III

Texcoco, año de Nuestro Señor de 1526

El rostro de María mostraba una constante mueca, como si hubiera comido un chili muy picante y le ardiera la boca. Pero en cuanto me desprendí de la ropa y vio mis marcas sacerdotales, su rostro mudó de asombro y enseguida bajó la cabeza en señal de respeto e hizo ademán de besar mis manos.

—No, por favor —le supliqué mientras se las retiraba con suavidad—. Ya no soy sacerdotisa.

Entonces elevó la mirada y me dedicó una sonrisa cálida y compasiva. Luego se volvió y tomó el elaborado traje de plumas. Mi cometido no era cantar en una iglesia, sino que debía interpretar a la mujer emplumada y entonar un poema náhuatl ante Cortés y todos sus hombres, por lo que me sentía atemorizada. Si cuando cantaba en latín en una iglesia traicionaba a Xochiquetzal, aquella actuación pensada para divertir a los hombres me hacía sentir que la abandonaba. ¿De qué servía afirmar mi consagración a la diosa en mi castidad si me dedicaba a provocar miradas lascivas? ¿Acaso no era eso una forma de sensualidad de la que yo no debía formar parte para así honrarla? Al parecer, según los mandatos del Dios cristiano mi actuación también podía interpretarse como ofensiva, y aunque odiaba cantar en la iglesia, fray Antonio siempre fue bondadoso conmigo. ¿Lograría impedirlo? ¿Quién había reclamado mi presencia en Texcoco?

No asistimos al victorioso recorrido bajo palio de Cortés y su séquito por las magníficas calzadas de la ciudad. Lo vimos por el camino polvoriento, rodeados de una muchedumbre que lo aclamaba tres leguas antes de llegar. Pero supe que nos hallábamos en el mismo palacio que él cuando vi las flores de bienvenida por todas las paredes, ostentosas en su disposición excesiva. Juan había despachado a sus criados antes de entrar, y sólo Zolin y yo le seguíamos con desgana.

—Este es parte del antiguo palacio de Nezahualcóyotl —me susurró él—. En el de Nezahualpilli es donde tienen la escuela a la que llevan a nuestros niños para educarlos como cristianos.

—Lo sé. Una vez mi padre me trajo aquí.

Nos adentramos en un jardín, donde el sonido de la flauta se mezclaba con los ritmos del tambor. Allí salió a nuestro encuentro fray Antonio, con su largo hábito marrón, el cordón a la cintura con los tres nudos y las manos ocultas por las mangas sobre su vientre. Su pelo rizado y gris era vigoroso, y jamás en otro castellano vi barba tan larga. Sus ojos clavados en mí me dieron a entender que en ningún momento él había solicitado mi presencia en Texcoco, y ante un comentario de Juan le oí exclamar: «¿Un regalo para Cortés? ¡Una ofensa para el Señor! Así que veremos». A eso amarraba yo ahora mi esperanza, aunque él después me ignoró. Toda la atención del clérigo se centró en Zolin, y los tres hombres se fueron, dejándome en manos de María, la sirvienta que me llevó ante Jonás, el texcocano encargado del espectáculo.

El traje se ajustaba a mi cuerpo como una segunda piel, y las plumas verdiazules desprendían un agradable aroma a incienso, impregnadas por su uso en múltiples recepciones. María me ayudó a recogerme el cabello y a sujetar el tocado de plumas.

—¿No es mejor que primero me maquilles? —pregunté extrañada.

—El mismo Ixtlilxochitl ha dicho que no. Quiere que se te vea el rostro.

«¿Me ha hecho venir él?», me pregunté. Sentí una opresión en el pecho, y suspiré para sacudir la sensación de agobio. «Mejor no pienses», me dije, temerosa de que me faltara el aire a la hora de cantar. Pero resultaba casi imposible, pues mi padre había sido aliado de Cacama, hermano de Ixtlilxochitl y a favor del cual perdió el trono de Texcoco. ¿Tendría algo que ver? ¿Sería una venganza?

Salimos al jardín y tomamos el mismo camino por el que vi desaparecer a Zolin, entre Juan y fray Antonio. Ahora, unas antorchas resinosas apenas iluminaban el lugar. La noche había caído, y sobre el murmullo de las aves resonaban las músicas, las risas y los aplausos procedentes de la sala donde se había dispuesto el banquete. En la puerta aguardaba Jonás, con un candelero de cerámica entre sus manos y la vela apagada. Poco mayor que yo, era larguirucho, de rasgos femeninos y grandes ojos negros. Su fuerte carácter venía anunciado por una profunda voz rasgada, pero al contrario que cuando me instruía en el jardín, ahora se dirigió a mí en un dulce susurro:

—¡Estás preciosa!

