Año de Nuestro Señor de 1521
Las hogueras habían ennegrecido los muros de aquel salón palaciego, cuyas delicadas pinturas de flores habían adquirido un aspecto grotesco. Una gruesa capa de hollín cubría sus colores, deformando su intrincado diseño, y comprendí que con ellas también desaparecían el orden y la belleza del que había sido mi mundo. La lujosa sala, digna de recibir a los más altos cargos de Tenochtitlán, ahora cobijaba los cuerpos de los pocos heridos y enfermos que sobrevivían, y sólo quedábamos dos personas para atenderlos. Los últimos en caer perecían en las calles llenas de escombros; no había quien los trajera a aquel lugar. Aunque las explosiones eran cada vez más cercanas, ya no las temía, pues la desesperanza se había apoderado de mí desde que la sacerdotisa mayor de Xochiquetzal enfermó entre fiebre y vómitos. Sentada a su lado, murmuré una plegaria a la diosa mientras con un trapo arrancado de mis vestiduras humedecía sus labios agrietados. Luego tomé su cuerpo esquelético y la acuné, como ella hizo durante mi primera noche en el templo cuando, con doce años, la nostalgia de mi hogar se apoderó de mis sollozos.
—Ameyali, Ameyali —me llamó con la mirada perdida—, eres la elegida de la diosa. Cuídala, pequeña, venérala. Sólo quedas tú.
Acaricié su cabello. ¿Elegida? La abandoné, como todos abandonamos a nuestros dioses. Asediados por la batalla, no pudimos celebrar los cultos que tocaban en aquella época del año. Abandoné a Xochiquetzal, la flor hermosa, diosa de la belleza, del amor y las artes; su talla, regalo de mi madre antes de partir de mi Acolman natal, quedó entre las paredes que me habían albergado el último año, cuando todas las sacerdotisas nos vimos obligadas a refugiarnos en el recinto del templo mayor. No me la pude llevar conmigo, estaba demasiado asustada y no pensé en ello. Por eso siempre he creído que aquel olvido se convirtió en mi propia maldición durante los años que habían de venir.
A los pies del templo de Huitzilopochtli, ni el gran dios de la guerra pudo protegernos. La pólvora rasgaba el aire desde los canales, con los bergantines que destruían edificios a cañonazos para evitar los ataques desde las azoteas. Cada noche, los mexicas abrían zanjas en las calzadas para dificultar el paso del enemigo. Pero los tlaxaltecas, e incluso los texcocanos, aliados con los hombres blancos, se encargaban de rellenarlas. Luego pasaban por ellas los castellanos; a caballo y a pie, se dispersaban por todo Tenochtitlán y mataban a nuestros guerreros. Debimos darnos cuenta de que cada espada de hierro clavada en un torso mexica, cada cuerpo reventado por un arcabuz, eran una señal de retirada de nuestros dioses; desprovistos de la sangre que les daba la muerte florida[1], no recibían el alimento que les fortalecía. Ni los tlaxaltecas ya querían apresar a sus enemigos, sólo mataban como lo hacían los forasteros. Pero el tlatoani Cuauhtémoc no se daba por vencido e insistía en combatir el fuego con piedras y flechas, y defenderse del hierro con la obsidiana. Cuando los hombres escasearon, mandó a las mujeres tomar las armas. Mientras, los sacerdotes y las sacerdotisas debíamos interceder por los mexicas ante el panteón completo. Y cuando los sumos pontífices dijeron al tlatoani que los dioses nos habían abandonado, Cuauhtémoc no lo dudó y los hizo sacrificar para alimento divino.
De eso hacía ya casi cincuenta días. Entonces el tlatoani Cuauhtémoc ordenó abandonar el recinto del templo mayor para guarecernos al norte de Tenochtitlán, en Tlateloco. Allí, la última sacerdotisa mayor de Xochiquetzal alzó su mano, acarició mi mejilla y murió en silencio.
—No podemos seguir aquí —susurró Yaretzi a mis espaldas.
