¡Guerra!

Para cuando alcanzó a ver la casa de la que con tantas ganas había huido, ya era prácticamente de noche. Le había costado mucho orientarse en el yermo de hierba seca y árboles desnudos, todo le era igual mirara donde mirara. Los últimos rayos rojos del sol teñían la parte trasera de la casa del cálido color de la sangre, el resto convertido en una oscura silueta que la deprimía, según se aproximaba desde el lado noroeste de la casa. Desde luego que había dado un largo rodeo, dejando muy atrás el lugar. Pero eso le había dado tiempo de pensar.

No se podía decir, y de eso se daba cuenta ella sola, que el Lobo hubiera sido muy conciso en su pretendida orientación de lo que tenía ella que hacer. Apenas si había usado vagas insinuaciones a las que ella no estaba acostumbrada a atender. Simplemente le faltaba práctica, para nada era la «tarada» que tanto le llamaban Histerancia y Repelencio. Realmente, no sabía qué iba a ocurrir o qué iba a hacer a partir de ahora, pero no pensaba seguir siendo apática…

Rodeó la casa pegada a la pared norte, pasando la mano sobre la madera astillada de los tablones unidos con argamasa. Se clavó pequeños trocitos afilados, algunos se quedaron enganchados en su tierna piel. Se miró la palma sin dejar de caminar. Dolor. No la impresionaba, no le afectaba. Estaba segura de que eso no era nada comparado con lo que estaba por llegar.

Llegó ante la puerta y empujó sin más ceremonia. Se abrió, nadie se había molestado en poner los cerrojos tras su precipitada salida. El interior estaba impregnado como siempre de aquella atmósfera pegajosa y asfixiante, y un intenso olor húmedo y podrido se había unido al acostumbrado arder rancio de la caldera. La casa estaba iluminada tan solo por el fulgor encarnado y disperso que apenas si se colaba a través de los sucios cristales de las ventanas. Todo era silencio.

Avanzó un poco por el estrecho pasillo de entrada, que enlazaba transversalmente con el que comunicaba con su habitación, la de sus padrastros, la cocina y el cuarto de baño. Se asomó lentamente, mirando en dirección a la puerta donde había descubierto a aquellos dos tan «ocupados». Se decidió a ir hacia allí, sin miedo, pero sin querer descubrir su regreso, andando de puntillas y muy despacio. El resto de puertas, salvo la de la cocina, estaban cerradas, como siempre. Histerancia siempre se empeñaba en mantenerlas todas cerradas, quizá ella misma hubiera hecho su ronda de cerrar puertas, moviéndose a toda prisa sobre sus ridículas zapatillas de alzas como poseída de un frenesí maniático. Bueno, sin el «como»…

Pero no, desde luego que ella no había hecho eso. Deprimencia abrió la puerta del cuarto de Histerancia y Repelencio, y allí mismo la encontró.

Estaba prácticamente en la misma postura en que la tenía Repelencio bajo todo su peso, aún encajada en el hueco que ambos habían formado en el colchón. Deprimencia se acercó lentamente y tiró del edredón para dejar a la vista su cara, aún vuelta hacia la puerta tal y como la había encontrado la primera vez. Tenía los ojos abiertos y secos, dirigidos al mismo exacto lugar donde había cruzado miradas con Deprimencia, por la mañana. La boca torcida en lánguida mueca, grumos de saliva blanca y seca pegada a sus dientes amarillos y su barbilla. Todo olía a sangre y a otra cosa. Deprimencia recorrió su cuerpo con la mirada, hasta encontrar sus piernas desnudas, la parte interior de sus muslos impregnadas de algo oscuro y duro. Le recordaba a la sangre de su menstruación, pero no era nada tan natural, a su parecer.

Deprimencia nunca había visto un ser humano muerto, pero no le cabía duda alguna de que estaba ahora mismo ante uno. Histerancia estaba muerta. Comprender esto la hizo retroceder muy asustada, de pronto. Histerancia ya no estaba, el primer paso para convertirse en ella.

Chocó contra la puerta, que golpeó con su pomo la pared y rebotó contra su hombro. A eso siguió el sonido de la puerta del baño abriéndose. Deprimencia se volvió hacia allí.

Repelencio asomaba medio cuerpo desde dentro, tal y como hiciera esa misma mañana desde la cocina, e igualmente se masajeaba el interior de sus pantalones, mostrando su sonrisa pueril y de infinita estupidez. Tenía la parte inferior de su escasa camiseta de tirantes manchada de sangre oscura y seca.

