Barcelona, año de Nuestro Señor de 1526
Una mezcla de olor a pescado y orín entraba por la ventana e inundaba la habitación. Martí abrió los ojos y husmeó el aire, pues si aquel hedor llegaba hasta su casa en la plaza del Pi, era porque la mar estaba revuelta o amenazaba tormenta; sin embargo, el amanecer anunciaba un día claro de primavera. «Mejor», se dijo, pues no le hubiera gustado que Amador y Teresa emprendieran el camino en un desapacible día gris.
En el piso de abajo podía oír el habitual trajín de su madre por las mañanas, pero aquel día no llegaba hasta él el aroma del puchero humeante con el guiso de cap-i-pota. Martí se arrebujó en la cama, presa de una pereza inusitada en él. Se mantuvo quieto, con los ojos clavados en las relucientes vetas oscuras de las vigas de roble. Su mente repasaba sus emociones con la misma diligencia con la que sus manos examinaban los cuerpos de sus pacientes. Pero en este caso, los síntomas no eran los que esperaba. Debería estar emocionado, ilusionado, pues iba a ser el primer día que se encargaría de los enfermos sin la supervisión de Amador. Sin embargo, la única sensación que lo acompañaba era la de cierta melancolía teñida de un leve temor.
Este le resultaba fácil de explicar. Muchos de los médicos de la ciudad sabían que acudía al Estudio de Medicina como profesor para acumular las horas prácticas que le permitirían presentarse al examen de licenciado. Esto había levantado suspicacias, porque la mayoría de los que ejercían aprendieron el oficio de otros médicos, sin estudiar a Galeno o Hipócrates, y no les gustaban aquellos que ofrecían sus servicios recién salidos del Estudio, con título, pero sin años de práctica; mucho menos los que hacían de profesores allí. Sin embargo, en general a Martí le dejaban tranquilo, pues aunque era bachiller en medicina, también hacía años que lo habían visto acompañando a Amador como aprendiz. «No me dirán nada. Es absurdo sentir temor», se recriminó. Y sonrió irónico, pues si acudía aún al Estudio era por su padre. El fallecimiento de su abuelo, el conde Gerard de Prades, le dejó un título que no usaba, pero también tierras y fortuna. Y al contar con el dinero necesario, Amador insistió en que obtuviera el título de doctor. «Es para protegerte de ti mismo», le decía.
Con un suspiro, Martí apartó la manta y se incorporó en la cama. El frío le hizo estremecerse y pareció avivar aquella sensación de melancolía que tanto lo desconcertaba. Quizá fuera por el fallecimiento de Mateu, el primo de su padre, aunque enseguida desechó la idea, pues para él era poco más que un paciente que aparecía de tanto en tanto con una enorme sonrisa ennegrecida y sus conservas de pescado.
Abajo se oyó la puerta de entrada de la casa y la voz de Teresa llegó hasta él como un murmullo:
—¿Marc te ha dejado el carro y la mula?
A Amador le había afectado profundamente la muerte de su primo, y por ello aquel día saldría de la ciudad para ir al entierro, cerca de la colina de Montgat, de donde era originaria toda la familia. Pensó que la razón de su melancolía era el dolor de su padre, ya que no podía darle consuelo. Entonces, un súbito deseo de verlo antes de marchar lo espabiló de golpe. Se puso un ligero jubón, salió de la habitación y se apresuró escaleras abajo.
En el comedor, Amador estaba sentado a la mesa y se dejaba abrazar por Teresa, en pie a su lado. La cara de su padre se refugiaba en el pecho de la mujer, quien le besaba la cabeza. Pero en cuanto vio a Martí, ella se apartó y el hombre se irguió.
—Buenos días —saludó mientras Teresa se volvía hacia la cocina—. ¿Estás listo para el gran día?
—Sí —respondió encogiéndose de hombros, e incómodo por haber irrumpido en la intimidad de sus padres de aquella manera, se acercó a la mesa—. Aprovecharé las visitas para comprar pergamino antes de pasarme por el Estudio.
