Barcelona, año de Nuestro Señor de 1527
La luz rosada del crepúsculo invernal asomaba por los ventanales apuntados del amplio salón y el mayordomo ordenó a los sirvientes que encendieran los candeleros antes de que cayera la noche. Las fuentes de comida estaban repletas de uvas, aceitunas, queso y longaniza, y no faltaba el vino. La música del laúd y la flauta acompañaba las charlas de los invitados a aquella celebración, todos hombres, vestidos con elegantes túnicas oscuras. Ni el dueño del palacio, el doctor Oriol, había organizado jamás festejos con tanto dispendio, pero era obvio que su protegido debía de haber heredado más de lo que se presuponía al hijo de un bachiller médico. Con aquella última fiesta, Martí Alzina ya era doctor, pues había pagado todas las propinas, ceremonias y celebraciones pertinentes para ello, tras aprobar sin problemas su licenciatura, que también le costó su buen dinero. Sin embargo, ninguno de los invitados parecía preguntarse sobre la procedencia de aquella fortuna.
Catedráticos, bedeles, doctores agregados y todas las máximas autoridades del Estudio de Medicina estaban presentes, además de algunos miembros del Consell de Cent, encargado de gobernar la ciudad. Pero aquel día, las conversaciones académicas habían perdido protagonismo a favor de las últimas noticias políticas llegadas a la ciudad, y Martí escuchaba estoicamente, pues ahora, como gaudint, formaba parte del grupo de ciutadans honrats, que podía ser elegido por sorteo como conseller de la ciudad.
—Entonces, ¿las tropas de su majestad se están concentrando en Piacenza? —preguntó el doctor Funés, con aire sorprendido.
—No sé si es ahí en concreto, pero me han confirmado que se agrupan en el norte de Italia. El Papa ha roto el tratado que negoció con Hug de Montcada, quien ahora está entre los generales del ejército imperial —respondió don Raimon, el conseller tercero.
Este, como ciutadà honrat, contaba con los privilegios de un caballero y quedaba por tanto dentro del estamento militar, aunque jamás había tocado una espada. Aun así, sus gestos eran enérgicos, y resultaba difícil saber si sus flácidas facciones estaban enrojecidas por el vino o por la fascinación que siempre le despertaban las noticias sobre la guerra, ya fuera contra Francia o contra el turco. A su lado, don Onofre, quien sí fuera capitán de los ejércitos del difunto rey don Fernando, alzó la mano y exclamó triunfal:
—¡Pues a mí me parece bien! Ya es hora de que don Carlos dé un golpe de autoridad. El rey de Francia no ha tenido ningún problema en romper la promesa que hizo cuando su majestad le liberó tras caer prisionero en Pavía. ¡Y encima, el papa Clemente se alía con él! Esto es una ofensa demasiado grande.
Hombre menudo, de tez cetrina y prominentes pómulos, el doctor Oriol sacudió su cabellera gris e intervino con ese aire conciliador que siempre le acompañaba:
—Cierto, pero don Carlos tiene como prisioneros a los hijos del rey francés. No creo que sea necesario volver a las armas.
—¡Nunca las hemos dejado! —señaló don Onofre antes de dar un buen sorbo a la copa de vino.
—Y usted, nuestro nuevo doctor, ¿qué opina al respecto? —preguntó Funés.
Martí arqueó la ceja derecha, sorprendido de que se hubiera siquiera reparado en su presencia, pero respondió con rapidez:
—Creo que los ejércitos no se reúnen precisamente para luchar contra Francia. Don Carlos bien ha recordado al Papa que su misión es dar muestras de cristiana humildad, y no tomar las armas, cosa que ha hecho al aliarse con Francisco y las otras ciudades italianas.
—Bien dicho, hijo, sí, señor. El Papa debe ser un líder espiritual, no político —añadió Onofre mientras daba una palmada en el hombro a Martí.
Este esbozó una sonrisa y alzó la copa a modo de brindis. El resto del círculo hizo lo mismo y bebieron entre risas. Entonces, el joven médico se disculpó con la excusa de rellenar su copa de vino. Había hecho lo que Amador y Teresa hubieran querido, ya era doctor, pero en lugar de sentirlos cercanos, su ausencia le parecía abrumadora y despertaba una aguda inseguridad en su interior. «¿Qué estoy haciendo? ¿De verdad aspiro a esto? —se preguntó—. ¡Nunca me ha interesado la política!».