—¡Vaya, vaya! —empezó a decir con su voz de pito—. ¡No te ha comido el Lobo! ¡Ya te daba por perdida, ¿sabes?!

Deprimencia no dijo nada, se quedó quieta bajo el marco de la puerta, la mirada muerta de Histerancia hundiéndose en su nuca.

—Llevo todo el día entrenándome para ti —dijo de repente Repelencio, muy contento—, y toda una vida esperando «tu momento» —añadió, realmente dando un matiz malicioso a «tu momento»—, el momento de que empezaras a sangrar. ¡Vamos, ven aquí!

Y sacó con decisión toda su enorme y asquerosa persona del cuarto de baño, dirigiéndose sorprendentemente rápido hacia Deprimencia. Ella se volvió e intentó buscar refugio en aquella habitación. ¡No sabía qué hacer! Se tiró a reptar encima de la cama, pasando por encima de las inertes piernas de Histerancia, cuando notó que la presencia de aquel monstruo se cernía tras ella y empuñaba uno de sus pequeños tobillos y después el otro, y tiraba de ella hacia sí. Deprimencia se agarró a su vez a una de las piernas de Histerancia, pero cuando Repelencio la asió de la cintura y la levantó ante él, el peso muerto de la extremidad pudo con ella, se le escurrió la escasa carne de entre los dedos, y vio cómo todo giraba a su alrededor mientras Repelencio la dirigía ante sí fuera de la habitación.

—No vamos a quedarnos aquí, esto está muy sucio —gruño algo incómodo Repelencio, pero entre carcajadas, respirando entrecortadamente—; nos vamos a tu habitación, ¿eh?

Deprimencia forcejeó y pataleó, atinó a golpear el grueso estómago de Repelencio con los talones, le clavó las demasiado cortas uñas en los brazos y en las manos, pero todo era en vano. Deprimencia veía la puerta de su habitación acercarse hacia ella, como si simplemente el espacio se estuviera comprimiendo hacia sí misma en lugar de desplazarse en modo alguno. Sitió una enorme presión en su corazón, además de por encima de sus caderas.

—¡Allá vamos! —exclamó en mezquino tono jovial Repelencio, cuando usó a Deprimencia de ariete para abrir la puerta, a lo que ella no pudo hacer más que estirar los brazos, golpeándose fuertemente las palmas y algún dedo contra ella.

La puerta salió lanzada ante ella por efecto del terrible impulso, y volvió sobre el hombro de Repelencio mientras entraban, pero no pareció importarle. Ella forcejeó un poco más antes de que él la lanzara sobre su cama, ya muy cansada, y al instante la inmovilizó con todo su peso, poniéndose sobre ella, enterrándola en una tumba de colchón y carne, su cabeza aplastada bajo el apestoso pecho de Repelencio. Sintió que él le levantaba la parte baja del camisón de seda negro.

—¡Es verdad, ya ni llevabas bragas! —le oyó decir algo por delante de su cara, hundida de tal forma contra el colchón que apenas podía respirar. Tampoco sus pulmones tenían sitio para expanderse, de todas formas, con la envergadura del hombre sobre ella—. ¡Hoy todo está saliendo a pedir de boca!

Sintió, mientras retorcía el cuello intentando sacar la cara al aire, que algo caliente y duro, rodeado de lo que parecían los grasientos y repugnantes dedos de Repelencio, que se movían como nerviosos entre sus nalgas y más hacia abajo, la golpeaba aquí y allá, como no sabiendo dónde terminar. Al fin consiguió levantar la cara, el pecho de Repelencio sobre su coronilla, y más allá, delante y arriba, su enorme cara rolliza, todos los pliegues de carne y grasa colgando de sus desaparecidas facciones, que la observaban mostrando una extraña caricatura de sonrisa, torciendo el cuello, o lo que quedara de cuello bajo la doble papada, hacia ella.

—¿Cómoda? —dijo en un susurro implacable, justo cuando Deprimencia sintió sus dedos tocándola allí donde tanto se empeñaba antaño Histerancia en frotarle durante sus baños.

Deprimencia consiguió sacar también el brazo derecho, y rabiosa e implacable como nunca había sido, ardiendo de claustrofobia, miedo y dolor, dirigió su dedo índice contra el ojo derecho de Repelencio.

