendían destellos metálicos bajo el reflejo de una vela que permanecía encendida. El hospital de la coronelía era una lóbrega tienda apenas más grande que la del capitán general, pero el conjunto de las fuerzas imperiales contaba con un hospital algo más completo. Martí se dirigió hacia el fondo con intención de dormir un poco, aún a sabiendas de que no lo lograría. Con un par de telas que pendían del techo, había cercado un camastro y se tendió allí, en la oscuridad.

De pronto, sus angustias le hicieron sentirse absurdo. Absurdo por haberse dejado arrastrar hasta ese lugar para salvar su vida, cuando la salvación radicaba en arriesgarla. Las preocupaciones que le habían asediado desde que se incorporó al ejército ahora le parecían insignificantes y habían sido una excusa para evitar plantearse cómo recuperar las riendas de su vida.

Nada más instalarse en el campamento, procuró pasar el mayor tiempo posible en el hospital para huir así del conde de Empúries que en él veía Galcerán y refugiarse en el Martí Alzina en el que se reconocía. Tenía mucho trabajo porque, como la atención médica era pagada colectivamente por las propias tropas, solicitaban bastantes consultas. Y él agradecía sentirse ocupado, aunque no atendía más que algún resfrío o problemas con las ladillas. Pero no podía cerrar los oídos a la creciente frustración que le rodeaba. Así que se protegía de ello intentado examinar el problema como si tuviese una explicación racional.

Martí sabía que existía una notable distancia entre los planes del emperador y las motivaciones de la soldadesca, pues dos cuestiones habían movido a Carlos V a promover aquella campaña en tierras itálicas. Por un lado, pretendía acabar con la alianza entre Francisco I, rey de Francia, y el papa Clemente VII, después de que ambos rompieran sendos tratados de paz con él y buscaran más adeptos entre ciudades italianas a las que no les gustaba el poder que acumulaba el emperador. La otra razón tenía que ver con la religión, y se basaba en la insistencia de su cesárea majestad para que el Papa convocara un concilio que revisara los excesos de la curia y sus prelados, y contrarrestar las críticas que les hacían los luteranos. Estos cada día ganaban más adeptos, sobre todo en las tierras que Carlos V heredara de su abuelo Maximiliano, por lo que Martí entendía que la exigencia de un concilio respondía a la necesidad de pacificar los territorios que gobernaba.

Lejos de ello, en las cercanías de Roma, los soldados sólo pensaban en hacerse con un botín. El joven médico se había unido al ejército sin ver batalla ni saqueo alguno, pero muchos ya habían combatido y vencido a las tropas francesas al norte de la península itálica. Sin embargo, no habían cobrado sus pagas y la frustración por ello les guió hasta las inmediaciones de Roma, donde se habían limitado a saquear algunos pueblos sin obtener la retribución que se les debía.

Todo ello le parecía entonces a Martí meras circunstancias, pues estaba más preocupado por su relación con Galcerán y los recelos que le despertaba. Siempre risueño, se ofrecía para guiarle y a menudo pasaba a buscarlo por el hospital. Pero si aspiraba al condado, su comportamiento podía ser una farsa, por lo que Martí se cuidó bien de mantener una actitud distante, a pesar de sentirse obligado a acompañarle. Además, en sus recorridos por el campamento, se dio cuenta de que el coronel tenía fama de aguerrido entre sus soldados. Era respetado por su larga carrera, pues con apenas veinte años ya había combatido en la toma de Orán y luchado contra los infieles a las órdenes de Pedro Navarro. «Lo lógico es que él hubiera acabado siendo el conde, y no yo», se decía a menudo.

Sólo había visto a Galcerán estallar en cólera cuando oía alguna blasfemia, y eso aumentaba su inquietud. A aquellas alturas, por todo el campamento se hablaba de saquear Roma. Entre los lansquenetes, en su mayoría protestantes, aquella era la finalidad lógica que los había llevado a la península itálica, pues la riqueza de la Iglesia les parecía un insulto a Dios. Pero para el resto las motivaciones radicaban en cobrarse lo que se les debía. Esto les conducía a comentarios blasfemos, y era entonces cuando el coronel cargaba contra el soldado de turno, mostrando a su primo la vertiente más descontrolada de su carácter. Y con cada estallido de ira, el joven médico se recordaba a sí mismo que él era un fugitivo de la Inquisición, y pensaba que si Galcerán se enterara lo entregaría sin dudarlo.

Entonces llegó la noticia de que el papa Clemente VII había ofrecido pagar al ejército imperial sesenta mil ducados. Martí albergó la esperanza de que los soldados se dieran por satisfechos, para evitar así la batalla. Pero el dinero era insuficiente, y pidieron doscientos cuarenta mil ducados. Clemente VII regateó con el condestable Carlos de Borbón, jefe de las tropas del emperador, y lo último que supo el médico fue que este, quién sabe si valiéndose de la amenaza que representaban sus hombres o debido a su permanente insatisfacción, pidió trescientos mil ducados, cifra imposible para Roma. Fue entonces cuando levantaron el campamento y en su mente resonaron los comentarios tantas veces oídos como ignorados: «Será pan comido. Nosotros somos cuarenta y cinco mil soldados, y en Roma, contando hombres, mujeres y niños, a lo sumo habrá diez mil».

