Sonidos

A mitad de mañana, empezaron los sonidos.

Deprimencia llevaba todo ese tiempo con la cara pegada a la levísima ráfaga de aire que entraba por su ventana, desde que dejara el baño cuando su herida había parado de sangrar, o mejor dicho, de sangrar tanto como lo había estado haciendo. Ella no se había dado cuenta, pero desde la mitad de su labio inferior había quedado una línea de sangre que le llegaba a poco antes de la barbilla, seca gracias a su rápida exposición a la brisa fría que tanto le gustaba…

Aquello era inusual. Los sonidos esos, los que tanto le impedían dormir por las noches, se sucedían en ese momento mismo, por las noches. Nunca antes habían tenido lugar en otro momento distinto, sino todas las noches a la misma hora, prácticamente, alargándose indefinidamente, torturándola a ella en su tiempo en vela…

Los sonidos no consistían en otra cosa que en un rítmico retumbar de muelles de colchón y un chirrido regularmente pausado de patas de armazón metálico sobre suelo de azulejo… Era como si alguien saltara incesantemente sobre una cama, cosa que nunca se le había ocurrido hacer a ella, pero que suponía porque eran ruidos que a veces hacía la suya propia cuando se arrojaba encima con fuerza. Pero no solo eso…

Aparte del característico sonido de una cama, casi al unísono con aquello primero, se oía a Histerancia gritar como de verdadero dolor, unas veces de manera desatada, otras un poco contenida, como rugiendo…

Aquello ponía a Deprimencia los pelos de punta, razón principal de su insomnio. Le daba miedo. Y en la noche, no se habría atrevido nunca a investigar fuera de su cuarto el motivo de tanto ajetreo. Tampoco es que tuviera otra elección, pues siempre le cerraba Histerancia la puerta con llave, a la hora de irse todos a dormir.

Pero esta vez, los ruidos habían empezado a producirse apenas un par de horas después del desayuno. Su primera reacción, incrédula, fue la de taparse las orejas con las manos, cosa que sabía ya que era inútil. No era el volumen de los ruidos lo que la turbaba tanto, para nada… Era más bien el carácter desolado y algo impotente de los gritos de su madrastra entre los sonidos rítmicos del somier lo que la arredraba de esa manera, y ni aun metiéndose los dedos en los oídos podía ignorarlos.

Era terrible. No es que apreciara en realidad lo más mínimo a Histerancia, pero no era capaz de permanecer impasible ante lo que parecía un sufrimiento sin igual. Estaba convencida de que el malvado Repelencio le pegaba por pura diversión, ¿qué otra cosa la podría poner de esa manera?

No lo soportaba. Desde luego, aquel no era su día. No ya por el extraño énfasis que puso su madrastra durante su baño, ni por el enfrentamiento, también insólito y novedoso, con Repelencio durante el desayuno. Simplemente, ya desde la madrugada, sentía una especie de pulsión irreprimible, unas ganas locas de hacer algo, lo que fuera, pero algo que conllevara una explosión inusitada de violencia. Quizá por eso mismo, a pesar de la pasividad de su rol, la había complacido tanto el enfrentarse con Repelencio.

De una manera o de otra, hastiada ya, se dio cuenta de la oportunidad que se le presentaba. Pensó en Repelencio de una manera para la cual no conocía los términos y, decidida a acabar con aquello, dejó libres al fin sus orejas y se puso en pie.

