Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1526
La canoa surcaba las transparentes aguas del lago de Texcoco con un rumor rítmico, y yo sentía cómo la suave brisa traspasaba mi blusa y recorría mi cuerpo. La conciencia de mi propia piel me devolvía los recuerdos de la noche anterior, y apenas me atrevía a mirar a Zolin, pues sólo saberlo tras de mí me recordaba los placeres recién descubiertos y desataba mi imaginación. Así que dejaba vagar mis ojos, entre el cielo moteado de nubes blancas y los juncos de la orilla.
Juan iba sentado detrás de su hermano, y fray Antonio, delante de mí. De vez en cuando el clérigo metía la mano en el agua y dejaba que se deslizara al compás de la canoa. A ratos se giraba y me dedicaba una sonrisa, pero de soslayo sus ojos se desviaban hacia Zolin, como si quisiera comprobar que seguía ahí, y luego se volvía, a veces en un gesto brusco que hacía tambalear la embarcación. Cuando fray Antonio llegó con sus enseñanzas a Acolman, era un hombre áspero que apenas hablaba un poco de náhuatl y que parecía entregado con deleite a la destrucción de todos los símbolos de nuestra religión, desde el antiguo templo a cualquiera de nuestros ídolos. Pero cuando ya no quedó nada que destruir, y con Zolin a su servicio enseñándole náhuatl, su carácter pareció suavizarse, aunque no se hizo más comprensivo con nuestras antiguas creencias. Las tildaba de salvajes, y cuando a veces los cánticos en la iglesia me resultaban insoportables, temía acabar quemada como nuestros códices.
Ahora el miedo parecía haber huido de mi alma, e incluso la añoranza por los antiguos días se había convertido en un recuerdo. Sentía que mi piel respiraba por sí sola ante un mundo por descubrir, y sólo ansiaba llegar a Tenochtitlán, cantar donde se me ordenara y encerrarme de nuevo en el cuerpo de Zolin, al abrigo de la noche.
Las alargadas copas de los ahuejotes se distinguían ya en la distancia y anunciaban los cultivos flotantes. A aquellos esbeltos árboles se amarraban los juncos del lago, sobre los que se vertía lodo para crear las fértiles islas llamadas chinampas. Estas fueron lo primero que vi al llegar a Tenochtitlán. Entonces estaban cubiertas por esbeltos tallos de maíz entre los que se distinguían los edificios más altos de Tlateloco, y hacia el sur, el magnífico dique de Ahuizotl. Ahora que la antigua ciudad había desaparecido y en su lugar habían erigido aquella conocida como México, las espigas de trigo dominaban las chinampas y sentí que un escalofrío me recorría la espalda. Las chozas se apilaban alrededor de los nuevos cultivos, más numerosas que en mis recuerdos, y hacia el sur el paisaje mostraba dos torres de sólido aspecto. Con guardias castellanos apostados en lo alto, parecían convertirse en los rocosos vigías de una nueva ciudad, más amenazante que temerosa de un ataque. Entre las atalayas se erigía un enorme edificio de tres pabellones, con una gran puerta que parecía una gigantesca boca burlándose del lago. Juan nos explicó que allí guardaban los mismos bergantines que destruyeron los edificios de Tenochtitlán a cañonazos. Ante ese paisaje, que evocaba fantasmales recuerdos, la brisa pareció detenerse y tuve que refugiar la mirada en mi regazo, como si eso pudiera desterrar el dolor de mi pecho.
—¿Estás bien? —preguntó Zolin mientras me brindaba una fugaz caricia sobre la espalda.
Fray Antonio se volvió y me miró, compasivo.
—Supongo que es difícil volver… —murmuró en castellano.
—Pasé mucho miedo —respondí mientras me erguía.
—El Señor cuida de ti, Carmen, ahora no tienes nada que temer.
A pesar de las palabras de sosiego del franciscano, oír mi nombre cristiano me hizo estremecer. Fray Antonio adivinó mi congoja, aunque creo que la malinterpretó, como mis lágrimas en la iglesia, pues se quitó un colgante del cuello y me lo tendió. Era una cruz de madera, pero el palo vertical no sobresalía por encima del horizontal.
