Capítulo 3

Durante la convalecencia que siguió a la operación, no dejé de pensar en Elortis, mi querido amigo virtual, y lo que fuera que estuviera haciendo en esos momentos. Le comenté al pasar que necesitaba dadores de sangre. Se presentó al día siguiente, aunque no lo aceptaron. Dijo que porque había dicho la verdad en todas las preguntas del cuestionario. Seguro que, como un conocido, andaba con más de una y por eso lo rebotaron.

Cargándolo, le pregunte si iba a ir a visitarme a la clínica; dijo que sí pero no cumplió, aunque llegó un mensajito de él para preguntar cómo me había ido, tres horas después de que me sacaran del quirófano. Estaba mi mamá y no pude evitar la sonrisa. Le dije a Elortis que me vendrían bien algunos de sus libros audibles para la noche. Ahora no puedo evitar imaginármelo diciendo mi nombre a la enfermera, y después sentado en la sala de espera de dadores de sangre, antes que lo llamaran para llenar el formulario.

Sus audiolibros no hubieran sido muy interesantes para mí, como ya dije eran libros viejos, por esa época yo leía poco y nada —¡con todos los textos que me daban en la facultad!—, pero estaba enganchada con esos de vampiros enamorados y un tiempo estuve con los otros de tipos que van atrás de símbolos secretos. Ahora cada tanto me compro algunas novelas más interesantes que me recomiendan en el trabajo.

Sabatini y Ortiz se ocupaban de todo Jack London, Martin Eden incluido, Elortis precisa; de la obra completa de Lewis Carroll, los Cuadernos Norteamericanos de Hawthorne, las cartas de Flaubert, Allá lejos y hace tiempo, los Viajes de Marco Polo; Wilde, pero el argentino no el que había hecho envejecer a un retrato, porque no se habían animado a leerlo en voz alta. Hubo una fuerte discusión para ver quién hacía de Flaubert en las cartas, ya que siempre eran sus voces las que interpretaban las lecturas. Si eras vecino de su oficina en esa época podías escuchar la voz de Sabatini como Flaubert y la de Ortiz como Turgueniev o Maupassant. Casi se van a las manos para ver quién era el señor de Balantry y cumplieron el deseo de Borges de dividir en dos actores al señor Jeckyll y Mister Hyde. ¿A que no saben quién se ocupa de los párrafos en que aparece Hyde en la grabación? Lamento informarles que Elortis no quiso revelarlo. Y es imposible averiguarlo porque, aunque algunas grabaciones circulan, ésa se perdió en un disco rígido defectuoso.

Si se divertían tanto; ¿por qué se separaron esos dos? La culpa, tal vez, la tuvo el libro que escribieron a dos manos. Algunos días después de mi operación, tuve una charla rápida con Elortis. Don Luciano, el vecino que le cuidaba la casa de la costa, tenía noticias de Motor, mucho no le quiso decir aunque le pidió que viajara cuanto antes. Se haría una escapada al otro día.

Ya de vuelta, en una charla más distendida, me cuenta cómo le fue. Apenas llegó, después de un viaje rápido y sin inconvenientes, aunque la soledad de la ruta lo había adormecido mediando la mañana fría y nublada de principios de otoño, Don Luciano lo acompañó hasta la casa de un vecino. Cruzaron la plaza, un colchón de agujas de pinos (esos árboles habían crecido desde que Baldomero plantara él mismo los primeros ejemplares de la variedad pinus brutia, según había investigado recientemente mi amigo, un pino de gran altura, natural de zonas mediterráneas), hasta una casa blanca de madera donde el señor Heller, ex capitán de fragata y compañero de pesca de tiburones de su padre, pasaba la mayor parte del año, gracias a una jubilación de privilegio que, según don Luciano, ningún proceso judicial había logrado quitarle.

Ni bien entró, Elortis se fijó en los muebles pesados que tenía la casa, en las vitrinas repletas de soldados de plomo de la Segunda Guerra Mundial, iguales a los que su padre compraba en el Pasaje Obelisco —tal vez el ejemplo de su amigo había dado el puntapié inicial a su afán por coleccionarlos— y en las pieles de animales salvajes que colgaban de las paredes, particularmente en la cabeza de un tigre de Bengala, colocada arriba del hogar, adelante del cual se extendía por el piso la piel blanca del mismo animal, rodeada de un par de sillones largos tapizados en cuero negro. La piel terminó de impresionar a Elortis.

Don Luciano, entusiasmado, revelando su camaradería habitual con el propietario, lo invitó a que se sentara en el sillón frente al ya repantigado Heller. Elortis dijo que nunca probó un whisky tan bueno como el de ese hombre. Aparentemente, un marinero le regalaba lo que quedaba en el fondo de los barriles escoceses, un líquido asentado y espeso.

