Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1527
Las caballerizas de aquel palacio apenas tenían cabida para cuatro corceles, pero no sería así cuando recuperara Acolman, y Pedro Solís sabía que Juan se encargaría de ello. Estaba seguro de que la fascinación del cacique indio por aquellos animales le daría grandes beneficios, pues aprendía rápido. Pasaron por delante de la yegua baya y se acercaron al caballo que solía montar su invitado. En cuanto se aproximaron, el viejo Parrado se dejó acariciar el hocico como si Juan fuera su dueño y Pedro Solís se sintió satisfecho. Aquel era el mejor animal para enseñarle a calcular la edad de un caballo por la dentadura. Así que Solís tomó su cabeza con aplomo y le separó los labios, pero antes de que pudiera iniciar su explicación, el esclavo negro que le hacía de mayordomo irrumpió con paso enérgico.
—Mi señor —saludó inclinado la cabeza—, un mensajero ha venido preguntando por el señor Juan de Acolman. Dice que su patrón, don Hernán Cortés, requiere verlo de inmediato.
—Muy bien, Agustín, puedes retirarte —ordenó Solís, disimulando su sorpresa, pues creía que Cortés ignoraba la presencia de Juan, no ya en su casa, sino en la Ciudad de México.
Cuando Solís se volvió hacia él, el cacique indio mostraba un rostro inescrutable, como solía hacer siempre, excepto ante los caballos.
—No es exactamente mi patrón, pues después de todo Acolman y sus estancias tributan a Texcoco —se apresuró a decir.
Solís sonrió y unas afables arrugas se marcaron en su amplia frente. No dudaba de Juan, quien se había ganado su aprecio con aquella mezcla de avispada inteligencia e inocentes argumentos. Además, era un buen cristiano, cortejaba a Rosario como un perfecto caballero y era un hombre de férrea voluntad e indudable eficacia. Por ello, estaba convencido de que como cuñado sería un muy buen aliado, más allá de su poder sobre las gentes de Acolman. Pero hasta que pudiera casarlo con Rosario, pasado el luto que le debía a su difunto esposo, no debían levantar sospechas.
—Y el Texcoco al que tributas es una encomienda de Cortés —señaló—, así que en verdad es tu patrón, Juan.
—¿A pesar del destierro al que lo ha condenado Estrada?
Solís asintió mientras le daba una palmada en el hombro. Una cédula real llegada desde Castilla disponía que Alonso de Estrada debía gobernar solo, sin Sandoval ni la representación de los más acérrimos aliados de Cortés. Pero aun con las órdenes del rey, Estrada sabía que no podía fiarse de él y ordenó desterrarlo de la Ciudad de México. Esto no influía en los intereses directos de Solís, pero le agradó la valentía de su amigo, pues por fin alguien se atrevía a bajarle los humos al caudillo. Sin embargo, como bien le dijera Estrada una vez, el poder más grande de Hernán Cortés radicaba en el apoyo de los indios, y eso convertía su destierro en un movimiento muy arriesgado. Por todo ello, mientras salían de la cuadra, Pedro Solís puntualizó:
—Precisamente por eso debes obedecer. Estrada lo ha desterrado de la ciudad, y estaría bien saber qué quiere antes de que se marche a Cuernavaca. —Ya en el umbral de la caballeriza, se detuvo y miró de frente a Juan—. ¿Crees que ese cacique de Texcoco se levantaría en armas si Cortés se lo pidiera?
El indio asintió con convicción y añadió:
—Incluso sin que se lo pidiera. Ixtlilxochitl ha esperado mucho para sentarse en el trono de Texcoco, y ha sido Cortés quien se lo ha dado. Puede considerar el destierro una amenaza personal.
—Y puede arrastrar a otros caciques indios.
—Yo sé a quién debo lealtad, don Pedro.
—No lo dudo, querido amigo —sonrió Solís mientras reanudaba su camino—. Por eso te presentarás ante Cortés, porque él no sabe a quién eres leal y se cree tu patrón.
