Capítulo 8

Por mi parte, durante esa época tuve mi primera entrevista laboral. Fui a ver a una amiga de mi papá, charlé con ella en su estudio y me dijo que necesitaba una secretaria. Se dedicaba más que nada a jubilaciones. Yo me quedaría en el estudio para atender el teléfono y contestar los emails, mientras ella salía a entrevistar a los posibles clientes.

El trabajo y las charlas con Elortis resultaron ser demasiado para mi amiga Agos. Empezó a darse más con sus amigas de facultad y a dejarme de lado. Mis nervios se alteraron, y mi jefa me recomendó reiki.

Una vez por semana me acostaba en una camilla y cerraba los ojos. Trataba de poner la mente en blanco pero me descubría pensando en Elortis. ¿Estaría revolcándose con alguna? Aunque me había dicho que últimamente no podía hacer otra cosa más que anotar sus recuerdos en un cuaderno, en el mismo donde tomaba notas sobre su padre. No quería escribir en el cuaderno sobre Sabatini porque tenía que verlo en esos días por un posible negocio con el libro, y no tenía intenciones de ir mal predispuesto al encuentro. Resultó que se juntaron en un bar de Monserrat, que les quedaba a mitad de camino de donde vivía cada uno, para definir si vendían o no los derechos cinematográficos de Los árboles transparentes a un productor de televisión interesado en el cine —aunque al momento sólo había producido un conocido programa de bailanta—. Elortis irradiaba alegría ese día, satisfecho con los progresos del único alumno de su taller literario, y menos ansioso gracias al hábito de escribir sus pensamientos en el cuaderno. Sabatini empezó a hablarle de lo bien que lo habían pasado juntos trabajando en el libro, poniendo énfasis en la buena sociedad que habían formado en el pasado, que se había destruido, más que nada, y en eso coincidían los dos, por los problemas económicos. Elortis aseguró que si no fuera por las malas cuentas, hubieran seguido trabajando, y divirtiéndose, más que nada con el objetivo de hacer sentir culpable a Sabatini por no haber perseverado. Él, tomando revancha, le contó que ahora tenía más pacientes y que, sumados a los que atendía su mujer, estaban ganando bien. Sabía que, si bien las ventas del libro les había dejado buena plata al principio, que ya habían repartido entre los dos, lo que entraba actualmente por Los árboles transparentes no alcanzaba para pagar las expensas y los gastos mensuales de una oficina. Consiguió hacerle decir a Elortis que, si seguía con lo suyo, que para él mismo era hacer nada, o mejor dicho tratar de ver en qué proyecto iba a invertir su tiempo en el futuro, era porque vivía del alquiler del departamento de sus padres. Pero algo le molestaba a Sabatini, adivinó Elortis; su revancha era imperfecta, él no sabía qué hacer con su vida y se sentía miserable escuchando diariamente a sus pacientes. Cuando él hizo un comentario sobre la simpleza de hacer lo que a uno le gusta, y saber conformarse con eso, Sabatini se sacó, y le echó en cara su insoportable arrogancia. Para ahondar el ataque, le preguntó si él pensaba que le debía algo del tiempo en que trabajaban juntos; pago de viáticos, impuestos de la oficina, y esas cosas. Elortis había comprado las computadoras, y los últimos meses se encargó de pagar también el alquiler de la oficina, pero decidió no recordarlo.

