Orís, año de Nuestro Señor de 1526
A su regreso de Tenochtitlán, el barón Guifré de Orís convirtió el patio de su castillo en un jardín que en invierno se teñía de rojo gracias a los frutos del acebo. En el centro, hizo construir una especie de cúpula que llamaba temazcalli, que servía para darse baños de vapor y que utilizaba incluso en los días más fríos del año. Desde una de las habitaciones de la casa señorial, Joana la observaba con tristeza. Sus manos, resecas y callosas, permanecían entrelazadas a la altura de su vientre, y sus ojos marrones, marcados por el dolor y los años, permanecían fijos en la entrada de aquel cubículo mientras su mente divagaba. El invierno anterior se llevó a Elisenda, y el final de la primavera le quitó a su hermano. Sólo le quedaban Frederic y Martí, pero este último parecía una figura espectral, y temía que el dolor lo condenara al mismo mal que sumió a su madre en el perpetuo sueño que fue su vida.
El obispo de Barcelona había mantenido una estrecha relación con Amador, pues él y Martí cuidaron de su padre Isaac. El prelado era de las pocas personas que sabía que Martí Alzina era en verdad Martí de Orís y Prades, por lo que alertó a Guifré de la muerte de Amador y Teresa. Por primera vez desde su retorno, el barón salió del castillo y galopó hasta Barcelona. Halló a Martí encerrado en la casa familiar, sin comer, sin hablar. El joven sólo reaccionó cuando, ya en Orís, vio a Joana en el patio entonces en flor. La estrechó con fuerza y por fin pudo dar rienda suelta a sus lágrimas.
De eso hacía meses. Pasaron el verano y el otoño, llegaron las nieves y, aunque Martí ayudaba a Guifré en el jardín y charlaban a menudo, también pasaba cada vez más ratos encerrado en aquella casa del vapor. Según el barón, tenía efectos curativos y aliviaba los males del alma, pero a Joana le dolía ver al muchacho así, pues sabía que Amador y Teresa no lo hubieran querido.
—¿Se ha vuelto a meter en la temazcalli? —oyó tras de sí.
La mujer se volvió y vio la imponente figura de Guifré de Orís en el umbral de la puerta. Ella asintió y el hombre avanzó hacia la ventana. Los rizos de su pelo crecían tan desordenados y claros como los de Martí, pero a diferencia del joven, el barón lucía una larga barba encanecida que le recordaba la de un ermitaño. Además, siempre vestía una túnica verde, muy oscura, que le parecía un hábito, aunque, en lugar de crucifijo, él portaba un collar traído de su viaje a aquella tierra lejana. Estaba formado por diminutas cuentas color turquesa, y de él pendía una pequeña ave de oro llamada colibrí.
Guifré se puso al lado de Joana, y cuando miró a través del ventanal, ella reconoció el gesto de preocupación que últimamente asomaba a menudo en su rostro.
—Esto no puede seguir así, pero ¿cómo recriminarle nada? Yo soy el primero que se ha encerrado en este castillo —dijo.
Joana se sintió como una intrusa, pues el barón parecía hablar para sí mismo. Pero entonces él se volvió hacia ella como si esperara una respuesta.
—Usted se ha encerrado, sí, pero después de haber vivido —se atrevió a señalar la mujer—. Martí es joven, y su vida no está en este castillo.
Guifré sonrió, y en su rostro se dibujó aquella expresión afable y segura tan habitual en él. Con las manos a la espalda, se volvió hacia la habitación, en la que sólo quedaba el lecho que ocupó Elisenda durante años. El barón recorrió la estancia de un lado a otro mientras decía:
—No te voy a mentir, Joana. Me gusta tenerlo conmigo. A veces siento que mi vida ha sido un sueño, pero con Martí aquí puedo contarle tantas cosas… Sus preguntas, sus reacciones hacen que todo lo que viví sea real.
Se sentó en la silla, cabizbajo, y Joana se sintió conmovida por aquella confesión, por lo que en un susurro honesto respondió:
—Pero esas historias le alejan de su realidad.
El barón se acarició la larga barba rizada mientras asentía.
—Al principio pensé que le ayudaba, ahora no estoy convencido.