—¿No estuviste anteayer en la calle de los Pergaminers, Martí? —intervino su madre, que dejaba en la mesa dos cuencos con gachas humeantes.
—Fui a visitar al pequeño de los Messeguer. Si no curo bien esa herida, se quedará cojo como Alfons, e incluso puede perder la pierna —aseveró mirando a su padre para que confirmara su opinión.
—Sí, mucho me temo que tenga que venir un cirujano a resolver el problema. Es mejor que pases cada día.
Martí miró de nuevo a su madre, arqueó las cejas y dedicó toda su atención al cuenco de gachas. Sus padres lo observaron comer con avidez, y Teresa suspiró mientras le devolvía una mirada suplicante a su marido, pues era obvio que el joven utilizaba al pequeño paciente para ocultar algo. La mujer vio en sus ojos un reflejo de su propio pensamiento, pero el hombre guardó silencio. Desde que Martí sabía que su verdadero padre era Guifré de Orís, Amador sentía a menudo que carecía de autoridad sobre su hijo, a pesar de que este se refería al barón como a su amigo, seguía viviendo con ellos como Martí Alzina y le llamaba padre como siempre había hecho. Al fin, con voz algo vacilante, preguntó:
—Martí…, no te meterás en líos, ¿verdad?
Sin mirarle, el joven hundió la cuchara en las gachas y contestó:
—No, ¿por qué?
—Porque ya sabes cómo reacciona la gente cuando uno es demasiado listo. Tienes el ejemplo en tu vecino Alfons.
—Papá, siempre me dices lo mismo.
—Porque en todos estos años aún no has aprendido a cerrar la boca cuando debes —intervino Teresa—. Y si la gente no entiende cómo has llegado a una conclusión…
—Ya, ya, ya —la interrumpió Martí—, piensan que es brujería.
—¡Exacto! Y cuando volvamos, no quiero descubrir que te han apresado —aseveró ella mientras se sentaba a una esquina de la mesa.
—¡Vamos, mamá! Eres una exagerada.
—Alfons siempre va tras de ti —intervino Amador— desde que os peleasteis de niños y hablaste de más. Y sabes que su padre es un familiar de la Inquisición y tiene manía a tu madre desde hace años.
—Por eso me voy a licenciar, y luego seré doctor, ¿no? Así podré decir que aprendí lo que sé en el Estudio, y nadie pensará que me lo dijo el Maligno al oído.
Martí dejó la cuchara en el cuenco y se puso de pie.
—Sí, bueno, quizás ha sido peor el remedio que la enfermedad —comentó Teresa—, a saber con quién te mezclas allí.
—Con futuros herejes que prefieren la traducción de la Biblia de Erasmo de Rotterdam antes que la Vulgata de san Jerónimo —repuso el joven, burlón, y acto seguido le besó en la frente.
Luego se volvió hacia la que fuera la antigua tienda del padre de Teresa, ahora parte del comedor que Amador y él empleaban para preparar remedios con lo que obtenían de las boticas. Tomó la bolsa donde llevaba lo necesario para las visitas y se giró de nuevo hacia sus padres. Su madre desayunaba en silencio, y Martí se alegró de no haberle contado lo que en verdad tramaba. Entonces se topó con la mirada de Amador. Se le veía ojeroso y pálido, pero era habitual en él, y si su cuerpo delgado de pronto se le antojaba frágil y sus ojos le parecían especialmente hundidos, era porque la pena desequilibraba los humores de su cuerpo.
—No te olvides el diente de león para el viejo Arnau. Si sigue sin comer… —le recordó.
—Cierto —asintió Martí.
Se volvió, y mientras buscaba los remedios para sus pacientes, de pronto se dio cuenta del porqué de su muda melancolía matinal: en verdad le gustaba trabajar con Amador, pero aquel día era su primera prueba para cuando tuviera que hacerlo por su cuenta. El joven se volvió hacia su padre, quien seguía observándolo, y se acercó a él. Apretó con cariño su huesudo hombro y afirmó:
—Hoy te echaré de menos, papá.
Amador sonrió y acarició su mano mientras Martí la retiraba.