Él había apoyado la frente en la cama para mirarla, y ante el dolor, con su malformado y pesado cuerpo, no fue capaz de apartar la cara del ataque. La postura extraña de su cuello hizo que se le quedara la cabeza atrapada contra el colchón, y el dedo de Deprimencia se hundió en su cuenca ocular hasta bastante después de donde terminaba la uña.

Repelencio gritó, gritó de manera aguda y terrible, mucho más terrible y patéticamente de lo que lo había hecho nunca Histerancia en vida. Se retorció por entero hacia el lado derecho de la cama y cayó rotundo contra el suelo. Todo pareció vibrar al son del impacto.

Deprimencia respiró. Inspiró sonoramente, sonando como un aullido crujiente, mientras usaba los brazos para impulsarse hacia atrás sobre la cama, cayendo con los talones sobre el suelo, no encontrando equilibrio alguno para su cuerpo fatigado, dando traspiés hasta apoyar la espalda en la pared. Mientras, Repelencio se había puesto a cuatro patas sobre el suelo, y buscaba apoyo con su brazo izquierdo sobre la cama. Se alzó, y buscó a Deprimencia hasta que puso su mirar truncado sobre ella, el ojo derecho convertido en un jirón de sangre y viscosidades que Deprimencia había arrastrado hacia fuera con su dedo.

—¡Malditaaaa…! —sollozó Repelencio, abriendo mucho la boca, sus mandíbulas unidas por densos hilos de saliva.

Deprimencia se arrastró por la pared de espaldas hasta llegar a la puerta, y corrió, o más bien fue tambaleándose a lo largo del pasillo. «¿Qué hago? ¡¿Qué hago?!», le gritó alguien dentro de su mente, aunque no escuchaba.

Sentía el suelo ser golpeado a sus espaldas con el movimiento de Repelencio, mientras la vida había perdido el color y todo sonido. Sólo oía un rumor que lo ensordecía todo, y las cosas en blanco y negro. Todo era igual pero diferente, no sabía quién era ni qué pasaba, ni dónde estaba. Su consciencia estaba a punto de entrar en un colapso defensivo, estaba a punto de abandonarla para no hacer frente a todo aquello…

«¡No! ¡¡¡No!!! ¡De esto hablaba el Lobo, de esto hablaba! ¡No voy a permitirlo! ¡¡¡No voy a permitirlo!!!».

Y de súbito, todo recuperó el tono rojo del sol moribundo, volvía a oír los gruñidos y respiración dificultosa de Repelencio al fondo del pasillo, justo cuando había alcanzado y se apoyaba contra el marco de la puerta de la cocina. Se volvió, y vio que Repelencio, quien se había arrastrado hasta la entrada de su cuarto, se empezaba a incorporar como no sabiendo muy bien dónde estaba, abriendo y cerrando convulsivamente su ojo sano.

Se le ocurrió salir de nuevo al exterior, esperando que la siguiera, esperando que el Lobo se lo comiese… Pero recordó de golpe que el Lobo había dicho que no comía seres humanos, y además, eso supondría acercarse mucho a Repelencio, quien ya se movía dando tumbos hacia ella…

«No. Lobo dijo que esto acababa aquí. ¿A esto se refería? ¡¿Es esto, el final?!».

Desde luego que tuvo la impresión intensamente vívida de que así era. Repelencio estaba fuera de sí. Aturdido de dolor, pero absolutamente desatado. Tenía la seguridad de que la iba a matar, probablemente como había matado a Histerancia, y si antes cabía de eso alguna duda, no ahora que le había mutilado tan gravemente. Pero no tenía miedo. Nunca volvería a sentir el mismo miedo que sintió al ver al Lobo, cuando creía seguro que iba a morir, cuando creía que no podía hacer nada. Ahora sabía que podía hacer algo, es más, que debía hacer algo. No solo por ella misma, si no por cualquier otro ser vivo que se pudiera poner al alcance de Repelencio. Esto no era como ver a las arañas morir solas sobre el radiador. Aquel hombre era perverso, y no había en su joven inteligencia lugar alguno para la duda o la compasión.

Repelencio recuperó apenas la compostura y observó a Deprimencia, apoyada en el quicio de la entrada a la cocina. La niña sonreía.

—¡¿Quieres guerra, eh?! —dijo él, sonriendo a su vez, para nada turbado por el repentino cambio de humor de Deprimencia, tan poco antes desesperadamente furiosa e impotente—. ¡¡Yo te daré guerra!! ¡¡¡Vamos, ven aquí!!!

