VIII

Acolman, año de Nuestro Señor de 1527

Hacía mucho que la comida había dejado de darme náuseas, pero el bebé siempre se agitaba cuando Yaretzi asaba carne de perro en el hogar principal. Yo permanecía sentada en una estera, con la mirada fija en la mujer, que preparaba unas tortillas mientras el guiso de carne chisporroteaba al fuego. La estancia en que Zolin y yo dormíamos y aquella eran las únicas donde había esteras. El resto de habitaciones de aquel palacio de estilo castellano estaba poblado de mesas y sillas que Juan había hecho construir. Además, había muchas, demasiadas de aquellas chimeneas, pero para mí el hogar principal era aquel frente al que Zolin y yo nos casamos, hacía ya casi ocho meses.

Durante la boda, las ausencias se convirtieron en un invitado más. A falta de nuestras madres, Yaretzi y una tía del novio fueron quienes nos entregaron los trajes, mientras mis ojos no podían apartarse de los de Zolin, ardientes por el reflejo de la hoguera que iluminaba aquella unión. La superviviente más anciana de Acolman, una de las antiguas esposas de un tío mío, ejerció de cihuatlanque para unir su capa y mi blusa, con lo que nos convirtió en esposos. Luego compartimos nuestros tamales, rellenos de carne de perro, mientras algunos invitados, pocos para la posición social que ocuparan nuestras familias, bailaban y danzaban a nuestras espaldas. No quisimos llamar la atención, por lo que el primer banquete fue discreto.

A pesar de ello, todo el pueblo lo sabía, y parecía entender la situación. Durante los cuatro días de ayuno ritual que siguieron, siempre que salíamos del cuarto para hacer las ofrendas de incienso ante el altar familiar, lo hallábamos rodeado de las flores que, según nos contó después Yaretzi, aparecían cada día en las puertas del palacio. Era como si, a pesar de que la situación imponía silencio, quisieran dar la bienvenida a aquel matrimonio. Cuando por fin salimos al quinto día, una temazcalli se había erigido en el huerto trasero de aquel palacio castellano y supe, por el olor del epazote, que la había preparado Yaretzi, pensando también en mi embarazo. Sin embargo, no nos recibió ningún sacerdote para bendecirnos, y a pesar de que la ceremonia me había reconciliado con mis dioses, también me recordó todas las pérdidas que habíamos padecido, y por primera vez las reviví con más tristeza que amargura. Tampoco pudimos celebrar el segundo banquete, pues un mensajero vino para anunciar que fray Rodrigo estaba en la iglesia. Ya no como sacristán, pero sí como el más alto cargo de la ciudad, Zolin tuvo que salir apresuradamente a recibirlo. Al rato nos llamaron a misa, pero aquel día fui consciente de que mis vecinos, otrora súbditos de mi padre, no fueron ni a oír al cura ni a oírme cantar, sino que las miradas de soslayo y las sonrisas convirtieron su presencia en el segundo banquete que debía dar por acabado el ritual de mi boda, y por primera vez dentro de uno de aquellos templos extranjeros me sentí acogida y amada como en mi antigua vida de sacerdotisa.

Yaretzi tomó la masa de maíz y la aplastó con las manos para dar forma a la tortilla mientras mi vientre volvía a agitarse y me arrancaba una sonrisa.

—¡Qué bien huele! —se oyó decir a Zolin.

—Lo he guisado sin chili. A Ameyali no le sienta bien —comentó la mujer.

—A mí sí, es al bebé a quien no le gusta —indiqué acariciando mi vientre.

Zolin se sentó tras de mí, con sus piernas abrazó las mías y con sus manos mi crecida barriga. A través de mi blusa sentí su torso desnudo y supe que vestía el maxtlatl, aunque por la mañana saliera de casa con la túnica.

—¿Ya se ha ido fray Rodrigo? —pregunté.

—Sí, está de ronda por las aldeas —murmuró tan cerca de mí que noté su cálido aliento en mi cuello—. ¿Sabes? Después de los sermones que fray Antonio me dio en Tenochtitlán sobre el gran pecado que era lo nuestro y lo malísima y pecadora que eras, jamás creí que lo echaría de menos.

—¿Y a qué viene eso ahora?

—Me aburro con este franciscano. Fray Antonio era pesado, pero también ingenioso, y encima… —Sacudió la cabeza con desasosiego—. Es igual.

—¿Qué te preocupa? —pregunté volviéndome hacia él mientras el niño se mostraba más inquieto de lo habitual.