—Estaremos aquí antes del anochecer —le respondió.
—Hasta luego, hijo, ve con Dios —añadió Teresa.
El muchacho les sonrió, agarró el bonete que guardaba en la bolsa, se lo puso sobre sus cabellos rubios y salió a la plaza del Pi.
Ya habían dejado atrás las casonas de Dalt de la Vila y faltaba poco para que quedara a la vista la colina de Montgat, dominada por el castillo. El día era claro, a pesar de que una neblina difuminaba el horizonte del mar, y el carro traqueteaba por los caminos montañosos, entre viñedos y campos de trigo. Amador azuzó la mula invadido por cierta añoranza. Sus años en la masía familiar hacía mucho que habían quedado atrás, pero nunca perdió contacto con su primo Mateu, y lo echaría de menos. Ahora tenía la sensación de que en Montgat ya sólo le quedaban ausencias, e incluso un paisaje desconocido. Cuando estuvieron allí por última vez, Martí apenas caminaba, y desde entonces habían construido una torre de vigía en la masía, pues la costa cada vez era más insegura, y el castillo no parecía suficiente para vigilar el camino hacia la Ciudad Condal. Pero Amador sabía que la torre no sería el cambio más grande al que se enfrentaría, sino el del tiempo, cuyas huellas se marcaban en las gentes con implacable puntualidad.
—Amador —le dijo su mujer mientras le acariciaba la espalda—, parece que repasas tu vida.
Ella iba a su lado en el pescante, con el mar en su flanco derecho.
—Puede —sonrió él con melancolía—. Mateu y yo teníamos la misma edad.
—Cierto, pero él tenía problemas para respirar y necesitaba de tus cuidados.
—Sí, hace mucho que Martí aseguró que no lo curaría. —Y, de pronto, sacudió la cabeza al recordar a su hijo y volvió la mirada sobre el lomo pardo de la mula—. ¡Ese chico…! A veces no entiende que el alivio es tan importante como la cura.
Alzó la mirada hacia el horizonte y entre los viñedos pudo ver el tejado de una masía.
—¡Ay, Amador! —suspiró su mujer—. Martí es joven; tú eras igual que él cuando tenías su edad. Por eso me enamoré de ti. ¿Acaso no recuerdas los empeños que pusiste con mi padre? Y eso que no podías ni aliviarlo: ¡tenía la peste! ¡Ojalá Martí no se enfrente jamás a algo así!
Entonces, la cara de Amador se transfiguró en un espasmo que hizo temblar sus enjutas mejillas y un brillo de terror se dibujó en su mirada. Ella se giró y entre la neblina vio tres velas latinas. ¡Eran tres fustas piratas! Favorecidas por la brisa, se aproximaban a toda velocidad hacia la costa, impulsadas también por los remos. Teresa notó que la mano de Amador le aferraba del hombro con tal fuerza que le hizo daño.
—¡Tenemos que volver a Dalt de la Vila para avisar! —exclamó de pronto.
Tiró fuerte de una rienda y la sacudió sobre el lomo de la mula para que se apresurara a girar.
—Amador, ya habrán dado la alarma desde las torres de vigía. Debemos refugiarnos en la masía, ahí delante.
Pero Amador, como enajenado, se empeñaba en arrear a la mula. El camino en aquel tramo era demasiado estrecho para dar la vuelta, y el animal se resistía a adentrarse entre los viñedos. Teresa miró hacia el mar, inquieta. Una de las tres fustas ya había tomado la costa, y alguien arriaba la vela. Entonces se dio cuenta de que, cerca, parecía alzarse otro mástil. Entornó los ojos, a la par que se ponía la mano sobre la frente. No cabía duda: había una cuarta fusta y sus tripulantes ya habían desembarcado.