El alba se filtraba entre las telas de la tienda y ponía fin a la noche sin que Martí hubiera podido pegar ojo. A lo lejos, un tambor rompió el silencio. Enseguida sonó otro, y otro más. Respondían primero, luego se sumaban para retumbar al unísono. Sus ritmos se convirtieron en el rumor de una ola que se acercaba cada vez más, hasta que pareció estallar contra el mismo hospital. Se puso en pie, con la mente incapaz de pensar; sólo su cuerpo tenso tenía el mando de sus movimientos. Mientras atravesaba la tienda, los tambores cesaron y pudo distinguir voces gritando insultos. Sintió que se le erizaba la piel, y, al salir, se topó con un amanecer claro y anaranjado, al cual los soldados daban la espalda. Una primera línea de piqueros permanecía agachada, con las lanzas en posición oblicua, la punta amenazante hacia la muralla. Detrás, los arcabuceros estaban listos, y el resto de piqueros tomaba posiciones cubriendo los flancos, con escaleras y espadas para el asedio.

Al mirar hacia la puerta del Santo Spirito, sólo distinguió las puntas de las alabardas y las plumas blancas que coronaban los morriones de la guardia papal. Al otro lado de la sobria puerta, la basílica de San Pedro no quedaba lejos, y gran parte de los ciento cincuenta mercenarios suizos de Clemente VII estaban apostados allí. Pero entre las murallas también se veían los cañones de los arcabuces, empuñados por ciudadanos que respondían con silencio a los insultos que proferían los soldados imperiales.

De pronto, los gritos cesaron y Martí sólo oyó los latidos de su corazón irrumpiendo en el escalofriante silencio, hasta que, de repente, el tambor mayor repicó, haciendo correr las órdenes por toda la formación con un ritmo acelerado, que de pronto se detuvo en seco. Entonces estallaron los arcabuces, y los hombres de los flancos se abalanzaron sobre la muralla con un bramido que le erizó la piel. Se sintió ausente, con la mente en blanco y el corazón mudo. Los defensores abrieron fuego, y antes de que la primera escalera se apoyara en la muralla, la visión de los primeros heridos le hizo vomitar.

De vez en cuando se oía el estallido de algún arcabuz entre las incansables campanadas de las iglesias, que hacía días que repicaban llamando al caos. En el hospital del Santo Spirito apenas quedaban camastros vacíos, tampoco vendas ni muchos médicos, pues la mayoría habían huido. Sentado en un banco pegado a la pared del fondo, el soldado se quitó la armadura pectoral y el jubón rasgado, y mientras Martí enhebraba la aguja, se volvió a poner la birreta morada que le quitara a un obispo como trofeo de sus andanzas por la ciudad. La herida de su antebrazo seguía manando sangre, y el doctor tomó las propias vestimentas del soldado para limpiarla.

—¡Eh, que luego me lo tengo que poner! —se quejó el militar.

Como toda respuesta, el médico clavó la aguja en la carne del herido, descubriéndose indiferente al gemido que este procuró acallar.

—¡El muy bribón! Me pilló de improviso —exclamó el soldado con una risilla nerviosa—. Yo sólo tenía hambre, y la carnicería parecía intacta; nadie la había saqueado. Pero ahí estaba ese crío con un cuchillo de su padre. Si llega a ser un hombre, no lo cuenta. Ahora, doctor, ya le digo que lo calenté bien.

Martí se concentró en su tarea, pero el hombre no dejaba de hablar, y a cada palabra crecía su desprecio hacia él y la tentación de cauterizarle la herida, seguro de que con un hierro candente callaría. Hacía días que ya no atendía heridas de guerra, sino agresiones fruto de la vejación a la que eran sometidos los habitantes que quedaban en la ciudad. El mismo día en que se inició el asalto a Roma, el condestable Carlos de Borbón, jefe de las tropas imperiales, murió a causa de un arcabuzazo. Sin nadie que los dirigiera ni los controlara, los soldados entraron como una horda a la ciudad; habían pasado seis días de aquello, pero ningún oficial había conseguido poner orden aún. El Papa había huido por un túnel secreto hasta el castillo de Sant’Angelo, aunque Martí pensaba que más bien permanecía allí preso. Los soldados se cobraron su botín arrasando iglesias y palacios, e incluso los aliados del emperador en la ciudad se vieron obligados a pagar un rescate para evitar que sus residencias fueran asoladas.

Al entrar en Roma, Galcerán y diez piqueros escoltaron a los médicos al hospital del Santo Spirito, y desde entonces Martí apenas había podido descansar. Muchos de los defensores de la urbe murieron en la calle, pero antes de ello consiguieron acabar con cerca de ochocientos enemigos, a pesar de la superioridad de las tropas imperiales. Aun así, al principio llegaron, de uno y otro bando, heridos por arcabuz, pica o espada, y unos pocos por flechas de ballesta. Luego el estruendo que procedía del otro lado del Tíber disminuyó y fue sustituido por los gritos que llegaban desde la colina vaticana. Unos de terror, otros provenientes de la gresca de los soldados, que se entretenían humillando a prelados y tomando a las mujeres por la fuerza.