—Póntela, hija, es la cruz de san Antón. Con ella Dios marcó a sus siervos para protegerlos del Apocalipsis.
Entendía casi todas las palabras, pero no lo que me decía, por lo que fruncí el ceño y me volví hacia Zolin, quien asintió mientras fray Antonio insistía:
—No temas, con esta cruz nadie te dirigirá palabra o mirada que ofenda tu castidad.
Tentada de no aceptarla, el eco de mi miedo a la fe implacable de fray Antonio me llevó a tomarla y me la puse. Entretanto, la canoa se detuvo en el antiguo embarcadero orientado hacia el lago de Texcoco, que se mantenía al final de la calzada de Tezcacoac. Ahí fue cuando vi por primera vez a uno de aquellos hombres blancos, y su recuerdo acudió a mí como una ráfaga. Fue antes de la invasión, cuando Tenochtitlán dominaba el mundo conocido. Lo llamaban Guifré, y yo entonces lo creí un auténtico enviado de Quetzalcóatl. Formaba parte del séquito nupcial de la boda entre la hija del cihuacóatl de Motecuhzoma e Ixtlilxochitl. Rubio, con el pelo repleto de caracolas, y mucho más alto que cualquiera a su alrededor, deslumbraba con sus tres mantos y el suntuoso penacho de plumas de quetzal. Entonces, la calzada estaba rodeada de palacios coronados por jardines, y desde la casa de las aves de Motecuhzoma se elevaban cantos que acompañaban el colorido desfile de los más altos dignatarios mexicas. Pero aquello ahora me parecía parte de un sueño, y ya no oía cantos de pájaros, sino graznidos entre la bruma gris.
Caminamos por la antigua calzada de Tezcacoac, que aún estaba rodeada de canales durante un buen tramo. Pero ya no se veían los templos del centro ceremonial al que conducía, y el edificio más alto era otra torre, menor que las dos que controlaban el lago. Juan comentó señalándola:
—Mira, Santiago, pertenece al palacio de Cortés.
—¿No estaba allí el de Motecuhzoma? —preguntó Zolin.
Atravesábamos ya el puente que unía la calzada con la isla primitiva sobre la que se construyó Tenochtitlán cuando Juan respondió:
—Lo tiró todo, y usamos parte de las piedras para construir el suyo propio. Nuestro palacio es parecido al de Cortés, aunque en pequeño. Pero no podemos hacer la torre.
—¿Acaso no sabes?
Fray Antonio rió al oír aquello y señaló:
—Creo que tu hermano podría dirigir la construcción sin problemas. Ayudó con el palacio de Cortés, y también con nuestro monasterio. Pero para una torre así se necesita permiso de don Carlos, rey de Castilla. Y ni esa ni la del palacio de Alvarado lo tienen, así que no hablemos del revuelo que causaría si Juan hiciera una.
—Entonces, ¿Cortés ha desobedecido a su rey? —me atreví a preguntar.
Fray Antonio sonrió como un padre ante la travesura de un chiquillo.
—¿Jamás desobedeciste tú al tuyo? —me respondió.
Incómoda por su tono, mis ojos se pasearon por la fachada de un palacio en la que destacaban unos enormes ventanales. De su puerta arqueada salió un carro tirado por un caballo pardo y reluciente.
—Mi rey era mi padre —murmuré entonces en un tono seco.
Al parecer, el fraile ni tan siquiera me oyó, pues el carro nos obligó a apartarnos a un lado de la calzada. Tras su paso, apareció a pie un caballero vestido de negro, cuyo sombrero de ala ancha apenas disimulaba las arrugas de su amplia frente. Su barba castaña estaba recortada en pico y resaltaba un mentón alargado, sobre el que se aplastaba una nariz que seguro había recibido más de un golpe. Enseguida lo reconocimos, y él también nos reconoció sorprendido, aunque Juan y Zolin no llegaron a ver su expresión, pues se inclinaron enseguida con una reverencia castellana.
—Don Pedro —saludó fray Antonio mientras me tiraba de la falda para que yo también me inclinara—, le echamos de menos en Texcoco.
De soslayo, observé que Pedro Solís fruncía el ceño.
