Arrebatada su alma de horror y repugnancia, estuvo bastante tiempo corriendo sin pararse ni a mirar por dónde iba. Sólo se miraba los pies desnudos, que se hundían entre las briznas pardas de hierba seca, haciéndolas crujir entre sus dedos, pateando a veces un ocasional montoncito de hojas muertas que planeaban alrededor de las ondas de su camisón negro formando estelas… Corrió y corrió, hasta que los pulmones se le antojaron abrasados, hasta que la garganta le crepitaba seca y helada, el frío tenaz del aire muerto crispándole toda la suave y pálida piel, muy a su pesar acostumbrada a un ambiente estancado y de sofoco.
Pero al fin se detuvo, cuando sus zancadas ya empezaban a resultar erráticas de puro cansancio, apenas con fuerzas para levantar un pie del suelo en el intento de dar el siguiente paso. Temblaba de nerviosismo, fatiga y frío, pero de repente se sentía bien. Se sentía verdaderamente bien por vez primera en su vida, una sensación que la cogió tan desprevenida, que la abrumó de una manera tan cálida pero fresca al tiempo, que no pudo reprimir las lágrimas, las primeras que ella se había visto derramar nunca sin ser resultado del dolor.
Apoyada con las manos sobre sus rodillas, intentando recuperar el aliento, contempló las brillantes gotitas caer reflejando la luz del sol de la mañana que tenía delante, y haciendo secos y agradables sonidos al estamparse contra las hojitas finas y largas del suelo, que parecían doradas bajo aquellos rayos matinales. Sin duda era maravilloso, eso pensó mientras dejaba que el aire fresco penetrara en ella muy lentamente a través de las fosas nasales, imaginándose cómo todo ello le acariciaba delicadamente el cuello y la cara en el recorrido que habría de seguir hacia su inspiración. Embriagándose, al expulsarlo a través de la boca, de su sabor acre de naturaleza en tardío declive, bizqueando ante su nariz para seguir el baile sinuoso y grácil de las volutas de su expiración vaporosa. Nunca había visto nada tan bello, nunca se habría imaginado que de ella pudiera salir algo así.
Y al levantar la mirada para descubrir de qué manera su vapor se difuminaba por encima de ella en el aire hasta desaparecer, vio lo altos que en verdad eran los árboles de ramas desnudas que tanto tiempo había pasado mirando desde su ventana. Eran enormes, ¡enormes!, y las ramas más largas, grandes y nudosas se bifurcaban infinitamente en otras más pequeñas e igual de retorcidas, que a su vez volvían a dividirse, y así hasta donde ella ya no era capaz de distinguir. No podía con ello, la hermosura de toda esa complejidad, bosquejada por cada uno de aquellos árboles que por todas partes la rodeaban, mezclándose allí arriba, como si todo fuera otra enorme telaraña sin interrupciones, pero para nada frágil y mil veces más bonita que las de las arañas, cruzado todo aquí y allá por la luz naranja del sol, que también hacía brillar en parte las más bajas de las nubes grises que servían de lienzo a cuanto ella veía.
No cabía en sí de gozo, y aún se sorprendió más al bajar la mirada y empezar a caminar, percatándose al fin de lo que su sentido del tacto le regalaba desde las plantas de sus pies, donde la hierba le hacía tan pronto cosquillas como inofensivos arañazos, todo enmoquetado hasta donde podía ver por ese manto de refulgente áureo donde atinaba a bañar el sol, el resto de un cálido color oscuro anaranjado, solo interrumpido por la presencia de los atezados y robustos troncos de cortezas rugosas y surcadas en relieves verticales.
¿Cómo, cómo podían habérsele pasado la vida diciéndole que aquello era peligroso, que era malo? ¿Cómo podían de verdad aquellas dos personas creer tan en serio cuanto decían? Porque no le cabía duda de que así era. Podía ver la alarma, el recelo supersticioso de sus padrastros cuando hablaban del exterior, cuando aseguraban que el aire podía matar, cuando sentenciaban que el frío era mortal. ¡Y para nada lo sentía ella así ahora! ¿De verdad lo creían, de verdad? ¿Era posible que tan solo la mintieran a ella, o de verdad se mentían a sí mismos? Deprimencia era ahora la más cierta imagen de la maravilla e incredulidad indivisibles… ¡Todo era mentira!
Y entonces lo oyó. El ruido había sido algo leve y lejano, pero en mitad de todo aquel silencio la sobresaltó.
Miró todo en derredor. No había sido capaz de distinguir de dónde venía ni qué lo podía haber provocado. Había sido un sonido sordo e irreconocible, quizá como de algo pesado cayendo con fuerza contra la tierra mullida desde la que crecía la hierba.
