Esta relación de los enteógenos con el poder en la antigüedad, y con el color, que para él era una consecuencia secundaria, lo tuvo sin dormir un par de noches a Elortis; en la charla siguiente me confesó que mientras me hablaba empezó a tejer mejor lo que le había dicho Ponen con lo que se le había ocurrido en la cocina, más lo que había buscado en Internet para explicármelo a mí y eso le había trastornado un poco los nervios. Saber que en el rito regio destinado a producir la lluvia el rey usaba una máscara de badana granate, una imitación de la de Zeus para subir a los cielos y que mucho más adelante, en la época de Constantino, la adoratio purpurae era permitida solamente a unos elegidos, funcionarios de alto rango, que eran los únicos que podían besar el extremo inferior de la túnica púrpura del rey. ¿Sería un error creer que era una mera convención cuando en realidad el carácter religioso, palabra que viene de religar, aclaraba Elortis, de la acción estaba más presente que nunca?
La verdad que me estaba cansando este discurso y le pregunté en qué andaba, con una carita amarilla con una ceja levantada y otra con la línea de la boca ondulante se lo dejé claro, me parecían medio sospechosas tantas deducciones infundadas; le pedí que por favor volviera a Mar del Plata, a Sabatini y a Ponen, al bar de los mojitos, y así lo hizo. Antes que nada me quería dejar en claro que la receta de la púrpura de Tiro, saber que el colorante rojizo era ordeñado de los Murex y otros caracoles parecidos, se había perdido en Occidente cerca de la mitad del milenio pasado cuando el Imperio Otomano conquistó Constantinopla y recién en 1856 un zoólogo francés dio con el secreto al observar a un pescador que teñía su camisa con un caracol. ¡Bue, basta Elortis, por favor!
Ponen contaba que en otro de sus viajes interceptó una ciudad cuyos edificios estaban inundados de carteles publicitarios brillantes de diversos tamaños, aunque la mayoría eran enormes y no quedaba otra que sobrecogerse ante la precisión de las coloridas imágenes luminosas. Pudo notar que el motivo que se repetía en los carteles era el de una sirena tomando algún tipo de bebida con un enroscado sorbete fluorescente. Al otro día, se asombró cuando apareció en el campamento un vendedor ofreciendo grabados en madera de… sirenas. Ponen creía que en su viaje se había conectado con la mente del escultor, mientras la noche anterior viajaba hacia su campamento con la idea de vender las esculturas. Era muy importante para Ponen qué lugar elegías para viajar porque para él lo que hacía esa bebida sagrada espiritual era desligar tu mente con lo habitual y conectarla con lo esencial del ambiente en el que estabas.
En algún momento, Ponen cortó su discurso para saludar al productor que lo había invitado a la radio, parece que de casualidad estaba ahí, cerca de la barra cumpliendo con el ritual del after office con otros compinches. Este rubio parlanchín, como lo llamaba Elortis, enseguida se sentó con ellos, confesándose fanático de Los árboles transparentes, y les pidió por favor a Sabatini y compañía que escribieran otro libro ante el sorprendido Ponen, que solamente quería seguir hablando de su experiencia en la selva. El rubio productor de la radio se dio cuenta que estaban en medio de una conversación trascendental y fijó la atención en Ponen; algo sabía del asunto porque, cada tanto, asentía con la cabeza. El norteamericano no paraba de hablar, decía que la ayahuasca favorecía la comunicación con el entorno, era la única manera de explicar que las visiones correspondieran a las características del lugar de la sesión. Sabatini no le sacaba la vista de encima a Ponen, lo había hipnotizado con la visión de la fábrica de colchones con almohadones de plumas multicolores y la premonición de las sirenas. Elortis también creía estar frente a una persona con una capacidad singular para asociar sus experiencias. Mojar los labios en su trago a Ponen lo había soltado y hablaba con la desesperación de los aficionados que intentan demostrar que son algo más que eso.