Guifré le dirigió una mirada que parecía implorar consejo y Joana se acercó a él. Puso una mano sobre su hombro y dijo:
—Intente ser su padre.
Desnudo, Martí sentía que el vapor se adhería a su piel y le lamía con aquel aroma a tomillo. Le ayudaba a respirar, a pesar de lo mucho que le dolía aún el pecho cuando en su mente reaparecía la imagen de los cuerpos brutalmente asesinados de sus padres. Él, decapitado en el carro, su cabeza en el suelo; ella, en el margen del camino, desnuda, con el cuerpo abierto y las entrañas esparcidas por la tierra. Los halló él mismo, acompañado por algunos vecinos de la Vila de Dalt, que, alarmados en plena noche por el joven jinete, temieron por las masías que había camino de la colina de Montgat. Al parecer, los piratas habían saqueado una de ellas y, al salir, debieron de encontrarse con Amador y Teresa.
Martí sacudió la cabeza para borrar aquellas imágenes, temeroso de verse sumido de nuevo en aquel estado de melancolía del que hablaba Hipócrates en sus tratados. Ahora, pasado el tiempo, sabía que debió de padecer un exceso de bilis negra, y quizás eliminó parte de ese exceso con las lágrimas que vertió al llegar a Orís, pues el mundo pareció redibujarse a su alrededor en aquel patio florido. Sin embargo, persistió el abatimiento, la tristeza y la desgana por la vida. Como reconocía todos los síntomas de esa melancolía que Hipócrates atribuía a un desequilibrio de los humores, decidió volcarse en su propia cura. Tomó infusiones de romero para despertar su apetito y, siguiendo los consejos de Al-Razi, huyó de la ociosidad ayudando en el jardín y, como recomendaba el sabio musulmán, charló con un hombre de buen juicio, en este caso el mismo Guifré.
Estiró las piernas, miró las yemas arrugadas de sus dedos y pensó que quizá debiera salir, pero estaba tan a gusto allí dentro que decidió tumbarse de costado en la cálida piedra granítica. Nunca había pensado demasiado en el futuro, pero ya nada ocurriría como él imaginara. Aun así, ¿podría hallar la felicidad, como su desconocido padre hizo en Tenochtitlán? Sintió que el miedo recorría su cuerpo. Guifré amó, pero también perdió a sus seres amados y por eso se había encerrado en el castillo. ¿Y si él amaba a alguien y lo perdía como a Amador y Teresa? El joven suspiró con los ojos cerrados y recordó que aquel miedo era otro síntoma de su persistente enfermedad. Hipócrates, Rufo de Éfeso, Galeno… Todos hablaban del miedo que esconde la melancolía.
—¿Martí? —El joven se incorporó al oír la voz de Guifré—. Anda sal, cenemos antes del anochecer. El cielo está despejado y podremos mirar las estrellas.
El joven sonrió. Si el futuro imaginado no iba a ocurrir, ¿por qué no quedarse para siempre en el castillo? Allí se sentía protegido. Podía recuperar los libros escondidos en la calle del Call, dedicarse al estudio y ayudar a Guifré a escribir todas sus historias sobre aquellos fascinantes mexicas, a la vez que aprendía algo más de su idioma.
Un viento de levante se escurría por las callejuelas de Barcelona, y Alfons Mascó se cubrió con su casaca al salir de la mancebía de Viladalls. Las campanas del seny del lladre, que anunciaban el cierre de las puertas de la ciudad, resonaban con insistencia, y el joven apuró el paso por la calle Rauric, a pesar de que la humedad invernal le provocaba un agudo dolor en su malograda rodilla derecha. Pero ello no desdibujaba la sonrisa que se imponía en su rostro, cuyo mentón cuadrado, perfectamente simétrico, realzaba su siempre recortada barba. La frente amplia y franca quedaba descubierta por el cabello castaño cuidadosamente recogido tras la nuca, y daba luz a sus finas cejas, que permanecían arqueadas sobre unos ojos oscuros que eran el reflejo de la satisfacción. Su ostensible cojera hacía que el saquillo al cinto de su exquisito jubón tintineara repleto de monedas. Había tenido una gran noche con los naipes, y al pasar por la mancebía para celebrar sus éxitos con el juego, había salido con el saquillo intacto, pues el dueño, además de ser caballero de una de las mejores familias de Barcelona, era uno de los clientes de su padre que trataba directamente con Alfons, y había dado orden de que jamás se le cobraran los servicios.