La voz quebrada y débil de mi fiel esclava me hizo volver a la realidad y se oyeron nuevas explosiones. Parecían estar muy cerca, acompañadas ahora de risas y voces enemigas. Me costaba soltar el cadáver aún caliente en mis brazos, pero si Yaretzi también moría, sería por mi culpa. La mujer, que me amamantó y me crió, había acudido desde Acolman en cuanto supo que los castellanos atacaban Tenochtitlán. Entró por la calzada de Tepeyac, al norte, la única que dejaron abierta al principio del asedio. Me insistió para que huyéramos por aquella misma ruta, pero entonces no pude abandonar a mis hermanas. Ahora ya no quedaba ninguna, y tampoco veía cómo huir. Hacía mucho que los enemigos habían tomado la calzada. Desde entonces, no entraba alimento y ya no recordábamos el último bulbo de dalia que habíamos arrancado del jardín para saciar el hambre. El agua también escaseaba, pues el acueducto que la traía desde la fuente de Chapultepec estaba cortado desde hacía más de setenta días, y los pozos de la ciudad sólo rezumaban podredumbre.
—Mi señora, debemos irnos.
Sentí su huesuda mano sobre mis hombros, me estremecí con su tacto y por primera vez desde que empezara aquel incansable asedio, lloré. A la sacerdotisa mayor no se la llevó ninguna herida, ni las diarreas que provocaba aquella agua salobre y asesina. El hambre y la sed la consumieron, y la diosa no la salvó. Ahora venían, estaban ahí, la resistencia mexica se reducía a unos pocos palacios y no teníamos escapatoria: los dioses nos habían abandonado. Aun así, debía moverme por Yaretzi. Entre sollozos, besé la frente de la sacerdotisa mayor y, con suavidad, dejé su cuerpo en el suelo. Me puse en pie y miré por última vez a mi alrededor. Apenas tres antorchas permanecían encendidas, las suficientes para distinguir los cuerpos agónicos que yacían en el suelo, pocos para los que fueron, la mayoría ancianos y niños, alguna mujer, ningún guerrero. ¿Cómo abandonarlos?
—Vamos —dijo Yaretzi mientras tiraba de mi brazo.
Hacía tiempo que habíamos acabado las hierbas medicinales que la esclava trajo consigo. No podíamos hacer nada por ellos, sólo verlos morir. Perdida en el llanto y movida por la obstinación, agarré trozos de las vestimentas de los muertos y los rasgué mientras decía:
—Todavía podemos humedecerles los labios y aliviar su sufrimiento.
Un trueno acalló los arcabuces y sentí que era una señal de Tláloc, dios de la lluvia. No estábamos abandonados del todo. Con decisión, fui hacia la puerta para humedecer la tela con el agua que empezó a caer, torrencial y furiosa. Pero un bofetón me detuvo. Entonces, la cara de Yaretzi se dibujó ante mis ojos, arrugada y severa.
—Esto se ha acabado. Nos vamos —me ordenó.
Desde fuera, las risas y las voces cada vez parecían más cercanas. Quizá celebraban el agua caída del cielo, quizás agradecían el silencio de la pólvora, pero yo sólo podía mirar a Yaretzi con indignación.
—¿Estás loca? Soy una sacerdotisa y tu señora, ¿cómo te atreves a…?
Me interrumpieron unas risas que, de pronto, llegaron desde la puerta. Sólo vi una silueta en el umbral, pero pude sentir el fuego de su mirada al recorrer mi cuerpo, paralizado por el miedo. Portaba en la mano una espada de hierro cuya hoja se iluminó con un tenue resplandor. Al cinto llevaba un puñal y de la espada de obsidiana sólo se veía el mango a la espalda, junto al escudo. La armadura de algodón le cubría el torso, pero no lucía penacho alguno y su cabello, negro y liso, caía desordenado sobre los hombros. Era un guerrero tlaxalteca.
—¡Esta noche los dioses nos han premiado! —dijo victorioso. Tras él, una cortina de lluvia anegaba el suelo.
En cuanto oyó su voz, Yaretzi se acercó a mí, pero no alcanzó a cubrir mi cuerpo antes de que apareciera otro guerrero, más bajo, más corpulento, con la misma mirada lasciva.
—No se atreverán —bramó mi esclava con los brazos abiertos—. Es una sacerdotisa, los dioses la protegen.