Y de golpe se acordó: «¡¿Quieres que te coma Lobo, eh?! ¡¡¿Te sacamos con Lobo?!!», habían sido las furiosas palabras de Repelencio esa misma mañana. Lobo. ¿Era eso verdad? ¿Había sido eso, el ruido?
De pronto, se sumió en un increíble terror, otra sensación que nunca había experimentado. Sí, Deprimencia se había pasado toda su recordada existencia sumida en una triste apatía, había sentido ira, desprecio por sus padrastros, a veces compasión, escándalo y asco al descubrirles por vez primera en su habitación, no hacía mucho… ¿Pero miedo? Nunca había sentido de verdad miedo, el miedo al verdadero peligro, el miedo a morir, y de golpe se materializaban en ella todos los temores que con tanto ahínco intentaron Repelencio e Histerancia inculcarle siempre.
En ese mismo momento, el frío del aire se le antojó realmente nada revitalizador, de súbito se llevaba también todo el calor de su alma. Sus lágrimas de recién conocida felicidad dejaron de manar, quedando en sus párpados un remanente que le enturbiaba la visión.
El sonido sordo se repitió. Y una vez más, y otra, y cada vez más cerca, muy pausadamente pero sin atisbo de duda: algo venía en su dirección, desde no sabía ella discernir qué otra.
Y al fin lo vio aparecer. Justo debajo de la esfera ardiente y oscurecida por la bruma del sol, una enorme sombra animal, su pelaje erizado en la cabeza y a lo largo de la parte más alta del lomo; una larga cola que contra la luz parecía conformada de innumerables espinas recias; la cabeza de puntiagudas orejas moviéndose arriba y abajo, siguiendo el ritmo de sus cuatro patas, que se levantaban y volvían a apoyar con movimientos parsimoniosos y gráciles; dos brillos dorados en mitad de la cara, los ojos reflejando la luz que hacía resplandecer la pálida piel de Deprimencia, a la que sin duda miraba directamente.
Deprimencia se quedó sin aire. Nunca había visto otro animal que no fueran las arañas de su habitación, y aquella colosal criatura, que se le presentaba apenas como una sombra recortada entre los árboles, le resultaba inquietante tanto por su tamaño como por su extraña y amenazadora manera de moverse. Se quedó muy quieta, inmóvil de pánico, sin respirar siquiera, mientras lo que tenía que ser el temible Lobo se detenía al fin, sin apartar las dos centellas de su mirada de su persona. Quería gritar. No, no podía. El miedo anulaba cualquier intención de acción, y tampoco se le ocurría nada mejor que gritar. No podía pensar, en realidad.
Así estaba, tan asustada que hasta había dejado de temblar de frío, de tenso que se había quedado su escuálido cuerpecito, cuando una especie de trueno resonó a su alrededor, volviéndola a sobresaltar primero, y confundiéndola después al distinguir palabras claras resonando como campanas entre el rumor.
—¿A dónde vas, niña?
La voz no era desagradable en sí misma, a pesar de su carácter sobrenatural e ilocalizable, lo cual ya resultaba poco tranquilizador, pero denotaba una malvada diversión y cierto grado de desprecio, no le resultaba muy conciliadora, y lo primero que pensó fue que Repelencio la había salido a buscar y la llamaba desde su espalda.
Se volvió a mirar, pero nada, no había nadie. Seguía sola con el terrible Lobo. Volvió la vista al frente, confusa y aún asustada como nunca volvería a estarlo, y en ese momento sí que gritó al encontrarse con la gigantesca cabeza de morro alargado del Lobo a escasos centímetros de su nariz. Intentó retroceder y cayó de culo al suelo, agarrándose a las briznas de hierba, que se deshacían entre sus dedos como papel quemado.
Ahora sí lo veía con claridad. Todo su pelo era blanco y erizado, espeso como el mismo campo que les rodeaba. Los ojos seguían brillando en blanco cegador, incrustados en cuencas de forma de almendra que se entornaban como suspicaces. Unos largos alambres plateados le salían desde poco después de donde terminaba su negra nariz húmeda: sus bigotes, aunque Deprimencia no lo supiera. Deprimencia no sabía qué era eso en su totalidad, tan gigantesca criatura…
Los carrillos de la criatura, en la base de su larga boca llena de dientes largos y afilados, se hincharon de forma algo graciosa, antes de que ella pudiera oír, de la misma extraña forma:
—Te he hecho una pregunta, niña ¿Qué educación es la tuya?
Esta vez, pareciéndole a ella algo burlona. No sabía qué decir. ¿Le estaba hablando, aquella cosa?