En esa casa, con el fragor de las ramas de los árboles que se clavaban en el cielo, mi amigo intuyó dos veces una presencia que le soplaba la nuca, y se le ocurrió, mientras don Luciano y Heller intercambiaban opiniones sobre el clima político y personajes de la farándula en la temporada de verano de Mar del Plata, que bien el excapitán podría tener una chica enterrada en el fondo cuyo espíritu viniera a pedirle una revancha, un rescate, si es que se podía rescatar a alguien ya muerto le digo yo, pero Elortis me dice que se tiene que poder.

Por un momento, creyó ser la señora Marple, vaso de whisky en mano en vez de té, en la historia que se llamaba Némesis si mal no se acordaba, y el ex cazador de tiburoncitos fue el cómplice de un terrible crimen compartido con Baldomero. Justo apareció Motor, dio unas pisadas sobre la piel de ese otro felino, pero gigante, y saltó a la falda del señor Heller que, sonriendo, dejo reposar su mano sobre el gato.

Heller le contó que Motor se había portado de maravillas, y pasó a explicarle porqué los gatos eran sagrados para los egipcios; una razón muy práctica: la eliminación de las ratas. Elortis, al contestarle, no se sintió la señorita Marple sino su padre, por la entonación grave, calculada; también es verdad lo contrario, dijo, inventamos fundamentos prácticos para llevar a cabo las decisiones más alocadas.

No podía sacar los ojos del fondo largo, con esos árboles y un tobogán, y le echó en cara a su padre muerto no haberlo traído de chico a jugar a lo del capitán, más cuando descubrió a esas dos nenas que le sonreían desde una foto en la mesita ratona. La casa cruzando la plaza, antes un terreno con algunos arbolitos dispersos y una inscripción tímida en el cantero del medio que inauguraba un futuro espacio público, había pasado desapercibida en sus tardes solitarias.

Igual, de repente se olvidó de lo demás, y le preguntó a Heller si se animaba a escribir una nota a favor de su padre, que sería enviada a los diarios. Le contestó que con gusto escribiría una, pero le extrañaba que no supiera que una carta firmada por él comprometería más a Baldomero, aunque estaba dispuesto a desligarlo, mediante sus palabras, de cualquier sospecha. ¿Qué habría querido decir con eso?, se preguntaba Elortis; ¿sólo de palabra podía desligarlo?, ¿habría algo verdadero en la acusación? Prefirió no seguir insistiendo en el pedido.

Volvió a cruzar la plaza con Motor en sus brazos y el cada vez más viejo don Luciano, quien se atrevió a contarle que Heller y Baldomero solían escaparse a Mar del Plata con la excusa de ir a pescar, pero que en realidad hacían de las suyas como cualquier hombre de antes, lo que hizo que se acordara del interés de Heller en la farándula marplatense, y también de la exvedette Susana P. Apenas subió al auto, notó que Motor estaba un poco arisco. Cuando le preguntó sobre sus aventuras independientes, le contestó con un maullido seco, más ronquido que otra cosa, y no dejó de encorvar la espalda cada tanto durante el viaje, como echándole en cara que lo hubiera perdido.

Ya de vuelta en su departamento, con el gato recién alimentado en sus faldas, y todavía sorprendido y asqueado por las pulgas que le descubrió en el cuello y en el lomo, vio la respuesta de Sabatini; se negaba a colaborar en el prefacio de la nueva edición del libro que escribieron.

Lo de Los árboles transparentes había empezado como un chiste, una paradia. Cuando notaron que vender libros audibles no era ningún negocio se propusieron hacer un libro a manera de imitación de tantos psicoanalistas devenidos escritores. Para eso, Sabatini se encargó de seleccionar a varios conocidos, en su mayoría antiguos pacientes suyos, que darían testimonio sobre relaciones truncadas, amorosas, familiares, laborales. En el libro daban a entender que las relaciones se desgastaban por causas exteriores naturales y no por problemas inherentes a la personalidad de cada persona, idea que lo hacía parecer más una crítica al psicoanálisis que uno de esos best-sellers de autoayuda que fomentaban la profesión, y terminaba dejando a los psicoanalistas algo mal parados. Pero, para decir la verdad, no era el medio, me decía Elortis, lo que impedía que las personas fueran felices; eran los prejuicios, las opiniones infundadas y el resto de las configuraciones mentales que el sistema cada vez más invisible y amigable en que vivíamos nos implantaba para aislarnos y conservarnos como una célula cada vez más eficiente, sin tener en cuenta las consecuencias. Las personas afines se terminaban desencontrando. La incomunicación y la soledad hacían de las suyas.

