Capítulo 2

En aquellos días, Elortis se dedicaba a esconderse de los periodistas que lo esperaban afuera de su edificio. Los despistaba con un bigote que su padre había comprado en una tienda de bromas (extrañado, recuerda que en una época Baldomero aparecía con ese tipo de cosas; narices falsas, antifaces o colmillos). Sin embargo, una vez lo reconocieron. Elortis no paró de caminar mientras respondía con evasivas las preguntas y apartaba las cámaras, y logró meterse en el supermercado chino de la vuelta. La china creyó que los periodistas querían hacer alguna nota inconveniente para el ramo y los sacó volando con la ayuda del verdulero centroamericano. Elortis aprovechó para comprar comida y vino tinto, y retornó a su departamento donde se escondió varios días. Lo extraño, decía, era que seguía escuchando los ruiditos de Motor. El rasguño en la alfombra. Los maullidos tenues en busca de comida y agua. Las corridas repentinas. Pero sabía que el gato no estaba; así era la imaginación. Hasta pensó que sería el mono araña, que había vuelto. ¿De qué hablaba? Pero me dijo que alguna vez me contaría la historia de ese mono. La pérdida de Motor lo tenía confundido. Primero porque no debería haber ido al rescate imposible del pasado de su padre (¡¿Qué era lo que podía hacer él con una carta favorable?!: siempre estarían los rumores), segundo porque no debería haberse llevado al gato por dos días de viaje, a quién se le ocurriría, hubiera estado a salvo en su departamento. ¿Qué iba a hacer ahora solo como un perro? Elortis era de esos que te hacen reír sin querer. Su intención escondía una seriedad no tan difícil de entender, era la seriedad de la persona que llegaba al momento de su vida en que tenía que volver a jugarse todo. Ya había acariciado el éxito. Pero ahora tenía que dar otro paso, uno nuevo que consistía aparentemente en vivir como él quería y volver a escribir —o simplemente a hacer, como él decía— otra cosa de peso.

Además, estaba claro que no había encontrado el amor. Más bien se le había escapado. Se había enamorado algunas veces, pero lo arruinaba todo cuando las cosas iban en serio. Elortis idealizaba a las mujeres que le gustaban y a las que no las trataba con la desidia necesaria para enamorarlas. Así pasó con Miranda. Ahora, después de la muerte de su padre, del éxito repentino que había alcanzado con el libro y de la enemistad con Sabatini, reconocía en sí mismo la madurez necesaria para mirar de frente a las personas. Supongo que la acusación contra su padre debió renovar su fuerza, como si tuviera una tarea importante que atender.

Nunca me contó el fin de Baldomero, pero me aclaró que el asombro de no poder hablar con él desapareció un año después de su muerte. En cambio, al tocar el tema, sacó a luz una de las historias de la enanita, cuya abuela materna había fijado la hora en que moriría.

La vieja le avisó a sus familiares que a las doce en punto de esa noche se iba y que su deseo era que rodearan su cama para acompañarla en sus últimos momentos. Se acostó y cerca de la medianoche escuchó con los ojos entrecerrados, sin chistar —palabra de la enanita— la extremaunción del cura. Al rato, como no pasaba nada, le preguntó a su hermana, la tía de la enanita, la hora. Cuando le confirmó que habían pasado unos minutos de las doce, corrió su manta con desdén, se calzó las pantuflas y avisó que, por lo visto, aquella noche no se moría. Después se fue a la cocina a hacerse algo de comer. A Elortis parecían gustarle estos personajes despampanantes. Necesitaba nombrarlos cada tanto y, peor todavía, tenerlos cerca en su vida.

Sin embargo, se había pegado a Romualdo, su ex compañero de facultad, porque era la persona más callada de la cursada. Su silencio era poco discreto, molesto para los demás. Había días en que sólo abría la boca para elegir la comida en el comedor de la universidad. Elortis, que era mucho más introvertido entonces, enseguida logró llevarse bien con Romulado e iniciaron una amistad sostenida a lo largo de los años. Después que terminó la carrera, el chico tímido se convirtió en un hábil empresario, dejando de lado la psicología para invertir su dinero en una peluquería chiquita en Caballito. El negocio prosperó, y Romualdo instaló una sucursal en Barrio Norte. Se ocupaba diariamente de administrar los dos negocios y el resto del tiempo lo dedicaba al cuidado de su físico y a la diversión con mujeres. Se convirtió en un fiestero insobornable —en cuanto Elortis hablaba de proyectos conjuntos sin visión comercial, como los que llevó a cabo con Sabatini, enseguida le cambiaba de conversación— y en un vividor preciso, con pocas, o en apariencia ninguna, dudas existenciales. Él arreglaba las salidas, poniéndose al tanto de los nuevos bares y boliches, y se ocupaba de equilibrar el entusiasmo de su melancólico amigo. Aunque Elortis lo detestaba a veces, apreciaba la alegría imperturbable de Romualdo como un don invaluable.

