Cansado de que los acontecimientos lo llevaran, sin sentido, de un lado para el otro, a Elortis le pareció necesario seguir entrevistando a viejos conocidos de su padre. La carta había borrado de los medios su apellido, y todavía quería encontrar al benefactor de la memoria de Baldomero. Intercambió algunos e-mails con Lito, el alumno que le había ayudado a conseguir al mono Albarracín. Lito le contaba alegremente que trabajaba en una oficina del gobierno, y le decía que fuera a verlo cuando quisiera. Elortis no tenía nada que hacer al otro día, y pasar la tarde encerrado en su departamento no le hacía bien. Aunque en la calle se sentía más solo y descarriado. Empezaba a pensar que había sido de muy mala suerte tener éxito con el libro porque lo llevó a tomarse en serio lo que él quería hacer en la vida, y eso significaba a veces alejarse de los demás. Todavía no sabía bien qué era lo próximo que iba a hacer pero estaba claro que en la calle, en los bares, rodeado de mentes ocupadas en tantas cosas, no lo iba a encontrar. Creía que mientras esperaba que hirviera el agua de la pava en su departamento, sus pensamientos se amoldaban a lo que estaba buscando. A veces en el silencio escuchaba que un vecino de un piso inferior abría la ventana. Le llegaba el olor dulce del tabaco. Él había dejado el vicio, y le molestaba el humo. Además se imaginaba a la persona que fumaba triste; ahora uno fuma si está triste, o borracho, o las dos cosas a la vez, decía. Eso era lo que hacía él, se ve, y ponía a todos en la misma bolsa.
Al otro día se fue caminando hasta la oficina de Lito. No quedó contento con la reunión. Un policía lo había acompañado hasta el cuarto piso del edificio, casi desamueblado si no fuera por el detalle de un sillón de cuero marrón largo en el medio. El policía se quedó sentado en una banqueta. Antes, le pidió que esperara a Lito en el sillón. Pasó media hora. Ya no sabía cómo ubicarse, el sillón era mullido, pero no había llevado ningún libro, y le daba vergüenza estar ahí sentado sin hacer nada. El policía se la pasaba hablando con el celular. Al parecer tenían un asado esa noche con otros miembros de la fuerza y le pedía a otro si podía ir un poco antes a prender el fuego porque él no iba a llegar temprano, antes tenía que ver a una tal Nancy. En la red social que usaba, Elortis tenía a un policía, un excompañero de la secundaria. El padre del futuro policía lo pasaba a buscar a las seis de la mañana todos los días para ir al colegio. Era curioso, decía, pero el policía no ponía fotos con armas verdaderas en su perfil. En cambio, tenía algunas fotos en ese juego en que los participantes se disparan con cartuchos de pintura. También Elortis tenía como amigo a un empleado de seguridad, de esos que cuidan las cadenas de farmacias o los supermercados, un familiar de Miranda, y ése sí llevaba una escopeta en la foto del perfil. La gente siempre quiere lo que no tiene, reflexionaba Elortis mientras esperaba que Lito se desocupara y lo atendiera. Y apareció, parecía mucho más viejo que él, medio quemado este Lito, decía Elortis. Aunque se movía con agilidad en el recinto vacío. Le hizo una broma al policía, y después se metió en una de las oficinas que daban al ambiente principal. Salió con unos caramelos, y obligó a Elortis a que aceptara uno antes de sentarse a su lado.
Lo primero que dijo fue que extrañaba muchísimo a Baldomero, aunque hablaban poco y nada, le gustaba saber que podía levantar el teléfono y llamarlo cuando tenía dudas existenciales. Elortis estaba acostumbrado a esas cosas. Aunque en sus últimos tiempos su padre se fue sumiendo en un silencio que sólo interrumpía para maldecir al mono Albarracín, aún hoy la persona que alquilaba su departamento se quejaba porque seguía recibiendo llamados de alumnos que querían discutir algún problema emocional con el profesor Ortiz. Una mujer llegó a dejar un mensaje donde contaba que estaba al borde del suicidio porque había vuelto su hermana de España, y ahora su esposo terminaría de enamorarse de ella. Eso fue lo que había entendido el inquilino de Elortis. Lito decía que, sinceramente, no sabía bien qué función cumplía en ese edificio; creía que se encargaba de coordinar a los empleados. En un momento entró su jefe, un político desconocido para Elortis, y Lito se levantó para estrecharle la mano. Estaba asombrado de que Elortis no lo conociera; además de diputado nacional, era el abogado que había difundido la lista del batallón 601 de inteligencia civil militar. Mi amigo había escuchado la noticia, pero no le prestó mucha atención. Algunos de los nombres de los espías civiles se podían ver en una lista disponible en Internet. Lito le aseguró, guiñando el ojo, que la lista había sido manipulada antes de la publicación. Elortis quedó asombrado al escuchar eso en boca de Lito, porque recordó que siempre se había sospechado que su hermano, cuya muerte violenta en la época de la última dictadura nunca se había aclarado, era uno de los espías. Le llamaba la atención que Lito trabajara con el que había ayudado a que esa lista se difundiera. Decía que todavía era demasiado ingenuo como para caer en ese tipo de asombro. Se le ocurrió que podía ser el hermano de Lito el que había metido a Baldomero en esa fuerza. Claro que no había nada que lo señalara; Elortis todavía no había visto ninguna de las listas.
