Capítulo 1

El día que lo conocí hacía casi dos meses que me había peleado con mi novio y no estaba de buen humor. Una vez que nos presentamos, de dónde sos, qué estudias, y después de avisar que me triplicaba en edad, y también en mal humor ese día, me confesó que, a pesar de todo, su vida había sido radiante hasta los cuarenta y que me encontró de casualidad, mezclando las letras del hotel de Mar del Plata en que lo habían metido durante la gira de presentación de su libro. Por un momento pensé en eliminarlo al instante, chau Ortiz, yo no hablo con gente que no conozco, menos con los que, cuando están aburridos y tristes, se entregan a inocentes juegos de azar, como vos dijiste, y no estoy segura qué hubiera ganado con eso. Era más pendeja que ahora y la vida para mí era un aburrimiento constante, todavía no había entrado en la época de las revelaciones diarias, ésa donde te lleva el peso del aburrimiento que te atan en las piernas o que te atás en las piernas hasta que vas cayendo y te das cuenta que, sumergida, hay una ciudad que es reflejo de la superior. Hola, ciudad sumergida, saludás, y empezás a rearmar tu vida como si todo fuera nuevo y el peso no pesara, pero es que tus músculos ya están entrenados. Y ahí empieza lo bueno.

Amaba a las mujeres, no podía estar sin ellas, aunque eran unas manipuladoras de nacimiento las minas, decía Ortiz muy seguro de sí mismo, y esa seguridad era a la que me prendía las noches que hablábamos hasta las cinco de la mañana, increíble. Ortiz la tenía tan clara, y decía que por eso el mundo se le venía encima cada vez que abría la boca. No tardé en descubrir que hablaba conmigo porque era la única que lo respetaba. Y eso que, por lo que decía, mujeres no le faltaban. Por la foto parecía de treinta y tantos. En realidad, tenía cuarenta largos. Era lindo y se mantenía en forma. Y aunque era inteligente, entusiasta y decidido, estaba perdido. No lo deduzco yo, que estaba perdido. Él lo repetía seguido en nuestras primeras conversaciones. Y como en ese momento yo también estaba perdida en la vida, nos entendíamos. Como ya dije, no estoy muy segura de lo que pude haber ganado al conocer a Ortiz. Y como, más que nada, extraño sus opiniones, y como guardé las conversaciones que tenía con él, se me ocurrió ir leyéndolas a ver si logro entender algo de esa época de mi vida. Ahora, por ejemplo, puedo leer que en la primera charla decía casi a los gritos, en mayúscula, que estaba triste, cuando le pregunte por qué, me respondió que los hombres ya no iban a encontrar un lugar donde las mujeres estuvieran en estado salvaje, y que como a él le gustaban las castañas de ojos claros, encontrar a una castaña de ojos claros en estado salvaje, de espaldas, bañándose en un río, era muy improbable. A lo sumo habría alguna comunidad perdida en el Amazonas decía Ortiz, pero serían todas negritas y la sociedad lo había acostumbrado a las casi rubias. Las rubias del todo, las platinadas, no le gustaban. Claramente, él no creció con el furor latino en Hollywood y en las películas pornos, como mis compañeros de trabajo. Ahora la mayoría no se fija en las rubias. Mejor para mí. Pero él estaba triste, al hombre le habían robado para siempre el correr por los pastos altos con una rubia salvaje. Y encima, ante mi disconformidad hacia sus palabras, carita de decepción, los ojos bien abiertos y por boca una línea, agregó que los hombres habían preservado la esencia de su sexualidad, el contenido iracundo, irracional y volátil, pero que las mujeres habían evolucionado hacia una nueva perversión. Nos hacíamos las buenitas con todos. No quería más amigas. Yo pensaba que ese tipo era un viejo irresponsable, baboso, condenado a la soledad por lo mujeriego que era, y estaba, un poco por lo menos, equivocada.

