Capítulo 2

Se venía el invierno y empecé a notar que Elortis pasaba más tiempo conectado. Aunque la mayoría de las veces ni siquiera me saludaba, por sus palabras de reproche cuando después de ese intervalo volvimos a hablar me di cuenta que le hubiera gustado que yo iniciara la conversación. Tan grande y todavía no entendía a las mujeres. Aunque no lo hiciera notar, a mí me intrigaba lo que pudiera estar haciendo solo en su casa. Según me constaba, veía poco y nada a Miranda, que había vuelto a rehacer la vida que llevaba antes con sus amigos de zona sur, con Sabatini se mantenía en contacto sólo por para saber si había novedades de la producción de la película de Los árboles transparentes; ahora tenía a la misionera en el mensajero, ella había aceptado su invitación para tenerla entre sus contactos, y había visto que andaba con un tipo alto que usaba una camisa rosada, por lo menos era el que la abrazaba en la fotito y hermano ella no tenía; éste debía ser el estudiante de medicina que con el tiempo había aflojado, tal vez se habían casado como correspondía según su edad —aunque Elortis le llevaba algunos años—. A todo esto, había perdido el rastro de Diego, que se había encerrado a trabajar en la novela sobre Soult. Su único alumno decía que otra cosa no podía hacer; no salía con mujeres, apenas veía a sus amigos y asistía solamente a las clases indispensables de la universidad. A la bailarina Sofía la había dejado de ver por el tema del acto en el vacío. ¿Me lo había contado? Sí, sí, Elortis.

Yo empecé a distanciarme porque me había dado cuenta que hablar con él no era un juego inofensivo para mí. Aunque me mostraba fría, impasible, y esquiva con Elortis, era la persona que más me conocía en aquel tiempo; sabía, según cómo le contestaba, si estaba preocupada por alguna amiga que no me trataba como me hubiera gustado o pensando en algún chico, aunque hacía rato que pensaba en un hombre más que nada… Sabía que verlo sería mi perdición e intentaba, sin éxito, no imaginarme el encuentro. Además, había empezado a pensar otra vez en mi exnovio, un amigo en común me contó que parecía que se estaba separando de su actual novia. Sabía que lo había perdido, no por ser inflexible por el tema de la virginidad como le dije a Elortis, tampoco era una santa y con mi ex de alguna manera nos arreglábamos, sino porque me había encontrado en una actitud sospechosa con un amigo en el comedor de mi casa.

Este chico, que formaba parte del grupo de amigos que tenía en Rosario cuando iba con mi papá a visitar a unos amigos, se había aparecido súbitamente en mi casa cuando no estaba mi mamá. Dijo que había viajado para ver a sus abuelos, y aprovechaba para pasar a saludarme. Lo hice pasar, le di algo de tomar, y de repente me empezó a mirar raro y me encajó un beso en la boca. Al otro día, aunque no pasó más que eso, se lo conté a Santi, que pateó la pared de mi edificio, y corrió a tomarse el 152 para su casa. Aunque aquel día no pasó más que eso, yo había tenido algo con mi amigo rosarino cuando era más chica. Hacía tiempo que Santi estaba enfermo de celos por este chico. Empezaba a extrañar a mi ex, aunque mientras estaba conmigo ya debía andar con otra chica, porque enseguida volvió a ponerse de novio. Por eso preferí dejar de hablar tanto con Elortis; cuando me preguntaba le decía que estaba embarullada.

Pero mi amigo virtual una noche me invitó descaradamente a su casa. Veo que logró captar otra vez mi atención. Primero, me preguntó si era de las que desarmaba la cama al dormir, y yo le contesté que peor, que mis amigas decían que yo tiraba patadas por las noches, pero hacía eso nada más cuando estaba nerviosa, sino dormía como un angelito. En un arranque de sinceridad me confesó que le gustaría dormir conmigo, que esas palabras tenían una carga sexual que me asustaba y lo condenaba, pero que solamente quería tenerme a su lado un rato. Hasta me preguntó si solía tener los pies fríos. Su imaginación volaba y, de alguna manera, lo volví a sentir cerca. Y en el estudio de abogacía, como había muy pocos llamados, yo me la pasaba escuchando canciones que me hacían pensar en él.