Ataviado con una casaca por encima del jubón, Alfons Mascó había puesto especial cuidado en su vestimenta. La puerta del estudio del inquisidor permanecía cerrada desde que entrara el ayudante que lo condujo por el palacio Real Mayor hasta allí. Pero a él no le importaba la espera, y aguardaba sentado en una banqueta del pasillo, bajo el reflejo de un candelero que iluminaba la pared desnuda. No había avisado de su visita con antelación, pero aun así tenía la certeza de que fray Benet le recibiría.
Desde que entró en la casa de los Alzina supo que, aunque se sirviera del doctor Funés al regreso de Martí, quería establecer contacto directo con alguno de los dos inquisidores del Tribunal del Santo Oficio de Barcelona, pues presentía que la venganza, si conseguía demostrar sus sospechas, podría también serle de provecho para allanar su camino como ciutadà honrat. Así que quería asegurarse los méritos que le correspondían si atrapaban al médico. No tuvo ningún problema para que el propio doctor Funés le presentara a fray Benet.
Al principio jugó con la trayectoria de su padre como aval para labrar una conveniente amistad, y mientras tanteaba cómo podría señalar a Martí Alzina como objetivo, hizo creer al inquisidor que era un hombre de fe, preocupado por el devenir de la Iglesia, tan cuestionada desde la aparición de Lutero, a quien sin duda había que quemar. A medida que iba conociendo más a fray Benet, tuvo que informarse de aspectos que le interesaban muy poco para profundizar en sus conversaciones, y así dejarle claro que compartía su desconfianza hacia los erasmistas. Era sabido que Lutero utilizaba la traducción del Nuevo Testamento hecha por Erasmo de Rotterdam para expandir sus heréticas ideas. Enseguida se dio cuenta de que esta parte podía servirle para poner a fray Benet sobre Martí, pues este se había movido entre círculos erasmistas y el doctor Oriol, su mentor, era uno de ellos.
Alfons acarició su inútil rodilla derecha con una sonrisa. Al final todo iba a resultar más fácil de lo que había pensado, pues conseguir que el inquisidor investigara a Martí había acabado en un terreno que conocía bien: la codicia. A su regreso, el joven Alzina se había dedicado en cuerpo y alma a consumar su grado de doctor, y para ello hizo una exhibición de dinero insólita para el heredero de un simple bachiller. El tribunal del la Inquisición de Barcelona siempre tenía problemas pecuniarios, así que no tardó en ser el propio fray Benet quien acudiera a Alfons para pedirle que hiciera algunas averiguaciones al respecto.
Al fin, la puerta del estudio del inquisidor se abrió y el joven Mascó se puso en pie apoyándose en su pierna sana. El ayudante de fray Benet, un fraile dominico de rostro pecoso y finos rasgos, le invitó a pasar con un gesto silencioso. Alfons se alisó el jubón, borró su sonrisa, y al entrar adquirió una expresión serena y calculadamente grave. Los ventanales del estudio mostraban la pared lateral de la catedral, fundida con los colores violáceos de la noche en ciernes. Una enorme alfombra roja cubría gran parte del suelo de la estancia, y en la chimenea que había a la derecha, el fuego agitaba sus llamas como lenguas de un animal enfurecido. Al fondo, tras una mesa oval, fray Benet se puso en pie para recibirlo. Enfundado en su hábito dominico, con el capuchón bajado, su calva lucía tan lisa que contrastaba con sus mejillas marcadas por la viruela.
—¡Querido amigo, no esperaba una respuesta tan pronto! —exclamó rodeando la mesa mientras Alfons se aproximaba.
—Fray Benet, demasiado alta es su misión para que se retrase por mi culpa.
—Siéntese, por favor, Alfons —le invitó el inquisidor mientras señalaba una silla frente a la mesa—. Y cuénteme.