Ortiz había estudiado psicología, aunque nunca ejerció, y mucho tiempo después, casi por casualidad, se convirtió en escritor. La embocó con un libro que escribió sobre casos psicoanalíticos. La intención había sido divertirse y, si tenían suerte, hacer algo de plata, pero a diferencia de ese tipo de libros, creó —a partir de la misma realidad— dos o tres personajes fuertes, únicos y la gente ahora apodaba a los amigos con los nombres de esos personajes. Los suplementos culturales de los diarios Clarín, La Nación, Página 12 y Perfil escribieron notas sobre el libro y también salió una entrevista a los autores en la Rolling Stone. La investigación para el libro la había realizado su socio y amigo, Emiliano Sabatini, el psicólogo con el que tenía una empresa de libros audibles. Cuando lo conocí, Ortiz acababa de volver con su socio de Mar del Plata, donde habían sido invitados para participar, en una mesa de escritores, en el programa de televisión de Mirtha Legrand. Ortiz y Sabatini se habían negado primero, pero después pensaron que la mini gira de verano, que incluía un encuentro sobre literatura y psicoanálisis en Villa Victoria, favorecería las ventas del libro, y finalmente aceptaron viajar con todo pago.

Al principio, y después de esa noche que dijimos más formalidades que otra cosa, salvo por el comentario desubicado de Ortiz de las mujeres salvajes casi rubias, hablábamos más de música y salidas. Aunque no lo crean, Ortiz seguía saliendo con su amigo de la universidad, Romualdo. A veces iban a boliches, con intención de divertirse entre amigos más que nada, recalcaba… Hacía más de un año que los dos, con pocos meses de diferencia, casualmente, se habían separado de sus novias. Como ya dije, yo estaba embarullada; también me había separado hacía poco. Ortiz había estado ocupado terminando el libro y cuando se vio con un poco de tiempo, aburrido y solo en las noches, me encontró. Con sus salidas a los boliches y todo, estaba fuera de época. Algunos de su edad seguían de fiesta pero no se comprometían; él se aferraba a algunas personas y, aunque no le gustaran demasiado, después no podía dejarlas.

Muchas veces deliraba Ortiz; por ejemplo, declaraba de la nada que a él le gustaba mirar los árboles porque, a pesar de que pensábamos que no tenían conciencia, eran seres tan concentrados en lo suyo que no gastaban energías de más. Por eso los chicos temían a los árboles gigantes. Pero a él lo asustaban las imágenes grandes de animales. De chico había entrado en una carpa que proyectaba un documental de la selva en tres dimensiones, que en aquel entonces eran unas pantallas puestas en semicírculo, y todavía no podía sacarse de encima la impresión. Lo mismo le había pasado cuando sus padres lo llevaron a uno de los primeros centros comerciales. Se escapó por los pasillos y, al doblar en uno, encontró la réplica en tamaño real de un elefante. En muchas cosas era como un nene que perdió el tren, Elortis, querido, como yo le decía cuando lo saludaba y él esperaba un rato para responder, haciéndose el interesante.

La cosa es que, al momento de conocerlo, Ortiz estaba por tropezar con un problema en su relativamente tranquila existencia. Ya se había metido en otro al dejar a su pareja, eso era algo que estaba bastante claro y que me dolía cada vez que lo pensaba; fácil descubrir los hilos que me habían llevado hasta Ortiz, aunque si la hubiera dejado antes, y también me hubiera encontrado, yo hubiera sido una nena para él. La diferencia de edad se notaba en que la conversación a veces caía en lagunas insalvables, seriedades y reflexiones oscuras sobre la vida, yo podía remontarla haciéndole alguna broma sobre sus años, preguntándole sobre la música que escuchaba, incluso echándole en cara, y exagerando, la locura que era hablar con él, otras veces abriéndome y contándole mis problemas, mis inseguridades, mostrándome de moral ambigua por momentos; no hay nada como ser voluble al principio para ganarse a una persona.

Parecía gustarle que yo, a pesar de haber tenido novio y tener casi veinte años, fuera virgen. Lo había notado la vez que hablamos directamente del tema: no lo podía creer; me dijo que lo entendía pero que le parecía muy extraño; esa perseverancia podía llevar a la desesperación a un hombre y no la aprobaba para nada… Un amigo suyo, exnovio de una chica que pensaba mantenerse intacta hasta el matrimonio, un día que había tomado de más le reveló que era capaz de provocar orgasmos a las mujeres con masajes estratégicos. Gracias, no, paso, decía Ortiz. Le expliqué que no era que yo nunca hubiera hecho nada, sino que deliberadamente no había llegado hasta ahí, no estaba segura con la relación. Más adelante, me comparó a mí con un nuevo tipo de mujer fatal siglo veintiuno, cuyas características nunca precisó.