Para el biólogo Rupert Sheldrake, existía un campo hipotético que vendría a explicar la evolución simultánea de una función adaptativa en poblaciones biológicas distantes. Para corroborarlo, un tal Watson convivió con una colonia de monos que se negaban a comer papas sucias, hasta que a una de las monas se le ocurrió lavarlas en el río. A partir de ahí, Watson descubrió que las comunidades de monos del resto del mundo seguían la conducta revolucionaria de la monita predecesora. Según Ponen, el viaje hacía más patente la conexión con el campo morfogenético, algo que también nos pasaba en los sueños —especialmente los de la mañana, antes de despertarnos, cuando la mente está limpia— y en algunos otros momentos de claridad mental en la vigilia. Reprendió a Elortis por haber puesto cara de desconfianza, aunque a él le parecía bastante creíble su discurso. El productor rubio, que estaba sentado al lado de Ponen, lo miraba embobado. Sabatini sonreía con cara de haber descubierto un mundo nuevo.
Alexander les recordó que ellos dos, por ser psicólogos, tenían que entenderlo fácilmente; Jung había hablado del tema muchas veces, aportando las nociones de inconsciente colectivo y sincronismo. Elortis le contestó que Jung nunca fue su especialidad, y Sabatini asintió para dar a entender que tampoco era la suya. Gran decepción para Ponen, que había hecho una pausa en su discurso para retomar fuerzas. Resulta que los científicos ya habían comprobado lo del campo morfogenético con la ayuda de una oruga a la que le cortaron uno de los segmentos del cuerpo para injertarlo en el de otra para obtener como resultado una mariposa, aunque con la antena en el ala en vez de en la cabeza, por ejemplo.
Y también estaba, por otro lado, el señor Bell y su teorema que había venido a proponer que la física cuántica no pegaba con las variables ocultas de los elementos. La paradoja de Einstein, Podolwsky y Rosen (no sé si importa, pero recordé que Augustiniano llevaba en esa época un pin-up de fondo amarillo con la cara blanca de Einstein), la influencia que podía tener una partícula sobre otra en el momento de ser observada que le cambiaba instantáneamente la dirección, lo había hecho salir a Bell con el teorema que lleva su nombre, que para Ponen era un hito en la ciencia que abrió las puertas a una nueva interpretación de la relación de los elementos del universo.
John Bell, un físico irlándes que según Ponen había estado presente en una conferencia que dictó el Maharishi en 1978 y que tomaba puntualmente su té de verbena a las cuatro de la tarde (vendría a ser té de cedrón, según Elortis, que también se anotó mentalmente al recordar este detalle conseguirlo en la tienda de los chinos), dejó en claro que debíamos elegir entre la mecánica cuántica o el enlace subcuántico oculto que conectaba a partículas distantes y las hacía cambiar de dirección cuando dos personas, que sabían que estaban haciendo lo mismo, las estaban observando en un experimento, por ejemplo, porque una de las bases de la mecánica cuántica es justamente la teoría de la relatividad que postula que nada puede ir más rápido que la luz (Ponen había dicho transferencia supralumínica de información).
Por lo tanto para Ponen la teoría de Einstein era una errata a la que había que tenerle respeto, claro y ese respeto era el teorema de Bell, un hombre respetuoso este Bell, decía riéndose. En fin, había investigado todo eso gracias a la Banisteriosis caapi, esa mezcla de jugos selváticos de color rojizo ocre que, a la vez, lo había convertido en una persona de sentimientos compasivos, eliminó su ansiedad y potenció su creatividad para la recepción de las artes.