El joven se dejó caer sobre el cuero labrado del asiento y adoptó una postura erguida que resaltaba la musculatura de su torso y su cuello. Luego se acarició la barba, pues le gustaba el tacto de su duro y espeso vello facial, y respondió con voz serena:
—No tengo nada claro de dónde ha sacado el dinero. Lo único que sé es que no ha sido de ningún prestamista de la ciudad, eso se lo aseguro. Hablé con todos con la excusa de intentar comprar sus deudas. Así que he hecho algunas averiguaciones más, aunque espero no haberme excedido. De pequeños fuimos vecinos, y sé que sus padres fallecieron no hace mucho. La madre era partera, pero hija de un acaudalado vendedor de especias, también muerto de peste, por lo que me dijo mi padre. Aun así, sé que ellos vivían con sencillez, por lo que quién sabe cuánto guardaban de la herencia.
—¿Especias? Entonces el dinero podría ser propio —murmuró fray Benet, mientras se llevaba las puntas de los dedos índices a los labios.
—Y una pequeña fortuna, se lo digo por experiencia.
Alfons lo observó, imaginando que intentaba calibrar cuántos beneficios quedarían para el Santo Oficio, pues con la detención se procedía a confiscar los bienes del acusado. Esto le generaba una sensación de triunfo, ya que serían beligerantes con Martí en cuanto lo tuvieran. Al final, fray Benet dejó caer las manos sobre los brazos de la butaca y sentenció:
—Hemos de actuar con rapidez. Temo que se ha dado prisa para ser doctor porque desea protegerse. Como gaudint, es posible que quiera usar la posición para hacer su propia carrera política y ampliar sus buenas relaciones en el Consell de Cent más allá del doctor Oriol. ¿Entiende lo que ello implica?
—Me temo que una complicación, por eso la celeridad con la que he venido. Temo que le buscarán tres pies al gato con esto. Me resulta repugnante, pero es como es: el Consell no entiende al Santo Oficio, y siempre le disputa todo caso que puede, aduciendo que no son cuestiones de fe, sino de ciudadanía. Martí podría aprovecharse de ello. Si llegara a formar parte del Consell antes de poder abrir el caso, la Inquisición no le podría acusar sin entrar en una disputa política.
—¡Exacto! Quieren dejarnos sin autoridad —exclamó fray Benet mientras sujetaba con fuerza los brazos de la butaca—. Y como ignoramos la fortuna de que dispone, no sabemos si puede sobornar ni cuánto puede tardar en arreglar la situación. Pero si lo consigue, ellos nos acusarán de haber puesto una trampa a Martí Alzina para utilizarlo como un mensaje contra el Consell de Cent. Parecería que los amenazamos.
—Mi querido amigo, no se preocupe. Si el doctor Funés ha podido hacer lo que le sugerí, es posible que consigamos pruebas irrefutables.
Fray Benet arqueó las cejas y soltó los brazos de la butaca. Luego alargó la mano hacia su escritorio y tomó un pergamino.
—Amigos como usted, buenos cristianos, eso es lo que necesita la Iglesia. Por eso he de pedirle su ayuda, pero de forma oficial —dijo tendiéndole el papel—. Con esto queda autorizado para realizar los movimientos necesarios, pues desde ahora, Alfons Mascó, es usted familiar del Tribunal del Santo Oficio de Barcelona. Si lo acepta, claro.
El joven tomó el pergamino con una sonrisa de satisfacción. Fray Benet apoyó los codos en los brazos de su butaca y trianguló las manos a la altura de su pecho.
—Es un honor y un privilegio. Actuaré con tanto celo como celeridad.
Con el bonete ajustado, caminaba cubierto por una gruesa capa, bajo la cual ocultaba el ejemplar de De confessione, de Pedro de Osma, que le había obsequiado el doctor Oriol. «Cayó en mis manos y pensé en ti, aunque no sé si será una falsificación. Creía que todos los ejemplares habían sido quemados, por lo que, si es auténtico, habrá que guardarlo como oro en paño, querido amigo», le dijo antes de abandonar su propia fiesta.