—Tenía cosas que hacer aquí. Ahora que está acabado mi palacio, debía acomodar a mi familia. —Arqueó la ceja derecha con la mirada fija en Zolin y Juan, y añadió—: ¿Acaso no son estos los caciques indios encomendados a mi persona?
—Sí, señor, son Santiago y Juan. Escoltan a María del Carmen.
—La que canta en mi iglesia de Acolman —respondió don Pedro—. ¿Y a qué se debe su presencia en México sin mi permiso?
—Sigo órdenes de don Hernán Cortés. Quiere que ella cante en la misa que se celebra hoy por su regreso, y ha establecido que se alojen en su palacio.
—¡Ah! O sea, que ahora Cortés manda sobre mi encomienda y aloja a mis encomendados —se quejó don Pedro con desdén.
—Mi señor —se apresuró a decir fray Antonio—, Dios sabe cuán importante es la figura de don Pedro Solís para Acolman y sus estancias, pues sin su aliento jamás hubiéramos rescatado tantas almas. Pero ¿cómo oponerme a las órdenes del gobernador y capitán general de la Nueva España?
—Claro, claro —respondió don Pedro mientras ponía una mano sobre el hombro del fraile—, no me malinterprete, no desconfío de usted, fray Antonio. Sólo que ya volvieron los viejos tiempos, donde él dicta y los demás acatamos sin replicar. En fin —suspiró—, vayan. Nos veremos en la misa.
Y tomó la calzada en dirección al lago.
—¿Cómo reaccionará cuando sepa que ya no dependemos de él? —susurró Zolin a Juan en náhuatl.
—No temas, Ixtlilxochitl nos protegerá.
Había acabado la misa y, con ello, mi cometido, pero debía aguardar a que Zolin me escoltara de nuevo al palacio de Cortés, por lo que permanecía en un rincón de aquel jardín, al lado del monasterio de San Francisco. Cercado por un pórtico de arcos, con una sola fuente en medio, era casi tan pequeño como el jardín al que quedó reducido el antiguo palacio de mi padre. Cuatro jóvenes ahuehuetes buscaban sobresalir en busca del sol, pero aquellos frailes parecían tener gusto en recortar sus copas, grotescamente redondeadas, sin libertad para crecer a su antojo. Me senté, aprovechando la roca que quedaba bajo uno de aquellos arcos, y suspiré. Zolin tardaba. Al acabar la misa, lo vi con Juan y don Pedro, quien parecía presentarles a dos damas castellanas, ambas con su pelo recogido y cubierto por una toca oscura, como si quisieran ocultarlo. Acaricié el mío, suave, largo y suelto sobre mi espalda, y agradecí que me hubieran permitido cantar con mis ropas mexicas. Me parecía imposible hacerlo con aquellos trajes tan ajustados que usaban las mujeres castellanas.
—No me extraña que fueras sacerdotisa de Xochiquetzal —me sorprendió una voz.
Giré la cabeza y vi aproximarse a Ixtlilxochitl, vestido con una túnica castellana. Al cinto llevaba una de esas espadas de hierro, y me recordó al guerrero que quiso violarme. El metal casi me rozó la pierna cuando el texcocano se sentó a mi lado, y mi piel se erizó, temerosa, al sentir que su mirada traspasaba mis ropas.
—Lo que me sorprende es que tu padre te permitiera quedarte en el templo en lugar de casarte —añadió.
—Entendía mi fe.
—¿En Tenochtitlán y no en Texcoco? —preguntó mientras me miraba directamente a los ojos.
Los suyos eran pequeños, como su boca de labios delgados. Desvié la mirada, incómoda.
—En uno de sus viajes a Teotihuacán, al final del ciclo de la luna, Motecuhzoma me vio y…
—Sí, ya sabemos cómo le gustaba traer a príncipes extranjeros a Tenochtitlán para educarlos como gobernantes mexicas. En fin, ¿por qué no robar también a las princesas para evitar alianzas inconvenientes a su persona? Porque contigo tu padre hubiera fraguado grandes alianzas, seguro.
Noté que su mano recorría mi muslo hacia arriba y al instante me puse en pie como impulsada por un resorte. Apreté los dientes, cerré los puños y a él pareció divertirle mi reacción.