—¡Anda! Se ha movido, y mucho —exclamó Zolin como única respuesta, y añadió con una sonrisa—: ¿No te duele?

Como si quisiera responder a su padre, el pequeño se agitó de tal forma que un intenso dolor me arrancó un grito. Asustado, Zolin separó sus manos de mi vientre contraído, aunque mantuvo su torso contra mi espalda.

—¿Pasa algo malo? —preguntó mirando a Yaretzi.

Un líquido brotó de entre mis piernas y mojó las suyas. En un acto instintivo, él se incorporó y quedé en el suelo tendida, apoyada en un codo, mientras con la otra mano me sujetaba el vientre palpitante.

—No pasa nada, es natural. Ya viene —respondió ella.

Su voz rota me sosegó, aunque no pude evitar otro gemido.

—¡Pero no toca! —gritó asustado Zolin.

—Nosotros no determinamos cuándo toca —señaló la anciana—. Haz llamar a Itzmin para que traiga mi bolsa de hierbas, y dejemos hacer a los dioses.

La espada repicaba en el cinto al compás del sonido de las botas sobre la calzada. El caminar de Andrés de Tapia era enérgico, y sus amplias espaldas le daban un porte orgulloso. El sol brillaba con dureza, y se protegía la cabeza con un sombrero de ala ancha adornado con una pluma de quetzal obtenida de un tocado del difunto Mutezuma; siempre se lo ponía cuando se dirigía a aquel palacio, el mayor de México, ubicado donde antes se erigiera el del rey indio. Andrés de Tapia aún recordaba cómo, por aquella misma calle, Cortés había exhibido al monarca mexica prisionero como un monigote ante su pueblo. Sabía que gracias a esas maniobras intimidatorias y a su inteligente uso de la generosidad aún ahora los caciques indios lo respetaban, pero Andrés no podía evitar una punzada de añoranza por los viejos tiempos, cuando su liderazgo fue indiscutible.

Una pareja de ruidosos quetzales se posaron sobre una cornisa, miraron la calle durante un instante, alzaron el vuelo y se perdieron tras la muralla del palacio de Pedro Solís. Andrés de Tapia apretó los dientes mientras el tintineo de su espada parecía dominar el ritmo de sus pensamientos. «¿Por qué tenemos que aguantar ahora el gobierno de un recién llegado como Estrada? ¡Él no luchó! No lo merece», se decía indignado. Cortés ya hacía tiempo que no ocupaba cargo alguno, y a Tapia aún le costaba entender por qué no dio el golpe definitivo en su momento. Un año antes, cuando Estrada y Marcos de Aguilar se hicieron con el puesto compartido de gobernador, Cortés organizó una cabalgata con los caciques y sus aliados castellanos para mostrarles que, aun sin cargos, tenía poder. Entonces pudo acabar con ellos, cobardemente refugiados en sus palacios. Pero no lo hizo, entregó las armas, y ahora a Tapia le parecía que cada vez se podían fiar de menos castellanos, incluido el propio Sandoval, antiguo lugarteniente de Cortés y, antes, su seguro aliado. Lo más doloroso para el antiguo capitán, sin embargo, era que, prefiriendo en el gobierno a quienes no lucharon, el rey se mostraba desagradecido. «¿Por qué guardarle lealtad?», se preguntaba con amargura.

Andrés de Tapia sacudió la cabeza en un intento de espantar aquellos pensamientos. Por la puerta principal del palacio de Solís vio salir a su antiguo compañero de armas a lomos de una magnífica yegua baya. Lo saludó con una ligera inclinación, más por las batallas compartidas en el pasado que por su posición en tiempos de paz, siempre del lado de Alonso de Estrada. El caballero castellano le devolvió el saludo cuando el precipitado sonido de unos cascos impulsó a Tapia a apartarse y a pegar su espalda contra la pared. Por la puerta del patio, en un trote forzado, salía otro jinete a lomos de un viejo caballo pardo que daba bandadas con las patas traseras. El caballero, más tieso que un espantapájaros, apenas consiguió controlar al corcel cuando pasó por delante de él, siguiendo a Solís. Andrés de Tapia arqueó una ceja al reconocer al cacique indio que montaba y enfiló la calzada hacia el palacio de Hernán Cortés. «¿Adónde vamos a llegar?», se preguntó. ¿Acaso ahora Solís quería imitar al caudillo, haciéndose acompañar por indios a caballo? El capitán general lo hizo al poco de caer México como estrategia para mantener tranquilos a los vencidos, pero ¿qué pretendía Pedro Solís con aquello?