Sus botas de cuero, regalo de Guifré de Orís, apenas resonaban sobre los adoquines. A sus pasos se añadían de vez en cuando algunos otros tras de sí, cual tímida compañía que se perdía entre las risas, disputas y charlas que se fugaban desde las ventanas de las casas. En la suya sólo le aguardaba la soledad, por eso evitaba volver con la excusa de llevar aquel libro a la casa de la calle del Call.
De pronto se dio cuenta de que ahora que no tenía que centrarse en exámenes ni ceremonias, los recuerdos le asediarían en cualquier rincón de la ciudad, y sintió una irreprimible necesidad de salir de ella. «Debería aceptar la propuesta del doctor Oriol», se dijo. Desde el Consell de Cent, su mentor intentaba organizar una comisión de doctores que se desplazaran por el Principado, allí donde se hallaran casos sospechosos de peste, para así controlar y frenar la enfermedad. «¿Estás loco? Pondrías tu vida en peligro. ¿Y si te contagias? La muerte negra no, hijo, tú no la has vivido», le dijo una vez Teresa. Martí sintió que aceptar aquel trabajo era traicionar su memoria, y sacudió la cabeza sin saber si quería espantar el recuerdo o la propuesta del doctor Oriol.
La noche se imponía amenazante entre las crepitantes teas que pendían de los edificios, y sólo relucía el reflejo del orín en las esquinas. Martí alzó la mirada en busca de estrellas que le devolvieran las historias que Guifré le narraba acerca de míticos dioses mexicas, pero, desde algún lugar, Coyolxauhqui, la diosa luna, relucía llena y no le dejaba ver a sus cuatrocientos hermanos guerreros, las estrellas. Ellas estaban presas de su luz como el cielo gris lo mantenía prisionero a él de su propia zozobra. El joven suspiró al ver la casa de la calle del Call. Se detuvo ante la puerta, sacó la llave de entre los pliegues de su túnica y abrió.
No había vuelto a entrar allí desde la muerte de sus padres, y un olor rancio, mezcla de polvo y humedad, le golpeó en la cara. La única sala de la casa se notaba helada por el abandono y el invierno. Cerró la puerta y se dirigió a la mesa que sabía estaba en el centro. A tientas, dio con una de las varas de azufre, la rozó contra la pared de la chimenea y enseguida sintió el calor de una pequeña llama. Con ella encendió una vela y la estancia se pobló de sombras. Todo permanecía tal cual recordaba. La pluma de cálamo reposaba al lado del tintero, cuyo contenido estaba reseco. El pergamino sobre el que trabajaba mostraba algunas letras árabes y, al lado, la caligrafía latina de su propia traducción. Dejó el libro de Pedro de Osma sobre la mesa de trabajo y se volvió con la vela en la mano. En la repisa que coronaba la chimenea seguía el astrolabio del viejo Isaac. El resto de paredes estaba ocupado por estanterías repletas de libros, los cuales también se amontonaban en el suelo. Las ratas habían mordisqueado algunos de los ejemplares y el lugar necesitaba una buena limpieza, pero no era el momento de hacerlo. Así que salió de allí con la intención de volver al día siguiente.
Bajó por la calle del Call, de regreso a la plaza del Pi. Le reconfortaba saber que tenía algo concreto que hacer, pero con la nueva tarea que se había impuesto, aparecieron las dudas. ¿Era prudente seguir con aquello? Ahora, con su posición de doctor, era posible que sobre él hubiera más ojos que antes, e hiciera lo que hiciese, sentía que traicionaría el recuerdo de sus seres queridos, así que tomó una decisión: aceptaría la propuesta del doctor Oriol, pues con ello aclararía sus ideas, y asumiendo un riesgo, evitaría otro. Aun así, era incapaz de dejar todo aquel tesoro abandonado a su suerte. «Quizá Guifré les haría sitio en el castillo y cuidaría de ellos», se dijo.
En la esquina de la calle del Call con la plaza Sant Jaume, las teas que pendían de la pared lateral del palacio de la Generalitat apenas iluminaron la silueta de aquel hombre envuelto en una tupida capa. Pero no hacía falta, pues quien lo observaba sabía que, bajo el bonete negro que cubría su cabeza se escondían los rizos rubios de Martí Alzina.
