Y un día me salió hablando otra vez de la enanita. Estaba terminando las notas para Jorguito que ya tenía que mandar a imprimir para el inminente bautismo y se le ocurrió agregarle una de las historias que ella le contaba, para que el chico se divirtiera un poco cuando a los dieciocho años abriera ese librito; si es que no lo tiraba a la basura antes. Cerca del barrio de la enanita había un loco que perseguía a la gente incansablemente. Te veía venir caminando, cruzaba de vereda y se ponía detrás tuyo, casi a un paso, y te seguía hasta que te metías en algún lugar o tomabas el tranvía. La enanita había sufrido en carne propia este suplicio. Apareció el loco y la persiguió tres cuadras. Al otro día la acompañó el hermano, pero el loco debía estar ocupado persiguiendo a otro; no hacía más que eso, pero no se sabía cuándo podía volverse loco del todo. Por suerte, un día cayó en la casa de la enanita el amigo de su hermano que se disfrazaba de Sandrini para animar fiestas (Elortis me explicó que ese actor cómico en aquel tiempo era famoso por un personaje que inventó en la radio llamado Felipe, caracterizado en varias películas con un sombrero, corbata rayada y bastón) y les pasó la fórmula mágica para confundir al loco. La enanita tomaba el tranvía sin problemas hasta que un día volvió a cruzarse el loco de vereda para ponerse detrás suyo y empezar con su locura. Dejó que la siguiera esa cuadra, como para que los que miraban aprendieran, y cuando estaba llegando a la esquina se paró en seco. El loco se detuvo al instante y se cruzó para seguir a una chica que venía caminando por la vereda de enfrente.
Elortis borró la historia después de escribirla; tenía miedo que Jorguito lo tomara de tarado cuando la leyera. Pero al final la volvió a agregar, no sabía qué decirle al hijo de su amigo a los dieciocho años, sus familiares —salvo el abuelo que tocaba el acordeón— le habían dado consejos relacionados con las mujeres, el trabajo y los amigos; él le regalaba, además de la transcripción y resumen de lo que decían sus familiares en el video, esta historia que le había contado la enanita para divertirlo un rato.
Ya tenía todo listo para el bautismo. Estaba conforme con la edición del video y se la mostró a Diego para que opinara. Mandó a imprimir los ciento veinte libritos, más la edición especial, que constaba del texto más el dvd para Jorguito, y que proyectarían durante la fiesta.
El bautismo fue en una iglesia de La Plata. La noche anterior Elortis se quedó en la computadora hasta tarde, según él escribiendo, aunque para mí que esperaba que yo le hablara, y cuando logró encontrar la calle ya todos se dirigían al salón infantil donde los esperaban mesas con saladitos y dulces. Por suerte, sus amigos tuvieron la delicadeza de no invitar a Miranda. Elortis no quería sentarse con desconocidos y se alegró cuando lo invitaron a la mesa de la familia. A causa del librito había muchos que lo conocían y lo felicitaban de antemano por el trabajo que había hecho. Richard había formado otro grupo de amigos en La Plata, y se sacaba fotos con ellos mientras las mujeres se quedaban con los nenes jugando. ¿Qué otra cosa podían hacer?, decía Elortis; ellas tenían esa excusa para no ponerse a hablar pavadas con personas desconocidas.
Había un fotógrafo y un camarógrafo en un costado, aburridos porque no estaban disparando ni grabando. El camarógrafo enfundado en una campera de cuero ochentosa y el fotógrafo con una camisa arremangada, miraban hacia lugares opuestos, con sus instrumentos de trabajo colgando. Elortis se sentía incómodo pero contento, aunque notaba que le faltaba algo. Se acordó que hacía poco había ido al velorio del padre de Richard, el que lo llamaba por su nombre de manera particular. El nietito estaba en los brazos de una de las tías, que le hacía morisquetas, pero parecía serio. No era de esos bebés que se ríen de cualquier cosa, sus ojos vagaban a la deriva como esperando que la gracia lo encontrara. Era un bebé enorme, rollizo y tenía los mismos ojos redondos del abuelo, la misma cabezota con cachetes rellenos. No era un bebé expresivo.