—Vamos, tranquila… Ameyali, me han dicho que así te llamas, ¿no?
—No estarás incomodando a mi invitada, ¿verdad? —comentó una voz enérgica tras de mí.
Ixtlilxochitl enseguida mudó el rostro, se puso en pie y se inclinó en una reverencia. Me volví y vi a Cortés aproximarse. Lo acompañaba una dama a quien conocí años atrás. Era la princesa Tecuchipo, hija de Motecuhzoma, viuda del último tlatoani Cuauhtémoc. Vestía de azul, con un traje entero, como el de las otras damas castellanas, que caía en vuelo sobre sus piernas y apretujaba sus senos, como si quisieran huir de las vestimentas. Tras ella, Juan caminaba distendido y Zolin con una mueca de disgusto.
—Tu voz sigue siendo la más hermosa de la ciudad —dijo ella cuando llegaron a mi altura.
Entre las gentes de mi pueblo no se miraba a los ojos a las personas de alto rango, por lo que hice ademán de postrarme para mostrarle el respeto debido, pero Tecuchipo me lo impidió y me tomó una mano.
—Me ha complacido enormemente poder escucharte de nuevo.
—Gracias —respondí, sin postrarme, pero sin poder evitar bajar la cabeza.
Ella me tomó de la barbilla, me obligó a mirarla a los ojos con suavidad y asintió, como si quisiera sosegarme por incumplir el protocolo. Cuando se aseguró de que permanecía con la cabeza erguida, me soltó.
—Ay, Isabel, Isabel —suspiró Cortés mientras acariciaba el rostro de Tecuchipo—, sigues siendo una princesa para tu pueblo.
Ella le dedicó una sonrisa coqueta. Sus cuerpos, uno al lado del otro, se tocaban con aire cómplice, demasiado familiar, y entendí que eran amantes. Tecuchipo, por encima de mi hombro, miró a Ixtlilxochitl e inclinó levemente la cabeza a modo de saludo.
—Juan, Santiago, ¿podéis acompañar a Carmen a mi palacio? —preguntó entonces Cortés, con una mirada provocativa al príncipe texcocano.
Y sin esperar respuesta, siguió su camino hasta salir de aquel patio. Entretanto, Zolin se acercó hasta mí y, discretamente, me acarició una mano, mientras Juan me flanqueaba con la cabeza servilmente inclinada ante Ixtlilxochitl.
—La quiero —oí que murmuraba el texcocano con autoridad.
Entonces Juan alzó la cabeza y lo miró directamente a los ojos.
—Ya no está en mis manos.
—Tú verás —dijo Ixtlilxochitl desafiante, y se dio la vuelta para marcharse.
Hacía cuatro días que Cortés permanecía encerrado en el monasterio franciscano. Según él, para expiar sus pecados, aunque para Pedro Solís las razones distaban mucho de ello. De visita en casa de Alonso de Estrada, se acomodó complacido en la silla tapizada de terciopelo, a la espera de que regresara su anfitrión. La sala era de apariencia austera, sin tapices que alegraran las paredes ni más muebles que la mesa y las dos butacas ante la chimenea. Pero la manufactura de los mismos y la exquisitez de los candeleros denotaban cuán acaudalado era el dueño de aquel palacio. Ante aquel lujo mal disimulado, pensó que los rumores debían ser ciertos. Se decía que Alonso de Estrada, el tesorero real de la Nueva España, cobraba doscientos mil maravedíes más que el mismísimo Cortés, a pesar de que este aún fuera poseedor de los cargos de gobernador y capitán general. Pedro examinó la copa de cristal, que le devolvía los reflejos color cereza de aquel vino. Quizá también fueran ciertos los otros rumores, que hacían a Estrada hijo del difunto rey Fernando, aunque también se decía que él mismo alimentaba estos chismorreos. De poco le valía ahora pretender tal parentesco, pues Cortés acababa de regresar; envejecido, muy delgado, tan precavido que casi rozaba la cobardía, pero vivo.