Ahora bien, Sabatini tenía un as en la manga; le confesó que uno de los personajes del libro, la cleptómana, lo había llamado para organizar nuevas entrevistas con él, y proyectar juntos Los árboles transparentes 2. En la continuación de la novela ella sería la protagonista, en vez de un personaje más de las historias del anterior, y Sabatini le dejó en claro a Elortis que como esta mujer era paciente de un amigo suyo, o sea que él la había conseguido para el libro, esta vez se iba a encargar de todo el trabajo. Así que transcribiría las entrevistas y redactaría la novela que, tal vez, llevaría como segundo título el nombre de la cleptómana. Acto seguido, dijo que aunque Elortis tenía dotes notorias para escarbar en las historias ajenas, reconocer lo que había en común entre los demás y él, jamás aceptaría que volvieran a trabajar juntos; el tiempo no vuelve atrás. A Elortis, además de darle mucha vergüenza, le molestó que los demás clientes del bar fueran testigos del giro imprevisto de esa reunión, que había empezado con abrazos, como un cordial reencuentro. Asqueado por la trampa que le había tendido Sabatini, llamó al mozo y le pidió la cuenta. Afuera, le dejó en claro a su amigo que a él le hubiera gustado que siguieran trabajando juntos pero que ahora lo había desilusionado, y que intuía las razones de su bronca. Igual, después se volvieron a abrazar, antes de separarse. Elortis más que nada dejó caer los hombros sobre los de Sabatini. Son las personas que más lo conocen a uno las que suelen convertirse en enemigos, me dijo. Y agregó: por suerte. Después, envió el iconito de la carita sonriendo, para no hacer tan densa la conversación. Debía tener miedo que le pusiera que me iba de golpe, como hice tantas veces… Pero a mí me interesaba el tema Sabatini.

Aparentemente, su amigo tenía envidia de que a Elortis le estuviera yendo bien por su lado; le molestaba que mantuviera ese aire de alegre seguridad que lo caracterizaba, que no lo abandonara el ánimo de seguir haciendo lo que le gustaba; en resumen, que no se tirara a su pies para rogarle que volvieran a grabar libros. Pero él tenía una nueva fe, la de los que tenían muy pocas cosas que perder, me explicaba exagerando; y hasta se manejaba bien en las entrevistas. Al principio, y en Mar del Plata, cuando eran entrevistados le cedía la palabra a Sabatini. Su amigo era el que mejor se llevaba con las personas, porque su energía no estaba dirigida al trabajo sino que la concentraba en relacionarse con los demás. Con un encanto muy singular, había que aceptarlo.

A que lo atendieran en el calle cuando iba a su casa, ahora le sumaba esta ofensa pública, ya que Sabatini había terminado a los gritos en el bar; con el objetivo de desanimarlo para ubicarlo a su lado, en el camino de los pollerudos crónicos, pero que saben bien quién les da de comer, se acordaba Elortis de Soult, y de Diego. Porqué será que a veces los temas que encontramos y la realidad son afines y parece que marchan juntos. ¿Y si el único sentido de la realidad es querer demostrarnos algo? Le daba la impresión que su amigo había abandonado esa unión fructífera y trascendente para satisfacer los mandatos de Ornella —como administrarle un tratamiento carísimo con células jóvenes al pastor belga viejo que tenían—, y como no podía perdonarse haber actuado de esa forma, le tiraba toda la bronca a él. En parte lo entendía, porque ni los libros audibles ni escribir novelas a dos manos habían demostrado ser redituables a la larga, y hoy en día una persona que no tiene plata no le quedaba otra que apartarse de la sociedad. Antes se podía hablar, decía Elortis. Ahora todo son acciones. Viajar, conocer, comprar, probar, experimentar.

A Sabatini le gustaba hacerse el payaso, y ser el centro de atención, sin eso no era nada. Pero no podía perdonarle que tratara de desestabilizar su ánimo con ese ataque neurótico en el bar. Él quedó destruido y se apoyó en Miranda, aunque dudaba que su exnovia lo comprendiera de verdad. En resumen, quedó claro que su amigo lo odiaba porque estaba tratando de salir adelante solo, por su cuenta. Para colmo, por esos días, apareció una demanda de indemnización de Tony, el ciego que tenían contratado en la empresa de libros audibles. Aparentemente lo había convencido de ir a la justicia una de las maestras con las que andaba. Al principio lo esperaba sentado en una banqueta que le pedía al encargado del estacionamiento de enfrente del edificio donde vivía Elortis, y cuando lo veía salir se le echaba al humo para pedirle la plata que la maestra, su nena, como la llamaba, le había sugerido. Se ve que como Elortis nunca le dio un peso, la maestra le había conseguido un abogado. Si el proceso seguía adelante se llevaría aproximadamente la mitad de las regalías de Los árboles transparentes.