Una ráfaga de aire frío atravesó la estancia y las llamas de nuestro hogar se revolvieron con furia sobre los troncos. Zolin permanecía en pie, al otro lado de la habitación, junto a una ventana que siempre se me hacía extraña, acostumbrada a las paredes sólidas y cerradas. Mientras mis ojos incrédulos se clavaban en los suyos, nuestro hijo agitó sus rollizos brazos reclamando más leche. Agradecida por su impaciencia, desvié la mirada y cuando dos gemidos anunciaban ya un torrente de llanto, cambié al bebé de lado. Huemac se aferró a mi pecho con una expresión de dicha que, lejos de calmar mi ánimo, parecía avivar un fuego interior. Acaricié su mejilla, teñida de un color rosado, mientras procuraba ordenar mis pensamientos lejos de la mirada inquisitiva de Zolin.
—¿No piensas decir nada? —preguntó él, aún de pie, como si no se atreviera a acercarse.
—Tú eres el padre —musité, sentada en una estera cercana al hogar.
Fuera, el viento parecía gemir atrapado en el patio, como si buscara su sitio entre los arcos y las puertas cerradas. Zolin guardó silencio y yo me resistí a añadir nada más, porque si de veras decía lo que pensaba, temía que por primera vez discutiéramos. No quería siquiera mirarle de nuevo, por lo que sólo oí sus pies descalzos entre las ráfagas de viento. Se acercó a nosotros y, callado, se sentó en la estera de enfrente, con las piernas plegadas. Acarició la coronilla de Huemac, donde el pelo se arremolinaba anunciando una vigorosa cabellera negra, y dijo con un suspiro:
—Pero aunque sea el padre, no quiero decidirlo yo solo, Ameyali.
Entonces alcé la cabeza y me encontré con su mirada implorante. Me sentí conmovida, pero ello no cambiaba mi opinión, por lo que me sinceré:
—Quiero que ejerzas de padre, quiero que no te dejes convencer por tu hermano y que hagas lo que sientes. Es tu hijo, Zolin, no el suyo. ¿Por qué tenemos que bautizarlo en esa iglesia? Ha vivido casi cuatro meses sin ese dios extranjero, y es un niño sano. No lo necesita.
—No es por mi hermano, Ameyali.
—Pero vienes a decirme que lo bauticemos por el rito extranjero después de recibir una carta suya en la que te lo ordena.
—¡Vamos! Sabes que no es así.
—¿Ah, no? ¿Y por qué estamos bautizados tú y yo? ¿Y los demás habitantes de Acolman y las aldeas? Porque tu hermano nos obligó.
—Para protegernos. Y su carta me ha hecho reflexionar. ¡Quiero proteger a mi hijo! —escupió Zolin entre dientes, con los hombros en tensión.
Huemac soltó mi pecho y se agitó con unos gemidos que no sabían si convertirse en llanto. Lo acuné mientras tarareaba una melodía, y se calmó al reencontrarse con mi seno. Entonces suspiré, buscando el bienestar que siempre encontraba al amamantar a mi hijo. Me devolvía a la paz de las noches claras en la calmecac, con las caracolas cantando a la luna llena. Pero ahora, enfadada con Zolin, no la hallaba.
—Mira —dije en tono conciliador—, no me importaría si no implicara una renuncia a nuestros dioses. Yo lo tuve que hacer, pero no quiero obligarle a él.
—Tú eres la que siempre dices que nos han abandonado —musitó mientras acariciaba mi mano.
—Ahora no lo sé. Mi hijo…, nuestro hijo me ha hecho pensar que siguen ahí; ellos le dieron la bienvenida a este mundo. Y pensé que creías lo mismo. Se te veía tan orgulloso cuando Yaretzi le puso las gotas de agua sobre la boca, para que crezca y reverdezca, dijo. Eso es lo que quiero.
