Acolman, año de Nuestro Señor de 1526
Mi padre fue el tlatoani de Acolman, ciudad que gobernaba sobre nueve aldeas, pero ya sólo quedaba una pequeña ala del que fuera su palacio, donde el nuevo señor dejó que me instalara tras la caída de Tenochtitlán. El resto del hogar donde nací fue destruido para levantar un edificio al estilo de los palacios que, según decían, los conquistadores se construían para sí sobre las ruinas de la antigua ciudad mexica. Alcancé los dieciocho años conviviendo con Yaretzi y su marido Itzmin en una casa de cuatro habitaciones alrededor de un pequeño jardín, reducido a unos pocos helechos y algunas plantas medicinales. El viejo magnolio se había secado y ninguna semilla germinaba en aquella tierra quebrada. Yo sentía que hasta en eso Xochiquetzal nos había abandonado, pero Yaretzi sostenía lo contrario, y me culpaba de haber abandonado a la diosa.
Los perrillos castrados que aún criaba Itzmin ladraron inquietos en nuestro pobre jardín, y desde mi estancia pude oír su voz en un murmullo que los llamaba a la calma. El amanecer se filtraba por la puerta, entre las tinieblas que teñían mi melancolía. Sin ganas ni obligación de levantarme, me revolví en la estera y la arena de mi lecho sonó mullida debajo de mí. Fray Antonio había vuelto a la escuela cristiana de Texcoco y no le tocaba regresar a Acolman hasta la semana siguiente, así que no tenía que acudir a la iglesia ni someterme a sus órdenes, pero esto no mejoraba mi ánimo. En cuanto dejara mi lecho, Yaretzi tendría preparada alguna de sus acusaciones veladas, como si yo aceptara aquella vida de buen grado. Cierto que los actos eran los mismos que en la calmecac: barrer el templo y cantar. Pero, por ello, cada nota que elevaba mi voz en aquel idioma extraño hacía más honda la herida de mi alma. Me veía obligada a cantar a un dios desconocido, al que yo no había elegido servir. Además, la iglesia se abarrotaba para oírme, y con ello sentía que mi traición a Xochiquetzal era aún mayor, pues cantaba para que la abandonaran, a ella y al resto de los antiguos dioses.
Fuera, la voz de Yaretzi parecía discutir de nuevo con su marido, siempre a cuenta de los perros, que, sin cercado, campaban libres por el patio. Aún presa de la indolencia, me incorporé pensando en acudir al rescate del pobre Itzmin. Su mujer se empeñaba en enfadarse cuando lo único que él intentaba era recuperar algo de su vieja vida. En cambio, a mí me acusaba de servir al dios de los invasores. Pero no era lo mismo: cantar y barrer en aquella iglesia nada tenía que ver con la vida en la calmecac. Fui entregada al templo de Tenochtitlán de niña, y mi padre respetó mi deseo de consagrarme a la diosa Xochiquetzal, renunciar a la lujosa vida de princesa para convertirme en sacerdotisa, entre rutinas austeras, ayunos y la disciplina de mis quehaceres: el estudio de los cánticos, la limpieza del templo y el telar. ¡Cómo los añoraba! Sacudí la cabeza para espantar los recuerdos de la vida que debería haber tenido y me puse en pie.
—¡No es lugar para los perros! —oí que gritaba Yaretzi.
Y luego sus pasos se alejaron por el patio. Al parecer, Itzmin ya no necesitaba ayuda, pero como me había levantado, fui al cesto de la esquina y saqué una blusa blanca. Antes de ponérmela, acaricié por un instante las cicatrices de mi seno y mi costado, y me sentí reconfortada. Eran los restos de las antiguas heridas que me hice para ofrecer mi sangre a la diosa, y así ser aceptada como su sacerdotisa bajo promesa de castidad. Por lo menos, aún me quedaba eso, pues ningún hombre las había acariciado ni había tenido que entregar mi virginidad a pesar de no ser ya sacerdotisa. Me puse la blusa y del tacto suave del algodón pareció surgir un nuevo desánimo. La imagen de fray Antonio apareció en mi mente para recordarme que aquella iglesia invasora también valoraba mi virginidad, y que por ella cantaba y barría y servía bajo sus órdenes. Negué con vehemencia para espantar la imagen del fraile castellano. Por mucho que él me hablara de su Virgen María, por mucho que me enseñara nuevos cantos, su bautismo con agua no borró mis cicatrices, y estas, junto con mi castidad, me permitían sentir que, aunque traicionaba a la diosa, yo no la había abandonado. De hecho, cuando el desánimo dejaba lugar a la esperanza, imaginaba a Xochiquetzal reponiéndose de su derrota y esperaba que acudiera a rescatarme del dios extranjero.