Uno de los fines de semana, otro de aquellos sábados que hablábamos hasta muy tarde, me puse a hacerle escuchar algunas de estas canciones, que tenía en mi computadora. Como sólo le pasaba los trozos de canciones a través de un plug-in del mensajero, se quejaba de que yo no hablaba. Reaccionaba con deferencia ante algunas, como si él tuviera una cultura musical mucho más amplia, se notaba que no significaban nada para él o que no las pasaban en los boliches que frecuentaba en sus salidas con Romualdo, pero con otras reaccionaba de otra forma; enseguida enviaba una serie de respuestas exaltadas. Se ve que esas canciones despertaban en él recuerdos todavía frescos. Más que nada reaccionaba así con las retro —como Gloria o la de Flashdance—. Repetí la experiencia otra noche, y obtuve los mismos resultados. Elortis protestaba porque yo estaba monosílabica, apenas contestaba, nada más le pasaba los trocitos de canciones para que opinara. A veces me devolvía comentarios lindos sobre las canciones, como respondiendo al título que tenían las que podía adivinar cuáles eran —¡nada nos va a detener!, por ejemplo, con la canción de Mannequin—, ya que el plug-in no revelaba el nombre de las canciones enviadas. Yo le contestaba con el iconito que pestañaba, que tanto le gustaba.

Sabía que algunas chicas de mi edad, como una amiga de Agos, salían con tipos grandes, pero el miedo que tenía de conocer a Elortis y desilusionarme, y a la vez la seguridad de que más adelante, cuando estuviera algo más madura, podía intentar algo con él si quería, eran más fuertes. Mientras tanto, me estancaba en sus palabras, en sus largas contestaciones, revisando el registro de cada conversación, como ahora, y después me animaba a poner esos subnicks alusivos a lo nuestro pero totalmente refractarios a la idea de consumación de lo que podíamos llegar a tener en el momento, cosas como que el tiempo dirá o que el futuro es nuestro.

Justo por aquella época la profesora de Derecho Internacional de la facultad se asoció a un prestigioso estudio de abogacía y nos ofreció a mí, y a otras dos compañeras, trabajar en ese lugar como pasantes. No lo pensé dos veces, y dejé el pequeño estudio donde más que nada pasaba la tarde mientras mi jefa salía a atender a los clientes, ver a su exmarido, y tal vez, quién sabe, a mi padre también. La psicóloga me dijo que puedo escribir todas estas cosas, que ya no es mi responsabilidad los mantener secretos de nadie. En este estudio sigo trabajando actualmente, hay días que salgo a las once de la noche.

Entre el gimnasio, yoga, los cursos de capacitación de los fines de semana, natación y reiki no me queda tiempo para nada. Mis amigas del colegio también están muy ocupadas con sus ocupaciones y sus novios. A veces salimos todos juntos a algún after hours con los chicos del estudio, o nos juntamos a ver series o a jugar a la Wii, después de las capacitaciones. A Augustiniano le va muy bien, lo veo muy cada tanto porque trabaja en una productora de publicidad, y por las noches enseña Historia del cine en una universidad.

Veo que cuando empecé con el nuevo trabajo, Elortis trataba de mejorar el video del bautismo del hijo de su amigo. Mientras lo editaban, Diego le había transmitido algunas nociones del programa de computación que dominaba. Igual no podía concentrarse, estaba muy triste porque el padre de Richard había muerto de un ataque al corazón días atrás. Era un viejo que no hablaba mucho pero que siempre estaba alegre, de buen ánimo, hasta que cayó en una depresión que empezó muchos años atrás cuando lo habían echado de la empresa de electrodomésticos en la que trabajó toda su vida. Por lo menos, lo tenía sonriendo en ese video que había grabado con tanta antelación al bautismo. Pero a Elortis le dolió la desaparición de ese viejo porque le gustaba la manera en que pronunciaba su nombre para preguntarle cómo iban sus cosas, era el único que le hacía recordar quién era con esa pronunciación marcada de su nombre para llamarle la atención y enseguida hacerle la misma pregunta de siempre, un cómo va todo, qué tal Miranda, o cómo anda Motor. Por lo demás, era otro de los que pensaban que había cometido un error al separarse de Miranda y últimamente también le preguntaba por ella con aire socarrón en la mirada. Richard estaba devastado, pero al otro día del entierro tuvo que trabajar igual porque había mucha demanda de automóviles de Brasil. Elortis intentó escribir un digno texto elegíaco, que incluiría en el souvenir-librito del bautismo, pero no se le ocurría qué poner, las palabras no llegaban. Finalmente, le puso a Jorguito que ya entendería quién había sido su abuelo por las palabras de sus familiares, y que por lo menos podía escuchar a su abuelo diciendo su nombre en el video, eso le serviría para entender muchas cosas.