Desde la puerta, pude entrever hileras de mesas. Al fondo, una se disponía perpendicular al resto y reinaba en la sala, ante un espacio vacío. Tras esta pude distinguir a fray Antonio; su brazo parecía acariciar el de Zolin, quien miraba al frente, serio e inmutable, al lado de su hermano. Los tres estaban en pie, detrás de Cortés e Ixtlilxochitl. Al instante me asaltó el recuerdo del príncipe texcocano junto a Cipactli, en las matanzas por las calles de Tenochtitlán. Se decía que había sido él quien advirtió al castellano de que sólo tomaría la ciudad mexica si la destruía piedra a piedra, y sentí que un escalofrío me recorría la espalda. Intenté relajarme con el espectáculo, pero sólo podía ver el tronco de ahuehuete por los aires y adivinaba a los malabaristas en el suelo, pasándoselo con los pies. Los músicos permanecían a un lado; tambores delante, flautas y trompetas detrás, daban ritmo a la actuación, en lucha contra vítores y silbidos.

—Ahora entras tú, tal y como te expliqué antes —me dijo Jonás alargándome el candelero. Me volví hacia él, lo tomé y continuó—: Que la vela te ilumine esa preciosa cara, pero cuida de no prender las plumas. —No pude evitar una sonrisa ante su tono jocoso, y él me la devolvió—. Tranquila, todo saldrá bien.

La música calló de pronto. Miré hacia el fondo, y entonces me di cuenta de que Zolin, con expresión indignada, abandonaba la sala. Noté cierta sensación de vértigo y la culpa se apoderó de mí. «No quiere ver como la abandono», pensé sintiendo que lo traicionaba a él. De pronto, la sala de banquetes quedó a oscuras y se oyeron algunos abucheos. Tomé aire. El tambor silenció a los hombres que protestaban y entré.

Juan fue cauto en sus apreciaciones. Ixtlilxochitl debería de haber supuesto que sería más bella de lo que dijo. Caminaba elegante entre las mesas de la soldadesca, quienes la observaban boquiabiertos y en absoluto silencio. Con la sala en penumbra, las alas de la mujer emplumada parecían plegadas sobre el pecho, sin dejar ver las manos que sujetaban la vela bajo su hermoso rostro. Sin flautas ni trompetas, sólo su perfecta voz se elevaba melodiosa por encima del tambor, que marcaba el ritmo de sus pasos.

De coral es mi lengua,

de esmeralda mi pico:

yo me valoro a mí misma, padres míos, yo, Quetzalchictzin[4]

Al llegar donde antes actuaran los malabaristas, la bella cantante dejó la vela sobre la mesa, justo delante de Cortés, y desplegó sus alas. Ixtlilxochitl pudo observar entonces la exquisitez de su rostro, con aquellos enormes ojos del color de la arcilla que coronaban unas largas pestañas. Los candeleros volvieron paulatinamente a iluminar la sala y se vio el intenso color verde esmeralda de su plumaje, mientras la carnosa boca de la joven seguía con su canto, ahora acompañado por elegantes gestos que destacaban las sensuales formas de su cuerpo:

Abro mis alas,

ante ellos lloro:

¿cómo iremos al interior del cielo?

Ixtlilxochitl la observaba subyugado, y le molestó el cercano aliento de Cortés y, todavía más, su voz, que en un susurro, preguntaba:

—¿De verdad es virgen?

Ixtlilxochitl asintió, pero no quiso mirarlo. De pronto se sentía celoso, y le irritó la cautela de Juan. «Es hermosa, virgen, tal y como pediste. Le gustará», le había dicho. Dada la situación, no tenía más remedio que cedérsela al caudillo, ya se la había prometido, pero de haberla visto antes se la habría reservado para sí. Al fin y al cabo, él sería quien ahora se haría cargo de Texcoco, y Acolman y sus aldeas volverían a ser sus tributarias; él lidiaría directamente con Cortés, con lo que le había quitado un buen peso de encima a Juan. ¿Por qué no se la había ofrecido? Con la mirada prendada de su danza, Ixtlilxochitl sonrió: no le hacía falta desvirgarla; ya le llegaría el turno.

La melodiosa voz imitó un imposible trino de pájaro y el canto acabó. Entre estruendosos aplausos y vítores, la joven saludó grácilmente a los caballeros de la mesa principal y se retiró.

—Bien, amigo, me gusta tu ciudad —dijo Cortés a Ixtlilxochitl. Y luego se volvió hacia Juan, sentado tras el cacique texcocano—. No sabía que tuvieran a tan bellas damas en Acolman. De lo contrario, les hubiera perdonado antes.