Saber que aquel día no tendría que ir a la iglesia, tampoco mejoraba mi ánimo. Con desgana, me acerqué a la estera donde estaban dispuestos los afeites, tomé unas cintas y me recogí el cabello. Salí al patio y vi al marido de Yaretzi arrodillado entre sus perros. Sujetaba a uno por el pescuezo para impedir que pisoteara las plantas medicinales de su mujer. Itzmin era un hombre de aspecto frágil que llegó a tener cinco hijos varones, pero todos habían muerto por la viruela, y ahora parecía consolarse de las ausencias criando a aquellos animales, como siempre había hecho mientras fue esclavo de mi padre.
—Buenos días —saludé.
Él me respondió mientras tres cachorros pardos de orejas puntiagudas se acercaron y saltaron a mi alrededor. Por primera vez, una sonrisa asomó a mis labios y me agaché para acariciar el suave pelaje de los perros. Al poco, Yaretzi volvió al patio y me dio los buenos días.
—¿Te preparo la temazcalli? —se ofreció.
—No, gracias. No me apetece.
—Así parecerás una de esas damas castellanas —renegó entonces la mujer—. Zolin dice que nunca se lavan.
—¡Yaretzi! Esa no es manera de hablar a la señora —la reprendió su marido con los brazos en jarras.
Ella lo ignoró y se fue adentro. Yo me acerqué a él y le puse una mano en el hombro.
—Ya no soy vuestra señora, Itzmin —le recordé con una sonrisa amarga.
—Para mí siempre lo serás.
—Ahora estás al servicio del nuevo señor de Acolman.
—¡Ah, no! Me someto, como lo haces tú, mi señora. Tu padre era un auténtico tlatoani, pero ese Cipactli… Es como servir a un extranjero. Si a alguien se le escapa su antiguo nombre, lo manda azotar. Pero ¿qué clase de nombre es Juan? ¿Qué significa? Y encima se empeña en criar puercos. ¡Animales malolientes!
El hombre agitó los brazos en el aire como si ahuyentara malos espíritus, y con los hombros vencidos, se volvió hacia el centro del patio, seguido por la jauría de pequeños perros. Su actitud y su comprensión me conmovieron, aunque el recuerdo de Juan me devolvió el desánimo. Cipactli, o Juan, era el hermano mayor de Zolin, y a pesar de su parecido, no podían ser más diferentes. Ambos hijos del antiguo cihuacóatl de mi padre, habían seguido caminos muy diferentes: el mayor era un traidor a su pueblo y el pequeño se sometía como Itzmin, como yo, como tantos otros.
—Construiré un cerco para los perros, sólo por dejar de oír a Yaretzi —murmuró.
—Quizá sea más práctico que cerques las plantas —le sugerí.
Su rostro dibujó una enorme sonrisa y se dirigió al cuarto donde guardábamos algunos aperos. Yo me senté al lado de la temazcalli y miré a mi alrededor. Sola, el patio me pareció inhóspito, y una clara imagen de Cipactli se apoderó de mí, brutal, hurgando en las heridas que parecían morar invisibles en mis entrañas. Lo recordé en las calles de una Tenochtitlán en ruinas, impasible mientras los guerreros mataban a las gentes hambrientas e indefensas; riendo al lado de Ixtlilxochitl, uno de los príncipes de Texcoco, que al verse despojado del trono por su hermano se convirtió en fiel aliado de Hernán Cortés.