En ese momento, me pareció que enaltecía el carácter de su amigo para que yo no pensara mal de sus salidas. Decía que no buscaban chicas; solamente pasarla bien entre amigos.

Elortis evitaba referirse a su vida sexual en las conversaciones, no sabría encuadrar los desenfrenos a los que se entregaba con nuestra diferencia de edad. Aunque alguna que otra vez quiso saber cómo estaba yo vestida y cada tanto me pedía que le mostrara una foto nueva. ¿Para cuándo en la playa? Pero enseguida aclaraba que era una broma. Recuerdo, sin mirar el registro de las conversaciones, que cuando volví a afirmarle que nadie me había tocado, por lo menos a fondo, no creas que nunca hice nada, eh, Elortis al rato me salió con que el sexo en nuestra época era la más grande de las ficciones y la única que seguíamos consumiendo con ingenuidad. Más que seguro, una carita de desconcierto, y él cambiaría de tema.

Sospechaba que el viejo había sido mujeriego. Pero no se lo imaginaba arriesgando en las comidas su cátedra de Análisis Experimental de la Conducta. Los alumnos, a pesar de sus locuras, o tal vez por eso mismo, lo querían y, cuando decidió dejar de dar clases, iban en grupo a visitarlo a su departamento. Baldomero los escuchaba en silencio, como si fuera otra persona, opuesta al profesor gritón de antaño, y después los despachaba, criticándolos apenas se cerraba la puerta. Para él estaban perdidos, había algo que se les había escapado en sus clases.

El conflicto con la verdadera identidad de su padre se agudizó cuando una examante, la señora Susana P., como la llamaba Elortis, apareció en un programa de televisión de la tarde diciendo que a Baldomero en el terreno sexual le gustaba dominar, debido a que sufría de complejo de inferioridad. Para ella el profesor era un agente civil de la dictadura, pero lo hacía para no perder su cátedra en la facultad. Para colmo, Susana P. había sido una conductora de televisión bastante famosa en una época.

Otra vez acampaban los periodistas afuera del edificio de Elortis. Unos días después supe que, mientras yo arreglaba una reunión con mi exnovio para terminar de aclarar las cosas, Elortis se la había pasado buscando, sin suerte, a una persona que hablara a favor de Baldomero en uno de los programas de televisión. Según decía, necesitaba encontrar a alguien que estuviera dispuesto a revertir el proceso de desmeritación iniciado contra su padre.

La visita a Ramiro, un ex gobernador tucumano, con el que Baldomero jugaba al tenis, no dio frutos. Fue, más bien, denigrante. El viejo estaba en el hospital, conectado a muchos cables y, mientras la esposa, mucho más joven, leía una revista de modas, Elortis susurró el nombre de su padre. Como resultado, Ramiro intentó sacarse la intravenosa de la mano derecha para, según le había parecido a Elortis, pegarle un cachetazo. La mujer dejó la revista y lo acompañó al pasillo de la clínica para explicarle la razón de la bronca. Baldomero y su esposo siempre habían discutido y levantaban banderas opuestas sobre cualquier tema. Se hacía sentir la falta de los dos en la mesa del club. Que disculpara a su marido, estaba en las diez de última, como bien podía ver, y odiaba a Baldomero porque, además de haberle hecho perder una copa en un torneo de dobles, se le había tirado a su exesposa.

Otra. Baldomero reconocía a un tal Walter como uno de sus alumnos más inteligentes. Para él, este chico era el único que entendía sus clases, en las que saltaba de un tema a otro, dejando que sus alumnos los asociaran libremente. Walter, también, estaba dispuesto a acompañarlo en la expedición a Madagascar en busca de los signos ocultos de la naturaleza que le revelarían la lengua adámica. Para esta tarea, Baldomero hasta había llegado a estudiar el arameo imperial, que usaría como lingua franca para comunicarse con los posibles habitantes en el caso de que encontraran alguna civilización escondida, aislada de la evolución sólo para conservar la pureza original del mundo primigenio. No era la única teoría excéntrica con la que el profesor amenizaba los desayunos y los almuerzos.