Y se lanzó a la carrera, arrastrando esas aplastadas bolsas de carne que le servían de pies, mientras se volvía a encajar la cintura de sus pantalones de pijama donde le correspondía, no sin que pudiera antes Deprimencia distinguir lo que colgaba entre sus piernas, algo así como tres repugnantes huevos de araña envueltos en pelo retorcido.

Deprimencia se internó en la cocina y rebuscó en los cajones lo más parecido que sabía que había allí a uno de los grandes colmillos del Lobo. Un largo cuchillo de cocina que Histerancia usaba siempre para cortar el pan duro. Se volvió hacia la puerta justo cuando Repelencio asomaba, siguiéndola con su mirada de cíclope, toda la parte de su cara bajo el ojo derecho oscurecida por la sangre, pareciendo embadurnado de alquitrán, más bien.

Deprimencia le enseñó el cuchillo estirando el brazo armado hacia él. Repelencio no se arredró, saltó dentro de la cocina con todas su flácidas carnes siguiendo de manera tardía sus movimientos. Deprimencia se movió lateralmente hasta refugiarse tras la mesa de la cocina, y él cogió enseguida la silla que tenía ante sí, al lado contrario, por el respaldo. La alzó sin apenas esfuerzo y se la tiró con saña, todo muy rápido.

La frente de Deprimencia fue golpeada por una de las patas, a pesar de su intento de esquivarla. El golpe le abrió una herida junto la sien izquierda y la hizo desequilibrarse, cayendo de espaldas al suelo. El cuchillo se deslizó de su mano hasta debajo de la mesa, dando vueltas sobre el mango negro de plástico, bastante más pesado que la hoja. Aturdida, su mente solo pensaba en recuperarlo cuanto antes, ¡cuanto antes!

Pasó de tumbada a sentada, y de sentada a tumbada boca abajo en un suspiro, y reptó bajo la mesa, mientras seguía los torpes pasos de Repelencio rodeando la mesa por el rabillo del ojo. Calor sobre su pómulo izquierdo: sangre.

Agarró el cuchillo, y cuando la rolliza y caliente mano de piel viscosa de Repelencio asomó bajo la mesa y le asió el cabello para tirar de ella, no vaciló en pasarle el filo por el antebrazo haciendo cuanta presión era capaz.

Repelencio volvió a gritar espantosamente como una niña retrasada y sobrealimentada, pero la había soltado. Harto de tantas tonterías, con su brazo indemne agarró la mesa por la mitad del canto y la hizo volcar, descubriendo a Deprimencia a cuatro patas en el suelo.

El súbito movimiento de aire ascendente que siguió a la mesa, le trajo a ella el más caliente e intenso olor a podrido tan característico de la calefacción de la casa. Miró al suelo, entre las rendijas. Luz naranja, el calor que emanaba. Estaba sobre la trampilla del cuarto de la caldera.

—¡Eh! ¡¡No!! ¡¡¡Sal de ahí!!! —gritó Repelencio con un tono y volumen de voz que parecía una súplica, cuando Deprimencia tiró de la argolla de la portezuela hasta que cayó por su peso a un lado— ¡¡¡Que no entres ahí!!!

La orden de Repelencio, y su intento de contener a la niña llegaban muy tarde, ya se había escabullido a lo largo de las estrechas escaleras.

—¡¡¡Maldita tarada!!! —rugió pateando otra de las sillas contra la pared— ¡¡¡Ahora sí que no tienes escapatoria!!!

Y se dispuso a seguirla hacia el pozo caliente de intenso olor a hierro óxido, a ocre.

Repelencio, que normalmente dejaba que fuera Histerancia la que operara la caldera, mejor dicho, que lo hiciera todo en aquella casa, constató que el paso le era angosto dada su corpulencia. Apenas fue capaz de, con los pies tanteando erráticamente los escalones, demasiado estrechos para sostener tanta carne desparramada sobre ellos, encajar la cabeza bajo el techo, los hombros aprisionados en la entrada, en una postura encorvada. Por alguna extraña razón, había sido capaz de hacer pasar su descomunal barriga de proporciones épicas, pero no hacía más que raspar y raspar en ese momento los hombros contra el rugoso hormigón, sin resultado ninguno.

Se detuvo al sentir movimiento a la derecha, hacia donde se abría el estrecho cuartucho. La caldera a apenas metro y medio de la pared junto a la que discurría la escalera.