El señor Mascó era un próspero comerciante que ganaba suficiente como para ejercer de prestamista. Pero Alfons aún recordaba cuando su padre era un humilde tendero dedicado a la venta de especias. Gracias a sus servicios como familiar de la Inquisición, se encargó de un caso contra un prestamista que, aunque aparentemente converso, mantenía sus raíces judías. El señor Mascó se las apañó para ganarse su confianza y luego le advirtió de que la Inquisición iba tras él. Entonces convinieron en que le traspasara parte del negocio para proteger una porción de sus bienes en caso de que le detuvieran, ya que esto implicaba que se los requisarían. El desdichado ignoraba que el tendero, a la vez, era el familiar que se había dedicado a obtener las pruebas que aseguraran su condena a muerte. Tras la misma, el señor Mascó hizo aflorar el dinero despacio, para no llamar la atención, de modo que todo el mundo creyera que su buenaventura se debía al floreciente comercio de especias en el que, después de todo, siempre había trabajado. Y gracias a que seguía ejerciendo de familiar cada vez que se le requería, la Iglesia no le molestaba en su ejercicio como prestamista, actividad que habitualmente reprobaba.
Al atravesar la calle de la Boquería, el viento de mar menguó para arreciar de nuevo en cuanto retomó la calle Rauric, convertida en un estrecho pasillo de casas amontonadas. Aunque Alfons había ganado dinero suficiente aquella noche para devolver lo que había desviado de la caja de su padre sin que este percibiera la falta, de pronto pensó en darse unos días más y aprovechar así la buena racha con los naipes. Al fin y al cabo, consideraba que era su padre quien le obligaba a tomar aquel tipo de medidas.
A pesar de su privilegiada posición, que como prestamista dejaba en sus manos a algunas de las familias más importantes de la ciudad, Alfons consideraba que su padre seguía pensando como un tendero avaricioso. Le interesaba el dinero rápido y directo, y era incapaz de ampliar sus miras, incapaz de ver que podrían dar una nueva dimensión al negocio si ingresaban dentro del grupo de ciutadans honrats, de entre los cuales salían por sorteo los miembros del Consell de Cent que gobernaban la ciudad.
Alfons era consciente de que si su padre le había puesto al frente de parte de sus negocios como prestamista no era porque confiara en la visión de su hijo, sino para que se ganase una reputación propia que le facilitara el matrimonio con alguna rica pubilla de mercader, a fin de ampliar así su fortuna. Pero él tenía sus propios planes, pues su objetivo era casarse con alguna hija de una familia noble empobrecida que le facilitara la posición de ciutadà honrat. Y precisamente aprovechaba el trabajo que le había asignado su padre para granjearse las simpatías entre aquellas familias que le interesaban. Siempre encantador y de modales refinados, se mostraba indulgente con retrasos en los pagos cuando así le convenía, aunque ello le llevara a emplear métodos agresivos con otros para compensar los cobros y disfrazar los desvíos de caja que financiaban su afición al juego. Gracias a este, cuando la suerte estaba de su lado, podía hacerse con un dinero, que le sería muy útil cuando llegara el momento de tomar sus propias decisiones.
Ya al final de la calle Rauric, un adoquín suelto le hizo trastabillar y un agudo dolor se expandió desde su rodilla inútil, haciéndole gemir. Cuando pudo reanudar la marcha, se recordó que no tendría que hacer aquellos equilibrios con las cuentas de su padre si Martí Alzina no le hubiera dejado cojo en la infancia. Gracias a la posición acaudalada del señor Mascó, Alfons podría haber comprado una carrera en el ejército que le convirtiera en caballero para así conseguir por sí mismo ser un miembro del Consell de Cent. Pero su cojera se lo impedía, pues ni siquiera era capaz de montar a caballo con normalidad al no poder doblar la rodilla sobre el estribo.