Tony tenía planes de casarse con la maestra, y seguía vendiendo en las escuelas las copias de los libros audibles que habían quedado en su poder. Días antes de que llegara la carta documento, dos tipos empujaron a Elortis en la puerta de su edificio. Por suerte, apareció el portero, que había trabajado en una empresa de seguridad, y apaciguó a los agresores. Tony se las arregló para que estos tipos, que trabajaban en una empresa de deudores incobrables, le siguieran los pasos durante un par de días, hasta que llegó el cartero con la intimación. La posibilidad de tener que achicar más sus gastos lo ponía muy nervioso. Ya era demasiado aceptar que Miranda le pagara sus gustos o le regalara ropa.

Lo raro de todo esto, es que un día le pareció ver a Sabatini y a Tony sentados en un bar. Aunque no estaba seguro porque iba conduciendo. Para él, había algún arreglo entre los dos, ya que la empresa de libros audibles estaba a su nombre, y aunque su exsocio estaba dispuesto a pagar la mitad de lo que pedía el ciego, todavía no habían llegado a esa instancia.

Elortis desconfiaba cada vez más de las personas que lo rodeaban. No creía que una persona cambiase con los años, sino que básicamente hay dos o tres hechos que nos marcaban en la infancia, tal vez en el vientre materno, y que a partir de ahí uno sale medio iluso como él o vivaz como las personas adaptadas a este mundo. La ausencia de flexibilidad hacía que terminara viendo a todos los demás como unos trogloditas dispuestos a ponerle el pie en cuanto se descuidara. Obvio que hay personas distintas, que se manejan de otras maneras a la de uno. Sin embargo, él creía que la sociedad le había machacado la mente a la mayoría y era difícil cambiarlos. En cualquier ámbito, enseñaban a sacar ventaja de todo sin ninguna reflexión. Según Kant, había que darle importancia al medio que usábamos para conseguir determinado fin. Era una de las máximas de Elortis; el zhong chino. Y también, después de leer a Foucault, trataba de cuidarse a sí mismo. Le gustaba dar nombres ilustres con la esperanza de que yo los buscara en Internet. Gracias a Foucault, evitaba exponerse a situaciones incómodas, y juntarse con personas que pudieran hacerle daño. Por eso le había molestado tanto lo de Sabatini aquel día. Trataba siempre de hacerme leer, pero en ese tiempo yo estaba más interesada en las letras de Ricky Martin, o Cristián Castro, entre otros, que en abrir libros. Después me interesé un poco más en la lectura. Augustiniano tiene bastante que ver con eso también. En el fondo se hubiera llevado bien con Elortis, si lo hubiera conocido.

Decía que cuando una persona estaba en dificultades tenía que sentarse a reflexionar sobre el mundo. Abdicar de una porción de la vida diaria. Siguiendo esta regla de oro, se le había ocurrido una hipótesis —aunque después me reveló que la había pensado originalmente para un trabajo práctico de una materia que cursaba Miranda—. Según él, las guerras impersonales del siglo pasado habían educado a las personas para que aceptaran con facilidad una ética alejada de la de Kant y cercana a la de Maquiavelo. Éste le hablaba a los príncipes pero esas ideas ahora las usaban los subordinados. Los políticos habían declarado guerras a base de estadísticas, y establecieron objetivos poco visibles, lejanos, a diferencia de otros siglos.