Elortis agarró un sandwich de miga de jamón y queso, y cuando levantó la cabeza vio, por un segundo, que el bebé le estaba guiñando el ojo. Pensó en contárselo a la hermana de la madre que estaba al lado; ¿cómo un bebé tan apático de repente se le daba por hacer ese gesto? ¿Lo había visto? Otra vez Elortis me dijo que, como decía la canción, mejor no hablar de ciertas cosas. El abuelo de Jorguito reposaba bajo una capa de pasto sintético en un cementerio de los escenográficos, con árboles de todo tipo repletos de pájaros; él mismo había visto en el entierro algunas cotorras volar de una copa a otra. El guiño, eso sí, lo hizo pensar en que hay un momento donde de muy chicos recibimos una conciencia ajena que no sabemos de dónde viene. Pero él no creía en cosas raras…
En realidad, no sabía qué significaba ese guiño de ojos, debía ser una casualidad, pero lo ayudó a mantenerse contento en la fiestita. Después pasaron el video que había grabado con su cámara. La madre de su amigo lloró al principio, cuando vio a su esposo, pero después todos se descostillaron de la risa con el baile griego y el acordeón del bisabuelo italiano de Jorguito. Richard le aclaró a los invitados que no sabían que el video lo había realizado Elortis, y todos lo aplaudieron. Algunos se levantaron a darle la mano. Al rato, deslizaron hasta el centro del salón a un mono gigante que estaba colgado del techo: la piñata. Los chicos se mataban por agarrar los caramelos blandos que cayeron de la panza del mono. Una nena agachada se puso a llorar porque no podía agarrar todos los caramelos juntos y parecía que no le gustaba que se los alcanzaran tampoco. Elortis dio una vuelta por el lugar y encontró a dos invitados que estaban sentados en las mesitas de afuera conversando con expresión seria. Trató de imaginar que hablaban de proveedores de automóviles pero estaba seguro que era una conversación sobre mujeres. Ahora, influenciado por el descubrimiento de Miranda, todos los hombres para él ocultaban relaciones sórdidas que comentaban con sus amigos más cercanos. Seguramente era un invento suyo, se desdijo, en esta época no es necesario esconder las cosas, este tipo de secretos son muy perjudiciales. Sí, Elortis, ya lo sé, no me quedaba otra que responder.
Por calcular mal, él no se pudo quedar con ningún souvenir. Pero se quedó mirando con alegría cómo la gente pasaba las hojas, entre desconfiada y extrañada, de los libritos que se llevaban. La tarde de esta conversación pensé en decirle si quería pasar a saludarme, porque a la noche iría con mis amigas a ese bar del subsuelo. No quería ver a Elortis sola, me daba terror no saber qué decirle, o que fuera una persona diferente a la que imaginaba, y caer en sus redes de una vez y para siempre y después qué. Mis padres no lo aceptarían; ¿cómo iba a salir con un tipo que me doblaba en edad? Al final, le di a entender que saldría a un bar cercano; él sabía donde encontrarme si quería. Pero no apareció aquella noche. Me pareció que cada vez salía menos de su departamento.
Cuando le pedía que me contara qué estaba haciendo, daba rodeos y me decía que estaba ordenando su estudio, hirviendo el agua para sus infusiones, o comiendo chocolate negro; también me decía que estaba con sus proyectos, entre comillas, como si estuviera más que nada organizando su vida, o pensando por dónde podía volver a entrar a la mentira a la que la mayoría se amoldaba sin problemas, según sus propias palabras. Sabatini se estaba encargando de supervisar el guión de Los árboles transparentes y le mandaba cada tanto por e-mail lo que el guionista escribía. Tanto Diego como Elortis repudiaron la primera versión del guión, pero no se animó a decirle a Sabatini que no le gustaba; después de todo era una película comercial y quería que el bailantero recuperara la inversión, y que ellos pudieran llevarse lo suyo. Sin embargo, Los árboles transparentes nunca se filmaría; el bailantero aparecería muerto tiempo después de esta conversación con Elortis, y los peritos dictaminarían que se había suicidado. La esposa y los amigos no estaban convencidos; Al Certoni era una persona alegre y no tenía motivos para quitarse la vida. Me enteré por el diario que mi mamá compraba los domingos porque para esa época ya casi no hablaba con Elortis. Casualmente en el mismo diario, pero en otra sección, mi amigo comenzaba a publicar una novela en entregas, el desarrollo de unas entrevistas a personas que habían trabajado en puestos claves en empresas y gobiernos, que se dedicaban a proteger secretos importantes. La nota sobre una mujer encargada de la seguridad de los secretos industriales de una importante empresa, en cuyas manos estaba la confección de los contratos de confidencialidad con los trabajadores, empezaba con un epígrafe de John Stuart Mill: If a person is charged with a murder, it rests with those who accuse him to give proof of his guilt, not with himself to prove his innocence. Elortis investigaba qué motivos llevaban a las personas a tomar este tipo de trabajos, y el relato, según la mayoría de los críticos, era impecable; el escritor le daba al tema el tratamiento y la forma que merecía. En cuanto a la muerte de Al Certoni, todo era sospechoso, la nota de despedida estaba escrita a máquina y encontraron varios pagares en los estantes superiores de un ropero de su casa expedidos por un hombre que tenía un puesto clave en la policía de la provincia de Buenos Aires, pero no pudieron probar nada y la caratula del caso quedó rotulada como suicidio.