Los hombres la miraron y se echaron a reír. Era una mujer menuda, y la escasez había dejado su cuerpo seco y ligeramente curvado, pero se mantenía firme mientras me daba la espalda.
—No te preocupes —respondió el más alto mientras dejaba su espada de hierro apoyada en el quicio de la puerta—. Tampoco hace falta usar la fuerza. Amigo Tochtli, anda, saca una tortilla. Queréis un par, ¿eh? Una para ti, vieja, y guardas la otra para la chica, ya que tanto te importa.
El guerrero más bajo mostró una bolsa y la agitó en el aire. Entretanto, su compañero se acercaba hacia nosotras, y sentí que el aire se secaba a mi alrededor y se hacía irrespirable. Entonces Yaretzi se abalanzó corriendo hacia el guerrero; entre risas, él se apartó de un salto, pero ella no pudo detener su loca embestida.
Ya sin nada que me resguardara, el que venía hacia mí alzó las manos abiertas, como si quisiera mostrarme que no llevaba armas, que no me haría daño. Pero mis piernas temblorosas retrocedieron, y el miedo me atenazó con fuerza, como si quisiera expulsar la vida de aquel cuerpo antes de que llegara a tocarlo el guerrero. Entonces todo se aceleró. Recuerdo ráfagas iluminadas por los relámpagos, el cuerpo de Yaretzi golpeando contra la pared tras un puñetazo, el hombre de la puerta doblado por la risa y el otro saltando sobre mí como un jaguar sobre su presa.
Caímos encima de un cadáver. Luego sentí su armadura mojada por la lluvia restregándose contra mis senos, y su miembro duro sobre mi vientre. Él me abofeteó y grité de dolor. Mi propio aullido convirtió el miedo en fuerza y furia. Empecé a golpearle en los costados, pero se rió, pues mis puños rebotaban contra su armadura mientras sus manos oprimían mis piernas y buscaban separarlas. Aun así, no desfallecí, pues si él soltaba mis piernas para sujetar mis brazos, su miembro no hallaría entrada a mi cuerpo, y si no dejaba de moverme, tampoco lo lograría. Le golpeé en los costados, y una de mis manos topó con el filo de obsidiana del puñal al cinto. Él consiguió separar mis piernas; yo así el arma. Hizo ademán de penetrarme y elevé los brazos, sosteniendo la empuñadura con ambas manos. Vi sus dientes hundirse en la cicatriz sacerdotal de mi seno, y con un alarido, clavé el puñal en su nuca. Su cuerpo muerto cayó sobre mí. No sé durante cuánto tiempo permanecí inmóvil, sólo sé que relampagueaba y que llovía cada vez menos. Entonces oí aquella voz rasgada con la que había crecido en los campos de Acolman.
—Ya está, Ameyali. Ya no te puede hacer daño.
Yaretzi intentó empujar el cadáver hacia un lado, y yo me escabullí y me levanté. Un temblor incontrolable invadió mi cuerpo durante un momento, y luego volvió el hedor de la muerte y el resplandor de las hogueras iluminando los frescos desconchados de la sala, pero había algo diferente: silencio. Ni truenos, ni explosiones, ni edificios desplomándose, ni gritos de guerra, caracolas o tambores. Sólo silencio. Durante un fugaz momento, creí que en verdad no despertaba de una violenta ensoñación, sino que me hallaba dentro de una pesadilla. Miré hacia la puerta. Sólo se veía el alba que dispersaba la lluvia.
—¿Y el otro? —sonó mi voz en un murmullo.
Yaretzi señaló hacia un rincón: parecía sentado con la espalda apoyada en la pared, pero su cuerpo estaba cubierto por la sangre que manaba de su cuello. En su regazo yacía una mujer con la nuca partida.
—Aún hay gente viva, débil, pero viva. —Suspiró—. No se cómo volveremos a casa, Ameyali, pero debemos marcharnos.
La mujer tenía razón. Aquellos dos guerreros eran los primeros, y con el silencio, llegarían muchos más. Así que me anudé un trozo de tela a la cintura, dejé mi torso desnudo como una simple campesina, y salimos.