La mula, de pronto, se encabritó, mientras su marido le dirigía una mirada desconcertada. Entonces un brillo metálico se alzó por encima de la cabeza de Amador, y Teresa apenas pudo distinguir la espada curvada antes de que cortara de cuajo la cabeza de su esposo. Su cuerpo sin vida se balanceó y luego cayó de costado, hacia el carro vacío. La mujer lanzó un alarido de terror. Unas manos la agarraron por los hombros y tiraron de ella hacia atrás. Teresa siguió gritando. Cayó al suelo con brusquedad, entre risas y palabras en un idioma extraño. Pero no vio a pirata alguno ni oyó nada más que sus propios gritos. Al otro lado del carro, en el suelo, la cabeza de Amador la miraba con desconcierto.
Cuando Martí salió del Estudio de Medicina, la noche se apoderaba de la ciudad con sombras violáceas. La humedad se cernía sobre el ambiente sin una brizna de aire que la dispersara y se pegaba a su piel como si aquel fuera un crepúsculo más estival que primaveral, por lo que se subió las mangas de su jubón, se quitó el bonete y lo guardó en la bolsa. Sentía los pies entumecidos y el estómago vacío clamaba sus quejas, así que desechó la idea de ir al Hospital de la Santa Creu, y en lugar de enfilar hacia el Raval, atravesó las Ramblas en dirección contraria. Sabía que su amigo Roger entendería su ausencia de aquel día. Solían ir juntos una vez por semana al hospital para ayudar en lo que fuera, dados los pocos bachilleres que había en él, pero la jornada de Martí había resultado extenuante. Tuvo que hacerse cargo de las visitas de su padre y de las suyas, y después las prácticas como profesor en el Estudio acabaron con sus fuerzas. Aquellos alumnos, con el bachiller de artes ya cursado, no deberían tener tantos problemas para entender a Galeno, pues sus dudas parecían una cuestión de mala comprensión de latín, más que de medicina.
—Martí, ¿Martí Alzina? —oyó que le llamaban.
El joven se volvió y aguardó al hombre que se aproximaba a grandes pasos. Era más bajo que él, pero de hombros amplios y andar firme y erguido. Vestido con una túnica de un color grana muy oscuro, cubría su cabellera gris con un sombrero negro de ala ancha que apenas dejaba ver las facciones afiladas de su rostro. Aun así, Martí no tuvo duda de quién se trataba.
—Buenas noches, doctor Funés —lo saludó en cuanto el hombre le dio alcance.
Aquel podía ser uno de sus examinadores en la prueba final para ser licenciado, e intuía que por ello lo había visto aquella tarde al fondo de su clase, como oyente.
—Me habían hablado muy bien de usted —dijo con una sonrisa afable—, pero me ha sorprendido gratamente su sabiduría. Será buen profesor.
—No he hecho otra cosa que aclarar dudas acerca de Galeno.
El doctor Funés se recolocó el sombrero de forma que ahora el ala quedaba elevada y dejaba ver sus pobladas cejas.
—Es modesto, eso también está bien. Pero esos remedios del hígado… Bien, no recuerdo que esas plantas estén entre las que describe Galeno.
Martí tragó saliva y pensó que durante la clase debía de haber nombrado, sin darse cuenta, algunos remedios sacados de sus libros de autores árabes.
—Remedios tradicionales —se apresuró a aclarar—. No sé si le habrán comentado que trabajo desde hace tiempo con mi padre.
—Por supuesto —respondió el hombre con una expresión de teatral conformidad. Entonces, con un gesto, le invitó a reanudar el camino mientras añadía—: El doctor Oriol, quien lo presentó en su examen como bachiller, bien me recalcó que muchos de sus sorprendentes conocimientos se deben a los años de práctica, aunque lo he visto más cerca de Avicena que de Galeno en su explicación del sistema circulatorio. ¿Acaso cree que las venas parten del corazón y no del hígado?
Martí posó la mirada en el suelo. Aunque disfrazado de simple debate, le pareció que el doctor Funés se empeñaba demasiado en mantener su sonrisa, y temió que fuera una trampa. Así que, aunque sabía que Galeno estaba equivocado al establecer que la sangre se irradiaba desde el hígado, respondió:
—¿De veras cree que eso tiene importancia en las curas? Si me aproximo a Avicena, y en eso Galeno está de acuerdo, es en la importancia de los síntomas. Porque sólo si tenemos en cuenta las señales del cuerpo, podremos administrar alguna cura.
