Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1526
Juan sonreía sobre la grupa del viejo caballo pardo, fascinado por la facilidad con que conseguía dominarlo. En el centro del patio había clavado un tronco, alrededor del cual daba vueltas mientras intentaba cortar con la pesada espada de hierro un trapo que estaba atado el madero. Golpeaba con fuerza, aunque ya no sabía bien si era por rabia o decepción. Se encontraba en la casa de Pedro Solís, y no podía dejar de pensar en lo mucho que se había equivocado con él. Ahora podía ser su mejor aliado, y la única oportunidad de liberar a su hermano. Zolin era toda la familia que le quedaba, y cuando le advirtió que se alejara de la sacerdotisa, esperó que obedeciera. Era por su bien, pero él se rebeló y ahora las consecuencias las pagaban ambos.
No entraba en sus planes que su hermano se quedara para siempre en el monasterio de San Francisco, junto a fray Antonio. Sin embargo, no se le ocurría cómo sacarlo de ahí. Necesitaban el silencio del fraile, por lo menos hasta que Acolman y sus aldeas dejaran de tributar a Ixtlilxochitl, si no, el castigo podía ser mucho peor. Pero en eso él reconocía su parte de culpa por creer que Ixtlilxochitl era su amigo. No lo fue jamás. Lo encumbró por interés y ahora ya tenía lo que siempre quiso, con sus tributarios originales casi intactos. Por eso se había permitido tratarle de aquella forma. ¡Y por una mujer!
Al parecer, sin practicar la castidad, los cánticos de Carmen eran un insulto tan grande para el Dios de los castellanos como lo hubiera sido para Xochiquetzal. Pero fray Antonio estuvo dispuesto a silenciar lo que sabía si sacaban a la joven de la Ciudad de México, y si Santiago Zolin, como él lo llamaba, se quedaba para expiar la culpa. ¿Mas cómo hacerlo sin que don Hernán se enterara de la ofensa de la joven? Fray Antonio dijo que eso ya no era cosa suya, pero por suerte para entonces Cortés tenía otras preocupaciones, pues llegó un juez enviado por su rey desde la lejana Castilla que debía enjuiciarlo por abandonar la Nueva España dos años atrás sin permiso real, además de atender todo tipo de demandas que empezaron a surgir, entre ellas, los excesos sexuales de Cortés con mujeres mexicas. Gracias a ello, al caudillo le pareció una gran idea sacar a María del Carmen de su palacio y devolverla a Acolman, donde para Juan aún era útil por la estima que le tenía el pueblo. Nadie tenía por qué saber que había roto su voto de castidad. Pero en cuanto Ixtlilxochitl se enteró de que la joven se había ido, le desbordó la cólera.
—¿Te crees que no me necesitas? —le había gritado a Juan enrojecido—. ¿No soy digno para que me la regales?
—Ya no es virgen. Cortés… —mintió para proteger a su hermano.
—Me da igual. Te dije que la quería.
—Aún puedes tenerla.
—Ese ya no es el tema. Es cuestión de saber cuál es tu sitio. ¡Deberías haberlo pensado, incluso antes de ofrecérsela a Cortés! Ahora lo pagarás; Acolman y todas sus aldeas lo pagarán. Os quedaréis sin los puercos. ¡Quiero a todas las hembras como tributo!
Juan cumplió, pero casi un mes después la decepción y la ira no le abandonaban. Golpeó la madera con tal fuerza que el metal se quedó clavado en el tronco y se vio obligado a soltar la empuñadura para no caer del caballo. Por suerte para él, Solís nunca supo de sus movimientos para quitárselo de encima. Todo había quedado como una maniobra de Cortés e Ixtlilxochitl, y ahora podía volver a él e incluso sacar partido de la adversidad. Juan tiró de la rienda y el corcel dio la vuelta.
—Me habían contado de su pericia, pero no creí que manejara el caballo con tal naturalidad —dijo una voz masculina a modo de saludo.