El amanecer era gris y la muerte se respiraba a nuestro alrededor. Los edificios estaban en ruinas, e incluso descubrimos que el palacio que nos había albergado estaba derruido por la parte norte. Bajo los escombros asomaban pies, manos e incluso cabezas aplastadas, pero por primera vez en más de setenta lunas, el canto de los pájaros se elevaba por doquier. Entonces, de entre los cascotes, vimos aparecer a más supervivientes del asedio, espectros famélicos, demasiado aturdidos para lamentarse o alegrarse por el final de aquel tormento. Sólo intercambiaban miradas vacías, mientras por la calzada resonaban los cascos de los caballos.
No tardaron en aparecer unos jinetes castellanos con sus armaduras de hierro, precedidos por algunos guerreros texcocanos. Al frente creí distinguir a Cipactli, uno de los hijos del cihuacóatl de mi padre, antiguo tlatoani de Acolman. Sentí que estaba salvada, que podríamos volver a casa. Pero entonces los guerreros de Texcoco soltaron un alarido y empezaron a correr tras la gente. A nuestros pies cayó el cadáver de un niño con una flecha clavada en el ojo y nos escondimos entre las ruinas. Mataban sin el menor respeto a las deidades que les habían dado la victoria, sin tomar prisioneros para alimentarlas. Algunos mexicas imploraban clemencia arrodillados, otros permanecían a la espera de una flecha o una espada, y los había que corrían para huir, pero también para llegar cuanto antes a algún canal, dispuestos a sucumbir en el lago sobre el que flotaba Tenochtitlán.
Cipactli, con majestuoso penacho, estaba al lado de otro hombre de nariz aguileña al cual también reconocí: Ixtlilxochitl, príncipe de Texcoco. Junto a los castellanos, ambos parecían observar complacidos todo aquello, como si jamás hubiera existido alianza entre Texcoco y Tenochtitlán, como si nuestras vidas anteriores a la llegada de Hernán Cortés hubieran sido una alucinación surgida del peyote. Pero no había tiempo para lamentaciones.
—¿Puedes correr, Yaretzi?
Ella asintió con una convicción que me infundió ánimos y salimos del escondite tan rápido como podían llevarnos nuestras piernas. A pesar del caos, alcanzamos la parte que se mantenía en pie del palacio que nos cobijó. Estaba desierto, pero no silencioso, pues el estruendo del terror que se había desatado fuera hacía eco por los salones. No podíamos escondernos en ninguno de ellos: los guerreros entrarían en busca de botín, como lo hicieran los dos que nos habían atacado. Así que nos dirigimos a toda prisa al jardín sur y lo atravesamos. La maleza rasgaba mis pantorrillas y mis pies descalzos, pero no fui consciente de herida alguna hasta mucho después.
A toda prisa subimos a la azotea y lo que descubrimos nos llenó los ojos de lágrimas. A pesar de tanto dolor y destrucción, allí quedaba un trozo intacto del mundo que habíamos conocido. Las plantas se erguían orgullosas y las flores parecían agradecidas a la generosidad de Tláloc por tan provechosa estación de lluvias. Yaretzi dio unos pasos y las acarició, sobrecogida ante aquel paisaje de nuestra antigua realidad, hermoso y ajeno a la guerra. Luego me miró atónita y se perdió entre la vegetación. Yo permanecí inmóvil mientras agradecía a Xochiquetzal aquel reducto de belleza y vida. Miré hacia el sur, hacia el horizonte donde debían dibujarse las siluetas de los templos de Huitzilopochtli y Tláloc, pero sólo vi columnas de humo y un campo de rocas y cascotes bajo un cielo gris. Entonces comprobé que no sólo estaba en ruinas la zona de Tleloco, y por primera vez comprendí que no quedaba nada de la gran Tenochtitlán, nada. Vencida por un extraño vacío, más fuerte que el miedo o el desánimo, me agazapé entre la vegetación. Intenté mantenerme alerta, pero poco a poco dejé de oponer resistencia y caí en un profundo sueño.