Mientras cosía la herida, el doctor se daba cuenta de que su desprecio no era sólo hacia aquel asaltante, al que su alma se resistía a ver como soldado, sino también hacia sí mismo. Quería considerarse sólo un médico, pero su primo no se lo permitía. Y comprendía que la tarea de un noble consistía en defender su honor y participar en la defensa del poder establecido, por el cual habían acabado allí. Pero ejerciendo como doctor en Barcelona se habría sentido igualmente afectado por todo aquello, aunque hubiera permanecido sin ver a las víctimas de aquel enfrentamiento. En la Ciudad Condal siempre se rodeó de erasmistas, pues defendían el diálogo por encima de las armas, pero también hablaban de la necesidad de un concilio. Y, entre otras cosas, exigir un concilio le había llevado a Roma y había llenado los camastros de aquel amplio pabellón no sólo de soldados, sino también de ancianos, mujeres y niños.

«Debería haber huido de Barcelona por mí mismo —se reprendía—. Me podría haber instalado en cualquier aldea del Languedoc». Pero si se marchaba ahora, añadiría a los problemas de Martí Alzina con el Santo Oficio los de Martí de Orís y Prades como desertor. Atrapado por las circunstancias, se veía sin posibilidad de elegir cómo quería vivir.

—Listo —dijo dando la última puntada—. Véndate con la manga del jubón.

—¿No es mejor que me la ponga usted? ¡Para eso es el médico!

Pero Martí se había girado y su atención estaba en el otro lado del pabellón. Por la puerta acababa de entrar una anciana que a duras penas podía sostener a la mujer que se apoyaba en ella, mal tapado su cuerpo por los jirones de su hábito.

—¡Eh, doctor! No me escucha. Necesito algún emplasto para que se me seque la herida.

Martí, enfurecido, se volvió hacia el soldado y gritó:

—¡Pídeselo a los que han saqueado las boticas!

Luego se volvió y se apresuró a ayudar a la anciana. Acomodaron a la mujer malherida en un camastro. Entre los harapos, la sangre reseca se adhería a su piel, y en un brazo presentaba una fea fractura de la que sobresalía el hueso. El médico miró por un momento a la anciana y se armó de valor para hacer lo que debía. Sin posibilidad de administrarle ningún remedio que disminuyera el dolor, recolocó en su sitio el hueso de la paciente y sintió que el alarido de la mujer se le clavaba en el pecho. Entonces se dio cuenta de que esos eran los pacientes que le impedían marcharse. No se quedaba porque quisiera atender a los soldados, ni por temer qué pudiera pasarle si desertaba, sino porque tenía una responsabilidad que no podía eludir. «Pero no es suficiente», se dijo. Se volvió hacia la anciana, quien le dirigió una sonrisa amarga, y con una mezcla de latín y catalán, Martí le pidió que lavara la herida. Luego, con paso enérgico y sin mirar más que a sus botas, se fue de la gran sala.

—¿Algún problema, primo?

Martí se volvió y vio a Galcerán junto a una ventana del pasillo, sentado en el suelo, con su armadura pectoral abollada y la jineta en su regazo.

—No tenemos hierbas ni emplastos —le respondió en un estallido—. Casi no queda nada con que hacer vendas; no hay batalla, pero siguen llegando personas malheridas. ¡Y ninguno de los médicos que siguen aquí se hace cargo de la farmacia! ¡Mierda de ejército! ¿Cómo puedes vivir así?

—Posiblemente porque no tengo un condado —respondió sin apenas mover los labios.

Luego, con un suspiro, se apoyó en la jineta y se puso en pie con esfuerzo. Se acercó a él con un caminar entumecido, mientras sus ojos rasgados le devolvían una mirada más abrumada que ofendida.

—Se nota que no te has criado con tu abuelo, si crees que el ejército es sólo esto. Estuve aquí hace un año con Hug de Montcada, y entonces impedimos justo lo que ahora no hemos podido evitar. Las tropas catalanas defendieron San Juan de Letrán del saqueo, y el Papa claudicó ante el peligro de…, de esta barbarie. ¡Para lo que ha servido! Si no hubiera roto el tratado que firmó…

Martí se calmó. Era cierto que Galcerán no había participado en el saqueo, sino que con una exigua fuerza de piqueros había conseguido mantener seguro el hospital. Por ello, se atrevió a admitir:

—Tienes razón, no he sido criado para el ejército y no quiero formar parte de él. Espero que podamos poner fin al contrato en cuanto haya algo de orden y los romanos dejen de necesitar médicos por todo el daño que les hemos hecho.

—Bueno, no sé, has firmado por dos años. Pero lo tendré en cuenta, aunque el tío Gerard hubiera desaprobado tal falta de compromiso. Y ahora, vamos —ordenó Galcerán reemprendiendo sus pasos—. A ver si me acuerdo de cómo llegar a la universitas de herbolarios y boticarios.