Juan sonrió orgulloso, e hizo que el animal se detuviera ante su anfitrión, que lo aguardaba bajo el pórtico junto a dos damas. Una de ellas entrecruzaba su brazo con el del caballero castellano: era su esposa, doña Dolores, más joven que él, acompañada por su hermana. Esta vestía de negro, lo cual resaltaba su rostro redondeado, de un color que parecía no haber tocado el sol. A Juan le costaba acostumbrarse a aquel tipo de piel tan habitual en las mujeres castellanas, asombrosamente pálidas, más incluso que los hombres barbados.
—Señoras —dijo saltando del animal y cayendo con una reverencia.
Primero fue doña Dolores quien alargó la mano, y él la tomó y simuló besarla, sin llegar a tocarla con su boca. Luego, su hermana Rosario le tendió la suya, y Juan la besó, suave, cuidando que ella notara el contacto de sus labios. Pedro Solís le prometió darle a su cuñada como esposa si esta consentía, por lo que debía cortejarla. Aunque no le parecía especialmente atractiva, casarse con una castellana lo situaría en una posición superior a Ixtlilxochitl, por mucho que fuera rey de Texcoco. Entonces podría sacar a su hermano del monasterio sin temor a que fray Antonio hablara e Ixtlilxochitl le exigiera que lo castigara. Juan prolongó el contacto con discreción, y en cuanto él se irguió, ella se ruborizó y ocultó la mano. Él le dedicó una sonrisa y enseguida se dirigió al caballero:
—Don Pedro, si Acolman volviera a estar bajo su protección cristiana, sin duda podríamos vengar el duro golpe que nos ha asestado Texcoco con el tributo exigido. Sólo haría falta criar caballos, bellos animales y necesarios en estas tierras. Procuro aprender lo máximo para ello, mi señor.
—Bien, si lo haces como organizaste las cuadrillas de construcción, no dudo que serán los mejores del valle, Juan.
—Esperemos hacerlo posible con la ayuda del juez, don Ponce de León —intervino doña Dolores—. Mi señor esposo le ha reclamado Acolman y sus nueve estancias como encomienda.
—Y para cuando sea vista la causa, espero que tú estés de mi lado, pues te harán llamar —añadió don Pedro con una mirada fugaz a Rosario.
Juan sonrió. Aquella era su parte del trato, tan fácil como conveniente para sus intereses, por lo que contestó:
—Estoy deseando que llegue el momento de demostrarle mi lealtad, señor.
De pronto, el mayordomo atravesó el pórtico apresurado. Tras él venía Santiago ataviado con un humilde sayo. Su expresión era grave, y apenas se inclinó lo suficiente para reverenciar a don Pedro.
—¿Qué sucede? —inquirió este. Para alivio de Juan, su rostro parecía más preocupado que molesto por la conducta de su hermano.
—Mi señor, fray Antonio me manda para comunicarle que don Ponce de León ha fallecido, y que don Alonso de Estrada desea que se reúna con él en el claustro franciscano.
—¿Ves? —exclamó Pedro dirigiéndose a su esposa—. Otra muerte oportuna para Cortés, como siempre. Ahora seguro que querrá recuperar sus cargos. —Se volvió hacia Juan y Santiago, y añadió—: Si nos disculpan, caballeros.
Los tres se retiraron por el pórtico, y mientras entraban en el palacio, Santiago susurró al oído de su hermano:
—¿Podemos salir fuera? Debo hablar contigo.