Avanzó con decisión hasta la puerta de su habitación, haciendo retumbar en cierta forma el suelo a pesar de golpearlo con sus solos pies desnudos. Tiró con violencia de la manilla hacia ella. ¡Abierta, claro! Durante el día nunca la encerraban, se hubiera dado cuenta por el ruido de tres vueltas de la cerradura, de haberse dado lo contrario esta vez… Una sensación inusitada de poder la embargaba, sin darse cuenta para nada de lo absurda que era su naturaleza y origen… ¿Podría alguien reconocer el origen? No, decididamente no; no había una razón lógica para su embebecimiento intrépido, pero ya fuera por su juventud, ya por el mismo enajenamiento, esto es algo en lo que ella no reparó. Se lanzó a recorrer la longitud completa del pasillo, con la misma decisión, con la cabeza ardiéndole de ira…

La habitación de Histerancia y Repelencio estaba justo enfrente, al final mismo del pasillo, inmediatamente más allá de la que daba paso a la cocina. La hoja estaba encajada en su marco, o sea, la puerta cerrada, y Deprimencia dudó un segundo al detenerse delante, preguntándose primero si se podría abrir, si no estaría cerrada con llave desde dentro, y, segundo, si no sería una verdadera temeridad, dado el resultado de su primer desafío del día contra aquel hombre repugnante. Repugnante era una palabra que sí conocía, por cierto.

Finalmente, tras ese mencionado segundo, se decidió a abrir de golpe.

La sucesión de gritos de Histerancia, los cuales había pasado por alto durante el trayecto de su cuarto hasta aquel otro, con las sienes retumbando en fuertes pulsos a lo largo y ancho de todo su cráneo, le impactaron con una cualidad casi física, como una detonación explosiva que sacudiese todo con una brusca ráfaga de aire, asociados como estaban al cuadro que se encontró allí dentro.

Lo primero que vio con una incredulidad infinita, incapaz como era, en un primer momento, de encontrar a su madrastra por ninguna parte, fue a Repelencio tumbado boca abajo en la cama, con los pantalones de pijama a rayas azules y granates arrebujados en torno a sus tobillos, sus enormes nalgas desnudas, peludas y sudorosas, moviéndose de arriba a abajo en movimiento regular y pausado, haciendo trotar toda la cama cada vez que dejaba caer sus caderas contra el colchón. Y cada vez que la cama recibía todo ese peso, oíase, como tantas veces antes, la voz de Histerancia gritando desamparada… ¡Incomprensible!

Hasta que la vio. No era que no estuviera en la habitación, sino que se encontraba hundida en el colchón, medio enterrada por los pliegues retorcidos del edredón, aplastada bajo el pecho y la prominente barriga de Repelencio, ambos apretados contra lo larga que era su espalda. Tenía los brazos sujetos junto a sus caderas por las enormes manos grasientas de Repelencio, mientras éste alzaba las suyas propias una y otra vez, dejando ver un momento un apéndice de carne rígida que hundía al siguiente entre los glúteos de ella. Y así era como gritaba cada vez, aunque Deprimencia constató que no dejaba de sostener sin embargo un continuo rugido impaciente, como el de quien siente retorcida una oreja por una mano ajena y no puede hacer más que soportar el dolor, esperando en vano que termine cuanto antes…

Deprimencia cruzó su mirada con la del único ojo de Histerancia que asomaba entre el pesado cuerpo de Repelencio y su fosa de manta y gomaespuma. Ella le clavó ese ojo totalmente abierto y lloroso, la mitad de la boca que podía mostrar tensa en un rictus involuntario de tortura, toda esa mitad de su cara la más concisa representación al unísono de una impotencia implorante y la más magnánima compasión vaticinadora.

Deprimencia no comprendió del todo nada de eso. No lo necesitaba, por otra parte. La cara de Histerancia se le había antojado una muda y casi sobrenatural advertencia que no perdería el tiempo en atender. De hecho, sin darse cuenta, ya se encontraba arrancando de su sitio los pesados cerrojos de la puerta de la casa que daba al exterior, tirando con todo el peso de su flaco cuerpecito de cada uno de ellos. Y salió, salió al frío exterior sin pensarlo, solo arrastrada por el impulso de alejarse de ese hombre, de esa casa, y de la maldición que Histerancia le había revelado que tenía el destino para con ella.

Salió allí donde siempre le habían dicho que solo había muerte, allí donde era todo olvido; salió donde nada ni nadie podía vivir.

Salió donde era que se era el temible Lobo.