Aunque Acolman y sus nueve aldeas tenían tlatoani propio, siempre habían tributado a Texcoco y, muerto mi padre y el cihuacóatl, Cipactli se puso al servicio de Ixtlilxochitl y luchó contra Tenochtitlán. Con la victoria, se aseguró su puesto como señor de Acolman. Él pensaba que, como premio por sus servicios a los castellanos, Ixtlilxochitl también conseguiría el trono de Texcoco y que seguiríamos tributando a esta gran ciudad, como siempre. Pero no había sido así, pues nada era como antes; él mismo contribuyó a ello. Y ahora se le venía encima el cambio y nos lo imponía a todos. No sólo exigía que le llamaran Juan, sino que lo único que quería oír era nombres cristianos a su alrededor. Todos teníamos uno; nos había obligado a bautizarnos. Mandó construir la iglesia y a mí me puso a las órdenes de fray Antonio. «Es por mantener la paz», insistía. Pero era una paz que le beneficiaba a él, mientras que a mí me hacía sentir que no tenía lugar en este mundo.
—Pareces una flor mustia. ¡Y eso es inaceptable! —dijo con alegría una vigorosa voz masculina—. Fray Antonio no está. ¡Celebrémoslo!
Alcé la mirada con una sonrisa contagiada de aquel optimismo, y por el patio vi avanzar a Zolin, con el cabello suelto por encima de los hombros, ataviado con su maxtlatl y un manto azul bajo otro rojo, que emulaba las plumas del papagayo.
—¿Tu hermano te ha dejado salir de casa así vestido? —no pude evitar preguntar en tono burlón.
Me puse en pie mientras él reía. Prohibidos por fray Antonio, Zolin no lucía bezote ni nariguera ni pendiente alguno, pero aun así su cara se veía hermosa.
—Está muy ocupado con el regreso de Cortés —respondió—. Se le espera para pasado mañana, y la ciudad ya se está empezando a llenar de gente camino de Texcoco. ¡Están preparándole un gran recibimiento!
Fruncí el ceño, extrañada porque nombrara a Cortés con aquel tono triunfal. Cipactli permaneció con él en Tenochtitlán tras la caída de la ciudad, y Zolin consideraba que el castellano le había robado a su hermano para devolverle a Juan, razón por la que lo despreciaba.
—¡Vaya! Pensé que los rumores de su muerte en esa expedición te habían alegrado, pero me equivocaba. Muy contento te veo con su retorno.
Él se detuvo ante mí con las manos a la espalda.
—Bueno, lo cierto es que nos ha librado de fray Antonio, que con el recibimiento, tardará en volver. ¡Y no tendrás que cantar en la iglesia! —Su voz cambió y murmuró con la mirada en el suelo—: Odio cuando se te escapan las lágrimas.
Tragué saliva y sentí un nudo en la garganta. Zolin me comprendía como nadie, pues él también se veía obligado a asistir a fray Antonio como sacristán. Al preparar las ceremonias, aprendimos a compartir el dolor en silencio, pues ambos nos sentíamos sometidos al dios vencedor. Sólo en aquellas visitas podíamos ser nosotros mismos; él siempre intentaba animarme, y yo conseguía olvidar la sensación de haber traicionado a Xochiquetzal.
—Mira —dijo de pronto, mostrándome una de sus manos—. Te he traído bulbos de nardo. ¡Estos sí que crecerán! La diosa está en tu belleza, Ameyali, no se ha ido.
—¡Cuida tus palabras! Ya no soy sacerdotisa —respondí con un suspiro que pretendía ocultar la ilusión que me hacía su regalo.
—Pero eres la prueba de que la flor hermosa[2] existe.
Sentí que el rubor asomaba a mis mejillas, a la vez que el corazón se me aceleraba despertando una sensación que ya empezaba a reconocer. Zolin advirtió mi turbación y añadió:
—Lo siento, aunque no seas sacerdotisa, no quería faltarte al respeto.
—No tienes que disculparte. Vayamos al otro lado del patio. Buscaremos un buen sitio para plantar esos bulbos.