Encuentro que se tomaba tiempo para hablarme de las clases de té que tomaba. El té verde era su preferido, por ser más fresco, sin tanto proceso y sin fermentar, pero cuando se aburría tenía siempre disponibles cantidades de té negro y rojo; de jazmín, que era como un aplauso de aroma enfrente de su cara y funcionaba como un ejercicio de budismo zen; africano, una mezcla de té negro, chocolate y jengibre, té oolong, té blanco, y cuanta infusión encontrara en la tienda china que visitaba una vez por semana, a veces con el único objetivo de tener alguna razón para salir de su departamento, según más adelante pude saber.

Otro de sus temas favoritos, que yo detestaba, era su niñez. Si le contaba de mis amistades o una discusión familiar, Ortiz me hacía viajar con él en el tiempo para enseñarme a los seres que lo habían rodeado en el pasado. Me llevaba al sur, a algún lugar entre Lanús y Banfield, a una casa de frente blanco, con un patio largo y un fondo todavía más largo, fondo y no jardín, decía, porque estaba cultivado por su padrino, un italiano flaco y con los nervios de punta, y los zapallos, los tomates y las radichetas lo llenaban. Cuando entrábamos nos esperaba, en algún lugar entre el patio y el fondo, con la pava en el fuego y las galletitas de agua con rebanadas de queso fuerte, un viejita muy petisa, casi enana, jorobada, coja y con la mano izquierda paralizada, que se había casado con el hermano de la tía abuela de Ortiz y, ya viuda, seguía viviendo en esa casa chorizo. Hacía muchos años que la enanita no salía más que hasta la puerta.

Fue la primera persona que lo hizo reír. Y para él reír quería decir encontrarle algún gusto al mundo. Antes había sonreído seguramente, como todos, con los sonajeros y las morisquetas típicas de los mayores, pero un día sus padres lo dejaron solo con esa viejita, pensó que iba a aburrirse, pero enseguida estaba mirando cómo los repasadores se habían convertido en personajes que cantaban y bailaban, igual que la enanita, al son de la milonga o el chamamé que salía de una radio enorme. Pronto descubrió que esos trapos estaban llenos de historias porque la enanita, que era de Avellaneda aclaraba Ortiz, cerca de la plaza Mitre, había conocido a muchos personajes interesantes. Se hizo costumbre dejar la casa alta en la que vivía en aquel entonces para meterse en la casucha a mitad de cuadra. Ahí conoció al Mono y a los matones de Avellaneda, que captaban su interés porque eran lo que nunca fue Ortiz, gente de la calle.

Y ahora menos que nunca; después de separarse de su novia de siempre, que era también la madre de su único hijo, y del viaje a Mar del Plata, mi amigo virtual pasaba cada vez más tiempo encerrado en su departamento, cerca del Colegio Benito Bautista (¡ahí cursé la secundaría, Elortis!). A pesar de que las mujeres lo habían rodeado desde chico, y que las prefería a los hombres, últimamente lo tenían a mal traer. Me hizo creer que se había separado de su mujer porque la relación estaba desgastada, pero a veces surgía la sombra de otra mujer, una misionera. Este tipo de charla quedó relegada cuando me confesó que estaba pasando un momento difícil por otros motivos.

Se sospechaba que el padre de Ortiz había colaborado con el secuestro de profesores y alumnos durante la última dictadura. Un ex profesor de psicología de la Universidad de Buenos Aires había declarado en una entrevista de un importante diario que su par, Baldomero Ortiz, era un funcionario civil del gobierno militar. Otro compañero salió a afirmar al mismo medio que en las charlas en el comedor de la facultad el profesor Ortiz relacionaba la psicología con la corrección de mentes obtusas dedicadas a la subversión. Después de que me revelara este asunto, perdí su rastros por unos días. Lo esperaba por las noches en la computadora, pero si se conectaba, volvía a desconectarse enseguida. Tal vez lo hacía sólo para ver si había cambiado mi subnick (con el tiempo supe que le prestaba atención a los pedazos de canciones que yo ponía de mensaje personal). Mientras tanto, aproveché para investigar sobre la represión y la tortura en la Argentina del siglo pasado y, por un truco de mi imaginación, lo veía al Ortiz que yo conocía, al hijo, en un centro de detención clandestino, tratando de lavarle la mente a las personas, y tachando con rojo en un lista a los más caprichosos, o directamente empujando a personas encapuchadas de los aviones. Después me enteré que aquellos días Ortiz los había pasado buscando entre los papeles de su padre algún escrito que pudiera presentar a los medios para negar la acusación. Su padre no podía defenderse. Había muerto cinco años atrás.