A Elortis le molestaba un poco que Ponen hablara como un publicista de dietética, sería por los años de trabajo marketinero en la discográfica. Alexander les advirtió que no se atrevieran con los hongos, que producen visiones con imágenes más difusas y menos brillantes. Elortis, que ya se le había subido el ron en la cabeza hacía rato, comentó que eso confirmaba su teoría de que los animales eran más sosegados en general que los hombres porque conectaban, le pidió permiso a Ponen para usar su propia expresión, con una sabiduría esencial, y agregó que por eso los perros buscaban determinadas matitas en el pasto; de ahora en más para él eran parásitos con propiedades alucinógenas que mantenían las formas y las conductas nobles de los animales.
Entonces se acordó del mono Albarracín, chillando y dándose la cabeza contra las rejas de la juala, y también se permitió pensar que ese comportamiento salvaje era debido al cambio de hábitat, palabra demasiado generosa para describir al entorno que lo rodeaba en el departamento. Ponen lo miraba serio, mientras pensaba seguramente en otras cosas para afianzar sus teorías, y Elortis se atrevió a confesar que, más allá de los chamanes, los campos mórficos y la teoría de Bell, él creía que, simplemente, la generación actual había absorbido algunas experiencias reveladoras del siglo pasado, y que la música había acompañado un renacimiento de los sentidos. Por lo tanto, ya no hacían falta las glándulas de los pobres sapos (tal vez nunca hizo falta, se corregía ahora Elortis) ni la tintura de los caracoles, o las lianas de la selva, para mirar de reojo alrededor con los ojos cerrados. Mientras tanto el productor rubio intercambiaba algunas palabras en voz baja con Ponen, mientras Sabatini lo miraba medio sorprendido a Elortis por su conclusión.
De repente, decidieron que irían en la combi del productor de la radio a la playa a probar una pócima que Ponen tenía en la mochila de hilo. Elortis hubiera preferido seguir tomando en otro bar, no sabía cómo escapar de la propuesta de Ponen; Sabatini estaba muy entusiasmado con la iniciación. Elortis fue al baño, y cuando volvió ya se habían ido. Salió a buscarlos. Ya estaban los tres a media cuadra de distancia; Sabatini les hablaba sin parar, había tomado demasiado. Estacionaron cerca de la playa, salieron de la combi, y Ponen sacó una petaca con un líquido rojizo; les advirtió que, a pesar de que estaban al aire libre, en un lugar adecuado, habían tomado alcohol y no estaban limpios como para aprovechar la situación.
La intención era esperar en silencio que la preparación hiciera lo suyo, pero en vez de eso Sabatini le pidió a Ponen que le comentara a Elortis lo que había dicho mientras estaba en el baño. Ponen se limitó a sonreír. Sabatini comentó que para Ponen, Elortis había crecido en una familia muy represiva. ¡Para qué!; Elortis, que no compartía esa opinión (y menos mal que todavía no estaba enterado, decía, del posible pasado de Baldomero, si no la paranoia lo habría hecho maldecir a todos y volverse solo por la playa) dijo, de mala manera, que estaban equivocados, ¿de dónde sacaban eso? Después, Sabatini le dijo que tal vez Ponen lo había notado tenso por Miranda; él pensaba que esa mujer nunca había sido para él; eran diferentes. Ponen les pidió que no hablaran tanto, y que si no se llevaba bien con su pareja —aunque Elortis ya se había separado— se concentrara en eso, tal vez encontraba la respuesta a su problema.
De más está decir que me dio ganas de dejarlo a Elortis en medio de su experiencia con las drogas amazónicas, pero tenía la necesidad de quedarme, como si las confesiones más terrenales de Elortis fueran el desengaño que estaba buscando para olvidarme de él —lo mismo me pasaba cuando me hablaba de la bailarina Sofía—. En realidad, quería quedarme y leer sus palabras porque parecía que tenía algo importante que decirme…
Se quedaron mirando un rato el mar callados y después, como les dio frío, se guarecieron en la combi. Sabatini y el productor rubio comentaron sus visiones, eufóricos; Ponen y Elortis se quedaron callados. Alexander la tenía clara y no dijo nada. Pero Elortis no había visto nada, se había mareado un poco y la boca se le había empastado. El productor tuvo la gentileza de dejarlos en el hotel (cuyo nombre era un anagrama de mi mail, aunque en aquel momento no pudiera saberlo, decía Elortis).