El padre de Lito era el que, mientras trabajaba en Puerto Iguazú, le había mandado el Callicebus a Baldomero en una camioneta. Elortis no podía olvidarse de ese día porque cuando bajó a recibir al mono, que había viajado en una caja apenas agujereada, vio que el vehículo estaba repleto de otras alimañas, más que nada reptiles varios en jaulas, aunque había una pecera con unas arañas negras ovilladas, y hasta una cajita que decía cucarachas de Madagascar, cuyo nombre científico es Gromphadorhina portentosa, especificó. Baldomero no se detuvo hasta conseguir que le vendieran, por unos cuantos pesos, dos ejemplares de estas cucarachas, que observó en una pecera un par de días, hasta que la madre de Elortis se cansó de cubrir el recipiente con una revista para no tener que verlas mientras su esposo no estaba, y las tiró por el inodoro. Le comenté a Elortis que estos insectos no eran tan difíciles de conseguir, yo misma los había visto en una veterinaria de la calle Callao, cerca de mi casa. Elortis agregó que ahora se conseguía cualquier bicho en las inmediaciones de la feria de Pompeya, que él visitaba de chico con Baldomero, dicho sea de paso. Él era un hijo único muy caprichoso, cuando no le compraban algo, se ponía a pellizcar el brazo del que lo llevaba de la mano.
Una tarde que fueron a esa feria a ver algunos pájaros en los que Baldomero tenía interés, el niño Elortis empezó a hablar peste contra su padre porque no le había comprado unos pececitos que se le metieron en la cabeza. Baldomero estacionó el auto frente a la iglesia de Pompeya, y lo llevó a rastras, de un brazo, hasta el altar, donde le pidió a la Virgen del Rosario que expulsara el demonio que su hijo tenía adentro. Le cayó muy mal el intento de purificación; detestó que su padre hiciera toda esa pantomina, si nunca iba a misa. Elortis se había confesado muchas veces, y sabía que la Iglesia generaba estos vaivenes emocionales; o te dejaba tranquilo y satisfecho como después de una confesión sin penitencia (pensaba que tal vez había empezado a ser escritor, aunque ahora relataba cosas no tan ficticias, en el confesionario; cuando era chico no sabía qué pecados contarle al cura, él se tenía por un santo, y entonces inventaba peleas con sus familiares, malas contestaciones y celos), o salías malhumorado porque te habían mandado a rezar diez avemarías. Pero que te trataran de exorcizar frente a la Virgen era otra cosa. El niño Elortis se había ido con un nudo en el estómago, y sintiéndose también un poco culpable porque en el fondo sabía que algunas fuerzas ocultas lo hacían desear todo lo que veía, y, aquel día, los cabeza de león tenían que ser suyos a toda costa. Sus tardes, en especial la de los fines de semana, eran muy aburridas, se excusa Elortis; no tenía muchos amigos, y los animales lo distraían. Su padre, aunque cada tanto le hacía alguna broma, o le permitía cambiarle el agua y darle de comer a los pajaritos que tenía en el balcón, siempre estaba metido en lo suyo, con el ceño fruncido y sacudiendo la cabeza, como si pensara en algún problema que se le hubiera escapado durante la semana. ¿Pensaría en qué nombres poner en la lista negra que le pasaba a sus jefes? ¿En algunas de sus amantes? ¿La pelirroja inteligente con la que debía compartir interesantes conversaciones de sobrecama? ¿O sería que la japonesa lo tenía a mal traer con su idea de que con el tiempo los hombres recibían lo merecido cuando engañaban a la esposa?
Podía comprender que engañara a su madre, pero no que soplara lo que hablaban determinadas personas a otras que después se dedicaban a hacerlos humo. Los nombres de los alumnos y profesores estaban pintados en una bandera gigante en el patio central de la universidad, en cuyas aulas Elortis había aprendido una profesión que nunca ejercería y se había enamorado inútilmente de alguna compañera. Sin embargo, vino a descubrir que Baldomero, que aparentemente andaba contándole a unos desconocidos, o no tanto, seguro, qué inclinaciones políticas tenían los demás ahí, había seducido a su alumna pelirroja y quién sabe cuántas más.
Lito le dio a entender que era una posibilidad que Baldomero colaborara con su hermano, aunque no sabía quién había metido a quién en esos negocios. A Elortis le llamó la atención que llamara negocio a lo que hacía su hermano. Aunque lo que estaba haciendo ahora Lito en esa habitación desamueblada tampoco tenía un nombre más claro. Había encontrado su lugar en un tipo de panal, esa mosca lo llamaba Elortis, en el que no importaba que produjeras miel; esos lugares estaban rotulados desde siempre por amiguismos y favores devueltos, incluso para apaciguar y contentar a algunos que, desocupados, empezaban a molestar. Por eso la comunidad que se juntaba en esos lugares era tan heterogénea.