El carro tomó una curva que hizo chirriar los ejes de las ruedas y los campanarios de Vic desaparecieron del horizonte. La nieve se esparcía por los campos, y las pocas plantas que crecían en el llano parecían carcomidas por la escarcha. En la parte trasera de la carreta descubierta, Martí se arrebujó con la capa que cubría su lujosa túnica. Un bonete aplastaba su cabello rubio y mantenía calientes sus orejas, pero consideraba que el frío que sentía procedía de su alma, de aquella mezcla de tristeza y miedo que lo atenazaba. Los comentarios que precedieron a aquel viaje habían reavivado sus sospechas de que Amador y Teresa en verdad no eran sus padres. Y ahora, a sus quince años, sentía que tenía la posibilidad de confirmarlo, pero no lo deseaba.
Rodeados de viejos pinos, iniciaban una subida sinuosa, y desde el pescante, Amador azuzó a la mula. La nieve era cada vez más abundante, y entre las copas de los árboles Martí vislumbró el castillo de Orís, encaramado en lo alto de un peñasco. Joana, hermana de Amador, vivía allí desde hacía muchos años, pero aquella era su primera visita, invitados a su boda con Frederic, el castellà. Martí plegó las piernas sobre su pecho y las cubrió con la capa. Lamentaba haber perdido toda ilusión por aquel viaje tan ansiado durante años. De Joana sólo recordaba el tacto de sus manos callosas y agrietadas al acariciarle la mejilla. En las contadas veces que fue a verlos a Barcelona, su tía le pareció siempre rodeada de misterio, pues ¿por qué, sin marido ni hijos, vivía tan lejos? Nunca quiso quedarse con ellos, y Martí imaginaba mil historias sobre los secretos que debía de ocultar el castillo de Orís para retenerla, y para que no pudieran visitarla. Ahora su mente recordaba frases que había oído a lo largo de los años y ataba cabos. Sabía que el motivo por el que jamás fueron a Orís antes era él mismo.
A medida que ascendían la colina arreció un viento frío que sacudió la nieve de los pinos. Amador obligó a la mula a salirse del camino y el carro se detuvo ante unas caballerizas. Martí observó que a su izquierda había una iglesia de fachada cuadrangular. El templo estaba cerrado a cal y canto, y el lugar se veía desierto. En una pared lateral estaba adosada la casa parroquial, por cuya chimenea se elevaba una columna de humo. Delante, lo que quizá otrora fue un huerto, ahora era un espacio vallado que encerraba matojos y abandono.
—Al fin hemos llegado —anunció Amador, y dirigiéndose hacia Martí, añadió con una sonrisa—: La boda es arriba, en el castillo.
El joven volvió la cabeza y recorrió con la mirada una colina rocosa por la que ascendía una escarpada escalera de piedra. De pronto, aquel lugar le pareció inhóspito y agudizó su miedo. Bajó del carro de mala gana, pero agradeció estar por fin en pie y dio unos saltos para desentumecer las piernas.
—¡Habéis venido! ¡Qué alegría, hermano! —oyó tras de sí.
Joana había salido de la casa parroquial, ataviada con un vestido azul y una elegante casaca de lana, y se dirigía hacia ellos con los brazos abiertos. Al llegar ante Martí, se tapó la boca y lo miró de arriba abajo:
—Te has convertido en un joven muy apuesto —le dijo emocionada.
El muchacho bajó la cabeza mientras se encogía de hombros. Esperaba un abrazo, sin embargo, este no llegó; sólo, como siempre, sintió la caricia de sus manos callosas y agrietadas sobre su mejilla.
—¡Mira, ahí viene Frederic!
Se volvió y vio que un robusto caballero descendía el último escalón procedente del castillo. De barba cana, lucía una imponente cicatriz en la mejilla. Su recorrido y profundidad hacían pensar que no había perdido el ojo de milagro. Se dirigía hacia ellos, pero con la mirada puesta en el joven. Martí se sintió incómodo ante la conmovida intensidad con que lo observaba y le oyó decir en un susurro:
—Es su vivo retrato.
Un cuervo graznó sobre un silencio tenso de miradas evasivas, y en la mente de Martí resonó la pregunta: «¿De quién?». Pero desde lo alto del peñasco, el repicar de las campanas detuvo sus labios y Teresa, con forzado entusiasmo, se apresuró a señalar:
—¡Es la hora!
A Martí le pareció que todos exhalaban un velado suspiro de alivio cuando se encaminaron hacia la escalera. Sin embargo, a él, mientras subía, le pesaban los pies como si fueran de piedra.