Entró con resignación en el patio de armas del palacio. El mayordomo salió a su encuentro, vestido con una pulcra túnica azul ribeteada con hilos plateados que muy pocos podían permitirse en aquella ciudad. Saludó con una reverencia y le invitó a seguirle escaleras arriba.

—El señor Cortés le aguarda, y espera comparta su almuerzo con él —le dijo al llegar al soportal del segundo piso.

Avanzaron entre las arcadas, apoyadas en columnas de parcos capiteles sobre los que faltaba la labor de un escultor. Sin embargo, a Andrés de Tapia le gustaba la solidez de aquella construcción, y le parecía formidable que la tarea hubiera sido dirigida por un indio, precisamente el mismo que había visto a lomos del viejo caballo.

El mayordomo se detuvo delante de una robusta puerta de madera. Sin llamar, la abrió y anunció a don Andrés de Tapia. Luego se volvió hacia él y le invitó a pasar con una reverencia muda pero teatral, muy del gusto ampuloso con que don Hernán regalaba a sus amigos.

La estancia estaba dominada por una enorme mesa de caoba cubana cuyo exquisito pulido lucía con los rayos del sol que se colaban por el ventanal. Cortés abandonó los rollos de pergamino sobre ella y dejó la pluma en el tintero mientras Andrés de Tapia se quitaba el sombrero y se inclinaba en una reverencia.

—Mi señor…

—Querido Andrés, no hace falta que seas tan formal, hombre.

—Me cuesta acostumbrarme a tanta familiaridad, mi señor —respondió Tapia mientras se erguía.

Vio que su anfitrión se había puesto en pie y se dirigía hacia él con los brazos abiertos. Ya recuperado después de las penurias pasadas en la malograda expedición a Las Hibueras. No obstante, las canas que habían aparecido en su cabellera rojiza aumentaban, y a Tapia le parecía que la viveza de sus ojos saltones se apagaba presa de cierto cansancio, no sabía si producido por el paso de los años o por las luchas a las que se veía enfrentado para que sus méritos fueran reconocidos. Al llegar a su altura, le dio una amistosa palmada en la espalda a la vez que mostraba una amplia sonrisa.

—Te has ganado mi confianza y es a mí a quien le cuesta acostumbrarse a un trato formal. En esta sala, ante todo somos amigos. Anda, siéntate —dijo señalando una butaca.

Esta estaba confeccionada de la misma madera que la mesa, y tal era la sutil belleza de sus vetas que Cortés la mantenía sin tapizar. Tapia se sentó, con el sombrero sobre su regazo, mientras su anfitrión tomaba asiento frente a él.

—¿Y bien? —preguntó el caudillo—. ¿Cuáles son tus motivos para desconfiar de Sandoval? Tu mensaje me dejó muy intrigado.

Andrés suspiró, de pronto nervioso. Tras la muerte de Marcos de Aguilar, el siempre leal Sandoval gobernaba con Alonso de Estrada en una especie de acuerdo entre los partidarios acérrimos del caudillo y los poderes reales que siempre le regateaban méritos y derechos de conquista. Pero temía que Sandoval quisiera acercar posturas a Estrada traicionando a Cortés.

—Deberías de haber gobernado tú directamente, aún no entiendo por qué rehusaste —se lamentó Andrés de pronto, como si sus pensamientos se hubieran escapado por su boca.

Cortés sonrió.

—¿Con Estrada? ¿Crees que después de todo lo que hemos pasado en estas tierras merezco compartir gobierno?

—No, claro que no —respondió Tapia acariciando la pluma de quetzal de su sombrero—. Siempre he sido partidario de que te deshicieras de Estrada.

—No me convienen más habladurías —suspiró Cortés con resignación—. Todo el mundo cree que hice envenenar al juez Ponce de León, por ello incluso aprovechan para extender rumores acerca de mi implicación en la muerte de Aguilar, aunque ni siquiera pisó mi casa antes de caer enfermo.

Andrés de Tapia asintió, pensativo. Aquellos rumores ya hacía meses que se habían extinguido, sin embargo, sentía que quien los propagara se había salido con la suya. Creía firmemente que surgieron para evitar que Cortés recuperara el cargo de gobernador, aunque fuera compartido con Estrada, pues si hubiera aceptado el puesto que dejaba vacante Aguilar, mayor fuerza habrían cobrado los rumores de asesinato.