Como resultado, fortalecieron el viejo cuento de la obligación de ganarse el pan de cada día de manera brutal y violenta; las personas dejaron sus tierras, perdiendo conexión con la realidad, y se juntaron en las ciudades para ofrendar sus vidas, casi gratis, por un dudoso progreso. Terminaban abandonando sus primeras aspiraciones. Aceptando el maltrato y el sacrificio como realidad, obligaban a los demás a sumarse, y, por lo tanto, inflaron de sentido diariamente a la estructura que al explotar, en la actualidad, ya se había tragado a varias generaciones. Que culparan a las ametralladoras y a los aviones bombarderos. Ahora había que ver cómo la amenaza más invisible del terrorismo iba a cambiar nuestras relaciones. Suponía que las personas ya no se veían a sí mismas como blancos, sino también como posibles detonantes. En este sentido, la psicología seguiría en ebullición, más en países castigados como el nuestro. Cualquier nimiedad hacía que uno se sintiera mal, culpable. Sin embargo, las personas no se dedicaban a cambiar la realidad. Lo único que hacían era comentarla con amigos y analistas. Y esto tenía consecuencias, algunas más ridículas que importantes. Por suerte, Elortis ya se había ido por las ramas; como profesor sería un fiasco.

Sin ir más lejos, su otro amigo, el que a veces se unía a las salidas con Romualdo, visitaba a su psicóloga semanalmente. Después llegaba al departamento de Elortis, tomaban cerveza, discutían algún tema mientras picaban algo con Romualdo, y salían de bares. Era unos cuantos años más joven que los otros dos, y el menos tímido del grupo; sin embargo las mujeres lo obviaban. En realidad, él se desanimaba en cuanto encontraba la mínima oposición. Nunca estaba a la altura de los demás. Otro ejemplo de culpa. La psicóloga le recomendó que dejase de encarar mujeres. Que se quedara en el molde, y ellas se acercaran. Y que ni se le ocurra fijarse en las lindas. Así cualquiera se repone, conveníamos con Elortis. Los peligros del psicoanálisis eran ciertos analistas.

El que no necesitaba consejos era su amigo de la infancia, el ingeniero. Richard había conquistado a su futura esposa una noche que salió con Elortis, cuando eran todavía muy jóvenes. La pareja anterior de la chica la había engañado, y ella no quería saber nada con los hombres. Ni siquiera le pasó el número al amigo de Elortis, pero le indicó más o menos por dónde trabajaba, en un local de ropa. Richard ya estaba al otro día rondando la zona del local con su auto. Aunque sus pensamientos estaban domesticados en las demás áreas, en ésta decidió entregarse a sus impulsos. Era una persona simple. Se había criado con mayoría de familia italiana, como Elortis, pero más unida y alegre. Richard no había dudado en cortejar a la chica durante año y medio. Miranda se reía al verlos a los dos ir de la mano sin haberse dado ni siquiera un beso todavía, porque ella no quería. Su amigo terminó de conquistar a la chica diciéndole que para él, ella era como el juguete que no le quisieron regalar cuando era chico. Para Elortis, Richard no hubiera desentonado como mafioso, sería uno de esos que seguían los códigos antiguos, y tendría algunos problemas para entenderse con los políticos de hoy en día; pero se las hubiera arreglado para salir adelante. Sin embargo, tenía un puesto administrativo en una conocida fábrica de automóviles. Siempre estaba pensando en hacer negocios paralelos para no depender del trabajo diario en un futuro cercano. Cuando tocaba el tema, repetía que le gustaba llenar el changuito con todo lo que veía en el supermercado; darse los gustos. Para ahorrar el sueldo de la fábrica, compraba aceite de Oliva que fraccionaba y, con la ayuda de un sobrino, después revendía por el barrio. Hasta se consiguió un enorme castillo inflable, que habían probado con Elortis una tarde en el jardín de su casa, y salía en su camioneta a entregarlo a cumpleaños los fines de semana. Todo suma, le había dicho a Elortis mientras esperaban que se inflara el pelotero. Ahora estaba por invertir en un auto para ponerlo a trabajar en una remisería.