Me pareció que lo decía a propósito, pensando en mi supuesta inapetencia sexual, cuando agregó que hacía rato que la represión sexual y de los sentimientos —la que más le preocupaba— no provenía de la religión sino de las metas falsas que nos imponían. La libertad había sido manipulada tanto en los últimos tiempos y ahora era una trampa cada vez más transparente.

Sabatini fue un gran artífice del libro, preguntando sin vueltas a sus expacientes los secretos más íntimos de sus relaciones. Elortis escuchaba las entrevistas y se dedicaba a inventar una historia que reflejara la situación de cada entrevistado. Tengo una amiga que se sabe de memoria, y hasta copia en su mensajero, algunas de las frases de Los árboles transparentes.

El título se debe a la metáfora de Elortis de un bosque repleto de árboles que no pueden verse los unos a los otros, solamente creen percibir algún que otro reflejo, casi siempre erróneo, de una presencia ajena a la suya. Según, Elortis, que como vemos no era muy amable con su obra, es esta especie de crítica light a la sociedad la que aseguró las ventas del libro. Sin embargo, más de un crítico literario agradeció la imagen de este páramo que en realidad era un bosque.

Los árboles crecen en altura porque piensan que así podrán ver otras especies a lo lejos pero en realidad nunca ven nada y la soledad empieza a doblegarlos.

Noches después que mi amiga me hablara del libro, soñé que pisaba el bosque de árboles invisibles con pasos cada vez más rápidos que terminaban en una corrida. Mis manos rozaban cálidas y ásperas cortezas translúcidas. De repente, me dominó una alergia terrible que debía provenir del polen oculto que lanzaban al azar esos gigantes y me desperté estornudando —gracioso, pero acabo de estornudar a la mitad de la frase—. Según mi amiga —la primera vez que intenté alejarme un tiempo de Elortis, cuando las charlas se volvieron más frecuentes, me prometí no leer nunca el libro— el caso más interesante que encontró la dupla Ortiz-Sabatini era el de Roberta Catani.

Esta mujer era una histérica cleptómana, por lo tanto mitómana, así que mejor tomar con pinzas algunos detalles de su relato, también lo aclaraban en el libro, que se enamoraba, y era correspondida, de un compañero de trabajo. La relación prospera, y los novios pasaban cada vez más tiempo juntos —en el call center donde trabajaban y en la casa— hasta que Catani descubrió que le faltaban algunos libros en su biblioteca. Otra vez, no encontraba el juego de cubiertos de plata heredado de su abuela y, finalmente, desapareció el frasco donde dejaba las monedas que separaba para el colectivo. Roberta rompía con su novio en cuanto corroboraba que era un deleznable y mentiroso ladrón, pero a la semana el muchacho la citaba para reclamar un reloj pulsera, la estilográfica que le había regalado su madre cuando terminó la secundaria, y hasta una esponja exfoliadora. Ya reconciliados, vivían felices hasta que, en un confuso episodio en una farmacia, un policía mataba de un tiro al novio.

Estos Bonnie y Clyde de sillón de psicoanalista calaron hondo en la opinión pública. A mi amiga le brillaban los ojos mientras me lo contaba.

Dos personas con individualidades complejas pero que aprendieron a compartir sus debilidades, que a la vez, como en muchos casos, comentamos con Agos, eran sus placeres ocultos.

Ninguna relación parecía tan feliz como la de Catani y su novio del call center, y la cleptómana pronto fue una invitada habitual, como Susana P. después, de los programas de chimentos. Aunque Ortiz y Sabatini trataran de convencerla al principio para que no aceptara esas invitaciones.

Ya sabía lo demás me dijo Elortis: el libro gustó, se vendió bien, y ellos también se expusieron y viajaron a Mar del Plata para dar esa charla de literatura de verano en Villa Victoria y participar del famoso almuerzo televisivo de la famosa señora. Sin embargo, Sabatini se resintió en cuanto vio que las preguntas de la prensa iban dirigidas a Elortis y cada vez que mi amigo aclaraba, condescendiente, que había escrito el libro a dos manos, no podía evitar sentirse un impostor, lo que ahondaba su bronca. Por otro lado, el tiempo que habían trabajado en el libro con las cuentas justas, sin poder darse ningún lujo, con sus respectivas parejas manteniéndolos, y recriminándoles el desbaratado camino que había tomado la sociedad, hizo que en las etapas finales de la escritura los, hasta aquel momento, entrañables amigos de aventuras empezaran a tener algunos roces.