—Es la hija del tlatoani que le tendió la emboscada, mi señor —se inclinó Juan con reverencia.

Ixtlilxochitl disimuló su sorpresa ante aquel dato y, de soslayo, vio que la expresión de don Hernán se iluminaba.

—¡Magnífico! —exclamó—. Veo que tu amigo Juan es tan listo como tú. ¡Otra princesa! ¡Qué se reúna con nosotros!

Con la mirada fija en los comensales del salón, el texcocano maldijo para sus adentros, pues se sentía engañado. Ahora no tendría oportunidad de poseer a la joven. Era casi seguro que Cortés se la llevaría como amante, y cuando se cansara, la casaría con algún castellano, como hiciera con doña Marina, que seguía como intérprete, pero fuera de su lecho, pues durante la expedición la casó con Jaramillo.

—Don Hernán —intervino entonces una voz afectada. Ixtlilxochitl se volvió y vio a un fraile de barba gris, que agarraba a Juan de la manga mientras se dirigía al caudillo—: Quizá Dios le conceda aún más gracia si la preserva.

—¿A qué se refiere, fray Antonio? —preguntó el aludido arqueando las cejas.

—La calidad de su voz es excepcional, y canta a Nuestro Señor como jamás había oído. En ninguna ciudad hice bautismos con más celeridad y en tan gran número, pues acuden todos los naturales a la iglesia. No es de extrañar: ella es casto ejemplo, entona el latín como si fuera su lengua natural y su fe… Incluso la he visto con lágrimas en los ojos cuando canta a Nuestra Señora.

—¿A la Virgen? ¿Y por qué no he oído yo esos cantos? —preguntó Cortés mirando directamente a Juan.

Ante la sonrisa burlona de Ixtlilxochitl, el señor de Acolman tragó saliva, pero su respuesta fue rápida:

—No estamos en la casa de Dios.

Cortés sonrió.

—Bien. No mancillemos a la joven doncella. Quiero oírla mañana, antes de partir a México, en la iglesia.

Fray Antonio sonrió y, con una reverencia, abandonó el salón.

La pequeña llama de la vela pugnaba por crecer entre la cera líquida que la rodeaba. Sentada, con las piernas plegadas sobre mi pecho, agradecía de nuevo el tejido de maguey sobre mi piel. Cuando menos, era una sensación familiar. Por lo demás, me reconocía por primera vez consciente de la forma de mi cuerpo, de sus deseos y de los deseos que despertaba. El recuerdo del guerrero texcocano sobre mí y su mordisco en mi seno, acrecentaban el miedo que me embargaba, y sólo podía reprenderme por haberme creído a salvo durante aquellos últimos cinco años. Los pequeños ojos de Ixtlilxochitl siguiendo mi danza y la media sonrisa de Cortés mientras cantaba me hicieron darme cuenta de por qué realmente estaba allí. La ofensa al Señor no era mi canto, sino lo que vendría luego. Y todo era idea de Juan; por eso Zolin dejó el salón al verme como mujer emplumada. El regalo a Cortés del que habló a mi llegada era mi cuerpo. «¡Estúpida!», me dije. Él era mi protector, y si no había vendido antes mi virginidad, no era por respeto a una antigua sacerdotisa, sino porque le había interesado. Muchas doncellas, al acabar su tiempo en la calmecac como novicias, salían y eran especialmente valoradas para el matrimonio, pues se sabía de su segura virginidad. Yo opté por el sacerdocio, y la castidad era parte del mismo, pero, por lo que parecía, Juan había decidido trazar alianzas a costa de mi virginidad. De pronto, entendía por qué me puso bajo las órdenes de fray Antonio y por qué en la iglesia hacía lo mismo que en la calmecac. Pero su estrategia había fracasado, y a pesar de la amargura que recorría mi boca, sonreí al pensarlo.

La llama de la vela se agrandó con un alegre chisporroteo que parecía desafiar la cera fundida, y suspiré anhelando la fortaleza que se escondía en aquella fragilidad. Sentía que algo había cambiado en mi interior. Salí de Tenochtitlán con trece años, ahora ya contaba con dieciocho, y cantar aquella noche me hizo consciente de que era una mujer, no una sacerdotisa intocable. Y sin que la diosa pudiera protegerme, ¿cuánto tiempo lo haría un hombre como fray Antonio? Sentí un frío temblor que recorría mi corazón y que me devolvía a aquella estancia de Tenochtitlán, donde la única protección que hallé fue mi propio miedo.