Ahora ya no necesitaba seguirlo, sino al contrario. Alfons aguardó a que la silueta se perdiera de vista mientras acariciaba el objeto metálico que ocultaba entre los pliegues de su túnica. Era una copia, y esperaba que funcionara. «Por fin he descubierto qué casa abre esta llave», se dijo triunfal. Sabía que el plan urdido con Funés llevaría a Martí al lugar donde escondía los libros, pero no esperaba que fuera tan rápido.
Martí se despertó con las campanadas de la hora prima y el silencio de la casa lo arrancó de la cama. Lo peor era quedarse entre las mantas, despierto, pensando en los ausentes y en lo que ya nunca sería como había imaginado. Sin poder evitar un escalofrío, se apresuró sobre la arqueta de pino que tenía bajo la ventana, sacó su jubón más viejo y se lo puso. Fuera, en la plaza, vio a Alfons apoyado en el pino, observando la casa. Su sonrisa y la tez enrojecida sobre la barba le hicieron pensar que quizás estaba borracho, tras una de sus consabidas parrandas nocturnas, pero no dejó de inquietarle verlo allí. Sacudió la cabeza y salió de la habitación.
En la planta baja aún se veían algunos rescoldos enrojecidos en la chimenea. Tomó algo de hojarasca del cesto de la leña y reanimó el fuego mientras se recordaba que debía escribirle un mensaje a Guifré. «Seguro que acepta guardar los libros, eso no debe preocuparme —se decía—. Lo más importante es hallar la forma de sacarlos de la casa con discreción».
De pronto, unos enérgicos golpes en la puerta le sobresaltaron y se irguió con tal premura que se golpeó la cabeza con la parte superior de la chimenea. Los golpes sonaron de nuevo, insistentes, pero Martí no pensaba perder el fuego, así que echó un leño para alimentarlo, mientras la puerta ahora tronaba con impaciencia.
Al fin, el joven abrió y ante sí vio a un guardia.
—¿Martí Alzina? —le preguntó. Y ante el asentimiento de cabeza que halló como respuesta, añadió—: El ilustrísimo y reverendísimo señor obispo de Barcelona me ha exigido que lo ponga bajo mi custodia, por lo que ahora mismo debe acompañarme.
El sol había ascendido y regalaba su luz a los cipreses del jardín del palacio episcopal. En el estudio, ataviado con su hábito morado, el obispo los observaba desde un ventanal, cercano a la hermosa mesa a la que le daba la espalda. Por toda decoración, la pared contaba con un sencillo crucifijo de olivo, y sobre la repisa de la chimenea descansaba un pequeño cofre de oscuro roble desconchado. El único elemento ostentoso era la mesa de trabajo, decorada con motivos vegetales de hueso incrustado, pero el prelado prefería pasear su mirada por el jardín, intentando alejar sus pensamientos del documento que tenía sobre la mesa.
Sin embargo, eso le resultaba imposible. Habían encontrado la vieja casa de la calle del Call, aunque podía estar tranquilo: nadie le relacionaría con ella ni con su padre. Él no usaba el nombre del viejo Isaac, pues años atrás Gerard de Prades, el antiguo conde de Empúries, se aseguró de proteger su identidad para que pudiera servirle sin peligro. Eran otros tiempos, otro rey gobernaba y levantaba los celos de la nobleza catalana ante las intromisiones castellanas, y en las intrigas políticas él era un simple peón. ¿Lo añoraba? ¿Echaba de menos ser el padre Miquel? No, sin embargo su ánimo estaba teñido de melancolía. Sabía que su progenitor le dejó la casa en herencia a Martí Alzina, precisamente nieto de Gerard de Prades, pero no podía imaginar que también le dejara el afecto que a él le negó cuando borró su pasado judío.
Sólo una persona relacionó a Isaac como padre del entonces sacerdote. «¡Qué irónico!», pensó Miquel. Lo descubrió el mismo tío carnal de Martí, Domènech de Orís, su predecesor en el cargo de obispo. Este le condenó a un humillante servilismo, que aceptó más para proteger a su padre que para proteger su propia vida; y, mientras, Martí se llevaba todo el cariño de Isaac. Los ojos de Miquel se humedecieron emocionados, pues le reconfortaba saber que su padre no había muerto solo, y que para Amador Alzina y su familia, el viejo Isaac no fue un paciente más.