Pedro chasqueó la lengua e intentó tragarse su fastidio con un sorbo de aquel vino. A pesar del fracaso de la expedición, Estrada, al frente de todo el cabildo de México, había ido a recibirlo a Texcoco. «Ven conmigo —le llegó a decir—, nos conviene. Arreglará los desmanes de Salazar y Chirinos. Han sido unos gobernantes desastrosos». ¿Arreglar? Bien sabía que para Estrada la reaparición de Cortés era providencial, pues Salazar le había hecho temer por su vida, pero a él aquel regreso le había fastidiado bien. Menos mal que rehusó ir a Texcoco, pues por lo menos ahora podía sentir que le quedaba algo de dignidad. Pedro apuró el vino con rabia y sacudió la cabeza para espantar aquel recuerdo.
Solís nunca había ocultado su antipatía hacia Cortés, pues le parecía que actuaba como si fuera el rey. Y a pesar de que Estrada le siguiera el juego, lo sabía su enemigo, pues ¿cómo olvidar las faltas de respeto del caudillo hacia su rango de funcionario real? Cierto que lo dejó al mando cuando se marchó dos años atrás a la expedición a Las Hibueras, aun sin permiso de su majestad. Pero fue Cortés quien luego mandó a Gonzalo de Salazar para ayudarle en el gobierno, y todos sabían que no se llevaba bien con Estrada. Las disputas acabaron con este último preso. Luego Salazar declaró muerto a Cortés, se erigió en capitán general e incluso obligó a las supuestas viudas de los expedicionarios a volverse a casar. De hecho, sus partidarios acabaron escondidos como cucarachas, pero, para Solís, aquella no era la forma de eliminar el poder del caudillo.
Pedro clavó los ojos en la mesa. La jarra de vino permanecía casi llena, al igual que la copa que dejara su anfitrión, al lado de un platillo con queso. Estiró un brazo para tomar un trozo, y en ese momento la puerta de la estancia se abrió y entró Alonso de Estrada. De piel pálida y ojos muy rasgados, solía exhibir sus mejillas rasuradas para destacar unos labios especialmente gruesos, como los que se le presumían al difunto rey Fernando de Aragón. Se sentó en la butaca, al lado de Pedro, y lejos del humor taciturno que exhibía antes de interrumpir su charla, la reemprendió con una jovial sonrisa:
—O sea, que definitivamente ese sitio… ¿Cómo se llama?
—Acolman —señaló Pedro mientras devolvía al platillo el trozo de queso.
—Eso, definitivamente ya no es tu encomienda.
—Decisión de Cortés. Vuelve a ser el que reparte. Y más que por los tributos, me ofende por el esfuerzo. La encomienda está organizada: buena cría de puercos, y aunque las enfermedades han menguado a los hombres y no puedo asegurarme la cosecha de trigo, me he gastado unos buenos dineros en moreras para criar gusanos de seda. ¿Y ahora me lo quita? Lo peor es que se lo da a ese indio, al que ha puesto de cacique de Texcoco.
—Bien sabes que parte de la táctica de Cortés es tener contentos a los naturales de estas tierras —señaló Estrada mientras estiraba el brazo para tomar su copa.
—Sí, pero Texcoco al final ya no es corregimiento de su majestad como tú determinaste, ¿no? Ahora de nuevo es parte de su encomienda, como si hubiera sido el único que conquistó estas tierras. Y se ha añadido Acolman, como tributaria de Texcoco. No es justo. ¡Yo también luché! ¿Acaso no merezco mi recompensa? —Pedro golpeó el brazo de la butaca. Luego suspiró intentando calmarse antes de añadir—: Mira, no digo que Cortés no sea bienvenido, Salazar era peor, pero el recibimiento ha sido excesivo, y ahora ya empieza a actuar otra vez como un rey. ¿Y no te mandó su majestad don Carlos para que lo controlaras?
—También mandó a Salazar como administrador, y a Chirinos como veedor. Todos debíamos controlarlo. ¿Y? Ya viste el resultado en cuanto Cortés se fue.
—Quizá quería que pasara eso, que nos peleáramos por el poder. Así siempre puede decir que él es el único capaz de poner orden.
—Supongo que es lo bastante retorcido para ello, pero no creo que buscara la muerte de su primo. No, él tiene partidarios entre los castellanos…
—Esos son los que conservan intactas las encomiendas que recibieron cuando cayó México —se lamentó Pedro mientras apuraba el vino.