La tarde se cubría de nubes oscuras y una luz grisácea iluminaba el límite del bosquecillo desde donde yo observaba los antiguos templos de Teotihuacán. A pesar de la piedra mordida por las lluvias y los vientos, desafiaban el paso del tiempo mientras la maleza se apoderaba de aquella ciudad sagrada, cercana a mi Acolman natal. Abandonada desde antes que la memoria de mi pueblo empezara a acumular recuerdos, ahora ya no iba ningún peregrino, y no había tlatoani que ordenara su cuidado, como en su día hacía Motecuhzoma. Estrechando contra mi pecho el manojo de hierbas que había recogido, suspiré y observé las calles desdibujadas. Entendí que aquel abandono era lo que la protegía; para los franciscanos no hacía falta destruirla como los otros ídolos porque a sus ojos ya lo estaba. ¿Así me veía fray Antonio ahora, abandonada por Zolin? ¿Quizá por su dios? Era probable, pues a mi regreso supe que de las misas se encargaba ahora un tal fray Rodrigo, y ni siquiera sabía quién era yo. Hacía un mes que había vuelto a Acolman, a mi casa, pero me sentía presa del dolor por la separación de Zolin y la incerteza de su regreso.
—Vamos, Ameyali, la tarde se está cerrando —gritó Yaretzi tras de mí.
El sonido de la corriente del río llegaba en un murmullo que se entremezclaba con el rumor de las hojas agitadas por la brisa. Debía decírselo, pero a la vez sentía miedo; sabía que no le gustaría, y antes de enfrentarme a ello, quería asegurarme de que contaría con la protección de Zolin, además de con su amor.
—Ya tienes lo que buscábamos.
Me sobresalté al oír la voz rota de Yaretzi a mi lado, pero ella ignoró mi reacción y me tomó de la mano.
—Sígueme —dijo—. No llegaremos a Acolman antes de que rompa a llover.
Yaretzi llevaba un ramo de epazote, de vigorosas hojas dentadas, cuyo fuerte olor me mareó un poco.
—Pensé que ya teníamos suficientes hierbas para paliar los males de estómago —señalé mientras intentaba controlar unas súbitas náuseas.
Ella tiró de mí y nos adentramos en el bosque.
—Sí, claro. Ya sabes que el epazote también es muy útil para otras cosas, como los partos.
Su comentario disipó mi mareo y la angustia que me empujaba al vómito se transformó en culpa. ¿Por qué temía tanto su reacción? Las primeras gotas cayeron dispersas, como un aviso que se colaba entre las copas de los árboles, cada vez más espesos. Durante mi infancia había acompañado muchas veces a Yaretzi a recoger plantas por las afueras de Teotihuacán, y habíamos reemprendido aquella actividad tras la caída de Tenochtitlán, pero yo no recordaba haberme adentrado tanto en el bosque. De pronto, estalló un trueno y el cielo se abrió en una lluvia torrencial. Corrí tras ella hasta un claro en el que se alzaba una pared rocosa y cubierta de vegetación. Ella se metió por una grieta que se abría en la misma y la seguí.
Dentro imperaba la oscuridad y olía a sangre y flores marchitas. Con un chasquido, Yaretzi encendió un fuego que iluminó una cavidad circular en cuyo centro había un pequeño altar de piedra decorado con una serpiente emplumada.
—¡Quetzalcóatl! —exclamé. Aquellos olores, la forma de la cueva como sus antiguos templos… Alguien veneraba al dios allí, a escondidas—. ¿Los haces tú?
—No, no —respondió ella acercando unos maderos al fuego—. Yo siempre he usado esto como refugio. Pero alguien más lo visita desde la victoria castellana.
Fascinada, me acerqué al altar. Las alas de una mariposa desecada reposaban en un extremo y, cerca, un pequeño cuenco acumulaba cenizas, probablemente de algún animalillo entregado como ofrenda.
—Anda, quítate las ropas y ven al lado de la lumbre.
Aquel sitio me resultaba acogedor y dejé el manojo de hierbas sobre el altar. Yaretzi ya se había deshecho de sus ropas empapadas y las extendía sobre la roca, al lado del fuego. En un extremo, la pared mostraba una abertura, más grande que la de la propia entrada. Empecé a desnudarme mientras le preguntaba:
—¿Hay más cuevas?
—No lo sé. Anda, pásame las plantas: prepararé una cocción caliente —dijo estirando el brazo hacia mí.