Pero en la época que todavía conversábamos con Elortis, Sabatini no sólo supervisaba el guión de la película del libro; también trabajaba con la cleptómana en la continuación de Los árboles transparentes. Elortis, que lo único que hacía era anotar cosas en su cuaderno, me decía que a veces prendía el micrófono que usaban para grabar los libros audibles con Sabatini, agarraba algún volumen de la biblioteca y se ponía a leer en voz baja, pero igual lo grababa en el disco rígido de su computadora. Cada tanto lo visitaba Sofía, y cuando permitía que se quedara toda la noche, él esperaba que ella se durmiera para cerrar la puerta con llave y esconderla. Temía que la bailarina se escapara con algunas de sus pertenencias o le abriera a algún amigo que le vaciaría el departamento.
Su hijo Martín se había vuelto a ir de viaje, esta vez a recorrer el sur del país con un amigo, hacía rato que no escribía, ahora estaba en una cabaña a orillas de un lago. Terminó de darse cuenta que no le gustaba lo que había estudiado y esta vez sintió la necesidad de retirarse a pensar cuál era su verdadera vocación. Elortis me aclaró que lo entendía, había demasiadas profesiones ficticias hoy en día, cada día inventaban una nueva, hasta querían poner una carrera de organizador de vidas virtuales (como un filtro humano dedicado a organizar y filtrar la información que una persona recibía y enviaba en Internet). Le parecía bien que su hijo pensara a qué le gustaría dedicarse. Por suerte, su abuela se hacía cargo de los gastos del viaje.
Elortis no se sentía culpable, al lado de la plata que llevaba gastada la vieja en operaciones y viajes propios, el costo de ese regalo para su nieto era insignificante. Él también estaba encerrado como su hijo. La diferencia era que él solamente tenía esos árboles, lindos para la ciudad, pero infestados de ratas y pájaros pulgosos. En cambio, Martín cuando se cansaba de mirar el fuego podía salir a pisar las hojas secas del bosque silencioso. Elortis no aguantaba el zumbido del aire acondicionado que tenía frente a su balcón. No sabía a qué se dedicaban en esas instalaciones que le oscurecían el contrafrente; veía la pecera con un pececito rechoncho naranja y unas plantas verdes sumergidas deshilachadas, y también a una persona con rasgos orientales, que a veces se paseaba sin hacer nada por la habitación. ¿Sería la gerencia de la farmacia de la vuelta? ¿O un laboratorio? ¿Para qué necesitaban mantener el frío constante día y noche? Los oídos de Elortis imitaban el zumbido. Aunque casi nunca salía, cuando iba a hacer las compras o a buscar algún libro a la librería de saldos de la vuelta, le costaba entender lo que el vendedor le decía —casi siempre le preguntaba si quería una bolsita—. A Elortis le daba lo mismo llevar los libros con bolsita o no, aunque a veces usaba las bolsitas para un tachito que tenía arriba de la mesada de la cocina donde tiraba la basura chica y los deshechos del té verde —las hojas de té verde, secas y fruncidas, que se inflaban y rejuvenecían con el agua caliente— y desde que Sofía lo retó, trataba de poner una también en el otro tachito, el del baño. Una tarde se le metió en la cabeza agarrar el auto y salir a la ruta para caerle de sorpresa a Martín, pero no tenía experiencia en este tipo de viajes largos —en su caso era un milagro que se animara a manejar— y además él era un hombre grande ya, aunque parezca un pibe, jaja, y no aguantaría esa soledad compartida con los dos chicos, cada tanto necesitaba una Sofía que le acariciara la espalda a la noche. Aparentemente ella le hacía masajes en la espalda, en los dedos de la mano y en la cabeza, y él se iba quedando dormido mientras suspiraba (aunque al rato se despertaba otra vez para asegurarse que ella también estuviera dormida, según me había dicho unos días atrás).