Sin embargo, el joven Martí era más que incauto. «¿Por qué ha continuado con esa absurda tarea? ¿No padecí yo bastante por ello? ¡Ay, padre! Si lo amabas, debiste protegerlo de este destino». Según el documento, en la casa del call habían hallado un ejemplar del De confessione, de Pedro de Osma, obra de la que el mismo autor se retractó para evitar problemas con la Inquisición. «¿Qué sabrá Guifré de Orís de los libros secretos? —se preguntaba el prelado. Temía que nada, pues como confesor y amigo del barón, Miquel sentía que se lo hubiera contado—. No sería su peor secreto». El obispo suspiró y se santiguó en un ruego silencioso por él. ¡Con lo que Guifré había sufrido a lo largo de su vida! Ahora debía quitarle a su hijo; no quedaba otro remedio.
Dos suaves golpes en la puerta lo sacaron de sus pensamientos, y el leve crujido de esta al abrirse precedió a la voz de su secretario:
—Su Ilustrísima Reverendísima, el doctor…
—Hágalo pasar —le interrumpió Miquel.
El obispo rodeó la mesa y se dirigió hacia la puerta para recibir a un hombre menudo, ataviado con una elegante túnica negra. Su cabello gris estaba recortado sobre los hombros, y su rostro amarillento le daba cierto aire melancólico. Se inclinó y le besó el anillo pastoral mientras el secretario los dejaba a solas.
—Sentémonos, por favor —le invitó el obispo.
El prelado apoyó un codo en la mesa y observó que el doctor Oriol se sentaba al borde de la silla y mantenía el sombrero agarrado, a pesar de tenerlo sobre su regazo.
—Sea sincero conmigo, se lo suplico —empezó Miquel conciliador—. ¿Conoce usted al doctor Riera, el calificador del Santo Oficio?
—No —respondió Oriol con aire desconcertado.
—Pero sí a su primo, el doctor Funés.
—No sabía que fueran primos.
—¡Vaya! Pues sí, y me temo que el doctor Funés le haya dado un libro de teología, con ideas muy próximas a las del tal Martín Lutero en lo que se refiere a las indulgencias, aunque fue escrito mucho antes que las noventa y cinco tesis.
—Mmm, no sé de qué me habla, yo soy médico, no teólogo —replicó el doctor Oriol con un ligero rubor en sus mejillas.
Miquel lo observó. Tantos detalles revelaban que él mismo lo había leído, a pesar de no nombrar el título, pero esto no parecía generar confianza en Oriol, quien se aferraba a su sombrero mientras su boca se movía como si estuviera seca. No tenían tiempo para juegos: debía ir al grano.
—Mire, cosas de la vida, a alguien se le olvidó quemar un ejemplar de De Confessione de Pedro de Osma. Lo encontró en la biblioteca episcopal el doctor Riera, calificador del Tribunal de la Inquisición, y como hombre piadoso, me lo hizo saber. Entonces me aseguró que habían quemado el libro, pero resulta que ha aparecido un ejemplar en una casa de la calle del Call, perteneciente a un doctor protegido suyo. Creo que el ejemplar es el mismo que el calificador entregó a su primo, quien le utilizó a usted para tender una trampa a Martí Alzina.
El rostro cetrino del doctor Oriol se tornó blanco como el mármol. Aun así, logró articular con voz queda:
—¿Y por qué cree que yo tengo algún papel en todo esto?
—Por su reacción —aseveró el obispo mientras se reclinaba en la silla—. Y porque se le nombra como sospechoso en el informe del caso.
El médico se dejó caer sobre el respaldo, con los hombros vencidos y la mirada baja.
—¿Me van a detener?