Un fin de semana cuando había ido a buscar otro cuaderno para escribir algunas notas que quería agregar sobre Baldomero (ahora usaba estos cuadernos también para recopilar frases que se le ocurrían para el librito del bautismo de Jorguito) encontró una de las cartas de Miranda. Era de la época que él vivía sólo, y ella iba a Económicas. Me la copió textualmente. Estaba haciendo tiempo, después de que le suspendieran una clase, para encontrarse con Elortis. Decía así:

Te voy a relatar lo que pienso ahora. No me estoy volviendo loca, solamente es para pasar el tiempo. Tiempo de mi vida que pierdo acá. Me aburro, ya no sé qué hacer. No tengo nada para estudiar. Se me acabó la pila del mp3 y no traje otra para cambiarla. Ya jugué con el celular pero me aburrí. Antes de venir a este Mac para tomarme este café horrible, estuve como una hora dando vueltas en Coto y después media hora en Farmacity. Encima compré cosas que no necesitaba (acá dice Elortis que hay unos mamarrachitos dibujados hasta terminar la línea de la hoja arrancada de un cuaderno anillado de los chiquitos).

Al lado mío se sentaron dos personas que en vez de sentarse lejos para hablar de lo que querían sin ser escuchados, hablan despacio para que no los escuche. No puedo estar acá sin hacer absolutamente nada. Por eso escribo. Igual ya conté todo lo que hice y no puedo escribir más.

Me aburro!! ¿Cuándo venís, bebé? Ya no aguanto más, estoy al límite del mal humor. No aguanto a estos tarados de al lado. Me dijiste cinco minutos y ya pasó como media hora.

Odio las personas que trabajan juntas y se toman un café para criticar a otros. Seguramente mañana en el trabajo saludan a esas personas re bien. Qué falsos!! (Elortis dice que abrir el signo de exclamación ya era una costumbre en extinción).

No sé qué más escribir para disimular que soy una tarada perdiendo el tiempo acá. No me animó a salir a la calle porque hay un montón de gente pidiendo y me da miedo que me quieran robar. Aparte de eso, hace mucho frío y me parece que me estoy por resfríar.

Me quiero ir!! Me gustaría que estos dos se callen y que todo el mundo se vaya. Me gustaría tirarme en un sillón, estar cómoda. No soporto este lugar lleno de gente que está con amigos y que me miran como si fuera un bicho. Me quiero ir, mi amor. Cuántas veces lo puedo escribir? Por favor, vení antes porque no sé qué más hacer. Por favor, bebé. Te imagino caminando hacia acá. Solamente quiero que falte poco porque no aguanto más la espera. Y Martincito ya debe estar llorando en lo de tu mamá.

Por favor, vení. (Y más abajo hay otro mamarrachito, según Elortis, que representa a él caminando, con la leyenda: negrito —como también lo llamaba— viniendo hacia acá. También había flores dibujadas, estrellas, arbolitos, unas especies de clave de sol con las puntas espiraladas hasta el infinito, ramas florecidas y una casa echando humo por la chimenea frente a una vía de tren).

Encontrar esta carta ablandó un poco la memoria de Elortis, que al principio temió seguir revolviendo los cajones de su casa, porque guardaban muchos más recuerdos de Miranda. Pero en su encierro voluntario, o no tanto porque decía que igual nadie lo llamaba, se le ocurrió ordenar todo. Miranda había aprovechado un fin de semana largo para irse cuatro días a la costa con sus amigos, era lo último que sabía de ella y se había llevado también a Martín y a su nueva amiga. Se alegraba que su hijo hubiera encontrado a esa chica después de la desilusión de la mochilera. Pero empezó a pensar que si era el grupo de amigos de tenis seguro que había ido con el tío Oscar y su esposa. Esta mujer debía ser muy distraída o poco celosa. A Martín le caía bien el tío Oscar porque lo llevaba a andar cada tanto en cuatriciclo cuando era chico. En su soledad, Elortis se imaginaba a una Miranda adolescente corriendo por las mañanas por la costa con el tío Oscar —que en su imaginación aparecía cada vez más viejo.