El olor de la cera parecía pegarse a mi cuerpo mientras se apoderaba de la habitación. Apagué la vela, y durante unos instantes aquel aroma extraño se hizo más denso. Sumida en la más profunda oscuridad, los ojos se me humedecieron y permanecí inmóvil mientras las lágrimas brotaban. ¿Por qué todo había cambiado de aquella manera? ¿Cuál debía ser mi lugar? ¿Me protegía un hombre o el Dios cristiano? Quizá Yaretzi tuviera razón, quizás era yo la que había abandonado a Xochiquetzal.

Asustada por mis propios pensamientos, me puse en pie y salí de la habitación. El banquete había finalizado y se habían apagado las últimas antorchas, pero aun así la penumbra esparcía un persistente olor a resina y su perfume se mezclaba con el de las flores frescas del jardín. Corría una suave brisa que removía las copas de los árboles en un murmullo acompañado por algunas aves nocturnas que cantaban a la luna llena. Desde la vegetación se oía el agua que debía de brotar de alguna fuente oculta. Entré en el jardín, convencida de que si me refrescaba ahuyentaría todos mis temores. La sacerdotisa mayor siempre decía que lo desconocido da miedo, y por eso los dioses a menudo resultaban atemorizantes.

Mis pies descalzos agradecieron el suelo húmedo. De pronto, me di cuenta de que no tenía importancia quién había abandonado a quién. El hecho era que yo había insistido en guardar algo de mis días de sacerdotisa cuando mi religión ya no existía: ni imágenes ni templos ni ritos. ¿Y qué vida quería si no se la dedicaba a Xochiquetzal? Quizá no pudiera escoger, pero al menos podía buscar una respuesta.

De pronto, algo se movió entre los árboles y una voz masculina advirtió:

—No sé si es buena idea que pasees sola por aquí.

En la penumbra, entreví un torso desnudo y unas piernas estiradas. Como si se avergonzara de su postura, enseguida replegó las piernas sobre su pecho e hizo ademán de taparse con un manto.

—¡Oh, Zolin! —suspiré aliviada.

Me acerqué y me senté a su lado. Ambos en silencio, miramos al frente, pero mis ojos no pudieron evitar desviarse hacia él. Al amparo de la luna, reconocí una expresión dolida en su rostro.

—Sé que fray Antonio te ha protegido, pero ¿no te sientes insultada, Ameyali? Es una ofensa a la diosa… —se lamentó de pronto.

Su reacción me enterneció y sentí deseos de abrazarlo, pero me contuve. Él me seguía considerando consagrada a Xochiquetzal, y lo imaginaba enfadado con su hermano por no respetar mi sagrado voto. Con Zolin, aunque cambiante, el mundo siempre me parecía más ordenado, con él no tenía miedo ni necesitaba protección; siempre me devolvía algún rasgo reconocible de la antigua vida, por eso hallaba refugio en su compañía. Pero debíamos enfrentarnos a la realidad, ya no era sacerdotisa, y mi destino no estaba en manos de la diosa, sino de Juan. Y sabía que el suyo también estaba sujeto a su hermano, la única familia que le quedaba.

—Ofrecí el canto a la diosa, aunque fuera en medio de los invasores. En verdad, fue como una despedida.

Él giró la cabeza y paseó sus ojos por mi rostro. No sé por qué, algo en su expresión me hizo pensar que se sentía alterado, como yo antes en la habitación. Le acaricié el brazo, pero sólo fui consciente de ello al notar su piel en las yemas de mis dedos. No los aparté, nuestras miradas se encontraron, entonces él sacudió la cabeza y la bajó, como vencido.

—Mi hermano… Pensé que te respetaba, que te utilizaba, pero te respetaba —murmuró a la vez que negaba con un gesto.

—¿Como tú me respetas? —preguntaron mis labios, mientras mi mano se deslizaba entre las suyas.

Sin soltarme, él alzó la mirada y de nuevo recorrió mi rostro. Serena, llena de la seguridad que él me daba, de pronto fui consciente de lo que en verdad había arraigado entre nosotros desde que me rescatara en Tenochtitlán. Si yo hallaba en él restos de mi antigua vida, Zolin buscaba lo mismo en mí; éramos el uno refugio para el otro, y tuve la certeza de que eso era amor. Mi mano se acercó a su mejilla e invitó a sus labios a aproximarse a los míos. El beso fue voraz y pausado, una explosión de sensaciones que me recorrió del bajo vientre al cuello, y que apenas se diluyó cuando él, de súbito, se separó.

—No puedo, no debemos —exclamó visiblemente contrariado.

—Mañana cantaré en una iglesia, pero no es el templo, Zolin. —Tomé su mano y la llevé hacia mi seno, el de mi marca sacerdotal—. Si mi vida no ha de ser para la diosa, quiero que sea contigo.

Noté el calor de su tacto a través del algodón, y mis pezones erguidos buscaron su torso desnudo.