Zolin miró a Huemac y le tendió un dedo que él aferró con fuerza.
—Fue emocionante —admitió—. Pero debemos protegerlo, y las cosas han cambiado. ¡Ni siquiera sabemos si nació en día nefasto!
—En su momento no te importó —afirmé dolida, y a la vez, incrédula, añadí—: ¿No crees que nuestros dioses le protegen?
Él permaneció con la mirada fija en el niño, refugiado así de mi mirada.
—Hay que hacerlo —sentenció con una rotundidad que no había mostrado hasta entonces—. Me has pedido que ejerza de padre y es lo que voy a hacer. Tú… —se interrumpió, mientras balanceaba la cabeza, pensativo. Al fin, alzó sus ojos enrojecidos— no vengas si no quieres, pero mi deber es velar por él.
Asentí, aunque sus palabras se clavaron en mi corazón como un cuchillo. ¿Acaso creía que yo no velaba por mi hijo?
Juan aguardaba al pie de la escalera, en el patio del palacio de Hernán Cortés. La vegetación estaba recortada con esmero y sólo al fondo el ahuehuete desplegaba sus caprichosas formas. La brisa agitaba las ramas altas, mientras la parte baja del viejo árbol, protegida por la muralla, parecía ignorar el viento que amenazaba con traer las nubes del noreste. ¿Hasta qué punto tenía razón Pedro Solís? ¿Le habría mandado llamar don Hernán para iniciar de alguna manera una rebelión contra Estrada? No era mala idea: si se sublevaban pueblos como Texcoco o sus aliados, sin verse Cortés directamente involucrado, serían los caciques quienes cargarían con todas las culpas si la cosa no salía bien, o incluso la sublevación podía ser una maniobra para aparecer él como salvador, con lo que le devolverían el poder.
Juan apretó los puños, y por primera vez en mucho tiempo le molestó la vestimenta castellana. Aunque tenía otras dos túnicas, había optado por ponerse la más raída, ya que era un regalo de Cortés. Debía cuidar las formas, pues más que las órdenes que pudiera darle el castellano, lo que le inquietaba era que lo hubiera mandado avisar al palacio de don Pedro. ¿Cuánto hacía que sabía que estaba allí, junto al antiguo encomendero de Acolman? Muy al contrario de lo que había supuesto Solís, Juan temía que don Hernán sospechara algo de sus movimientos, con lo que dudaría de su lealtad. Y esto podía reportarle problemas, pues su nuevo aliado castellano esperaba que le llevara información sobre Cortés.
Tanto unos como otros querían utilizarle, y él debía aprovecharlos como si fueran corrientes del lago. Pero más de una vez había visto cómo las corrientes vencían a las canoas, y estas acababan siendo engullidas por las aguas turquesas. Por eso era tan importante que Santiago también aprendiera a navegar entre aquellas aguas, pues lo necesitaba a su lado, como buen remero, y no podía permitirse que, a causa de un niño de pecho, le fallara el eje de toda su estrategia: Acolman. Con un suspiro intentó deshacerse de un incipiente pesar en su pecho, pero no pudo. Aunque como consejos, esperaba que Santiago siguiera sus órdenes. Como el pequeño había nacido fuera del matrimonio, Juan tuvo que usar sus influencias para arreglar el bautizo, siempre a cambio de educar al niño en el cristianismo, y esperaba que eso disgustara a la sacerdotisa, pues lo esencial para que Santiago emprendiera aquella nueva vida era separarlo de ella.
Miró impaciente escaleras arriba. Por el soportal desierto sólo corría el aire con un silbido fugaz. Estaba seguro de que Cortés se demoraba a propósito, para hacerle ver que no era él quien esperaba a pesar de que lo había hecho llamar. De pronto, se oyó el crujido de una enorme puerta de madera en el piso superior y, al poco, en lo alto de la escalera apareció una joven mexica, de carnes generosas y facciones redondeadas. Ataviada con un vestido castellano de color pardo, la mujer se recolocaba los senos para que lucieran en el generoso escote. Bajó las escaleras dándose aires de dama y, al llegar a su altura, lo miró a los ojos con una osadía inusual en una noble mexica y le dijo acariciándole el torso:
—No me había dicho que eras tan guapo… Ya puedes subir, te espera.