—¡Oh, vamos! Cálmate y ten paciencia, hombre. La importancia de Cortés radica en el apoyo de los indios. Ellos son los que lo ven como una especie de rey. Por eso ha ordenado a Alonso de Grado que investigue los abusos cometidos contra los indios en su ausencia. ¿Sabes que lo ha casado con esa tal Isabel? La hija de Mutezuma.
—Lo que sé es que le ha dado doce granjas, más Tacuba y algunas aldeas. ¡Adónde vamos a llegar! Hasta a las mujeres indias les da encomiendas, sólo por abrir bien sus piernas. Y luego, para disimular, las casa con alguno de esos pusilánimes que dicen amén a todas sus decisiones.
Estrada no pudo evitar una carcajada al oír estas palabras, pues no le faltaba razón. Pedro Solís era un hombre leal a la Corona y de incuestionable sinceridad. Pero para él esta cualidad se convertía en un defecto a la hora de recuperar su encomienda. Sin dejar de reír, le quitó la copa de las manos, y mientras le servía más vino, respondió:
—¡Ah! Lo ha hecho porque teme que se le escurra el poder de las manos. Su suerte está cambiando, te lo aseguro. El mensajero me acaba de decir que vienen tres naos, y en una viaja un tal Ponce de León con el encargo de abrirle un juicio de residencia; ya sabes que eso implica dejar los cargos. Es posible que Cortés también lo sepa, y por eso aprovecha para situar a los suyos de manera que pueda mantener el poder aun sin cargos oficiales. Y esto te afecta, porque si Texcoco vuelve a ser corregimiento, el cacique indio no cambiará, ya que interesa ganar su lealtad para el rey, no para Cortés. Así que no le podemos quitar Acolman; deben hacerlo los mismos indios. El cacique es ese Juan que me presentaste en la iglesia, ¿no?
—Sí, muy eficiente. Sabe organizar a los suyos para dar buenos tributos.
—Haz que vea que contigo le irá mejor que con su cacique texcocano, y él te devolverá Acolman.
Pedro se rascó su nariz aplastada con desconcierto y preguntó:
—¿Cómo?
Estrada, con una enorme sonrisa, le tendió la copa llena de vino.
—Tu cuñada Rosario es viuda, ¿no?
Fray Antonio cerró el confesionario y salió de la iglesia con paso tranquilo. El ocaso difuminaba el color azul del cielo, y una luz anaranjada cruzaba el horizonte. Las calles, flanqueadas por los palacios, hacían que la Ciudad de México pareciera una villa castellana, más ordenada y limpia de lo habitual, pero tremendamente familiar. A aquellas horas, algunos caballeros se recogían para la cena, y sólo una dama caminaba por la amplia calzada. En su paso cansino fray Antonio reconoció a Rosario, vestida de riguroso luto. Acababa de hablar con ella, le había enternecido su confesión, y le otorgó el perdón debido, aunque la viuda seguía pensado que Dios había sido injusto con ella.
A punto de regresar al monasterio, fray Antonio cambió de opinión y enfiló la calle en la misma dirección que la mujer. Debía admitirse que echaba de menos a Santiago Zolin. Al fin y al cabo, aquel sacristán indio le había acercado a su misión. Entrecruzó sus manos, que quedaron ocultas bajo las mangas del hábito. Necesitaba charlar, reencontrarse con aquello que le había llevado a la Nueva España y que, encerrado en la Ciudad de México, parecía esfumarse. Bien era cierto que las almas como la de Rosario, que nacieron cristianas, necesitaban el cuidado espiritual debido, pero sentía que Dios le había llamado allí para otras cosas.