—Tú eras partidario de que Sandoval entrara a gobernar para controlar a Estrada —dijo Cortés interrumpiendo sus pensamientos—. Ha sido mi mano derecha desde la Noche Triste que seguro recuerdas. ¿A qué viene ahora este ánimo sombrío, Andrés?

El caballero se llevó la mano al pelo recogido tras la nuca y miró al capitán general, quien, cómodamente recostado en el respaldo de su butaca, lo observaba con semblante inquisitivo.

—Supongo que tonterías, más habladurías. Se comenta que Sandoval quiere casar a Estrada con una de sus hijas —dijo Tapia al fin.

Cortés esbozó una sonrisa.

—¿Temes una traición? —preguntó.

Andrés de Tapia se dio cuenta de que no le había dicho nada nuevo.

—Mira, Estrada no me odia, sólo me teme —añadió Hernán Cortés con expresión divertida—. Bueno, teme que traicione al rey, cosa harto absurda, porque ya podría haberlo hecho.

—De modo que tú has ideado esa propuesta de matrimonio para aproximarte a Estrada —comprendió Tapia.

—De forma indirecta, para que no se espante más, y quizá sí, ¿por qué no?, disfrazada de traición. —Se incorporó, se aproximó al fiel caballero y añadió en tono confidente—: Espero tu discreción al respecto.

—Por supuesto —sonrió Tapia con alivio. Y se recostó sobre el respaldo de su butaca a la vez que su anfitrión hacía lo mismo—. Menos mal que se puede seguir confiando en alguien. Desde que acabamos la guerra, siento que la codicia es el alma de la traición. Todos quieren más encomiendas, más oro, y no dudan en olvidar quién nos trajo aquí y nos hizo victoriosos.

—¿Lo dices por alguien en concreto? —sonrió Cortés, a quien se le ocurría una lista interminable de nombres.

—Pedro Solís, por ejemplo. Acabo de verlo salir de su palacio. ¿Hubiera soñado con algo así en su tierra natal? No, pero no se siente satisfecho.

—Pedro no es un traidor. Nunca ha ocultado su antipatía por mí.

Andrés de Tapia frunció el ceño.

—Ya, pues lo acabo de ver haciéndose seguir por ese cacique indio, Juan de Acolman, creo que lo llaman. ¡Le está enseñando a montar!

—Es mi encomendado —murmuró Cortés pensativo.

—Pues no es la primera vez que lo veo en su compañía.

Cortés arrugó la nariz en un gesto de disgusto, mientras se preguntaba si era Pedro el que tramaba algo o Juan. De pronto, el picaporte de la puerta sonó en un crujido lento y el mayordomo apareció en el umbral.

—El almuerzo está listo —anunció.

El caudillo se puso en pie, con la sonrisa de nuevo en su rostro.

—Vamos, Andrés —le dijo a su amigo—. Estate tranquilo. Que Pedro le enseñe a montar y se deje adular o lo que sea. Al final, no hay cacique indio en estas tierras que no sepa quién es el señor de los castellanos.

Y salió de la sala mientras a Tapia de pronto se le ocurrió que el tono de Cortés había sonado como un intento de convencerse a sí mismo.

Fue un niño arrugado que salió de mi vientre gritando y pataleando airado. Nació delante del hogar donde su padre y yo nos casáramos, y como experimentada partera, Yaretzi cortó el cordón que nos unía mientras le susurraba palabras de bienvenida. Era un discurso casi ritual, que le advertía de la ventura variable de este mundo, pero en aquel momento en que el agotamiento se apoderaba de mi cuerpo lo consideré un vaticinio de la incerteza de nuestras existencias, que ya no nos permitían ni imaginar con qué cosas podría soñar, cómo viviría o cómo podía convertirse en hombre de bien.

Pero a pesar de que nuestro mundo se había hundido, mantuvimos la tradición, y mientras lo lavaba, Yaretzi entonó las oraciones a Chachiuhtlicue, diosa del agua, para que se llevara toda la suciedad que había en él. Me reconfortó su voz rota, tanto como a mi pequeño, y cuando por fin lo tuve entre mis brazos, pude ver el fuerte mentón de Zolin en su rostro, dominado por unos ojos ávidos, de largas pestañas.

—Tiene tu mirada —me dijo Yaretzi entre silenciosas lágrimas—. Es precioso, como tú cuando viniste al mundo.