—No, por Dios, no —se apresuró a responder Miquel con una sonrisa. El doctor le devolvió una mirada llena de esperanza, y el obispo supo que estaba dispuesto a hacer lo que le pidiera, por lo que añadió—: Mis colaboradores de la Inquisición me han mentido, y no me gusta. Ya sabe que yo siempre procuro mantener buenas relaciones con el Consell de Cent, y creo que el Santo Oficio está un tanto celoso; quizás haya miembros del tribunal que se sientan menospreciados. ¿Se imagina que de pronto descubren que ese ejemplar viene de la biblioteca de mi palacio? Temo que la trampa tendida a Martí Alzina también esté dirigida a mi persona. Y si es así, seguro que la Inquisición tendrá una propuesta preparada para que el rey nombre a un nuevo obispo que les apoye con más contundencia. Así que, para ahorrarnos problemas, lo mejor es que el juicio no se celebre.
El doctor Oriol se incorporó de nuevo, aunque ahora ya no estaba sentado al borde de la silla y su actitud era algo más relajada.
—La denuncia ya está hecha. ¿Cómo lo impedirá sin descubrirse?
—Haremos desaparecer a Martí Alzina —anunció el prelado en tono triunfal.
Se puso en pie, fue hacia el cofre de roble que había sobre la repisa de la chimenea y lo abrió. Extrajo unos papeles y volvió junto al médico.
—La casa del call y la de la plaza del Pi quedarán a nombre de Martí Alzina. Pero nadie sabrá nunca dónde está —dijo el obispo mientras le alargaba la documentación—. Necesito un título de doctor en medicina con este nombre.
Oriol tomó la documentación, que incluía un sello del obispado de Girona y otro real.
—Martí de Orís y Prades, ¿conde de Empúries? —exclamó atónito—. ¿Cómo va a ser doctor un conde? ¡No existen antecedentes!
—Pues este será el primero —respondió con firmeza el obispo.
«¿Por qué tanta prisa para luego mantenerme a la espera todo el día?», se preguntaba Martí con fastidio. El atardecer se cernía sobre el río Besós, y a pesar de estar sentado al lado de la ventana, la luz rosada del crepúsculo no le bastaba para seguir con la lectura. Con hastío, dejó el libro sobre la mesilla que tenía a su lado. Llevaba encerrado todo el día en aquella sala, y el único entretenimiento era aquella Biblia que halló en la enorme estantería vacía de la pared. «Por lo menos es la traducción de Erasmo de Rotterdam», se dijo cuando llegó por la mañana, apenas pasada la hora tercia.
Al salir de su casa de Barcelona, el guardia le condujo a la puerta del Ángel, donde aguardaban dos caballos. Entonces galoparon hasta aquel palacio que el obispo tenía a las orillas del río Besós y Martí lo temió enfermo. Pero tras ser recibido por el mayordomo, este le pidió que aguardara allí al prelado. Cuando las campanas repicaron anunciando la hora sexta, la espera se le hizo insoportable y al ir hacia la puerta para buscar explicaciones, descubrió que estaba encerrado. Al principio se enfadó, luego se sintió inquieto, pero con el sol despidiendo el día, lo único que le quedaba ya era el aburrimiento.
Con un suspiro, arrastró una mesa baja, la situó frente a la silla, y sentado de nuevo, puso los pies sobre ella para estirar las largas piernas entumecidas. Su mirada se paseaba por los molinos que proliferaban alrededor del río, cuyo caudal verdoso discurría con mansa apariencia. Sin duda, el comportamiento del obispo era extraño, pero Martí confiaba en él, pues sus familias estaban unidas por un extraño vínculo. Miquel, el único en la ciudad que sabía de su verdadero linaje, se refería a su abuelo Gerard de Prades con gran afecto, y decía que gracias a él y a Guifré de Orís se había librado de los chantajes de Domènech de Orís, curiosamente tío de Martí. Y sin saber nada de todo ello, el joven se crió desde los diez años siempre cerca de Isaac, padre del ahora prelado. «¿Casualidad o mano divina?», se preguntó con un bostezo. Estiró los brazos por encima de su cabeza y la espalda crujió al acomodar los huesos en su sitio.
De pronto, la puerta se abrió y entró el obispo. Ataviado con una capa negra que ocultaba el morado episcopal, lo observaba con una inusual expresión severa en su sonrosado rostro. Martí se apresuró hacia él y se inclinó a la espera de que el prelado le tendiera la mano.
—No, no —suspiró el obispo, y cerró la puerta de la estancia sin dejar que le besara el anillo pastoral.