Llegaron a la altura de la calle de la Boquería, y Martí se detuvo.
—Disculpe, pero vivo en la plaza del Pi.
—Le acompaño, me viene de paso —respondió el doctor.
Y ambos doblaron la esquina, mientras Martí sentía que su desconfianza aumentaba. El joven percibía que Funés quería algo, y no era un intercambio de opiniones médicas.
—El doctor Oriol me habló de su pasión por la lectura —continuó el hombre, ahora llevándose las manos a la espalda—, y ya que conoce a Avicena, pensé que quizá tendría un ejemplar de El libro de la curación.
Martí arrugó la frente. «Ese es un libro de filosofía», estuvo a punto de responder, pero se contuvo a tiempo.
—No me suena. Yo sólo conozco su Canon de medicina.
—Pero ese lo puedo encontrar en la biblioteca del Estudio.
—Lo siento —respondió Martí mientras se encogía de hombros—, pero no conozco más obra de Avicena.
—Una lástima —se lamentó el doctor Funés.
Y se detuvo en la esquina con la calle de Rauric. Martí también lo hizo mientras el hombre se ajustaba de nuevo el sombrero sobre la frente.
—Debo desviarme por aquí. Ha sido una grata conversación. Espero que nos sigamos viendo.
Y se marchó calle abajo. Martí lo observó unos instantes, con un caminar ahora encorvado, y luego prosiguió en dirección contraria, hacia la plaza del Pi, mientras su mente repasaba sus actos. En algún momento debía de haber cometido alguna imprudencia, pues era obvio que Funés no se había acercado a él por puro interés intelectual. Si el doctor Oriol le hubiera mandado al médico para pasarle algún libro, se lo habría advertido, así que tuvo la certeza de hallarse ante una trampa. Visitaba con frecuencia la calle de los Pergaminers, pues a menudo se borraban manuscritos para reaprovechar el pergamino. Los pergamineros con más experiencia, que ya habían conocido al viejo Isaac, distinguían perfectamente los diferentes alfabetos, y cuando encontraban algo que podía interesarle, le avisaban para que fuera a examinarlo. Sin embargo, últimamente sus visitas estaban más que justificadas a causa de la herida del pequeño de los Messeguer, y si alguien había hablado de más, no podían ser los pergamineros, pues ellos mismos se delataban. Lo mismo sucedía con aquellos a quienes dejaba libros, como el doctor Oriol. Así que, sin sospechosos claros, concluyó que lo mejor por el momento era frenar todas sus investigaciones. También podía haberse delatado a sí mismo en sus ejercicios como profesor, y pensó en cuánta razón tenía su madre al temer que no supiera callar cuando debía, pues no era cuestión de silencio, sino de la ocasión en que debía guardarlo.
Cuando Martí llegó a la plaza, ya habían encendido las antorchas que perfilaban el arco ojival de la entrada de la iglesia de Santa Maria del Pi. Para su sorpresa, su casa parecía desierta, sin rastros de luz en las ventanas ni señales de humo en la chimenea. Extrañado, se apresuró hacia la puerta, y ya a punto de meter la llave en la cerradura, le sorprendió la voz atiplada de Marc.
—No han llegado, Martí, no han llegado.
El hombre, siempre precedido de su prominente barriga, se aproximaba a él agitando las manos, visiblemente alterado.
—Eso ya lo veo, pero estarán a punto de llegar.
Marc lo agarró por las mangas con sus manos regordetas y flácidas y alzó la cabeza. El joven le vio la cara enrojecida, pero no parecía estar bebido como era su costumbre.
—Martí, quizá… —El vecino sacudió la cabeza mirando al suelo y de nuevo alzó los ojos—. Desde Badalona han llegado rumores de un ataque pirata. Si mañana no regresan, deberías ir a buscarlos con tu caballo.
—Mañana no —le interrumpió mientras notaba cómo el pulso se agolpaba en sus sienes—. Las puertas de la ciudad aún deben de estar abiertas; saldré ahora mismo.