Y la mujer salió por la puerta del patio, mientras a él le invadía la indignación. No sólo quería hacerle esperar, sino que quería mostrarle que estaba incluso por detrás de una mujerzuela. Cortés siempre había tratado con honores a los jefes aliados, por ello, mientras subía las escaleras a grandes zancadas, Juan tuvo la convicción de que no le pediría nada como señor de Acolman, pues resultaba evidente que no tenía en cuenta su noble posición. No le preocupaba en exceso que ya no le protegiera, pues sabía de su pérdida de poder entre los suyos y ahora él contaba con otros aliados castellanos, pero le ofendió sentirse tratado como un vulgar campesino. Quizá por ello hizo resonar las botas sobre el suelo de piedra del piso superior. Luego golpeó con los nudillos en la puerta de madera entreabierta.
—Pasa, pasa —oyó que decía Cortés desde el interior.
Juan entró. Habituado a las sobrias formas mexicas, no le costó enmascarar su ánimo ofendido tras un rostro inexpresivo, con el amplio mentón relajado y los labios levemente entreabiertos. Sin embargo, se sintió herido en su orgullo cuando tuvo que inclinarse ante un hombre que se atrevía a recibirle apenas vestido con una camisola blanca.
—Mi querido Juan —dijo Cortés, sentado cómodamente en su butaca—, cuando tu hermano partió a Acolman, pensé que tú también te habías ido.
—Pero, mi señor —fingió Juan en tono alarmado—, ¿acaso se ha quejado Ixtlilxochitl de los tributos? Mi hermano sigue mis instrucciones en todo y sé que los ha pagado.
—Cierto, cierto. No tengo queja —confirmó cruzando las manos sobre su vientre—. Por eso pensaba que, ya que tu hermano ha sido tan eficiente, debería venir conmigo.
Juan sintió en su interior un pulso entre el desconcierto y el temor, y para que nada de ello trasluciera a su rostro, inclinó levemente la cabeza.
—Disculpe, pero ¿adónde? —se atrevió a preguntar.
—A Castilla, por supuesto. Iré para explicarle al rey en persona los agravios a los que se me somete después de los servicios prestados. Y quisiera que conociera a algunos de sus nuevos súbditos. Así que tu hermano será uno de los afortunados que me acompañará.
Al cacique indio se le aceleró el corazón y por un instante temió que aquel pálpito, a su parecer estruendoso, llegara a oídos del castellano.
—Quizá pueda ir yo en su lugar —dijo mientras concluía que Santiago no estaba preparado—. Ayudé con la reconstrucción de la ciudad y…
—No, hombre, no —le interrumpió Cortés con un tono que le pareció burlón—. Dado que tu hermano sigue tus instrucciones y tú eres el auténtico gobernante, te preciso en Acolman para que durante mi ausencia la ciudad y sus nueve estancias sigan tributando. Así también podrás continuar aprendiendo a montar a caballo con Pedro Solís, y de paso, con tu demostrada eficacia, te asegurarás de que ni él ni su amigo Estrada toquen mis encomiendas, por lo menos por lo que se refiere a tu ciudad, pase lo que pase con Texcoco. A no ser, claro, que el rey en persona decida otra cosa.