En esos días se acordaba mucho del mono Albarracín. ¿Por dónde andaría?, se preguntaba; ¿lo habrían atrapado los de las veterinaria de la vuelta? ¿Y si el portero se lo había llevado a su Tucumán natal? Se sentía culpable del destino del mono. Cuando el estado de salud de su padre empeoró, discutió con Miranda, que no quería saber nada con tenerlo en su departamento, sobre el destino de Albarracín. El portero del edificio donde vivía su padre no aceptó quedárselo cuando los había llamado para pedirles que hicieran algo con el mono por los chillidos que daba desde que su padre estaba hospitalizado. Cuando finalmente murió, y Miranda fue a buscar los papeles que requería la empresa funeraria al departamento, encontró al mono en silencio, con la mirada serena. No les había quedado otra que llevárselo con ellos, y ubicaron la jaula en un hueco del living. Una vez que volvieron de cenar afuera, lo encontraron en el piso de la jaula con las manitos unidas y la mirada oscurecida. Recién cuando golpearon por tercera vez la jaula el mono salió del trance para abalanzarse ferozmente contra las rejas. La próxima vez que dejaron la casa sola en ese verano caluroso, encontraron la puertita abierta y la jaula vacía. La ventana estaba, como siempre, entreabierta. Las ramas de los árboles se movían por el viento, pero no había rastros de Albarracín, ni afuera, ni adentro, contaba Elortis. Su padre lo hubiera estrangulado con sus propias manos. El mono se le había escapado a él.

Ahora creía que era un sueño la duda de si Baldomero era o no un agente encubierto. La vida más allá de su departamento era algo nebuloso, donde pasaban sucesos inesperados que no podía controlar por culpa de las fuerzas corruptoras del mundo. Mejor era abrir los cajones, separar las cosas que había juntado durante todos estos años, guardar algunas y tirar las demás. Y ahí encontró más cartas de Miranda y varias fotos. Entre ellas, algunas de un viaje a Colonia con los futuros padres de Jorguito. La típica; abrazados en la Calle de los Suspiros, una con el faro en el fondo, otra en la puerta de la muralla, una más frente a la Plaza de los Toros mostrando el mate que le compraron a un viejito, y otra más a orillas del río Uruguay. Parte de la playa había sido inundada y dividida por el río, y Miranda se había empecinado en seguir caminando hasta cruzar el vado. Llevaban mochilas y avanzaban con el agua hasta las rodillas. Elortis notó que podían quedar atrapados si el resto del trayecto era más profundo y crecía el río a sus espaldas. En el medio del vado discutió con Miranda frente a sus amigos y la convenció de volver sobre sus pasos hacia la playa seca y sucia. Ahí se sacaron otra foto sentados en la herrumbrada escalera que bajaba a la playa. Otra de las fotos, que nada tenía que ver con este viaje a Colonia, enterneció la memoria de Elortis. Le hizo pensar que podía reanudar la relación con su exnovia sin que fuera un error volver atrás. También había sido feliz con ella.

En otra que me pasó estaban en el zoológico una tarde de invierno, mucho frío, con camperas y bufandas, habían peleado antes pero se habían amigado y cuando empezó a irse la luz le pidieron a un grupo de chicos que tomaran esa foto. Se veía el fogonazo del flash, que había rebotado contra el vidrio del habitáculo, y detrás de ellos, a la derecha, como ubicado idealmente en la composición, apenas se adivinaba la silueta difusa de un oso polar. Esa foto anochecida en el zoológico, lo atraía fuertemente por una razón desconocida. ¿La habrían tomado el día más corto del año?, se preguntaba Elortis.