El patio de armas del castillo estaba embarrado y la nieve se apilaba, sucia, cerca de la muralla. Martí hundió la cabeza entre los hombros, evitando que sus ojos se deslizaran hacia la casa señorial, y siguió al grupo hasta una pequeña capilla que quedaba a la derecha. Los novios se detuvieron en la puerta y él entró con sus padres. Las paredes eran de roca desnuda, y sobre el austero altar pendía una sencilla cruz. Los invitados, siervos de la baronía de Orís, se apretujaban en las banquetas y sólo una quedaba libre delante, reservada para la familia de Joana. Martí avanzó entre murmullos mal disimulados y el asedio de miradas de soslayo. No bien se hubieron sentado, los novios se dirigieron hacia el altar, ganando toda la atención de los asistentes.
El párroco, un hombre no mayor que el propio Frederic, comenzó la ceremonia en un latín monocorde y dio la sensación de que pensaba en otra cosa. Martí no lo advirtió, pues él también tenía la mente en otro lugar: la imagen del retrato del barón de Orís, el rostro de alguien que se parecería mucho a él mismo. Su entrada a la capilla no le dejaba ninguna otra explicación: «¡Soy un bastardo! —se dijo—. El barón ausente es mi padre, y Joana mi madre». Con un dolor punzante comprendió que para ocultar su relación ilícita, lo mandaron fuera; ella renunció a su hijo y se quedó con un noble que, al final, se cansó y la abandonó. Frederic había recogido los despojos. Martí miró hacia el altar y se sorprendió al sentir desprecio hacia aquella boda. Le pareció que el cuello de la túnica y la capa lo ahogaban y, algo mareado, se escurrió por el pasillo lateral hacia la puerta.
Ya fuera de la capilla, su mirada recorrió las dependencias de la servidumbre. Los olores de la carne asada y el pan recién horneado inundaban el patio, pero le provocaron náuseas. Se acercó al pozo, recubierto de musgo. En el cubo quedaba algo de agua. Humedeció la punta de la capa y la pasó por su frente y sus muñecas. Esto alivió el mareo, pero no la sensación de angustia. Entonces miró a su alrededor mientras respiraba profundamente. La puerta de la muralla permanecía abierta, y frente a ella se erigía la sobria fachada de la casa señorial. «Quizás haya algún retrato de él», pensó.
Se dirigió hacia la casa a grandes zancadas, pero en su ánimo no había asomo de la determinación que reflejaban sus pasos. Las bisagras de la puerta crujieron y Martí temió delatar su presencia. Se detuvo unos instantes en el umbral, pero el único sonido que prevalecía era el de su propia respiración. Frente a la puerta ascendía una escalera a cuyos pies había un candelero encendido. Lo tomó y subió mientras sentía palpitar sus sienes a cada paso.
Accedió al pasillo y enseguida distinguió el contorno de algo que colgaba en la pared. Era un tapiz que recreaba una escena de Ulises y las sirenas, y Martí sonrió con amargura, pues se le ocurrió que seguir sus cantos debía ser algo tan parecido como lo que le había movido a él hasta allí. Entonces, por una pequeña agitación del tapiz, percibió que una corriente atravesaba el pasillo y le pareció que el aire traía consigo un sutil olor a lumbre. Avanzó unos pasos más y se detuvo ante una puerta. La entreabrió con sigilo y, por encima del aroma a pino de la chimenea, le invadió el olor a orín. El fuego chisporroteaba agónico, y la luz de la ventana se proyectaba sobre un camastro. En él yacía una mujer. Ella era la que se había orinado, y, aun así, permanecía tan inmóvil como ajena a sí misma, boca arriba, con las manos a los costados, agarrotadas. «¿Está muerta?», dudó. Martí se acercó con sigilo para examinar su rostro a la luz de la vela. Pero al verlo no la reconoció; nunca había visto a aquella persona antes ni había oído de su existencia. Entonces se irguió y una gota de cera caliente cayó sobre la mano de la mujer. El muchacho contuvo el aliento y ella abrió los ojos. No pareció que vieran nada y se cerraron de nuevo. Sólo fue una mirada ausente, pero capturó a Martí desde lo más profundo de su alma. Aquellos ojos… Los reconoció: eran los suyos propios.