Sin embargo, al pensar en la viuda, se compadeció de ella por las duras pruebas a las que había sido sometida. Con poco más de veinte años, la cara redondeada de la mujer se veía alicaída y parecía mayor. Tras la muerte de su marido, tuvo que abandonar Cuba para vivir con la única familia que le quedaba: su hermana Dolores, esposa de Pedro Solís. Pero esto no era lo que la hacía desgraciada. Al contrario, acogió su vida en la Nueva España con esperanza. Era viuda prematura y podía volverse a casar, pero ningún hombre la querría, ni en Cuba ni en su Sevilla natal, porque se había comprobado que no podía tener descendencia. En cambio, en México nadie la conocía, ni tampoco a los bastardos de su difunto marido, por lo que se sentía ilusionada ante la posibilidad de un matrimonio con mejor suerte que el padecido. Ahí radicaba el motivo de la confesión, pues Rosario decía sentirse culpable por ansiar un nuevo esposo aún estando de luto. Mucho temía fray Antonio que en verdad su malestar se debía a que quería amar a Dios, pero sentía resentimiento porque Él le había negado un vientre fértil y, con ello, el amor verdadero. ¿Cómo convencerla de que sólo el Todopoderoso podía calmar su desasosiego?
Fray Antonio se detuvo un instante, observó cómo Rosario entraba en el palacio de Pedro Solís y de pronto tuvo la certeza de que se reconciliaría con su fe, pues aquellas tierras estaban bendecidas por el Señor. Desde que empezara a predicar en Acolman, sentía que el amor inundaba su alma. Allí conoció a Santiago Zolin, y gracias a él se acercó a aquellas gentes necesitadas del Señor. De hecho, no se le ocurría acto más pletórico de fe que sus prédicas con Santiago acompañándole. Sonrió con el corazón emocionado, y al volver la mirada, se dio cuenta de que había llegado a su destino.
Ambos desnudos. Yo boca arriba, él de costado. Su piel se veía más oscura que la mía, como cacao puro y espeso. Zolin permanecía con la cabeza apoyada en una mano. Con la otra, recorría mi vientre y se deslizaba por mis caderas, y la dulzura de sus caricias vencía la aspereza de sus dedos. Yo me aferré a su brazo invitándolo a aproximar su cuerpo, pero él sonrió, y sin ceder ni dejar de acariciarme, me besó. Yo no me saciaba de su lengua. A lo largo de aquellos cuatro días, mi única obligación consistía en cantar en misa, y el resto del tiempo, ayudaba en el telar e incluso me interesaba en el hilado de aquellos capullos de gusano. Lo que fuera para que pasara el día rápido, sin pensar, hasta su llegada. Al caer el sol, Zolin siempre había acudido, y cuanto más aprendía de su piel y de sus cadencias entre mis piernas, más voraces se tornaban nuestros encuentros.
Aquella noche, no se conformó con el recorrido de su mano; vientre abajo, ordenó a su boca que la siguiera, con pequeños mordiscos que me hacían desfallecer de excitación. Hasta que mi cuerpo se rebeló y, ayudada por mis piernas, lo hice rodar. Ahora él estaba de espaldas, y yo sobre él a horcajadas. Una risa jadeante escapó de su boca y al instante mis labios se apoderaron de ella mientras mis caderas se movían guiadas por el deseo.
—¡Oh, Ameyali! Te amo —susurró.
Le respondí con un leve gemido mientras notaba que su cuerpo seguía mis movimientos y me veía obligada a erguir mi espalda, presa del placer. Él tomó mis senos, yo recorrí con mis manos su torso sudoroso.
—¡Dios santo! —irrumpió una voz escandalizada.
Nos detuvimos bruscamente. En el umbral de la puerta, apenas iluminado por el reflejo exterior, fray Antonio nos observaba.
—¡Y yo que pensaba que protegía tu virtud! —bramó—. ¡Has ofendido al Señor! Pero no dejaré que lo arrastres a él, pecadora.
Temblando de furia, vino hacia mí y temí que me abofeteara, pero tiró del colgante con la cruz de san Antón que él mismo me diera, la lanzó contra una pared y salió. Entonces reaccionamos. Me aparté y Zolin se incorporó. ¿Por qué aquella ira? ¡Ya no era sacerdotisa! ¿Y por qué la pecadora era yo? ¿Acaso, si aquello era pecado, no era compartido?
—No temas, déjame a mí —dijo Zolin besándome en la mejilla.
Tomó la cruz de san Antón del suelo y un maxtlatl y, aun anudándoselo, salió corriendo tras fray Antonio.