Elortis temía que las acusaciones contra su padre fueran reales. Después de todo, ¿no era un charlatán de primera?, ¿cuándo hablaba de psicología fuera de sus clases? Y algunos alumnos, los de menos luces, es cierto, directamente no lo aguantaban, decían que se iba demasiado por las ramas. También, como para que no fuera así: había llegado a la conclusión, en la época en que era un profesor alegre y picaflor, de que en Madagascar existía una caverna, o un resquicio en la roca de la isla, que llevaba a una ciudad subterránea poblada. La fauna no podía ser lo único particular en ese lugar, sino que así como habían permanecido intactas esas especies que conservaron sus características esenciales, también los humanos lo habrían hecho, salvo que bien escondidos de la mirada del mundo. Baldomero estaba casi seguro de que sería imposible dar con el agujero en la roca que lo llevaría a esos hombres pero se conformaba con el logro que significaba convencer a alguien para que le financiara el viaje. Para intentar dar con la caverna rastrearía ciertos indicios en la fauna y la flora del lugar. De todas maneras, creía que ya ver a esas especies de cerca y en su hábitat le haría comprender la naturaleza de los demás habitantes. Yo leía absorta las palabras de Elortis. ¡Qué padre tan interesante había tenido después de todo! El mío se pasaba el tiempo alquilando departamentos y casas que mandaba a construir.

Pero sigamos, Walter no era el exitoso psicólogo que Elortis esperaba. Vivía en un departamento chico sobre la calle Paraná, pegado al barrio de Montserrat, donde atendía a sus pacientes. Elortis estuvo esperando en la puerta del edificio unos quince minutos al lado de una chica, y cuando Walter bajó para despedir a otra paciente y hacerlo pasar, le pidió a la chica si podía esperar un rato más.

En fin, mi amigo subió callado el ascensor con Walter y ya en el sillón de los pacientes le preguntó si podría interceder por su padre ante la opinión pública. Eso significaba escribir a los diarios una carta en la que debía contar cómo era la personalidad de su padre para despejar las dudas sobre sus actividades en la universidad. Walter sonrió y comentó que, a pesar de que apreciaba la visita y que no pasaba un día sin que se acordara de Baldomero, no era el indicado para esa tarea. Le explicó que su padre le había hecho perder tiempo y dinero con el proyecto de encontrar financiación para su viaje a Madagascar y todo por su afán de no pasar por un simple psicólogo ante los ojos de los alumnos. Quería emular a su héroe predilecto, Nansen; pero ¿cuántas zonas inexploradas quedaban?, se preguntaba Walter ¿Hace falta que nos inventemos una para aparentar lo que no somos y, más que nada, lo que no se puede ser, ni hace falta que sea? Tenía esas mañas, contestó Elortis, medio confundido por las palabras de Walter, que siguió atacando a su padre.

Había notado al entrar que el exalumno era bastante amanerado. Parece ser que, cuando Walter era ayudante, Baldomero no sólo le pegaba en la espalda para que adoptara una postura más erguida cuando estaba en frente de la clase, sino que frecuentemente le sugería que hiciera ejercicios vocales para engrosar su voz. Según Baldomero, si quería ser psicólogo tenía que parecer una persona normal ante sus pacientes y no como un personaje digno a ser tratado.

Elortis recordó que su padre odiaba que Walter tuviera inclinaciones. Le aseguraba a su esposa en la cena que con el tiempo su ayudante se convertiría en un puto a secas. ¿Cómo se le había ocurrido que ese psicólogo humillado en su juventud por Baldomero diariamente hablaría a su favor? Así que se levantó del sillón, y Walter le pidió si podía hacer pasar a la chica.

Confesó que se enamoraría de aquella chica si la volvía a ver. Cuando abrió la puerta para dejarla pasar, ella tenía la mirada baja, clavada en el piso, como si le diera vergüenza que la encontrara visitando al psicólogo. La nariz era perfecta. El pelo, ondulado. Alta como yo. No me dijo si era rubia o qué… Sentí celos, lo admito.

Se encontró con una tercera persona, un vicepresidente de una cámara de comercio, en un café. De paso, llevó a su hijo porque quería ayudarlo a encontrar algún trabajo con el que pudiera empezar a desenvolverse en el mundo cuando terminara su año sabático.

Fernando, un viejito que se caía a pedazos y que parecía una cabeza atada a un hilo que se perdía adentro del traje, según su hijo Martín, se dedicó por un rato a darle vueltas a la cuchara de su cortado y a contarles las cosas que le había tocado vivir en su puesto durante uno de los gobiernos militares. Apenas soltó la cuchara, afirmó que escribiría una carta a favor de su primo lejano, aunque dudaba de la importancia real que pudiera tener su palabra en la actualidad. Le preguntó a Martín qué estudiaba, si tenía novia y solo, sin que Elortis abriera la boca, le prometió buscarle una buena ocupación para que creciera aprendiendo y tuviera su propio dinero. Estrecharon la mano de Fernando y lo vieron alejarse a paso rápido hacia un edificio.

Esa misma noche, la voz de la esposa de Fernando lo despertó, para contarle que su marido tenía las facultades mentales alteradas, había una vena que no irrigaba bien y por lo tanto seguía creyendo que trabajaba en ese lugar, al que concurría todos los días que lograba escaparse de su cuidado. La señora pensó en llamarlo para avisarle apenas encontró su tarjeta en la ropa de su marido.