El joven se irguió, desconcertado, mientras Miquel se desprendía de la capa y la dejaba con descuido sobre una arquimesa que había pegada a la pared. Luego, con paso cansino, se dirigió hacia la ventana y se llevó las manos a la espalda, con la mirada en el paisaje crepuscular.
—Han descubierto la casa del call. La Inquisición te ha denunciado —aseveró con un tono seco—. Pusieron a un familiar tras de ti, un tal Alfons Mascó.
Martí frunció el ceño. «¡Seré idiota!», se reprendió. Alfons era la única persona a la que podía considerar enemiga. De chiquillos, tras una disputa, se rompió la rodilla después de que él le vaticinara unas viruelas de agua, cuyos síntomas ya eran observables. Desde entonces, creía que Martí practicaba la brujería, y lo consideraba culpable de su cojera.
—Tienes suerte de que tu tío Domènech esté bien muerto —continuó el prelado, sin dirigirle mirada alguna—. Ya estarías en la sala de tortura.
El joven vagamente recordó a un hombre corpulento, como un guerrero con hábito morado. Pero sus ojos azules, fríos como un sable, acudieron a su mente con una nitidez brutal. Lo había visto alguna vez cuando era obispo de Barcelona, y lo recordaba acompañado de la inquietud de Amador, que siempre parecía querer huir cuando él estaba presente en un acto.
—¿Cómo has podido ser tan idiota? —exclamó de pronto el obispo mientras se volvía hacia Martí con el rostro desencajado—. Mi padre se la jugaba porque se sabía condenado. Nunca dejó de ser judío, y o lo quemaban por eso o por los libros. Pero tú, ¡no lo entiendo!
Avanzó unos pasos hacia el joven médico, pero se quedó al lado de la silla, y Martí bajó la cabeza para evitar traslucir nada con su expresión. Estaba extrañado de no sentir miedo, sino alivio, consciente de pronto del peso de aquel secreto llevado en solitario desde la muerte de Isaac.
—Si Dios no hubiera querido que aprendiera, no me habría puesto los libros en el camino —respondió con sinceridad.
—O sea, ¿qué ha sido por voluntad divina?
El obispo entonces rió, y Martí alzó la mirada desconcertado. Miquel se apoyaba en el respaldo de la silla y lo escrutaba con aquella mirada tierna que siempre le dirigía.
—Tu tío también consideraba voluntad divina lo que le convenía, pero si a él le juzgó Dios, tú no serás menos, Martí. Yo tampoco estoy libre de pecado. Lo cierto es que para mí ayudarte tiene un sabor a venganza. Domènech de Orís intentó acabar contigo, pues que se revuelva en su tumba, dondequiera que esté.
—No es justo que usted asuma un riesgo por algo que he hecho yo —dijo recordando el amor que sentía Isaac por su hijo.
—Cierto, y pagarás tu pecado, pero no morirás —sentenció Miquel mientras se acercaba al joven. Más alto que él, tuvo que estirar el brazo para ponerle la mano sobre el hombro—. La denuncia pesa contra Martí Alzina. Por eso, a partir de ahora usarás el nombre de tu familia carnal: eres Martí de Orís y Prades, conde de Empúries y doctor en medicina. Pero tu cara es la misma, y te podrían reconocer en Barcelona, así que tendrás que marcharte esta misma noche. Lo siento, pero no habrá tiempo para despedidas.
—No tengo a nadie de quien despedirme.
El obispo arqueó una ceja, desconcertado, y dijo:
—Pensé que había una joven…
—Eso está olvidado. Usted mismo la casó —respondió Martí con melancolía—. Así que, si he de partir esta misma noche, sólo me gustaría enviar una carta a mi padre.
—Desde luego, yo se la haré llegar. Luego tomarás una barca que te aguarda en la desembocadura del río. Te llevará hasta el puerto, subirás en una galera rumbo a Marsella y te reunirás con el ejército de su majestad el emperador. Tengo todos tus papeles listos.
Hasta aquel momento, Martí había aceptado con serenidad la complicada situación en que se encontraba, pero de pronto se sintió sacudido por una intensa sensación de alarma.
—¿El ejército?