A los pocos días mi amigo reapareció; muy alegre me contó que su hijo se había recibido de abogado, en tiempo récord, y ahora podría ayudarlo si tenía más problemas con las rémoras que lo perseguían por el pasado de Baldomero, aunque no confiaba mucho en él porque recién estaba conociendo a las mujeres y estaba muy distraído. En la cena en un restaurante del puerto de Olivos, donde habían ido para festejar con el graduado, Martín anunció que se tomaría un año sabático; quería viajar de mochilero por Sudamérica. Ortiz estaba seguro que su hijo intentaba olvidar a la compañera de facultad que le gustaba. Era buen padre, conocía bien a Martín. A diferencia de Baldomero, que nunca tuvo tiempo para él; se había criado con lo que encontraba al paso en la casa del sur de Buenos Aires, más que nada libros viejos con las hojas cortadas a cuchillo, pilas de revistas polvorientas, y la cajita de metal repleta de monedas antiguas —su padre le enseñaba de qué lugar procedía cada una—. Pero otras cosas no había sabido o no había querido trasmitirle. No lo preparó para vivir, para relacionarse con las personas. Baldomero pasaba el tiempo al principio con sus pacientes, y después con sus amigotes, a los que mantenía lejos de la familia. Cuando le pregunté si las acusaciones eran justas, Ortiz se desconectó, y desapareció por otros tantos días.

En la próxima charla a Elortis —como lo llamaba por su nick y como a esta altura ya debería llamarlo en estos escritos— se lo nota cambiado, esta vez espera a que yo lo salude, y me contesta al instante, eufórico, con un signo de exclamación. Quería saber si yo pensaba en mi exnovio, si seguía viéndolo y me confesó que estaba muy triste por mi separación. Dijo que una noche, con la cabeza pegada a la almohada, se había puesto a pensar en mí, después de un primer noviazgo sola en el mundo, y se largó a llorar como un nene.

Yo no estaba tan sola, pero tenía algunas dudas con respecto a la moral de las personas que me habían creado. Sospechaba que mis padres no eran lo que aparentaban. Cualquiera que haya crecido con sus progenitores puede darse cuenta del tipo de zozobra que sentía mientras mis pensamientos maduraban. Me sentía culpable de que mis padres se siguieran viendo después de tantos años de separación, era una farsa sin sentido. Se lo conté a Elortis, le dije que necesitaba desprenderme de la tierra, serruchar raíces. Abrirme de esa forma lo descolocó. Hasta ese momento él pensaría que yo era una chica del montón, tal vez un poco más avispada que las demás, pero a partir de ahí algo cambió en la forma de hablarme. ¿Por qué? Para mí se dio cuenta que podía llegar a engancharse conmigo. Enseguida hizo la broma, repetida después, en los momentos en que se encontraba en una posición de debilidad con respecto a mí, de que sería un buen partido para su hijo. Lo había visto en una foto vieja del perfil de Elortis, era un chico bastante lindo, un poco desgarbado y de mirada insegura, no tenía los ojos azules del padre, la nariz era un poco más perfecta, pero nada de la mandíbula cuadrada y el perfil de actor de serie yanqui que lograban que te interesaras por Elortis a primera vista, con esa especie de desconfianza que generan, en algunos casos, los lindos. Elortis, además, hacía natación y estiramientos diarios que, evidentemente, habían mantenido en buen estado su físico. En fin, cualquier chica se habría interesado por él de primera; conocerlo hacía que la relación se volviera, al comienzo, más distante porque se notaba que no era un tipo como los demás. Costaba encasillarlo, encontrarle la vuelta, saber quién era en realidad y qué lo movía. Yo, que tenía bastante experiencia en este tipo de amistades, tuve que aceptar que Elortis me divertía como ninguno y su trato me hacía descubrir algunas cosas que pasaban desapercibidas para mí antes de conocerlo.

Le gustaba contarme lo que hacía en detalle, para mi sufrimiento. Había tenido que ir a la casa de la costa de su padre, el lugar donde pasaban los veranos cuando era chico. Hizo el viaje con Motor, su hermoso gato blanco y negro. La verdad que me hubiese gustado conocerlo. Daban ganas de apachurrar a ese gatito, por lo que había visto en una de sus fotos. Me gustan mucho los animales. A Elortis también le gustaban. Llegó a tener a un mono araña en su departamento. Pero eso me lo contó más adelante, sigamos con la conversación de ese día. Elortis había ido a aquella casa, en Mar de Ajó Norte, un lugar reverenciado por su padre por la tranquilidad y porque podía cazar tiburones cada vez que se le antojaba. Le dije que me parecía muy rara la imagen de un psicólogo pescando tiburones. Me explicó que su padre no era un psicólogo en esencia, que tenía amistades que lo habían llevado por otros caminos; que tal vez por el descuido de Baldomero hacia la actividad que había elegido, él se empecinó en estudiar lo mismo; quién hubiera dicho que Ortiz Jr. también iba a terminar dando un paso al costado. Sin embargo, tal vez fuera ése el ejemplo que había seguido. Hacía poco, lo que rescataba de su padre era que nunca se había apoyado en su profesión para explicar quién era; ahora ese desinterés parecía el resultado natural de la doble vida que le adjudicaban.