Mientras Sabatini se despedía de Ponen en el asiento posterior, con la combi estacionada en la puerta del hotel, en esa calle que daba al mar, Elortis creyó que veía mal pero vio que el cielo del mar era de un negro compacto y brillante; un sobrecogimiento lo inundó, el negro se esparcía en el mar y bañaba la arena de la playa; escuchó que Sabatini cuchicheaba atrás con Ponen, asombrando porque a Elortis se le había retardado el efecto. Él estaba esperando que apareciera el monstruo de la laguna negra, que saliera del mar, para acercarse a la combi y arrastrarlos a todos hacia el agua; pero no había otra cosa más que el cielo negro chorreante e infranqueable. Después de ese minuto eterno, se despidió, malhumorado, de Ponen y del productor, que lo miraba como diciendo a éste que le pasa, y subió en el ascensor con Sabatini. En el pasillo de la habitación del hotel, le dijo a Sabatini que había hecho mal en hablar de su vida privada con desconocidos, y le dejó en claro que no tenía derecho en meterse con Miranda, menos después de que se hiciera rogar tanto para acompañarlo. Sabatini lo mandó a cagar.
Entendieron que ahora sí estaban peleados y al otro día desayunaron serios en la misma mesa, sin decir un palabra; por suerte una periodista vino a hacerles una nota y dejaron de lado el silencio por un rato. Su amistad había sufrido un nuevo traspié, esta vez decisivo, decía Elortis.
En el encuentro literario en Villa Victoria respondieron de mala gana las preguntas del escaso público. El cielo negro, sin nubes, decía Elortis, podía ser la falta de perspectiva que iba a tener su vida por un tiempo prolongado después de esa experiencia, o que en aquel momento se negara a ser observado por las imágenes que le llegaban y viera, a falta de espejos luminosos, al esqueleto del mundo en su más cruda realidad. No lo sabía, pero quería ahorrarme las deducciones. Nada peor que esconder los significados. Ahora le parecía que ese día se había escapado.
En la combi lo tenían cercado, ya lo habían descubierto y habían seguido sus pasos, los que lo querían y lo conocían, representados por Sabatini, hasta el borde del océano. Su visión subrayaba lo que había pensado aquel día. Que en nuestra generación disfrutamos la experiencia del redescubrimiento en la anterior de la experiencia enteogénica, es algo que se lleva en la sangre desde chicos, como todos los monos ya saben pelar las papas, si había entendido bien las vagas teorías de Ponen. Los místicos eran siempre de derecha pero ahora, menos mal, ya no hablamos de misticismo, sino de la naturaleza, del problema de lo natural, o como me gustara llamarlo. Que le diera a sus palabras el beneficio de la duda. Como si hiciera falta que lo digas, Elortis.
Recuerdo que se largó a llover hacia el final de esa larga conversación. Parecía el fin del mundo. Le dije que él era un mago y que yo era una bruja, dos potencias contrarias y enemigas. Ok, brujita. No hablamos durante una semana. Lo veía conectado pero no lo saludaba; me irritaba que su orgullo le impidiera iniciar una conversación.
Cuando finalmente me saludó, al principio acordamos que iríamos a comer una hamburguesa en la hora de almuerzo que me daban en el trabajo, pero Elortis no parecía muy entusiasmado con la idea, tal vez prefería que nos viéramos en otro momento y lugar, y al final terminamos posponiendo ese encuentro.
Con las cosas que pasan yo no tenía ganas de encontrarme a la noche con alguien que en realidad no conocía, y en una charla anterior cuando se había tocado el tema le propuse que nos podríamos ver con la condición de que estuviera presente, por lo menos, una amiga en común. Se enojó; no entendía cómo le daba tantas vueltas.