Me di cuenta que había pensado seriamente en volver con Miranda, aunque sin que lo abandonara esa repulsión persistente hacia ella, esa manera de tratarla como a una extraña, ante la que sólo retrocedía para defenderla cuando los demás la criticaban. Elortis nunca hablaba mal de ella, solamente daba a entender que no podía amarla. Sin embargo, su mente se negaba a cortar el lazo que los unía. Había más fotos de viajes y paseos, y él las guardó todas entre las hojas de un cuaderno de tapa dura azul; el que usaba para las notas sobre Baldomero, los recuerdos y los mensajes para Jorguito era igual pero rojo.

Poco tiempo después aparece en el mensajero algo más temprano que de costumbre. La fotito de la ventanita había sido reemplazada por la de un árbol con una enredadera en el tronco. Le pregunté dónde era y no me dio precisiones, solamente dijo: la costa. Insistí: quería que me contara qué le había pasado. El día después de encontrar las fotos se había levantado con la firme convicción de que debía seguir buscando algo por su casa.

Revolvió los armarios, alacenas y cajones sin encontrar nada que le llamara la atención y después se dio cuenta que se estaba olvidando de un lugar con más posibilidades de búsqueda: la computadora. En los discos rígidos donde todavía estaban guardados los últimos trabajos prácticos de Miranda no encontró nada interesante. No había nada que lo ayudara a sacar conclusiones sobre lo que debía hacer con ella en el futuro. Entonces se acordó que su ex le había dicho una vez, para certificarle que no le ocultaba nada y podía estar tranquilo con respecto a su fidelidad, que con su amiga Paula intercambiaban contraseñas de e-mails con el nombre completo de sus parejas. O sea que la contraseña del correo de Paula sería el nombre completo de Elortis. La de Miranda debía ser el nombre completo de ese policía que echaba cada tanto a la insoportable y descerebrada Paula a la calle. Cuando pasaba eso, Paula llamaba al celular de Miranda, pero gordi esto, pero gordi lo otro; hasta una vez Miranda había tenido que irse a las corridas del centro al sur para tomarse un café con su amiga en un bar porque el novio la había dejado afuera de la casa. Al otro día se arreglaba con el tipo y poco tiempo después volvía a sonar el teléfono.

Bueno, pero como Elortis no sabía cuál era el nombre del policía, o no se acordaba, decidió probar suerte con la contraseña del e-mail de Paula; lo sabía porque estaba en su lista de correo y cada tanto esta mujer le mandaba documentos con proyecciones de fotos de la India, Egipto, hoteles en Dubai, flores exóticas, secretos del mar, y otros para juntar firmas contra un tipo que se dedicaba a colgar perros de un gancho en su tiempo libre. El hombre más odiado del mundo virtual, decía Elortis. Ciertamente, la contraseña del e-mail de esta amiga de Miranda era el nombre y apellido de Elortis. Leyendo los mensajes, un nudo de bronca se le empezó a formar en el estómago y le subió por la garganta. Uno era el más esclarecedor. Cervantes se había tomado el trabajo de intercalar la antigua historia del curioso impertinente en el Quijote para algo. Sin embargo, él no había mandado a ningún amigo a encontrarse con la verdad, siempre la entrevistó inconscientemente y ahora la arrastraba al aire libre como si fuera una bolsa llena de cacharros viejos, entre los que había, sin dudas, algo polvoso de valor. Miranda le comentaba a su amiga que, aunque seguía amando mucho a Elortis, al que no podía dejar, no se había encontrado a tomar algo con otro hombre que había conocido, porque no le gustaba el tono con el que se lo había propuesto. Eso estaba bien, claro que no le molestaba que conociera a otros hombres, hacía bastante que estaban separados y cada uno podía hacer su vida. Pero en la otra línea, Miranda respondía a la otra pregunta que le había hecho su amiga, tras recomendarle que dejara de ver a Elortis porque no le convenía como hombre. Ya sabía lo que ella pensaba de su exnovio, decía Paula. Le daba mucha bronca a mi amigo; por qué tenía que dar lástima, haciéndose la abandonada, la pobrecita, Miranda, y denigrarlo a él ante los demás como una persona fría y desagradable que se había negado a casarse con ella, como hubiera hecho cualquier buen hijo de vecino, después de tantos años de noviazgo y un hijo. Seguramente les contaba a sus amigos que su novio no era cariñoso, que no la agarraba de la mano cuando iban por la calle, que se reía de lo que ella miraba por televisión o se quedaba en la computadora cuando ella se metía en la cama. Cuando él era, en realidad dulce y atento. Nada más que tenía sus mañas… Y una de ellas era el tío Oscar. Después de decirle lo que pensaba de Elortis, Paula le recomendaba también, palabras textuales, que cortara las cosas con Oscarcito, y dejara de acostarse con su tío.