Elortis volvió con un peso extra en su espalda, el de sentirse tan cómodo, e incluso reírse de los chistes que contaba ese alegre personaje. De vuelta en su departamento, no podía estar quieto. Motor estaba más raro que nunca, se le erizaba la espalda, y lo miraba como si él fuera un ser peligroso, que estuviera pensando en hacer una locura.
No sé si ya lo dije, pero a Elortis le encantaban las paltas. Dio la casualidad que las ramas de un aguacatero, plantado en el patio del hotel de al lado, daban al contrafrente de su departamento. Las paltas estaban maduras, y Elortis escuchaba cómo se estrellaban contra el techo alambrado del patio de su edificio. Ese ruido lo ponía nervioso. Además no llegaba a las ramas del árbol para salvarlas de esa caída, y después comérselas.
Se sentó en la computadora y buscó la lista que había mencionado Lito. Enseguida la encontró, y la bajó en un PDF. Nómina del personal civil de inteligencia que prestó servicios en el destacamento de inteligencia 601 entre los años 1976 y 1983, tenía como título. Los empleados estaban clasificados según el nombre completo y la especialidad. Había dactilógrafos, agentes de reunión de información, conductores de vehículos, cocineros, auxiliares de personal, fotógrafos, mozos, radiooperadores, contadores, agentes de seguridad, peones, electricistas, perfograboverificadores, mecánicos, agentes de operaciones especiales y agentes de censura, entre otros a los que no prestó atención. No había ningún Ortiz, claro. Leyó la lista de nuevo fijándose sólo en los nombres, y ahí vio que uno de los agentes de reunión se llamaba Álvaro. El segundo nombre era Daniel, y el apellido Albarracín. El nombre completo de su padre era Baldomero Álvaro Ortiz. Mientras, cuenta Elortis, las paltas maduras sonaban como disparos al estrellarse. Le empezaron a zumbar los oídos. De algún lugar tenía que haber sacado su padre, años después, ese nombre insólito para un mono tití: Albarracín. Igual, todo le parecía muy llevado de los pelos, no había otro indicio que señalara que el Alvaro Albarracín de la lista (al que bien le podían decir el Mono también, ya que tenía entendido que entre estos agentes era común llamarse por un sobrenombre, que señalaba alguna virtud, defecto, o característica física del portador), fuera su padre. Eso sí, en la época en que Baldomero se dejaba la barba parecía un mono sagrado de la India. Sin embargo, nada probaba que el psicólogo Baldomero Ortiz fuera el agente Álvaro Albarracín.
Elortis borró la lista de su computadora, y se dedicó a acariciar a Motor que dormitaba en el sillón; ya estaba menos arisco que cuando volvió de su experiencia independiente en la costa. Y sentado ahí, acariciando a su gato, le dieron ganas de reírse. Y lo hizo, no podía creerse del todo que Baldomero fuera un espía; sí lo veía como una reaccionario que andaba gritándole a la gente su versión de la realidad en la universidad. Todas esas casualidades que estaba encontrando tenían que estar dirigidas, diría Pascal, decía Elortis, por un sentimiento.
No había entendido del todo a Baldomero, no sabía bien quién había sido, creía que lo había engañado a él y a su madre, pero lo había hecho para salir adelante. A diferencia de él, Baldomero venía de la nada, cuando su padre, el abuelo de Elortis, se murió, muy joven, su madre lo internó por un tiempo en un colegio pupilo porque tenía que salir a trabajar y no podía ocuparse del chico.
Vivían en un departamento prestado por un tío español que era letrista de tangos y los ayudaba cada tanto con algún dinero. Al poco tiempo también la madre se murió de un infarto. Le costaba contar estas cosas a Elortis pero no podía parar. Su padre se las había revelado muy de a poco. No le gustaba hablar de su infancia. Baldomero vivió un tiempo con otro familiar de la madre, un portero español que trabajaba en el edificio donde vivía una familia adinerada, los Ramos Mejía. Detrás del edificio había una cancha de tenis y Baldomero veía por la ventana a otro chico que lo miraba como invitándolo a jugar con él, pero el padre del chico se lo llevaba y Baldomero, como años después su hijo, se pasaba las tardes revolviendo las cosas que el portero español recibía de los dueños del edificio. Tiraban muchas cosas, entre ellas esculturas, cuadros y libros, y Bautista, como se llamaba el portero, se quedaba con la mayoría. Baldomero se entretenía con esos bártulos y leía muchos libros, más que nada de Historia. Con el tiempo el tío español le consiguió un buen trabajo en una empresa multinacional, y Baldomero pudo estudiar y salir adelante por sí mismo.
Las cosas para Elortis habían sido mucho más fáciles y la culpa que sentía por eso hacía que mucho no le entusiasmara ponerse a analizar el pasado lejano de su padre. Por eso prefería ver en su mente la imagen todavía fresca del mono enjaulado al que se había dedicado a observar detenidamente Baldomero en sus últimos años. Sin embargo, esa imagen era también inquietante.