Deprimencia salió de la esquina a la derecha del aparato, sumida en oscuridad por efecto del fuego orientado hacia Repelencio. La impresión era la de que las tinieblas la vestían en la forma de su camisón negro de seda, al tiempo que su piel pálida se tornaba del color ámbar de las llamas, un hilo de líquido más oscuro, a veces relampagueando como un rayo en brillos rojos, desde su frente hasta la parte baja de su mejilla izquierda, un remanente más opaco bajo la mitad de su labio inferior, casi en paralelo. A Repelencio se le antojó de esa guisa realmente apetecible…

—¡Sí! ¡Eso es! ¡Ven aquí! —la animó Repelencio, estirando los brazos hacia ella, repentinamente conciliador.

Deprimencia dio dos largos y rápidos pasos y le clavó el cuchillo bajo la rodilla derecha, tan profundo como fue capaz. Repelencio gritó de nuevo de esa tan triste manera propia, levantó la cabeza por acto reflejo, golpeándosela contra el techo, y cayó hacia delante al fallarle ambas piernas durante la conmoción, sus hombros al fin libres al seguir el peso muerto de su caída.

Su barriga le hizo de trineo durante el corto trayecto hasta el fondo, y su cara se vio arrastrada un momento por el suelo para luego estamparse directamente contra la pared frente a las escaleras.

El desmayo había sido momentáneo, y el fuerte golpe de morros contra la pared lo sintió de lleno. Luchó por incorporarse, bajando a duras penas antes las piernas incómodamente apoyadas sobre los últimos peldaños. Fue capaz de ponerse de rodillas, aunque sin ver, solo palpando la pared a su alrededor, sintiendo el fulgor del fuego de la caldera a través del párpado de su único ojo, toda la frente chorreando en sangre, así como los labios y la nariz. Su propio peso le había aplastado con fuerza toda la cara contra el muro, y entre el dolor y la cantidad de sangre que le empapaba el ojo, no se sentía capaz de abrirlo para orientarse.

Deprimencia se movió hacia él, observando aquella cara toda empapada y destrozada que lanzaba sangre en fuertes esputos desde donde debiera quedarle lo que le quedara de nariz, haciendo intensos ruidos de respiración muy forzada. ¿Por qué no respiraba simplemente por la boca? No sería tan complicado, ni para ese estúpido y repugnante hombre…

El caso es que Deprimencia miraba de frente, a su misma altura, a un Repelencio muy venido a menos, su incesante goteo rojo espolvoreado, salpicándola en la cara y el pelo, en el camisón y entre los dedos de los pies. Ella, ante su ignorante persona, impertérrita. Sólo dejando que su asco a aquel hombre alcanzara cotas insoportables, al impregnarse de su sangre.

Repelencio, como último intento ya fuera de ubicarse en el espacio, ya de llegar a coger al fin a Deprimencia, estiró ambos brazos y manoteó, moviéndolos en amplios círculos, arrastrando las rodillas, inclinándose más sobre la derecha, vencida del dolor por la puñalada reciente.

Así, y de auténtica casualidad, se vio Deprimencia entre los brazos ciegos de Repelencio, mientras la monstruosa máscara sanguinolenta que le quedaba por cara se aproximaba hacia la suya. Ella alzó el cuchillo ante ella, de manera que Repelencio se lo clavó entre las dos papadas que le colgaban de la barbilla con su solo avance. Al fin abrió la boca, más de sorpresa que de dolor, del cual ya estaba más que servido, y soltó un par de arcadas, mientras Deprimencia retrocedía antes de que los brazos del hombre golpearan fútilmente ese mismo lugar que ella acababa de abandonar. Agitó varias veces los brazos ante sí, abriéndolos y cerrándolos, abriéndolos y cerrándolos, el cuchillo hundido hasta el mango entre sus papadas. Finalmente tosió, tres veces, dejó caer los brazos a los lados, y se derrumbó hacia delante, de nuevo la cara estampada, esta vez contra el suelo. Enseguida un charco de sangre oscura se extendió alrededor de su cabeza.

Estaba muerto. Lo había matado. Deprimencia no acababa de entender nada de todo aquello muy bien, pero dadas las circunstancias, le parecía que no le había ido tan mal. Sin embargo, el Lobo tenía razón. Estaba viva y a salvo, pero no le parecía en ese momento nada por lo que alegrarse. Se sentía mal. De repente, muy enfadada.

Deprimencia se quedó largo tiempo contemplando las llamas de la caldera, pensando que así se sentía: como un recipiente en cuyo interior ardía algún tipo de inmundicia.

Fin