Entonces le di la espalda y tomé su mano para asegurarme de que me siguiera, aunque apenas fui consciente de ello hasta que noté que la suya respondía con una suave caricia. De pronto, con aquel contacto, sentí que el refugio que me daban sus visitas era otra cosa: firme aunque de contornos difusos, era una imperiosa necesidad de mi alma. Sin soltarme, me detuve y me volví hacia él en busca de un reflejo en sus ojos de aquello mismo que yo sentía, pero lo único que vi fueron sus labios entreabiertos y deseé apoderarme de ellos.
—Señora María del Carmen —nos interrumpió la voz de Yaretzi, a la vez que un escalofrío me recorría al oír mi nombre cristiano—, don Juan desea verla.
La mano de Zolin se desprendió de la mía y ambos miramos hacia la puerta. Juan estaba detrás de Yaretzi, vestido con una túnica castellana de color pardo. Su pecho henchido lucía una cruz elaborada con madera de ahuehuete, y parecía hacer más severa la mirada que nos dirigió. Sin que esta se desvaneciera del todo, sonrió en cuanto empezó a caminar hacia nosotros.
—¡Qué sorpresa encontrarte aquí, Santiago! —exclamó—. ¡Y tan bien vestido!
Al oír el tono irónico de su hermano, Zolin mostró una expresión adusta.
—Vine a traerle unos bulbos a Ame… Carmen —respondió—. Los nardos perfumarán el jardín.
—No le harían falta si eliminara a esos perros meones —repuso Juan arrugando la nariz.
«Son mucho más limpios que los cerdos», pensé mientras él se inclinaba ante mí en un saludo al modo extranjero.
—En fin —continuó—, he venido a comunicarte algo importante. Un gran honor para ti, Carmen querida. Fray Antonio desea que te lleve a Texcoco para cantar alabanzas por el regreso de don Hernán Cortés. Así que es mejor que te prepares. Partiremos mañana mismo.
La luz de la vela le parecía insuficiente, pero no quería leer aquella misiva en el patio, pues se arriesgaba a que le viera alguno de los castellanos. Aunque él era el príncipe de Texcoco, Ixtlilxochitl sabía que estos podían mostrarse suspicaces con los mensajes en náhuatl cuando no eran ellos quienes mandaban escribir las cartas para recaudar tributos. Por eso se quedó en la habitación, sentado sobre una estera y con su cómodo maxtlatl como único atavío. Ixtlilxochitl se arrimó a la vela y su nariz aguileña casi rozó el amatl, cuyo contenido leía con avidez. Juan era un hombre tan intrépido como audaz, pero con sus mensajes se había descubierto también como un buen narrador, que le aseguraba haber cumplido con sus disposiciones: gentes de todas partes acudirían a los alrededores de Texcoco para darles la bienvenida camino de la ciudad y, además, le aseguraba haber conseguido un regalo que no defraudaría a Cortés. Satisfecho con el contenido de esta última misiva, sus finos labios esbozaron una sonrisa, aunque su ceño permaneció fruncido. La expedición de la que acababan de llegar había agudizado las arrugas de su frente, pues fue un desastre desde el mismo momento en que el descabellado cortejo de Cortés abandonara Tenochtitlán, dos años atrás. Pero durante todo aquel tiempo, bien se guardó Ixtlilxochitl de reprocharle nada, y ahora esperaba que todos sus esfuerzos hubieran servido para obtener al fin su recompensa.
El príncipe texcocano se desperezó, estiró piernas y brazos y se puso en pie para cambiarse de ropa. Le hubiera encantado saborear el asado de uno de aquellos perrillos de Acolman, pero se conformaría con carne de puerco. Lo importante era que ya no era necesario pasar hambre. Aún recordaba los retortijones por las montañas y los mosquitos que se ensañaban con él. Cortés dejó Tenochtitlán en 1524 para acabar con el capitán Olid, su antiguo subordinado. Este decidió establecerse por su cuenta en unas tierras al sur, conocidas como Las Hibueras[3]. A pesar de que había mandado una cuadrilla por delante para poner orden en su nombre, Cortés partió con un buen ejército de tres mil naturales con sus propios jefes, entre los que iba el propio Ixtlilxochitl, a quien le enorgullecía ser su aliado. El castellano también se hizo acompañar del último tlatoani de Tenochtitlán, Cuauhtémoc, con lo que acalló a los castellanos que le criticaban por abandonar la ciudad, pues temían un levantamiento mexica. Llevó algo más de trescientos hombres entre ballesteros, arcabuceros y piqueros, y también a un séquito con acróbatas incluidos, seguido de una piara de cerdos para asegurarse el alimento. Con un suspiro al recordar aquel viaje horrendo, Ixtlilxochitl se quitó el maxtlatl y agarró los calzones. Cerdos, sirvientes, mayordomo… Todos resultaron un lastre, el avance siempre fue lento y en las selvas del sur llegó a ser absolutamente penoso. Y lo peor: acabaron pasando hambre y, al llegar a su destino, Olid había muerto en manos de la avanzadilla que envió Cortés. Fue un desastre, un inútil desastre, del que regresaron poco más de cien supervivientes, pero Ixtlilxochitl supo estar en su sitio.