Se las di, extendí mi ropa y me senté cerca de las llamas, con las piernas dobladas sobre mi pecho y la mirada en la grieta de la entrada. Fuera, la vegetación apenas era una sombra entre la lluvia torrencial. Yaretzi sacó un tejolote de su bolsa y usó una cavidad de la pared para machacar algunas hojas de ajenjo.
—¿Y no es mejor seco? —pregunté extrañada.
—No para tu estómago —respondió sin mirarme—. Debes empezar a tomarlo cuanto antes.
—Mi estómago está bien.
—¿Y los vómitos de los últimos días? Son amarillos, y además se te ve fatigada y triste. Me temo un ataque de bilis, y no quiero que vaya a más. Aunque no me lo cuentas, sé que volviste de Tenochtitlán con un gran disgusto. Como no lo sacas, se te está acumulando por dentro y te hace todo ese mal.
—Pero la bilis quita el hambre, y a mí no me falta, Yaretzi, al contrario. —Me acerqué a ella y le soplé a la cara con suavidad—. Y mi aliento no es amargo.
Ella me tomó la mano, y con preocupación, me preguntó:
—Entonces, ¿qué te pasa, mi niña? ¿Qué te han hecho en Tenochtitlán?
—Estoy embarazada —murmuré.
El extremo quemado de un leño se deshizo en cenizas y la parte entera rodó hacia mis pies. Yaretzi lo tomó y lo devolvió a la hoguera.
—¿No dices nada? —pregunté, sin atreverme a alzar los ojos.
—No ha sido una violación, porque, de ser así, me lo hubieras explicado al llegar —respondió como si hablara para sí.
La miré. Ella contemplaba el fuego con el rostro entristecido.
—¿Por qué la has abandonado? —suspiró.
—¿Otra vez, Yaretzi? Yo no he abandonado a nadie. ¡Los dioses nos han abandonado a nosotros!
—¿Eso crees de verdad? ¿O es lo que necesitas creer? —preguntó clavándome su mirada.
—Nuestra antigua vida no existe ni volverá. No puedo vivir como si siguiera consagrada a Xochiquetzal.
—Si nosotros no conservamos nuestras creencias, aunque sea algunos pedacitos, no quedará ni el recuerdo de lo que fuimos. Y entonces sí que los dioses desaparecerán, pero por nuestro abandono. Pensaba que, a pesar de tus dudas, conservabas tu castidad porque mantenías a la diosa en tu corazón, Ameyali. ¡En eso creíamos todos! ¿Por qué va la gente a la iglesia? ¿Por miedo? No, porque allí está la sacerdotisa de Xochiquetzal.
Sus palabras me hirieron en lo más profundo, pues a mi traición a la diosa debía añadir la infringida a todo mi pueblo, por lo que la rabia enardeció mi voz:
—¡No es lo mismo cantar a Xochiquetzal que en la iglesia, con esas palabras extrañas! Mira, me alegro de haber roto el voto. Porque con mi castidad, mantenía un espejismo. Me llevaron a Texcoco para entregarme al lecho de Cortés. ¿Qué querías que hiciera?
—¿Es suyo?
—No, es de Zolin —respondí aún enfadada.
El reflejo de un rayo cercano iluminó la cueva.
—¡Uno de los nuestros! —se escandalizó Yaretzi agitando los brazos—. ¿Cómo se atreve a ofender así a Xochiquetzal? ¡No me extraña que los dioses estén enfadados con nosotros!
—Lo elegí yo —la interrumpí poniendo mi mano sobre su hombro. Ella se calmó, y mi enfado se tornó en tristeza—: No hay templo, ni calmecac ni nada. Y él me entiende, entiende mis penas y mis miedos, y sabía lo que me iban a hacer. Acuérdate de Tenochtitlán. Por lo menos no he sido forzada.
Yaretzi suspiró con resignación y tomó mis manos, con los ojos llorosos.
—¿Zolin lo sabe? —susurró.
—Le envié un mensaje hace unos días, pero aún no he tenido respuesta —contesté con un hilo de voz, consciente de pronto de cuánto me angustiaba.