Elortis le había echado en cara a Sabatini que no trajera víveres para subsistir en la oficina —siempre le comía las mermeladas que él llevaba y le vaciaba sus cajitas de té— y no le perdonaba que cada día apareciera más tarde porque había empezado a atender pacientes en su domicilio por la mañana, antes que su esposa lo usara para lo mismo. La relación de estos hombres intrépidos —palabras de Elortis—, que habían intentado distanciarse del resto de su camada al ocuparse de trabajos más afines a sus gustos, empezó a desgastarse de esta manera. Tengo que admitir que a mí me molestaban estas salidas de Elortis, tanto hacerse el revolucionario, y en cuanto empecé a trabajar en el estudio de abogacía sus opiniones se hicieron cada vez más ácidas e inaguantables.

Y acá pensó que venía al caso una de las historias que contaba la enanita. Me llevó al sur otra vez, a la casucha de dos por dos donde la enanita le había contado sobre el matón Ruggiero o Ruggierito. La relación entre Ruggiero y su compinche Baigorria venía mal, desconfiaban el uno del otro. La enanita presenció la historia que relata, mientras paseaba un domingo con su amiga. Ruggiero y Baigorria salieron de una galería, donde habían ido a «cobrarle» personalmente a una joyería, y caminaban alegres con las joyas que les regalarían esa noche a sus mujeres en sus bolsillos. De un momento a otro el cielo se llenaba de nubes y el aire se tensaba en espera del inminente chaparrón. Mientras Baigorria se acomodaba el mechón de pelo que el viento le hacía caer en la cara, Ruggiero se paró en seco. Creyó ver que el canillita parado en la esquina inclinaba hacia atrás su sombrero en señal de peligro. Andaban con cuidado porque unos matones radicales se las tenían jurada. De repente, un ruido seco y sordo hizo que los dos desenfundaran sus pistolas. Por un instante, cada uno apuntaba al cuerpo del otro, aunque enseguida rectificaban el impulso y buscaban con sus armas más allá de sus espaldas, transformando la posible traición en un acto de arrojo. Rezagados, los dos matones que los acompañaban a todos lados también desenfundaban y rastreaban con sus armas al agresor hasta que se daban cuenta que el estruendo era causado por un ventarrón que había derribado al cartel de chapa de la puerta de la galería. Así y todo, la relación de Ruggierito y Baigorria ya no sería la misma después del episodio patético de la caída del cartel y el primero mandaría tiempo después a eliminar al segundo.

El éxito del libro acentuó las diferencias entre Ortiz y Sabatini. El tiempo que pasaron juntos para crearlo logró que cada uno reconociera la previsible forma de actuar del otro. Ya no había sorpresas ni risas. Le sugerí a Elortis que tal vez él no fuera tan macho como creía ser y le pregunté, medio en broma, si alguna vez no se había sentido atraído por alguna persona de su mismo sexo. Responde, típico, que no lo descarta en el futuro porque estaba algo cansado de las mujeres pero que ese detalle iba mejor para la historia de Ruggierito y Baigorria y de cómo se cuidaban las espaldas, a pesar de recelarse, el uno al otro.

Y tenía otras historias que le contaba la enanita, pero por suerte apareció mi mamá y me preguntó qué hacía tan tarde en la computadora y pude desearle las buenas noches a Elortis. No es que me fuera a retar, pero aproveché para tomar un café con ella. Nos hablamos, Elortis, que sueñes con los angelitos, adiós, le decía, siempre así.

El día después de esa charla me enteré que mi ex se había puesto de novio y a la noche se lo conté a Elortis, que trató de consolarme. Le dije que nunca había querido de verdad a mi ex y que por lo tanto no me interesaba lo que hiciera de su vida, aunque esperaba que le fuera bien. Era una posibilidad, como decía Elortis, que Santiago no aguantara mis reiteradas negativas a tener sexo pero en realidad yo no estaba preparada y no soportaba la idea de entregarme a él por completo. Difícil de explicar.

También, por esa época fue que iba caminando por Callao y me pareció ver a Elortis —si era fiel a su fisonomía la foto que mostraba— bajarse de un taxi y correr con un paraguas hacia una tienda de ropa de mujer. ¿Sería? ¿Entró en la tienda de ropa o en la librería de al lado? No quise preguntarle al otro día, porque si era él, debería haberlo saludado.

Elortis decía haberme visto en tres ocasiones, y en una la pegó, era yo y era él, los dos caminando rápido en direcciones opuestas, yo con una musculosa negra y un rodete en el pelo y él con una camisa a cuadros arremangada. Por un segundo nuestras miradas se encontraron y el corazón me dio un vuelco, pero seguí caminando más rápido y me perdí con una sonrisa en la bajada del subte.