Elortis ya no sabía dónde buscar, y no le quedó otra que ponerse a trabajar en un prólogo para la nueva edición de su libro. Se le ocurrió llamar para eso a Sabatini.

Yo me daba cuenta de lo importante que era Sabatini para él porque las pocas veces que lo nombraba extendía las conversaciones, dándole vueltas al asunto, aunque mi intención fuera cambiar de tema. Una noche se aferró a la figura de su amigo, o examigo para ser más precisa. Me confesó que extrañaba pasar las tardes con él, inmersos en proyectos irresponsables y sin futuro como el de la empresa de libros audibles. Sabatini llegaba por las mañanas en bicicleta a la oficina que habían alquilado y, por lo general, Elortis ya estaba preparando el mate. Después, la charla variaba, según el día, sobre sus frustradas relaciones de pareja (Sabatini casado, aunque no dejaba de ser un eterno novio como Elortis —estas conversaciones terminaban siempre con una apreciación positiva de sus parejas, como para volver a poner todo en orden—) o sobre las posibilidades de adquirir nuevos títulos para ofertar a sus casi inexistentes clientes. Lo que no variaba era la manía de Sabatini de contar sus sueños de la noche anterior.

A diferencia de Elortis, Sabatini soñaba todas las noches, y le gustaba expresar los cambios en la amistad y los vaivenes de la fe en la sociedad que conformaban a través del relato de sus sueños. Por ejemplo, una mañana le contó uno en el que estaban los dos en un cine, esperando que empezara la proyección de la película elegida, casualmente la proyección restaurada de Sed de Mal, una de las favoritas de Elortis, cuando notaron que la proyección había empezado debajo de sus pies en vez de en la pantalla. Discuten.

Para Ortiz era una estupidez ver una película así, pero Sabatini pensaba que era un experimento que podía enriquecer la visión de esa obra maestra. Apenas terminado el relato del sueño, Sabatini concluye que necesita más tiempo para practicar yoga y tomar clases de spinning con más regularidad para disminuir el desgaste de su organismo. Elortis no puede evitar enojarse, aunque no dice nada. Él dejaba su rutina de pesas para el fin de semana y abandonó la refacción de su departamento para apostar por la empresa. Pero Sabatini le llevaba algunos años y necesitaba equilibrar la tensión que el trabajo diario producía en su mente.

Elortis disentía porque, a pesar de que también reverenciaba el cuidado del cuerpo y de la mente, la comida macrobiótica, los tés inspiradores y los masajes relajantes, sentía que la obligación de ellos era seguir el plan que se habían propuesto desde el principio. A saber: seleccionar y editar cuatro libros audibles por mes. Obras con derecho de autor de dominio público, para evitar los problemas legales. Los clientes ciegos que tenían los necesitaban.

Habían contratado a un chico para que los distribuyera por los colegios para no videntes. Se llamaba Tony y también era ciego. Elortis le tenía bronca porque era mucho más desenvuelto que su hijo. Lo admiraba. ¿Cómo hacía para parecer uno más de la sociedad? Se suponía que su condición de discapacitado debería haberle garantizado la salida: ¿era tan necesario que sirviera a la gente de esa forma? ¿Para qué tendría que adaptarse a una sociedad de la que podría prescindir con más facilidad que los demás? ¿Sería feliz Tony ofreciendo sus ilustres obras en los colegios?

Elortis me parecía cada vez sospechoso cuanto más criticaba al chico que usaba para vender.

Decía que Sabatini se llevaba mejor que él con Tony. Hasta llegó a enseñarle algunas posiciones de relajación. Tony entraba, mascando chicle, revolviendo las monedas que llevaba en los bolsillos y les contaba a sus jefes sus levantes diarios. El ciego había logrado seducir a dos maestras y, por supuesto, a unas cuantas alumnas.

Acá Elortis se pone bastante serio y da algunas vueltas antes de soltarlo: Tony prefería a las maestras porque podían ver y él necesitaba que durante el acto sexual apreciaran con la vista su miembro. Parece ser que Sabatini y Tony se trenzaban en largas discusiones sobre variados temas sexuales. Elortis se mantenía callado o festejaba los chistes. Conmigo tampoco tocaba estos temas. Si lo hacía era tan frontal que parecía ingenuo.

Cuando tuve que contarle que me operarían de un quiste en el ovario y por lo tanto no hablaríamos durante una semana, por lo menos, me confesó que uno de sus testículos se le había subido cuando era chico. Tenía uno más grande y uno más chico; por eso debía descargar sus seminales diariamente. Tengo que admitir que este tipo de charla me divertía más que cuando me contaba los sueños de Sabatini o me llevaba al sur con la enanita.