Los calzones le resultaban molestos, y creía que nunca se acostumbraría a llevar su entrepierna sujeta así, pero debía hacerlo, por lo que se la recolocó lo mejor que pudo mientras a su mente afloraba el cuerpo de Cuauhtémoc, ahorcado con todo su orgullo mexica y el de sus antepasados. Ixtlilxochitl debía reconocer que después de todo Cortés era muy listo, pues había acabado con el último tlatoani de Tenochtitlán cuando le convenía: una vez asegurada la paz, lejos de su casa y acusado de una rebeldía que el caudillo texcocano no le creía capaz ya de ejercer. Pero a él ¿qué más le daba eso? Estaba muerto, como su ciudad, la que durante tantos años había menospreciado a su Texcoco natal, a pesar de estar unidos en alianza.
Ixtlilxochitl se puso la túnica y su cuerpo quedó al fin cubierto. Le hubiera gustado tener cerca un espejo de obsidiana para repasar su aspecto, pero se conformó con alisar la tela que le cubría. Luego se agachó y se calzó las botas, regalo del mismísimo caudillo castellano, mucho más suaves de lo que nunca hubiera imaginado al ver aquel calzado por primera vez. Al fin, tomó el amatl con el mensaje de Juan y lo guardó cuidadosamente en uno de sus cestos.
Aun así, se sintió absurdo ante su propio celo, pues no serían los naturales quienes crearían problemas a los invasores. De hecho, los mayores enemigos de los castellanos eran ellos mismos, divididos en bandos: unos, fieles servidores de Cortés; otros, dispuestos a usurparle el poder a toda costa. Por eso, con el caudillo lejos, el gobierno de aquellas tierras había sido fuente de conflicto. E Ixtlilxochitl tenía una vaga idea de lo sucedido gracias a los mensajes que Juan le envió en cuanto supo que la expedición había regresado y estaba en Chalchicuecan.
El príncipe texcocano salió de la estancia y respiró el aire fresco de la mañana. El canto de los pájaros parecía pelearse con la algarabía de los papagayos, y el frondoso jardín de aquel palacio invitaba a atravesarlo. Sus batallas contra los mexicas le hicieron apreciar a Juan, y debía admitirse que tenía ganas de verlo y saber con más detalle de sus estrategias para conservar su poder. Audaz en la guerra, era un personaje inquieto y ávido, que siempre le sorprendía.
En recompensa por ayudarle a acabar con Tenochtitlán, Juan fue nombrado por Cortés cacique de su tierra natal. Pero por encima de él encomendó Acolman y sus nueve aldeas a un castellano, un tal Pedro Solís, que era quien en verdad se quedaba con unos tributos que resultaron mucho más elevados que los que se pagaban en los antiguos tiempos a Texcoco. Sin renunciar a su recompensa, pero a la vez guardándose las espaldas para cuando Ixtlilxochitl llegara al trono y reclamara Acolman como tributaria, Juan dejó a su hermano a cargo de la ciudad y sus aldeas mientras él se quedaba en una Tenochtitlán en ruinas como muestra de lealtad al príncipe al que servía. A pesar de las reticencias de algunos castellanos, Cortés se empeñó en reconstruirla. Tomó los cuatro barrios principales, las calzadas y canales de la ciudad original y lo dividió todo en parcelas. Asignó las correspondientes a los mercados, a la catedral, a los monasterios que venían a ser como la calmecac, mataderos y demás, y luego que cada castellano pagara su palacio, siempre respetando las anchuras de las avenidas, que también debían pavimentar. Los vencidos mexicas se encargaron de quitar escombros y levantar los nuevos edificios, todos con el mismo diseño. Pero quien dirigía a los mexicas eran texcocanos, para satisfacción de Ixtlilxochitl, y Juan demostró una enorme habilidad para ello, siempre fascinado con las poleas, los tornillos, las carretas y demás utensilios extranjeros. Así que cuando Cortés decidió marchar hacia Las Hibueras, Ixtlilxochitl consideró propicio dejar en Tenochtitlán a un aliado, y por ello dispensó a Juan de acompañarle.