La mujer asintió, y en su sonrisa amarga reconocí todo el amor que me profesaba, de la misma forma que supe que leía la angustia de mi rostro. Abrió sus brazos y me dejé acunar como cuando era niña. Ya se lo había contado, y el miedo seguía ahí, así que tuve que admitir que en verdad nunca temí por su reacción, sino que lo que me daba miedo era la reacción de Zolin, Juan, fray Antonio…, la de aquel mundo nuevo y desconocido.
Seguido por su hermano, Zolin salió del palacio de Pedro Solís sin pronunciar palabra, y tampoco lo hizo al enfilar la calzada hacia el embarcadero desde el que se veía el lago de Texcoco. A lo lejos, oscuros nubarrones se arremolinaban sobre las poblaciones de la costa nordeste, donde debía de caer una buena tormenta. Sin embargo, el cielo de Tenochtitlán estaba surcado por ligeras nubes blancas, que parecían tener prisa por pasar de largo. A Zolin se le ocurrió que quizás huían de la tormenta, y por un instante deseó ser como ellas, huir de aquel lugar donde los mexicas dormían en chozas y los castellanos construían palacios surgidos de la destrucción. Era cierto que en Acolman las cosas habían cambiado, pero no como allí, donde la derrota se mascaba en el desconcierto y la resignación.
Fray Antonio le obligó a verlo, a aprenderlo cada vez que visitaban los arrabales. Le obligó a permanecer con él, ambos al servicio de fray Pedro de Gante, a quien conociera por la escuela cristiana de Texcoco. Era irónico, pues Nezahualpilli, antiguo rey de la ciudad, criticó a Motecuhzoma cuando se llevaba a príncipes tributarios para educarlos en Tenochtitlán, puesto que así los mexicanizaba y evitaba revueltas; ahora su antiguo palacio era sede de una escuela que hacía lo mismo, pero para cristianizar. Usaban para ello a los hijos de los nobles, los alejaban de sus familias y les arrebataban dioses, costumbres e incluso oficios tradicionales. Fray Pedro era el franciscano con mejor náhuatl de los que hubiera conocido, y siempre se dirigía a él en este idioma, con sumo respeto. Pero Zolin no podía evitar sentir rechazo ante la idea de crear otra escuela así en Tenochtitlán, y estaba decidido: no ayudaría. Se detuvo en el embarcadero y miró las aguas verdiazules agitadas por corrientes invisibles.
—¿Crees que lo envenenó Cortés? —le preguntó su hermano.
Zolin sacudió la cabeza, incrédulo. ¿Cómo podía pensar que quería hablarle a solas sobre el tal Ponce de León? Con un dolor sordo en el pecho, tuvo que reconocer que desde que se enemistara con Ixtlilxochitl, lo poco que quedaba de su hermano Cipactli había desaparecido y ahora sólo existía Juan. ¿Hasta qué punto debía consultarle nada a aquel extraño?
—Vuelvo a Acolman. Voy a casarme con Ameyali —sentenció Zolin.
Y dejó de mirar las corrientes del lago para observar la expresión de su hermano. Este arrugó la nariz, desconcertado.
—Te equivocas. Hubiese sido un buen matrimonio cuando su padre era tlatoani, pero debes aceptar que las cosas han cambiado, Santiago. Ahora las alianzas hay que establecerlas por otras vías. Y en tu caso, te debes al fraile.
—Juan, no hablo de alianzas, ni de posiciones políticas ni de poder.
—Mira —le interrumpió procurando controlar la irritación que le despertaba aquella conversación—, te dije que la dejaras en paz. No me obedeciste, y aun así, a pesar de lo que causaste, te he perdonado. Ahora aguanta con fray Antonio, aprovecha para aprender de ellos, y, mientras, déjame a mí que te saque de este lío.
—No hay lío que valga. ¿Te crees que soy tonto? —se exacerbó Zolin.
—No vuelvas a eso, Santiago, porque no es verdad.