Elortis se acordó de la cantidad de veces que este hombre había llamado para interrumpirlo cuando él estaba con Miranda, durante la separación y antes también, incluso mientras hacían el amor; para hacerle alguna pregunta insignificante, ella explicaba, sobre trámites contables. No hacía mucho, un sábado que Miranda se quedó a dormir en lo de Elortis, el tío Oscar, que ya tenía cincuenta años largos, la llamó tres veces seguidas una misma mañana, su novia le respondía con risas, y entre llamada y llamada, le contó a él que la controlaba porque Oscar y el grupo de amigos de tenis no estaban de acuerdo en que se vieran si no tenían una relación formal; quería cuidarla nada más, que no perdiera el tiempo con una relación pasada. Ahora Elortis se daba cuenta que Oscar la llamaba a su sobrina los sábados a la mañana para ver si estaba sola y así pasar sin contratiempos por su departamento para acostarse con ella. Era muy simple; y él que había comprado la historia de los celos y del tío cuida. Las veces que lo había visto a Oscar, no le sacaba los ojos del culo de cuanta mujer pasara. Era de esos tipos que le compran un skate a sus hijos y después lo usan más ellos para sacarse fotos que después suben a las redes sociales. Oscar le decía a su esposa que salía a entregar muebles los sábados por la mañana, el ancestral recorrido de los hombres para arreglar sus asuntos con los clientes que los esperaban, pero antes chequeaba si su sobrina estaba disponible.

Y ahora: ¿cuántas situaciones tenía que correr de lugar, volver a acomodar, darle vueltas y observarlas para sacarle lustre a la humillación de la que, con el consentimiento de todos, incluso los padres de Miranda y el grupo de amigos, y también Richard y su esposa —que algo tenían que sospechar—, lo habían hecho objeto? No quería caer en eso. Él siempre había sospechado la verdad. El instinto le había dicho que no podía amar a esa jovencita que era en su momento Miranda, por más que le gustara. Había algo falso en ella, fuera de lugar. Él podía notar fácilmente la trampa; que ella no pensaba bien; por ejemplo, una vez lo había amenazado con suicidarse si la dejaba tomando varias cajas de aspirinas… Desde el principio Elortis quiso desprenderse de Miranda, pero no lo había hecho porque caía una y otra vez en el error de apiadarse de ella por considerar que no merecía el amor que —ella se lo demostraba diariamente— sentía por él. Otra vez Kierkegaard: no se podía juzgar a las mujeres porque primero se engañaban a sí mismas; qué bien decía Elortis; qué pensador. Primero vivía, para después escribir, y te hacía experimentar, sin revelarlo antes, lo que él había entrevisto en el paso por el mundo. Elortis sabía que también la comodidad había impedido que dejara a Miranda y la comodidad, como cualquier vicio, siempre tiene consecuencias imprevisibles.

El e-mail seguía, y Miranda lamentaba la decisión del tío Oscar de encargar a su esposa el manejo administrativo de la empresa de construcción de muebles, con la que su tío dejaría de pasar, para llevarle los papeles, por el estudio contable donde ella trabajaba. Se ve que Oscar había decidido frenar la relación con su sobrina, o por lo menos atenuarla, ahora que ella estaba soltera y le estaba más encima, para evitar que su familia y la de ella no tuvieran otra posibilidad más que descubrir esta relación sórdida.

¿Qué sacaba en limpio de todo esto?, le pregunté; ya le había recomendado que dejara definitivamente a su exnovia. La respuesta no llegó. En cambio, me respondió que él sabía, por lo que a Miranda le gustaba o no en la cama cuando empezaron a salir, las cosas que Oscar le había hecho cuando ella era todavía una nena… —normales, pero algo molestas, especialmente para el pensamiento de un novio celoso.