—¿Cosa? Desde luego, educación ninguna, en absoluto, aunque no me sorprende…
Ella no había dicho nada. ¿Cómo sabía lo que pensaba?
—Escucha, una cosa es que no lo necesite para hablar contigo, y otra muy diferente que no me guste conversar. ¿Quieres hacer el favor de hablar conmigo? De viva voz, se entiende que pido…
—S-si —tartamudeó ella, sin entender nada, sin saber qué hacía contestando.
—Pues lo que haces es ser educada… ¿A que es toda una experiencia, ein?
—S-s-sí —volvió a tartamudear.
—Ponte en pie, algo de dignidad, por favor, ¿o me ves a mí revolcándome en el barro para hablar contigo? ¿Ein?
Deprimencia obedeció, se incorporó sin dejar de vigilar la gran cara de dientes mostrados en sonrisa entreabierta del Lobo, que la miraba desde muy por encima de su propia estatura de niña, la nariz negra orientada hacia su cara.
—¿Eres tú, cosa, la que habla? —se atrevió a preguntar, separándose dos pasos del Lobo.
—No soy cosa, ¿sabes? —respondió entre trueno y campanas.
—Eres el Lobo —aseveró más que preguntó Deprimencia.
—¿Lo qué? ¿Ein? —soltó entre carcajadas el Lobo.
—El Lobo, ¿no? El que devora personas. ¿Me vas a comer? —dijo ella muy rápido, como si temiera oír la respuesta de algo que ya se había arrepentido de preguntar.
—No sé qué es un Lobo, niña, y no, no me como a la gente, ¿sabes? Nunca entenderé a los humanos, el porqué de inventarse nombres para las cosas e inventarse cosas, en general. Incomprensible…
—¿No me vas a comer? ¿Entonces no eres el Lobo?
—Sí soy el Lobo —dijo de repente el trueno y la campana, lo que amedrentó sobremanera a Deprimencia, tanto por la revelación misma como por el matiz cansado y furioso con que la criatura había pronunciado las palabras—, lo soy en el sentido de que así es como me conocen los humanos, el nombre que me han puesto, pero para nada sé de verdad qué significa ni si yo soy tal cosa, ¿ein? Mi nombre es Ruddenskjrik.
Hizo una pausa el animal para pasear la larga lengua alrededor de toda su mandíbula superior, volviendo de nuevo sobre la nariz, que se lamió dos veces.
—Yo soy el que aquí sabe cómo van las cosas, y supongo que he ahí la razón de todo ese miedo que me tenéis. La verdad es algo que aterra a los humanos, niña, ¿no lo sabías, ein?
—¿La verdad? —repitió Deprimencia confundida.
—La verdad, sí, la verdad. ¡Vaya!, si no sabes eso, quizá haya esperanza para ti, niña… —expuso divertido el tal Ruddenskjrik, a lo que siguió un tono más serio en su conversación—: Ahora: ¿quieres contestarme a mi primera pregunta? ¿A dónde vas, niña?
—La verdad es que no lo sé…
—Y por eso te lo pregunto: porque no lo sabes. Lo que quiero es que te pares a pensar en ello —concluyó el animal, un poco arrogante…
—¿Ein? —soltó Deprimencia tras un segundo de reflexión. Se le había pegado del Lobo.
El ser hizo un sonoro estornudo de desagrado.
—¡¿Qué?! —exclamó Deprimencia, sin saber qué se esperaba de ella.
—Vienes huyendo, ¿ein? —dijo Ruddenskjrik muy seguro, y sin esperar a que Deprimencia asintiese con la cabeza o dijera algo, continuó—. No es necesario que me cuentes de qué… Lo que quiero saber es qué tienes pensado hacer, que ya sé que no lo tienes pensado…
—No lo sé, no lo sé —gruñó desalentada Deprimencia—. Sólo quería irme de allí, salir de aquella casa… Algo me dice que tarde o temprano acabaré convertida en Histerancia, y no quiero eso, no lo quiero…
Y así, Deprimencia bajó la mirada al suelo y volvió a llorar, de verdadera tristeza esta vez. En realidad sollozaba.
—¡Ah, desolación! —gruñó el trueno y la campana, ensordeciendo el casi inaudible llanto de Deprimencia—. ¡Qué agradables recuerdos!
—¡¿Agradables?! ¡¿Qué puede tener de agradable sentirse así?! —estalló de repente Deprimencia, obviando la magnificencia y poder de la criatura, que bien podía partirla por la mitad de un mordisco.