Esto lo repetía, seguro para recordarme de aquella vez que hablamos en broma de dormir juntos (Vivíamos a menos de diez cuadras el uno del otro, y después del tiempo que nos conocíamos para su edad lo natural era que ya me hubiera metido en su casa hacía rato). Sofía estaba resentida con él porque no la tomaba en serio como pareja. La bailarina no volvió a aparecer después de la noche en que le contó los detalles de cómo había terminado su relación con Miranda. No le habrá gustado la idea de Elortis abriendo e-mails ajenos, aunque él decía que su misma exnovia le había revelado cómo entrar a su cuenta; en fin, las cosas que son difíciles de explicar no convencen, Elortis. Él no la volvió a llamar, quería aprovechar la soledad para pensar y en lo posible encontrar una relación que significara algo distinto y nuevo, y me ponía puntos suspensivos como si una de las posibilidades fuera que esa relación dependiera de mí, que yo fuera la parte que faltaba, aunque no se atrevía a decirlo directamente, contaba conmigo para arrancar otra vez desde cero, una chica joven, con el entusiasmo a salvo, no tan influenciada por la sociedad todavía, a la que se podía amoldar a gusto; yo me había dado cuenta.
Además desde el principio le gustaba que le diera mi opinión sobre sus asuntos, se reía con mis contestaciones. Y no era sólo mi carácter el que le gustaba; no guardaba las conversaciones que teníamos pero sí las fotos que yo le había pasado en nuestras primeras conversaciones. Una con mi ex en el cumpleaños de papá, otra abrazada con las compañeras de secundario, hay una que estoy haciendo una coreografía en el colegio que también le pasé ahora que me acuerdo, y otra que estaba apoyada en la puerta de una casa en la costa, en bikini, con el pelo atado. En la primera de todas que le pasé, mi amiga y yo estamos inflando los cachetes. Por supuesto que su preferida era la de la costa en bikini (le gustaban mi altura y mis piernas). También le había gustado el primer plano de mi mano con las uñas pintadas de rojo y mis dedos largos y finos separados. Yo quería saber si también tenía dedos finos como yo y según él, que no me mandó fotos —sólo veía las que iba poniendo en su perfil— sus dedos eran delicados y su madre, que tocaba el piano, se los envidiaba.
Aparentemente el e-mail que usaba conmigo al principio ni siquiera era el oficial, una vez que se desengañó del todo de Miranda lo adoptaría definitivamente; me di cuenta porque después lo agregó en el perfil de la red social que usaba (cuando empezó a escribir en el diario desapareció su perfil de la red social). Se ve que de alguna forma se animó a volver a salir a la calle, y hacer algo útil, aunque él sólo quería dedicarse a escribir libros o a lo sumo a leer los que le gustaban en voz alta para su disco rígido. Pero las anotaciones que tenía lo habrán llevado a algún lado, imagino que un día se levantó con las energías que le faltaban y aspiró un aire distinto, renovado, que le permitió armarse una nueva estrategia de sobrevivencia. No pudo saber si su padre era o no lo que decían que era, y como estaba muerto no valía de mucho saberlo, me dijo una vez; si tuviera el poder de ese niño encantado de los evangelios apócrifos que cuando lo habían acusado de matar a un chico, fue y lo revivió para que dejara en claro su inocencia, eso sí hubiera servido de algo, pero como no era el caso, descubrir que su padre era algo que él no quería que fuera nunca, no le convenía. Pero la duda lo trabajaba, era como una línea que dividía en dos su campo para un juego donde él tenía que desdoblarse para enfrentarse a sí mismo porque no había nadie más con quien jugar. Eso era la vida, agregaba; menos mal que podía contarme algunas cosas a mí. Así es, Elortis.