Un día Richard le estaba contando a Elortis lo bien que se ganaba en la fábrica, y como Elortis en ese momento no tenía trabajo le sugirió que podría ser operario. Estaba dispuesto a conseguirle una entrevista. Elortis trataba de evitar las entrevistas laborales. Era en lo último que pensaba. Ésa era la diferencia entre su generación y la de su padre. Ya intuían que te usaban, te hacían un bolllito y te tiraban. Entonces las personas descartadas empezaban a hacer de todo para desaparecer, aburridos y desilusionados del mundo, se encerraban y empezaban a mover la cabeza de un lado para el otro, como negando una realidad intuida hacía mucho tiempo que podía haberles cambiado el rumbo. Habían formado buenas familias, con gente que se hacía querer; ése había sido su mérito más grande, pero algunos de ellos, tal vez los mejores, ya no estaban para disfrutarlas. Sin embargo, para Baldomero era importante que su hijo entablara relaciones comerciales. No se cansaba de decir que sin contactos no llegabas a ninguna parte.

Yo le decía que algo de razón tenía; sin la ayuda de mi papá, por ejemplo, yo no hubiera conseguido mi primer trabajo. Elortis decía que yo no necesitaba trabajar a mi edad, que podría haber aprovechado ese tiempo para estudiar y hacer cosas más importantes. Incluso hacerle compañía a él. Le envíe una carita de desdén, boca fruncida. ¿Quería invitarme a su casa? ¿No sería uno de estos locos que se aprovechaban de las menores de edad? No era la primera vez que lo pensaba. Yo ya no era menor, pero se notaba qué lo atraía de mí.

No le dio importancia a la carita y siguió hablando del tema de los contactos en el mundo laboral. Cuando Baldomero había sacado el tema esa tarde, él le dijo que dedicarse a hacer contactos era una perdida de tiempo porque las personas tenían un caparazón infiltrable, y lo único que sabían hacer era arrastrarte a sus metas. Antes se podía hablar de trabajo en grupo para llegar a algo, pero ahora todo estaba dado vuelta, las palabras no significaban nunca lo que debían significar.

A su padre le gustó eso, porque él había dirigido su vida a buscar una nueva forma de comunicarse o, mejor dicho, a encontrar la verdadera forma de comunicarse, perdida en una selva amazónica o africana. Le chispearon los ojos; empezó a preguntarle cosas a Richard, y a hacerle comentarios graciosos sobre las relaciones laborales.

Casi siempre estaba serio, o rezongando, pero sabía como ganarse a las personas. Si no eran las bromas, entonces eran las noticias funestas. A quién le habían disparado para robarle el auto, qué conocido había quedado ciego de un ojo de repente, qué otro había ido al médico para salir contando los días que le quedaban, cuántas víctimas se había cobrado el descarrilamiento de un tren. Un verdadero catálogo de truculencias y hechos nefastos. En estos casos, casi siempre terminaba con una protesta de las personas que lo escuchaban. En cambio, las bromas y las anécdotas sobre personajes históricos eran los latiguillos que usaba su padre para apuntalar la comunicación, y ganarse la simpatía de los demás. Sólo a él lo trataba con severidad, tal vez porque no le prestaba mucha atención cuando hablaba. Elortis siempre creyó tener una meta y, aunque no sabía bien cuál era, no quería que le impusieran otra.

En fin, mi amigo no aceptó la sugerencia de trabajar de operario. Trabajó unos meses en el área administrativa de la universidad donde enseñaba su padre, hasta que llegó el verano. Richard nunca entendió a qué se dedicaba Elortis, y por eso mismo no lo podía tomar en serio del todo. Sin embargo, eso no impedía que se divirtieran cuando estaban juntos.