Salió precipitadamente de la habitación, mientras las lágrimas brotaban liberando la presión que sentía en el pecho. Bajó las escaleras a trompicones y salió al patio. Se sintió tentado de entrar en la capilla y gritarles para que le dieran una explicación. Entonces se elevaron las voces en un cántico, y al imaginar a Amador y a Teresa sentados frente a aquel austero altar, supo que no lo haría. Se dijo que una mentira no convertía toda su vida en algo irreal, pero era incapaz de retener las lágrimas. Le pareció oír un caballo al galope en el camino. Si era un invitado retrasado, entraría en el castillo, si no, pasaría de largo. Pero no deseaba comprobarlo, así que subió por las escaleras para refugiarse en lo alto de la muralla.
Ya arriba, se volvió en dirección contraria al patio y a la casa señorial. El aire arreciaba, y su capa granate se agitaba al viento. Entrelazó las manos a su espalda y su mirada recorrió el paisaje. Pensó que allí debería haberse criado, entre montañas boscosas y campos de cultivo, recios inviernos de nieve y primaveras agitadas por el aire y el sol. Esto le sosegó, pero no le dio consuelo. Vacío ya de lágrimas, decidió volver a la capilla, pero su mente no dejaba de atormentarle con preguntas sin repuesta. Si la mujer del castillo era su madre, ¿podía ser su padre el barón? Y, en ese caso, ¿por qué había sido desterrado de Orís?
Entonces, unos pasos interrumpieron los pensamientos de Martí. Se giró y todas las emociones que había apaciguado resurgieron con violencia. Ante él, un caballero apretaba un hatillo rojo contra su pecho y lo observaba con la misma perplejidad que se apoderaba del joven.
—¿Quién eres? —balbuceó el hombre mientras su tez palidecía sacudida por un ligero temblor.
Las campanas de la capilla repicaron, y risas y vítores llegaron hasta ellos. «Creo que tu hijo», pensó Martí aturdido, pero su voz preguntó:
—¿Está bien, señor?
Entonces el caballero se tambaleó y cayó al suelo. Todas las emociones de Martí se disiparon y corrió junto al hombre. Comprobó que respiraba y, enseguida, empezó a golpearle la cara para reanimarlo. Se había dado un buen golpe, quizás estaba herido, así que le quitó el hatillo. La suave tela no era seda, lana ni lino, y vio que sobresalía la hoja de un cuchillo, pero no era de hierro, sino de algo negro y brillante. «¿De dónde viene?», se preguntó mientras apartaba las ropas del extraño en busca de heridas.
—Martí, ¿qué ha pasado? —oyó a su espalda.
El joven se volvió. Frederic los observaba con el rostro desencajado.
—¡Dios santo! —exclamó—. ¡Guifré de Orís ha vuelto!
Amador apareció desde detrás y se agachó sobre el caballero. Él y Martí cruzaron una mirada, y el muchacho encontró la confirmación a sus sospechas: aquel hombre que yacía en el suelo era su padre, quien, desaparecido durante años, quizá ni siquiera sabía de su existencia.
—Ayúdanos a entrarlo, Martí —le pidió Frederic.
El joven obedeció mientras se sentía invadido por una certeza: no eran ni Amador ni Teresa quienes le debían una explicación.
Amaneció un nuevo día, pero los gritos en la calle persistieron y los texcocanos fueron relevados por los tlaxaltecas, antiguos enemigos de Tenochtitlán, ahora encarnizados en la venganza. Ni pesadillas ni alucinaciones; todo era verdad, y la crudeza era fruto de nuestra propia historia. Pero las matanzas absurdas en la calle no llegaron a todos. Algunos fueron apresados para una muerte florida, siguiendo las normas de la guerra que habían persistido entre las ciudades del valle hasta la llegada de los hombres barbados. Los prisioneros serían sacrificados a los dioses, con honor, y pensé en salir de aquel escondrijo y entregarme a ello. «Venérala», fue la última palabra de la sacerdotisa mayor. Una muerte florida quizá fuera mi última oportunidad de hacerlo según nuestros ritos. Pero la apacible belleza de aquella azotea me recordó que, si yo moría, desaparecería la última sacerdotisa de Xochiquetzal.