—Bueno, verás, hubo una vez en que me sentí igual de perdido y asustado que tú, ¿ein? Lo que pasa es que no se trataba de la misma situación… Digamos que estaba colmado, en aquella época, de una inconmensurable mezcla y cantidad de buenos sentimientos a los que no podía dar rienda suelta como quisiera… —Ruddenskjrik había dicho esto alzando su afilado morro al cielo cruzado de ramas secas, casi como si estuviera aullando de dolor. Luego, volvió a bajar la mirada hacia Deprimencia—. Tú aún eres joven para entender de qué hablo, y no has tenido la oportunidad de encontrarte en esa posición… Pero puedes llegar a ello, y a mucho más…
—¿Cómo? Eso intento, intento salir de allí, y no pienso volver… —gimió Deprimencia, algo consolada por las enigmáticas palabras del Lobo.
—¡No! —rugió él, mostrando los dientes, replegando la piel del morro que los cubría—. ¡Tú no puedes salir de aquí! ¿Quieres seguir andando? No hay nada más allá. Sólo el olvido. Tu historia es ésta y no termina así. No tienes a dónde ir… No puedes huir…
—¿Qué? —Deprimencia se quedó callada un buen rato, durante el que se limpió las lágrimas de la cara, antes de preguntar, cada vez más extraviada—: ¿Pero qué se supone que he de hacer? ¿Volver allí, con aquellos dos?
—Sí —dijo tan solo Ruddenskjrik—, eso ha de pasar.
—¿Tengo que volver a ese horrible lugar, y vivir con esa mujer desesperada y ese horrible y repugnante hombre?
—Yo no he dicho eso… —dijo con sorprendente suavidad Ruddenskjrik, asomando otra vez los dientes, pero no de forma amenazadora esta vez. Los almendrados ojos brillantes se cerraron un poco más, y casi parecía sonreír, de una forma extraña.
—¿Ein? —volvió a hacer por segunda vez Deprimencia, ésta vez casi sin voz.
—Bueno, yo te contaré una cosa… —empezó el Lobo con tono conciliador—. Se da la casualidad de que en esta historia se halla encerrada, allí, contigo, en esa casa, buena parte de lo peor que tiene la naturaleza humana, ¿me sigues?
Deprimencia asintió, pero no entendía bien, la verdad.
—Bueno… —continuó Ruddenskjrik, desviando antes la mirada brillante a un lado, como cansado—. Te diré que tú eres de esas personas que están un poco en la cuerda floja. Puedes sentir cosas malas, como has estado haciendo hasta ahora… Es natural, todos las sentimos, es normal. El caso es si sabes por qué te sientes mal, y una vez sabido esto, qué decisiones vas a tomar…
—¿Decisiones? —repitió una vez más Deprimencia, como si el hacerlo le sirviera para comprender.
—Sí… Mira, tú estás en una situación en la que no vas a lograr nada bueno, tú no vas a sentir nada bueno, eso es así, tal cual. Pero puedes tomar decisiones que en el futuro te permitan llegar a sentirte bien. Puedes hacer cosas por las que te arrepientas para el resto de tu vida, cosas que de cuando en cuando recordarás y te sumirán en la desgracia ocasionalmente, o puedes simplemente ser desgraciada para toda tu vida. Es triste, pero a veces los humanos vivís ese tipo de situación. Y por desgracia, soléis dejaros arrastrar por la forma más fácil, que es la de ser desgraciados para siempre…
—¡No! ¡¿Cómo va a ser eso así?! ¡¿Quién querría ser desgraciado para siempre?! —estalló Deprimencia, temiendo verse en esa hipotética visión de futuro.
—Pues… ¡No lo sé! Pero es lo que soléis hacer. No hacéis nada, os negáis la verdad que conocéis, os volvéis sumisos de la desgracia, y os engañáis diciéndoos que no se puede hacer nada, cuando cada segundo que pasa es una nueva oportunidad de hacer algo, al fin… Y por eso me mantengo aquí, alejado de vosotros, muy orgulloso de que se me tema y esquive, porque solo alejado de vuestras mentiras y artimañas se puede ser feliz. No tardarás en descubrir que en vosotros no se puede confiar. Ni siquiera tú lo serás, no serás de confianza, con el tiempo, ¿entiendes? Porque sois así. Se requiere una gran fuerza de voluntad y valor para corregir eso, y la vuestra no es una especie que se caracterice por ello, no cuando se trata de construiros a vosotros mismos…
—No sé qué decir… Pensaba que me ibas a comer, y ahora quizá lo hubiera preferido… —Deprimencia hizo una pausa—. ¿De verdad que no me puedo ir, sin más?
—No. Tu historia no acaba así, créeme, sé muy bien lo que me digo, como que me llamo Ruddenskjrik —el Lobo hizo un seco gesto con el morro hacia más allá de las espaldas de Deprimencia—. Vuelve y acaba con esto, se nos está alargando demasiado, creo. ¡Se acabó el divagar!