Juan se quedó inmóvil, con la mirada sobre sus botas marrones, polvorientas y con la puntera gastada. Era consciente de que Cortés lo estaba utilizando para enviar un mensaje a Solís y a Estrada en relación con sus planes, pero ¿entendía bien a qué se refería con lo de su hermano? No pudo controlar un leve y fugaz temblor. Oyó que el castellano se levantaba de la silla y sus pies descalzos avanzaron hasta llegar a su lado. Puso una mano sobre su hombro con suavidad y él no pudo por más que alzar la cabeza y devolverle la mirada. Los ojos saltones de Cortés parecían sonreírle, como si, a pesar del destierro y su pérdida de poder, no atravesara ninguna dificultad.
—Tranquilo, Juan, mañana mismo marcho a Cuernavaca, y la partida a Castilla no será de inmediato. Ya os haré avisar. Quizá no sea lo único que te pida para mi viaje. —Le apretó el hombro y le hizo caminar hacia la puerta mientras añadía—: Y no temas, hombre. Tú vela por mis intereses y yo velaré para que tu hermano regrese sano y salvo de un viaje con tantos peligros.
Cortés le soltó el hombro cuando ya había salido de la estancia y cerró la puerta sin decir nada más.
Era un día claro, según los cristianos, el día de San Hipólito; para mí, el mismo en que seis años antes cayó definitivamente Tenochtitlán. Al otro lado de la plaza, la iglesia congregaba a la mayor parte del pueblo. Yaretzi vistió a Huemac con el traje que había traído Juan: una especie de túnica castellana, pequeña y blanca, llena de encajes que tapaban hasta los pies de mi pequeño. Era obvio que a él no le gustaba, pues gritó sudoroso hasta la extenuación y cayó dormido. Sólo así, lo tomó Zolin entre sus brazos y se lo llevó de la habitación que compartíamos por las noches. En cuanto salió, apagué la vela que iluminaba aquella pieza, la única del palacio sin ventanas. Por eso la habíamos escogido para nosotros, porque nos recordaba a las de las antiguas casas de nuestro pueblo.
Yo debía quedarme allí mientras durara la ceremonia, pues para excusar mi presencia en la misa, Zolin le diría a fray Rodrigo que estaba indispuesta. No era mentira. Me sentía como si un águila apretara mi vientre con sus garras y tirara para huir volando. Me acurruqué en la estera, tan deseosa de llorar como incapacitada para hacerlo. Desde que discutiera con Zolin me sentía asediada por las dudas, y saber si Huemac había nacido en un día nefasto se había convertido en un peso que atenazaba mis entrañas. Pero al verlo salir hacia la iglesia, tampoco me pareció que ese dios extranjero pudiera protegerlo de la ira de los antiguos dioses. Al contrario, pues bautizarlo el mismo día en que cayó Tenochtitlán incluso hacía mayor el insulto hacia ellos. Mis dioses no pedían que renunciáramos a otras deidades, sólo pedían que se les amara con el debido respeto a sus ritos. Bien aceptó Motecuhzoma incluir la cruz cristiana en el templo mayor, junto a las representaciones de otros dioses extranjeros, pero esta propuesta resultó ofensiva a los castellanos. Sin embargo, bautizar a Huemac implicaba asumir la exigencia de ese dios extranjero a renunciar a cualquier otra divinidad, pues sus frailes no se cansaban de predicar que el suyo era el único dios.
Sumida en la más profunda oscuridad, sentí que algo se rebelaba en mi interior y di un golpe contra el suelo de arena sobre el que dormíamos. La idea de un solo dios me parecía absurda, por lo que me puse en pie y salí en busca de la luz del día. Fuera, el patio trasero me ofreció un paisaje vivo, con las tomateras y las plantas de calabaza alumbrando sus frutos. Si con la caída de Tenochtitlán creí que los dioses nos abandonaban entre los cañonazos y el hambre, con el nacimiento de Huemac sentí su poder, y saberlo en la iglesia en aquellos momentos me hizo sentir que la traición era mucho mayor que cuando me veía obligada a cantar bajo aquel techo abovedado, pues consentía en entregarlo al dios único.