Por primera vez en mucho tiempo pudimos alimentarnos, aunque sólo fuera con unos pocos bulbos. No sé si al final del tercer día, quizá del cuarto, los gritos cesaron. Pensé que aquel silencio significaba que ya no quedaba nadie a quien matar. Entonces Yaretzi se asomó a la calzada:
—¡Ameyali! —gritó—. ¡Los están dejando salir!
Me puse en pie y me acerqué al borde de la azotea. Hileras de mexicas caminaban como perdidos, con los pies a rastras, vigilados por algún castellano y las apaciguadas huestes texcocanas y tlaxaltecas.
Bajamos de la azotea, y al atravesar el jardín abandonado, un penetrante hedor me hizo estremecer. Del salón donde murió la sacerdotisa mayor sólo llegaba la pestilencia de la muerte. Entonces sentí que dejaba a la diosa para siempre, pues aunque consiguiéramos llegar a Acolman, las artes y el amor sobre los que reinaba la flor hermosa Xochiquetzal habían perecido con aquella guerra.
En la calle, mis pies se arrastraron tras Yaretzi, unidas ambas a una corriente humana que buscaba salir de la ciudad en ruinas. Cabizbaja, intentaba ocultar con el brazo las cicatrices de mi seno y del costado, aquellas que me dieron la bienvenida al sacerdocio; me dolían más que cuando eran heridas abiertas. Oía voces, increpaciones y burlas. Sí, nos dejaban salir, pero algunos guerreros no perdían la oportunidad de humillar a los vencidos.
—Vamos, vamos, abre la boca. ¿Qué escondes, bribón? —decía uno.
—Deja al niño. Mejor probamos con las mujeres, seguro que ellas lo esconden todo.
Un grupo rió y entonces noté una mano que me agarraba.
—A ver tú —me interpeló su dueño.
—Dejadla —oí a Yaretzi a mi lado.
Un guerrero la sujetó mientras ella, con sus mermadas fuerzas, intentaba zafarse, pero yo mantuve mis ojos en el que me agarraba. A diferencia de unas noches atrás, no me intimidó su mirada recorriendo mi torso desnudo. Al contrario, me sentía en paz: ya no había nada que perder.
—Sacerdotisa, ¿eh? Seguro que llevas oro.
—¿Oro? —murmuré desconcertada.
—El cihuacóatl de Cuauhtémoc le ha dicho a Cortés que debéis de llevarlo las mujeres escondido bajo la ropa, porque ellos no lo tienen.
—¡Anda, ayuda y desnúdate! —increpó el que sujetaba a Yaretzi.
—¡No tenemos oro! —la oí gritar—. Dejadnos marchar.
El guerrero que tenía frente a mí la ignoró con una sonrisa y alargó su mano hacia mi cintura, dispuesto a desenredar la tela que me cubría. Noté sus dedos ásperos sobre mi piel y a la vez sentí un torso masculino detrás de mí.
—Déjala —ordenó con autoridad una voz sobre mi cabeza.
Los ojos rasgados del guerrero parecieron redondearse y retiró la mano.
—A la mujer mayor, soltadla también. Son de las nuestras, ¿o pensáis que todo el que vivía en esta ciudad era mexica?
—Lo siento, mi señor. No sabíamos…
—¡Fuera! —les interrumpió con un gesto enérgico que acercó su pecho a mi espalda.
Los guerreros obedecieron y oí a Yaretzi murmurar entre llantos:
—¡Gracias a los dioses!
Mientras, las manos de aquel hombre sobre mis hombros me invitaron a girarme. No iba ataviado como un guerrero, sino que vestía maxtlatl y un manto con motivos de piel de jaguar que resaltaba su hermosa piel rojiza. Lucía un penacho de ricos plumajes bajo el cual sobresalía su rostro, de mentón triangular y nariz recta. Sus ojos castaños parecían atravesados por grietas del color del cacao; lo reconocí al instante.
—Zolin —musité—, Zolin.
Y me dejé abrazar, mientras él decía:
—Te estaba buscando.