Entonces me dio un cuenco con pulque para fortalecer mi leche, me acarició el cabello y salió de la estancia, dejándonos solos. En ese momento, desde mi bajo vientre hasta el pecho, me recorrió un ardor que prendió en mí un miedo nuevo, muy diferente a los padecidos antes. Era íntimo y persistente, como si una sombra me tomara en un abrazo por la espalda y dejara ir su hálito en mi cuello. Supe que aquel temor jamás me abandonaría, pero al sentir la piel de mi pequeño buscando mi seno, di gracias por ello.

Zolin entró en la estancia y recibió a su hijo vestido con varios mantos y un imponente tocado de plumas azules y amarillas. Su porte regio me intimidó al pensar en los anhelos de un padre orgulloso para con su heredero. Lo miraba con un brillo en sus ojos desconocido para mí, como si surgiera de una parte remota de su ser a la que yo no había tenido acceso, y temí que lo rechazara por si había nacido en día nefasto. La tradición mandaba que Zolin hiciera llamar a un tonalpouhqui que consultara en los escritos sagrados el signo de nuestro hijo. Así sabríamos, según las estrellas, si había nacido en día propicio, y si sería guerrero, poeta, rico, pobre… Pero en Acolman ya no quedaba ninguno de aquellos sacerdotes, y aunque pudiera haber alguno en Texcoco, debía de estar escondido por miedo a los frailes. Así que no sabríamos el signo que le daba el cielo, y sin él, nada de su carácter o su destino. Zolin se acuclilló a nuestro lado y lo tomó entre sus brazos temblorosos. Lejos de que su gesto ahuyentara mis temores, sentí que estos se agitaban cuando lo vi acunar a nuestro hijo con la boca contraída en una mueca que me pareció de dolor.

—¿Cómo haremos para ponerle nombre? Ni siquiera sabemos si podemos llevar a cabo la ceremonia mañana mismo o es mejor esperar los cuatro días —comenté angustiada.

Entonces su mentón se relajó y dibujó una enorme sonrisa.

—Hemos dejado obrar a los dioses, como dijo Yaretzi, y el niño ha nacido fuerte y sano, así que debe de ser un día propicio, ¿no crees?

Mientras sostenía al pequeño con uno de sus poderosos brazos, extendió el otro y me acarició la mejilla. Entonces me permití sonreír aliviada, aunque una inquietud persistía en mi interior y pregunté con un hilo de voz:

—¿Y cómo haremos la ceremonia para darle nombre?

—Como siempre. No necesitamos sacerdotes para ello, sólo a la partera, y estará encantada. La única diferencia es que tú y yo escogeremos el nombre.

—Huemac… —murmuré.

—¡Me gusta! —exclamó él mientras dirigía una mirada a su hijo.

La voz rota de Yaretzi nos interrumpió desde el umbral de la puerta:

—Disculpad, es que Itzmin quiere darle la bienvenida, y el patio se está llenando de… Bueno, creo que Itzmin es el más anciano, pero muchos quieren honraros.

Zolin hinchó el pecho con orgullo y toda zozobra desapareció de mi interior. Huemac no sabría su signo, ni si había nacido en día nefasto, pero debía de ser buena señal que todos lo recibieran según la antigua usanza, como si aquel fuera el día más propicio que pudiera anunciar el cielo.

Una mesa pegada a la pared amueblaba el dormitorio de Juan. Sentado junto a ella en una silla de tijera, el cacique de Acolman leyó el mensaje con fastidio. Durante aquellos meses albergó la esperanza de que la sacerdotisa tuviera una niña, pero no, ella le había dado a su hermano un hijo, motivo de orgullo, pues con él Santiago podía sentir que había renacido como hombre. Conteniendo su rabia, Juan arrugó el mensaje que se lo anunciaba. Incluso le explicaba que había cumplido con el rito de las cuatro aguas, tras el cual el pequeño era conocido por todas las aldeas de Acolman como Huemac. ¡Había celebrado la ceremonia antigua, y delante de todos! Sacudió la cabeza mientras estrujaba el amatl. Tenían que cambiar o aquel nuevo mundo se los comería. Pero esa mujer y ahora ese niño mantenían atrapado a Santiago en una vida tan imposible como inútil. ¿Acaso quería convertirse en un criador de puercos? Juan soltó el amatl y lo alisó cuanto pudo. Pensativo, lo acercó a la llama de la vela y dejó que prendiera. Ahora todo dependía de él, y no dejaría que aquella mujer arruinara la vida de su hermano.