«No te preocupes, Ameyali, no le obligas a renunciar. Los dioses llegarán a tu hijo a través de tu voz», me dijo Yaretzi días atrás. Pero ¿y si todo aquello sucedía porque en verdad había nacido en día nefasto? Con aquel bautizo, mi niño tendría dos nombres, Huemac e Hipólito, una doble identidad, y lo peor era que el dios único y todopoderoso las convertiría en identidades enfrentadas. ¿O sería yo quien le haría eso si insistía en hablarle de Huitzilopochtli, Quetzalcóatl o mi amada Xochiquetzal habiendo nacido quizá bajo el signo estelar de un mal día? Tenía que ver la ceremonia, buscar los augurios, una señal que me aclarara las ideas.
En un impulso rabioso, salí del huerto y llegué al patio principal. Noté que la tela de la blusa se pegaba a mi espalda sudorosa, pero aun así corrí por la plaza, ardiente y desierta. Por orden de Juan, aquel día no había mercado, y de la iglesia me llegó un murmullo coral de las gentes, que respondían al fraile aunque no entendieran ni una palabra.
Subí las escaleras que pertenecieron al antiguo templo, pero cuando llegué a la puerta de la iglesia, no me atreví a entrar. Asomada desde el umbral, hasta mí llegaba un ambiente fresco, como si las piedras de aquel templo extranjero sirvieran de escudo contra Huitzilopochtli. Los bautizos anteriores habían sido multitudinarios, y la muchedumbre que debía recibir el agua se disponía en una ordenada hilera entre las banquetas. Pero mi hijo era el primero que se bautizaba solo, el pasillo permanecía libre, y cerca del púlpito, delante de la pila con agua, fray Rodrigo hablaba con las manos alzadas. Vestidos con sendas túnicas negras, bajo el altar, estaban Juan y Zolin. Este sostenía a Huemac, quien parecía aún dormido, y deseé sacarlo de allí para que estuviera donde debía: en su casa. Pero el frescor del interior de la iglesia en mi cara me frenó, mientras sentía que el sudor seguía manando de mi espalda.
Entonces, a una indicación de fray Rodrigo, Zolin le dio el niño a Juan, quien lo acercó a la pila mientras el clérigo tomaba un cuenco. Musitando unas palabras en el idioma ritual, lo llenó del agua de la pila y la vertió sobre la cabeza de Huemac. Este agitó sus brazos, pero no lloró, sino que soltó un pequeño grito que yo conocía bien: ¡estaba complacido! Mientras, el fraile alzó la voz para que todos oyeran el nombre cristiano de mi hijo:
—Hipólito Santiago Zolin, yo te bautizo in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amén.
—Amén —respondieron los asistentes a coro.
¿Por qué no había llorado Huemac? Mi corazón se aceleraba. ¿Y si nuestra ceremonia nahua no valía porque, de verdad, fue en día nefasto? De pronto, pensé que quizá Zolin tenía razón e intentaba proteger a nuestro hijo de nuestros dioses. Entonces vi que, en el altar, mi esposo sacaba algo de un pliegue de su túnica y lo alzaba mostrándoselo a fray Rodrigo. De inmediato reconocí la cruz de san Antón, la que me diera el clérigo para luego arrancármela en el acto en que concebimos a mi hijo, el acto que para él era pecado.
No pude mirar más y me volví, asaltada por una certeza. Aunque en tono jocoso, Zolin repetía a menudo cuánto insistió fray Antonio en el terrible pecado que habíamos cometido al yacer juntos. Y también sabía que él sentía el abandono de los antiguos dioses porque habían sido vencidos. Bajé las escaleras del templo corriendo, dolida, como si intentara huir de la verdad que ahora entendía: ¡Zolin protegía a Huemac del dios único! Y eso significaba que creía en Él y temía su poder. Para él no era importante si nació o no en día nefasto, sino que consideraba a su hijo fruto del pecado.