En cuatro horas llegó a Mar de Ajó, le dio comida a Motor, y se dedicó a revolver los muebles, armarios, alacenas, cajones, y hasta las tablas de madera de las paredes de la casa para tratar de encontrar alguna carta que pudiera limpiar el nombre de Baldomero. Nada por aquí. Nada por allá. Lo que encontró fueron ediciones viejas de la National Geographic. Baldomero había estado suscripto de por vida a la revista. Decía que se había cruzado con la nena de la famosa portada en una de sus caminatas. Que la nena, ahora toda una mujer, había emigrado de su Afganistán natal a nuestro país. Después, cuando finalmente la revista logró encontrarla, su padre siguió afirmando que la había cruzado cerca del Palacio Alvear. Era encantador cuando inventaba esos misterios que ponían a volar la imaginación de un chico, recordaba Elortis. En lo demás, en apariencia se desentendía de él y dejaba que se las arreglara solo aunque, dosificando los halagos y las críticas, ejercía un control de sus impulsos e inclinaciones. Apenas le había prestado atención cuando le dijo que quería seguir su profesión.

Elortis terminó de revolverlo todo, aceptó la derrota en la búsqueda y decidió pasar el fin de semana leyendo viejos números de la National Geographic en el fondo de la casa, aunque veía una foto y leía el copete de los artículos más que nada y después miraba los árboles y se dejaba asombrar por los colibríes que también asombraban a su padre en sus visitas. Cuando se cansó de hojear la pila de revistas, empezó a buscar a Motor por la casa y no lo pudo encontrar. Salió a la calle. Tocó el timbre de los viejos de al lado —siempre rodeado de viejos, decía Elortis, porque sus vecinos de piso también eran todos muy mayores—, que se pusieron muy contentos de verlo después de tanto tiempo, pero su gato no estaba por ningún lado. Se volvió, doblemente triste: no había encontrado ni un papelito que pudiera salvar la reputación de su padre y había perdido a la mascota que dormía con él por las noches. Ahora daba vueltas en la cama. ¡Qué sería de Motor en los fondos de esas casas deshabitadas, y cuando no, con perros guardianes y dueños hábiles en el manejo de pistolas de aire comprimido!

Era sensible con los animales. Al principio pensé que fingía para quedar bien conmigo, yo soy capaz de dar la vida por cualquier perrito de la calle. Pero después me di cuenta que el interés era sincero. Decía que era una tara que su padre le había transmitido. Baldomero creía que los hombres eran inferiores a las demás especies. El viejo Ortiz pensaba que el uso constante del lenguaje hablado había terminado por perder para siempre al hombre y que no era una evolución sino, más bien, un error lamentable. Tal vez por eso sus últimos años los pasó casi en silencio, decía Elortis.

Tengo que admitir que me asustaba la figura de Baldomero Ortiz. A Elortis no le conté, porque temí que no se soltara más conmigo, pero un día había visto la foto de Ortiz padre en el diario, un viejo en sillas de ruedas y aferrado con saña a un lustroso bastón. Daba una indefinida sensación de respeto. Pensé que si su afán era eliminar el lenguaje, tal vez sin querer, había puesto todas sus energías en expresarse sin él. La mata de cabello oscuro, el físico robusto aún en la vejez y la discapacidad, la mirada resoluta, la mueca arrogante de la boca, la inclinación cortés de la cabeza, podrían ser los signos que lanzara al mundo. ¡Ay, de quién los viera, de quien supiera decodificarlos! Tal vez se volvería tan loco como él. Baldomero podría tener la pinta de esos viejos que invitan a las nenas a sentarse en sus faldas, si no fuera porque en sus ojos refulgía una tranquilidad y una sinceridad que lo alejaban de lo terrenal y lo rejuvenecían hasta iluminar al hombre apuesto que seguramente había sido.