En su adultez, intentó desarticular este tipo de pensamiento retrógrado, pero terminó descubriendo que una vez que ciertas ilusiones inundan a un hombre en la primera juventud, no hay manera de arrancárselas. La cultura no hacía más que ahondar los caminos de la intuición inicial, con las mentes ilustres elegidas para acompañarnos y las frases subrayadas. Oscar se había interpuesto, sin quererlo tal vez, pero disfrutándolo seguro, en su camino, y también lo había modificado a él físicamente; si prefería algunas cosas a otras en la cama, era por culpa de este tipo.

Escuchar estas cosas eran demasiado para mí. No quise averiguar mucho más, aunque me pareció entender de lo que hablaba. No lo habían privado nada más de las rubias salvajes, también de tener una primera novia sin una historia tan densa y sórdida. En el mismo instante del descubrimiento, Miranda, agraciada con los dones de la telepatía y la adivinación (cuando dormían juntos se levantaba y le decía que había soñado con los ojos de una mujer que lo miraban, y al día siguiente era fijo que él se cruzaba con esos ojos que lo hacían reconsiderar todo como los de la misionera), lo llamó para preguntarle por dónde andaba y si quería ir al cine, pero en realidad sabía que acababa de descubrir el secreto que ella le había ocultado tanto tiempo: nunca había dejado al tío Oscar. Elortis le dijo que no podía perdonarla porque el problema era que le había mentido desde un principio; el tío Oscar era indispensable para ella. Y después de algunas explicaciones, le cortó. Me aclaró que no le perdonaría nunca que lo hubiera arrastrado al grupo de tenis de Oscar, al principio de la relación, sabiendo que había algo entre ellos. Y que lo hiciera ir a cenar tantas veces con él y su familia. Ella siempre hizo el papel de estar loca por Elortis, pero a él ahora le parecía que lo había usado para darle celos a Oscar, a ver si reaccionaba, y dejaba a su esposa. Elortis se acordaba de la vez que lo conoció en la cancha de tenis de Temperley, cuando Oscar le estrechó fuerte las manos. Ella quería, a toda costa, que lo conociera. Y él había sospechado que Miranda había quedado enganchada con su tío, pero le tomó más de treinta años descubrirlo. Entendió que nunca la quiso, siempre había sido para él una chica tonta arrebatada por un tipo descerebrado. Aunque también pensaba que podía ser el entusiasmo de ella por la relación oscura con Oscar lo que había mantenido la suya, como si hubiera algo que, de manera morbosa, a él le gustara observar en su exnovia.

Es que cuando discutían, Miranda llegaba a llamar al tío Oscar para que la fuera a buscar. Le pedía a su esposa que le pasara con él. Claro que se peleaban porque Elortis no quería entender que su novia había estado con su tío, un hombre mayor. Sabía que la revolución que quería llevar adelante él ya no tenía adeptos, nadie se asombraba por nada, pero cuando uno no estaba tranquilo por algo era, me decía Elortis (me acuerdo que durante esa conversación no me mandaba los mensajes enseguida, el mensajero contaba y descontaba los caracteres mientras reescribía sus frases, borrando y añadiendo). Ella lo llamaba a Oscar como una manera de hacerlo responsable de las peleas, de que se siguieran viendo. No era una sobrina llamando a su tío para que la fuera a rescatar de las garras del novio intolerante que tenía. Miranda tenía dolores en las articulaciones que no la dejaban avanzar, no podía salir a caminar con Elortis. Los médicos encontraban los síntomas pero no la enfermedad, y ahora llegaba a la conclusión que su novia somatizaba el secreto que escondía.

Entonces, ¿lo amaba su exnovia?, le pregunté. Claramente, me respondió imitando mi manera de hablar; pero eso no tenía nada que ver. Insistí: ¿por qué no la había dejado para irse con la misionera? ¿O antes, mejor, para recuperar algún amor primigenio como el de la secundaria que una vez me había contado? Para él su exnovia estaba loca y lo había arrastrado a su locura. Aunque es una locura bastante común, Elortis, agregué yo, las mujeres escondemos cosas; ya deberías saberlo.