—Cortés creyó que le hacíamos un favor cuando Ameyali salió de la ciudad, e Ixtlilxochitl, ¿hasta que punto no lo usó de excusa para ponerte en tu sitio, por debajo de él? El peligro era mantenerla aquí, en Tenochtitlán, por si consideraban que los engañabas. Pero, ahora, ¿cuál es el peligro? ¿Qué pasa si fray Antonio cuenta que pilló a dos indios fornicando? ¿Quién le hará caso?
—¡Yo! Necesito que hable a mi favor delante de Pedro Solís. A mí…, a nosotros nos perjudica tenerlo de enemigo.
Juan apretó los puños y se llevó las manos a la espalda, como si quisiera impedir que se soltaran hacia el rostro de su hermano. En un silbido, el viento arreció y agitó las canoas del embarcadero. Zolin concluyó que tenía que cambiar de tono, al fin y al cabo Juan era su hermano y el señor de Acolman. Debía tenerlo a su favor para poder llevar su vida como deseaba. Se sentó en el suelo del embarcadero, con los pies colgando sobre el lago y, como si esto hubiera sido un acto de conciliación, Juan se sentó a su lado.
—Piensas que lo hago para fastidiarte, pero no es así. Santiago, eres lo único que me queda. Perdí a mis tres esposas, a todos mis hijos… La viruela que mandó ese Dios se los llevó, y cumpliré con Él para que no se lleve a nuestro pueblo. No puedes casarte con Ameyali, es una antigua sacerdotisa. ¿Vas a quitarles lo poco que les queda de su antigua vida?
—Está embarazada —aseveró Zolin mientras balanceaba los pies sobre el agua—. Y si después de que nos la lleváramos, la devolvemos embarazada y sin padre, ¿a quién culparán por haber mancillado a una antigua sacerdotisa?
Juan se llevó la mano a la frente y la frotó. Podían rebelarse, dejar de trabajar para no pagar tributo, socavar su autoridad. ¿Cómo le podía vencer algo tan absurdo?
—Te dije que la dejaras, que la respetaras —murmuró.
Zolin miró a su hermano con desprecio; este mantenía la cabeza baja.
—Tú no pensabas respetarla. La usaste para que la gente fuera a la iglesia, luego pretendías darla como concubina, y volvió a Acolman porque seguía siéndote útil.
Juan alzó la mirada desafiante y le reprendió:
—Exacto. Y si tú no hubieras intervenido, ella jamás hubiera sido un problema.
Zolin evitó los ojos de su hermano. No quería volver a enzarzarse en una discusión.
—Ameyali ya no vive en la calmecac, ni canta en el templo extranjero. No tiene nada de sacerdotisa. Si se casa y la ven feliz con tal situación, nadie considerará que la han mancillado —aseguró Zolin en tono conciliador—. Será el matrimonio de dos nobles, como en nuestra antigua vida.
Juan escrutó a su hermano, que permanecía en silencio con la mirada en el lago. Aquello podía resultar una solución, pues aunque las doncellas de la calmecac no podían casarse después del rito de las marcas, era cierto que la nueva situación jugaba a su favor, prohibidos como estaban los antiguos cultos. El joven matrimonio podía ayudarle a que cualquier cambio se aceptara mejor, pues eran descendientes de las dos familias más importantes de Acolman. Sabía que Zolin era consciente de ello, le ofrecía un trato velado, pero le fastidiaba que no lo hiciera como forma de asumir su responsabilidad ante los problemas que había creado. Sabía que su hermano aprovechaba la oportunidad para conseguir lo que quería. Bien, pues ya haría que se le pasara el capricho llegado el momento, ya que esperaba que Zolin participara de sus alianzas con los cristianos. Y para ello se aseguraría vía libre.
—Por el antiguo rito —accedió al fin Juan—. Que asista el pueblo si queréis, nada de acercaros a la iglesia, y mucho menos os caséis mientras haya frailes cerca.
—¿Tú no vendrás? —preguntó Zolin sonriente tras lograr su propósito.
Juan no contestó.