Ausente el caudillo castellano, poco tardaron en llegar las disputas por el poder. Juan mismo no las entendía del todo, pero supo que los aliados más fieles a Cortés se vieron obligados a refugiarse en el monasterio de los frailes franciscanos. Al cabo de un tiempo, empezaron los rumores sobre su muerte, aunque Juan se negó a creerlo. Por ello permaneció en Tenochtitlán, a la espera. Pero la cosa fue de mal en peor. Ahorcaron al primo del caudillo, que era su administrador, todo porque quienes en aquel momento gobernaban querían el oro que creían que Cortés escondía en su palacio. La misma codicia que salpicaba la ciudad se extendía por otras partes, pues muchos castellanos aprovechaban la falta de autoridad en Tenochtitlán para presionar con más y más tributos. Pedro Solís así lo hacía también en Acolman y las aldeas, que él llamaba estancias. Juan entendió que esto generaba un riesgo de rebelión, por lo que regresó para hacerse cargo personalmente.
Ixtlilxochitl rodeó la fuente, satisfecho de haber depositado su confianza en un hombre perspicaz. Era fácil deducir que la muerte de los aliados de Cortés ponía al propio Juan en peligro, pues era sabida su relación fraternal con Ixtlilxochitl, fiel aliado del caudillo, y no dudaba de que su regreso a Acolman aseguraría la paz, pero también salvaguardaba su propia vida. Gracias a ello, ahora podía contar con su apoyo para al fin hacerse con el trono de Texcoco.
El olor del cerdo tostado le llegó por encima del aroma de las flores. Esperaba poder acompañar aquella carne con alguna tortilla, y la boca se le llenó de saliva. Pero justo cuando abandonaba el jardín, oyó unos pasos enérgicos y se volvió. Cortés se aproximaba con una sonrisa en los labios que resaltaba el tono pálido de sus mejillas. Tras aquellos dos últimos años de sufrida expedición, sus ojos saltones parecían más hundidos, y su rostro, más arrugado. Había perdido pelo y la barba mostraba algunas canas. Pero el recibimiento que los naturales le dispensaron, como un salvador que repararía los agravios cometidos por los otros castellanos, había devuelto a don Hernán el ánimo resuelto que le hizo vencer a los mexicas.
—Querido amigo, te noto especialmente contento hoy —le dijo a modo de saludo.
—Claro que estoy satisfecho. Puedo asegurarle la llegada hasta el mismo Texcoco, donde el recibimiento será sin parangón.
—Te dije que prefería evitar Acolman. Recuerda que nos tendieron una emboscada y no sé si les he perdonado.
—Aquello fue porque su tlatoani Xocoytzin se debía a mi hermano Cacama. Pero como dicen ustedes, muerto el perro…
—Muerta la rabia —rió Cortés complacido—. Me fío de ti, no tengo motivos para lo contrario. Al fin y al cabo, tú mismo me revelaste que Cacama estaba aliado con Mutezuma.
—Y mi amigo Juan se ha asegurado de que Acolman se mantenga fiel a usted, a pesar de Pedro Solís.
El caudillo borró la sonrisa de su rostro e Ixtlilxochitl se dio por satisfecho. Solís tenía bajo su control Acolman y las aldeas porque Cortés así lo quiso, pero lejos de agradecerlo con lealtad, estaba entre los castellanos que querían derrocarlo a toda costa. Y era bueno recordárselo, ahora que él esperaba su recompensa. Si Texcoco debía pagar tributo a los castellanos, quería recuperar las máximas ciudades tributarias que tuvo su padre, y Acolman sería de las fáciles.