Al entrar en la placeta del Pi, sonrió con amargura al pensar en las ironías del destino, pues Martí Alzina, hijo de un pobre bachiller médico y de una partera de oscuras prácticas, sí que iba camino de convertirse en gaudint, ya que todos los doctores lo eran y pasaban a formar parte del grupo de ciutadans honrats. Simplemente era cuestión de que completara los requisitos. Se detuvo ante la fachada de la casa de los Alzina, donde el viento golpeaba sobre una contraventana suelta del primer piso, anunciando lo que empezaba a ser una situación de abandono desde la repentina marcha de su último ocupante. Debería darse por vengado tras la terrible muerte de los padres de Martí, pero ello quizás había sido otro golpe de suerte para el joven médico, pues había truncado los planes de Alfons. No cayó en su primera trampa, tampoco lo esperaba. Pero su precipitada ausencia de la ciudad había bloqueado el plan pactado con el doctor Funés. Este era primo del calificador del tribunal de la Inquisición de Barcelona y se había granjeado su confianza en la mancebía, donde le había pagado numerosas jarras de vino para luego, en un ambiente de ebria camaradería, ir induciéndole a sospechar de Martí Alzina y de sus prácticas en relación con la medicina. No tenía pruebas, pero no dudaba de ello. El doctor Funés entonces prestó especial atención a la sapiencia del joven médico y tuvo la certeza de que los conocimientos del bachiller Martí Alzina no sólo sobrepasaban lo que el Estudio proponía, sino también lo que la doctrina de la Iglesia aceptaba. Y concluyó que sólo podía haberlos obtenido de libros prohibidos. Esta perspectiva era mejor de lo que esperaba Alfons y por ello urdió un acercamiento entre el doctor y el bachiller para averiguar cuál era la fuente de su sabiduría. Sabía que si Funés seguía tirando del hilo, Martí se delataría por sí solo, igual que delató sus oscuros conocimientos cuando lo dejó cojo.
De pronto, un golpe de viento espoleó la contraventana suelta y, cuando se oyó cómo parte del cristal se hacía añicos, Alfons se dio un golpe en la frente y pensó que no debía desperdiciar más tiempo.
A pesar de la caída de la noche, una acogedora luz recorría los pasillos del castillo de Orís. El tapiz con la escena de Ulises siempre permanecía iluminado por un candelero y sus colores daban calidez al pasillo. Vestido con una gruesa túnica de lana, Martí lo dejó atrás y pasó por delante del estudio vacío de Guifré. La mesa de nogal apenas dejaba ver su trama de incrustaciones de hueso, pues estaba llena de pergaminos, muchos de ellos con los símbolos que constituían la escritura del pueblo mexica. Al fondo, en la pared, colgado cual tapiz, había colocado un manto que los hombres de aquel lejano pueblo utilizaban como capa. Estaba elaborado con fino algodón, y Guifré decía que las caracolas que lo poblaban simbolizaban al dios Quetzalcóatl. Martí no pudo evitar una sonrisa amarga al dejar atrás el estudio, pues como él hacía con los libros que rescató con Isaac, el barón se veía obligado a esconder de la Iglesia sus conocimientos.
El joven bajó las escaleras, de pronto consciente de que siempre creció bajo la alargada sombra de la Inquisición. No era sólo por los libros secretos de Isaac ni por sus conocimientos. Desde que tenía uso de razón, Amador y Teresa le habían enseñado que debía ocultar su capacidad de aprender. Ya de niño, intentaba curar animales heridos, y cuando no sabía por qué perecían, los abría en canal para descubrir cómo funcionaban sus cuerpos. «Se puede entender como brujería. Y ya sólo nos faltaba eso, Amador. Como lo averigüen…», oyó decir a su madre con angustia. Pero cuando Martí contaba apenas con nueve años, mayor temor despertó en ella su capacidad para, observados los síntomas más visibles, diagnosticar una enfermedad sin haber tocado siquiera al paciente.
—Es demasiado listo, y eso le pone en peligro. Donde no llega la comprensión de la mayoría, empieza la brujería —se lamentó su madre.
—Pues entonces le enseñaremos a parecer como la mayoría —repuso él.