Con un suspiro, me dirigí de vuelta al palacio, pero, descalza como iba, sentía que los pies me ardían en contacto con la tierra de la plaza. En la boca de una calle creí ver la silueta renqueante de un anciano, vestido con un manto y un maxtlatl. Entre las brumas de mi dolor, me pareció un espectro y sacudí la cabeza.
—Siete Xochitl —oí tras de mí. Era una voz risueña y burlona.
Me volví y me topé con el anciano. ¿Cómo se había apresurado tanto? En la cercanía, pude ver que su manto era de un verde muy oscuro, casi negro, como el de los sacerdotes. Y al igual que estos, su cabellera gris se veía enmarañada y sucia. Su rostro era tan arrugado que no se le distinguían facciones, aparte de los oscuros ojos, pequeños y rasgados, sin cejas que los coronaran. De su barbilla pendía una fina mata de pelo, larga y estrecha, como la que los sabios llevaban en los tiempos antiguos.
—Siete Xochitl —repitió con un movimiento de boca que removió las arrugas de toda su cara—. Tu hijo nació en esa fecha. No temas por su destino, sino por el tuyo.
El anciano se dispuso a girarse mientras de la iglesia empezaba a salir la gente. Entonces lo agarré del brazo:
—¿Quién eres? —le pregunté desconcertada—. ¿Un nigromante?
—Lo fui, quizá —se interrumpió y me dedicó una sonrisa traviesa, como la de un niño a quien le han descubierto en una fechoría—. ¿Eres acaso tú una sacerdotisa?
La plaza se llenaba de gente, y noté algunas miradas de soslayo, pero mantuve mi mano sobre el anciano. Miré de reojo hacia la puerta de la iglesia, y vi a Juan y a Zolin bajando las escaleras con el niño. Entonces solté al viejo y sus ojos profundos me hicieron sentir acogida, como el que retorna al hogar tras una larga ausencia. La esperanza se adueñó de mi espíritu y las preguntas acudieron a mis labios:
—¿Por qué has venido? ¿Por qué a mí? ¿Cómo sabes que…?
—Siete Xochitl —me interrumpió en tono jocoso. Luego su sonrisa se borró del rostro, miró un momento hacia atrás, hacia Juan, Zolin y mi pequeño, y añadió con una voz profunda—: Así no usarás tus dudas sobre su nacimiento para evitar ser quien eres. Lucharás contra la enfermedad, quizá tu espíritu intentará otra huida, pero si consigues su regreso, podrás encontrarnos allí donde Xochiquetzal te eligió. Coyolxauhqui te guiará.
Entonces pasó por mi lado y se perdió entre la multitud de la plaza, pero su imagen quedó grabada en mi mente. Sin duda, su actitud se ajustaba, sí, a la de un nigromante adorador de Tezcatlipoca. Y todos sus vaticinios, un juego de palabras que a otra persona hubiera angustiado, despertaron mi agradecimiento más profundo, pues sólo una cosa repetía mi mente: Huemac había nacido en un gran día, ya que el siete siempre es propicio. ¿Qué más daba si había llorado o no en su bautizo cristiano?
—¿Quién era? —preguntó de pronto Zolin.
No me había dado cuenta de que había llegado a mi altura, con nuestro pequeño en brazos. En cuanto fijó sus ojos en mí, Huemac empezó a moverse inquieto y a emitir alegres gritos. De reojo, vi a Juan tras él y respondí:
—Un mendigo.
—Me alegro de que estés mejor, María del Carmen —dijo mi cuñado a modo de saludo. Entonces se dirigió a su hermano—. ¿Por qué no le dejas a Hipólito? Así podremos hablar dando un paseo. Cortés desea concederte un gran honor.
Zolin se encogió de hombros, y con una sonrisa que era una disculpa, me entregó a Huemac, quien recibió alegre mis brazos. Entonces mis ojos se cruzaron con los de Juan, también sonriente, pero algo en su expresión hizo que un escalofrío me recorriera el cuerpo.