—Además —añadió Ixtlilxochitl con un tono de complicidad—, en cuanto lleguemos a Texcoco, mi señor recibirá un bonito regalo de Acolman.
Cortés recuperó la sonrisa al ver la expresión del texcocano y respondió dándole una palmada en el hombro mientras decía:
—Bien, Hernando, eres muy listo… y leal. Y eso te granjeará la recompensa que ansías. Vayamos a comer algo.
Sólo las escaleras de acceso a la puerta le traían un vago recuerdo del antiguo templo. El arco apuntado bajo el que se entraba a la iglesia le parecía una curiosidad, pero el edificio en sí le resultaba feo, demasiado cerca del suelo para honrar a ningún dios. Aun así, su hermano lo miró con orgullo antes de pasar de largo a grandes zancadas. Juan caminaba delante de Zolin, con los puños cerrados y el cuello retraído, como un guajalote a punto de dar un picotazo, por lo que, aunque no le viera la cara, Zolin lo sabía profundamente disgustado.
La plaza que rodeaba la iglesia ya estaba ocupada por multitud de esteras sobre las que los comerciantes exponían sus mercancías. Junto al maíz y los tejidos que siempre se habían visto en los mercados, aparecían nuevos productos traídos por los castellanos, como la vela de cera, que ya había sustituido a las antorchas en muchas casas. Aun así, no había ni asomo de la cantidad de puestos de antaño, cuando el famoso mercado de perros de Acolman atraía tanto a compradores como a mercaderes de todo el valle y, además, las esteras extendidas se veían empobrecidas, pues entre las enfermedades que habían matado a artesanos y campesinos, y los tributos que se veían obligados a pagar, no tenían mucho que ofrecer. A pesar de ello, la mayoría de vendedores, pequeños artesanos que nada tenían que ver con los poderosos comerciantes, seguían vistiendo a la antigua, con su maxtlatl y un humilde manto, y traían el aroma de los viejos tiempos. Además, aquel día el mercado estaba especialmente bullicioso, pues por su ubicación, muchos viajeros pasaban rumbo a Texcoco para recibir a Hernán Cortés. Zolin sabía que el propio Juan los había animado a ello, asegurándoles que acabaría con los abusos de los encomenderos castellanos, y de hecho él mismo esperaba librarse de la tutela de Pedro Solís para pagar tributos a Texcoco y tratar directamente con Ixtlilxochitl, cosa que el pequeño de los hermanos apoyaba sin asomo de duda.
De pronto, el joven se detuvo ante un puesto de cerámica y tomó un cuenco de hermosos motivos florales. «Podría regalárselo a Ameyali», se dijo mientras la imagen de ella se apoderaba de su mente, con sus labios entreabiertos, la fina cara perfilada y aquellos ojos del color de la arcilla húmeda. Entonces, al imaginarse besándola, sintió una leve punzada de culpabilidad. Cierto que ya no era sacerdotisa, pero ella no había elegido cambiar de destino y por eso Zolin sentía que no estaba bien pensar en Ameyali como mujer, pues con ello sólo contribuiría a su desdicha.
—¡Santiago! —Notó que su hermano le tiraba del brazo con brusquedad—. Vamos, tenemos que prepararnos para el viaje.
—¿Cómo? —preguntó Zolin sorprendido.
Juan reemprendió sus pasos.
—Pues eso, que tú vienes a Texcoco. Es hora de que empieces a relacionarte con ellos —respondió—. Esta vez dejaré a Ignacio a cargo de todo.
Zolin, desconcertado, lo seguía a trompicones. ¿Ignacio? Aún necesitaba pensar para saber a quién se refería su hermano cuando mentaba ciertos nombres cristianos. ¿Ignacio quizá fuera Iluhicamina?