Por primera vez en muchos meses, el recuerdo de sus padres no le pareció un aterrador fantasma ni una daga lanzada desde su memoria al corazón. Al llegar a la planta baja del castillo de Orís, las voces de Amador y Teresa resonaban en su mente como si estuvieran presentes, como si jamás le fueran a abandonar a pesar de su ausencia, y esto le reconfortaba. Giró a la derecha hacia el comedor, y el aroma del cordero asado le despertó el apetito sin necesidad de tomar la tisana de romero. Sin embargo, al entrar, la enorme mesa ribeteada de boj estaba vacía. Al lado de la lumbre, Guifré permanecía sentado en el suelo, sobre una estera multicolor.
—Ven, Martí, siéntate aquí —le invitó mientras señalaba una estera frente a él, que dejaba la cena entre ambos—. He pasado demasiado tiempo comiendo en el suelo para acostumbrarme de nuevo a la mesa.
Martí sonrió, pues sabía que aquella era una de las manías de Guifré que hacían pensar a la gente que estaba algo loco tras su viaje. Pero al joven le agradaba aquello que para otros eran excentricidades, y se sentó frente a su padre, que ya tomaba una especie de tierna tortita. Sobre ella dispuso cordero y algo de cebolla con repollo, y luego la enrolló. Entonces le dio un bocado y la saboreó gozoso.
—¿Sabes de lo que más me arrepiento? —dijo pensativo—: De no haber traído semillas, sobre todo de tomatl. ¡Qué buenas salsas haríamos ahora!
Martí sonrió, imitó los gestos de Guifré y la cena discurrió con una animada charla sobre las comidas mexicas. Al acabar, el barón de Orís se quedó mirando los restos de la cena, de pronto lejano, sumergido en la añoranza.
—¿Qué es lo que más echas de menos? —le preguntó Martí.
Guifré se atusó la barba y respondió:
—Creo que las pequeñas cosas: el gorgojeo de las aves, la música de las caracolas al anochecer, los olores…
—¿Y a ella, a Izel no la añoras?
El barón suspiró y lo miró con sus profundos ojos castaños, pero Martí no distinguió rastro alguno de melancolía, sino de serenidad.
—A ella la tuve en otra vida que no es esta, Martí. Y para serte sincero, añoro toda esa vida, pero ya no existe. Reconstruyo retazos, como esta comida —Guifré sonrió—, porque forman parte de mí. Pero sé que no volverá.
—¿Y no te duele?
—Al principio, supongo. Mira, igual te parece drástico, pero perdí porque tuve. Y más que amargarme porque ya no volverá aquella vida, agradezco haberla podido vivir. Mi manera de agradecerlo es disfrutar de esta otra vida. Izel no me perdonaría si fuera de otra forma, se lo debo, y así, a su vez, me acompaña. ¿Lo comprendes, Martí?
El joven asintió, con la mirada perdida en la chimenea. No creía que sus padres le perdonaran quedarse encerrado en el castillo como un ermitaño. A su vez, temía salir y empezar a vivir sin ellos, pues a diferencia de lo que le había pasado a Guifré, Barcelona, el Estudio…, casi todos los elementos de su vida pasada existían. Por ello, aquellas palabras le parecieron más una bella filosofía que una realidad.
—Pero es como si hubieras creado esa nueva vida que dices para que se nutra del recuerdo —aseveró.
El barón lo miró con sus afables ojos color miel mientras respondía:
—Tú me animaste a escribir unas crónicas. ¿No te gusta lo que has leído?
—Sí, pero… Estás encerrado como si no quisieras que entraran otros sentimientos en tu vida.
—Eso es imposible, Martí. —Guifré se acercó a su hijo y se sentó a su lado, dejando que sus hombros se tocaran. Entonces, casi susurró—: No puedes evitar nuevos sentimientos; por mucho que te encierres, entran.
El joven lo miró, y por primera vez vio que ese hombre era su padre. Entendió que él era la fuente de aquellos nuevos sentimientos, producto de su renuncia, pues Guifré se conformó con ejercer de amigo con tal de tener algo de su hijo. Y con ello brindó a Amador y a Teresa todo su agradecimiento como padre.
—Sabes que no puedes quedarte aquí —le dijo con la voz quebrada.
Martí asintió y, conmovido por la generosidad de Guifré de Orís, lo abrazó por primera vez en su vida.