La puerta principal del nuevo palacio aguardaba abierta y los tejados inclinados no dejaban espacio para las plantas. Zolin lo detestaba, y no lograba sentirlo como su hogar. La riqueza de los antiguos palacios se veía en los numerosos y frondosos jardines y la gran cantidad de estancias que los rodeaban. Sin embargo, en este sólo había una huerta trasera y un patio delantero, y se accedía a las habitaciones a través de laberínticos pasillos, siempre oscuros y húmedos.
—Sí —seguía rumiando entretanto Juan—, fue un error total dejarte aquí. Deberías haberte quedado en Tenochtitlán conmigo. ¡Ahora sería otra cosa, sí señor! Maldita la hora en que te permití volver a Acolman con Carmen.
En cuanto Zolin escuchó el nombre cristiano de la joven en boca de Juan, sintió que el corazón se le endurecía. Sabía que tras aquel comentario vendrían más. Juan siempre echaba la culpa a Ameyali de su rechazo a las costumbres castellanas, como si Zolin no tuviera derecho a añorar la vida con la que le habían criado. En un impulsivo gesto, agarró del brazo a su hermano mayor y, ya bajo la arcada de la puerta del palacio, le obligó a detenerse.
—¿Qué tienes contra Ameyali? —escupió entre dientes, en un intento de controlar su rabia.
—Nada —respondió Juan con suavidad—. Pero no quiero que te acerques a ella, Santiago. Os he visto en el patio…
—¿Y? Podría desposarla. Según tú, ya no es una sacerdotisa —le provocó.
Juan se sacudió la mano que lo agarraba del brazo y entró en el patio de armas, hacia la escalera que subía por la esquina derecha. A Zolin le molestó aún más que lo ignorara, y cuando su hermano ya se disponía a subir, le gritó:
—¿Me tomas por tonto?
El otro se detuvo, pero no se volvió mientras Zolin añadía con desprecio:
—La utilizas. Está claro que la proteges y la cuidas porque te conviene.
Juan entonces se giró y fue hacia él con paso imperioso. Por el porte tenso de su cuerpo y los puños, temió que fuera a pegarle, pero se detuvo con los brazos en jarras y la mirada retadora.
—Está ayudando a su pueblo —aseveró.
Zolin apretó los labios, furioso.
—¡Claro! Por eso a ella, a una antigua sacerdotisa, la pusiste bajo la tutela de fray Antonio, ¿no? Porque así ayuda a su pueblo, no a ti, desde luego —exclamó mientras sujetaba un puño cerrado con su otra mano—. Porque a eso juegas. Quieres que siga soltera y casta, como en el templo, para que el pueblo vea a la sacerdotisa de Xochiquetzal. Por eso van a misa. Al fin y al cabo, ella hace lo mismo que hacía durante los ritos dedicados a la diosa. La gente no acude porque ame la nueva religión, sino por ella, por la hija del último tlatoani de la ciudad, su último vínculo con los antiguos dioses y la antigua vida.
—¡Y funciona! —le espetó Juan mientras gesticulaba por encima de su cabeza—. ¿No escuchas lo que te he explicado mil veces? ¡Mataron al primo de Cortés como si fuera un vulgar pavo! ¿Por qué te crees que tuve que volver? No te tomo por tonto, Santiago, nunca te tomaría por tonto. Pero tampoco miento cuando digo que Carmen está ayudando a su pueblo. —Bajó los brazos y, en un intento de controlarse, casi musitó—: Sabes que nuestro verdadero señor, Pedro Solís… Bueno, ya lo oíste jactarse de la muerte de Cortés en tu propio bautizo. Y lo hizo mirándome, porque me sabe amigo de Ixtlilxochitl. Era como si dijera: ya no tienes protector. No podíamos darle motivos de reproche. Jamás los tuvo por los tributos, hiciste bien el trabajo en mi ausencia, pero la nueva religión… Teníamos que llenar la iglesia, y Carmen lo ha conseguido. Podríamos decir que al final Dios, a través de una sacerdotisa que ellos consideran pagana, nos ha protegido.
Zolin suspiró, arrepentido del desprecio que se había apoderado de él hacía un instante.
—¿Y tú la consideras pagana? —preguntó mirándolo a los ojos.
Una sombra de ternura cruzó la mirada de Juan.
—No ha traicionado a la diosa, Zolin, no la lleves tú a hacerlo.