Un golpe seco, como un chasquido, llevó su mirada hacia el radiador. Otra araña había caído del nido y se retorcía mientras se asaba viva sobre la superficie plana de hierro. El aire caliente asfixiándola en una continua y vaporosa burbuja ondulante, derritiéndose lentamente mientras se arrastraba, cada vez más mutilada, en busca del borde desde el que saltar hacia la salvación. Pero no, nunca llegaban, ninguna vivía lo suficiente… Pronto se convertían en una parodia informe de su antigua y terrorífica magnificencia, las patas como hebras retorcidas sobre sí de manera antinatural, ardiendo hasta que solo quedaba una mancha alargada como testimonio de su desesperada huida.
Ella las observaba morir, cada mañana. Era su recompensa por pasar otra noche en vela, incapaz por completo de dormir. Acurrucada con la espalda contra el cabecero de la cama, la almohada bajo las plantas de sus pies desnudos, abrazada a sus rodillas envueltas en el camisón negro de seda, que era cuanto compondría su fondo de armario, si tuviera uno…
Sabía a la perfección cómo se sentían las arañas. La caldera de la casa siempre funcionaba a pleno rendimiento con la excusa de mantener a raya el frío muerto del exterior. Siempre olía a quemado, a algo podrido en combustión, mientras que fuera el aire era inodoro. La ventana de su cuarto tenía la hoja batiente clavada en el marco para que no se le ocurriera volver a abrirla, pero a veces se arrodillaba en el suelo, junto a la repisa interior, para recibir justo bajo los ojos el aleteo revitalizante por una rendija. Sólo a veces lo hacía, durante la noche lo más común, siempre cuando sabía que no entrarían a interrumpirla con la excusa de evitar que pillara un resfriado.
Sí, sabía lo que sentían las arañas… Siempre ardiendo, a veces rompiendo a sudar de auténtico sofoco, agobiada de calor y peste; a veces sintiendo la piel repentinamente helada mientras su interior bullía de ira. Las arañas le daban lástima, cada día veía una caer desde el rincón en el techo hasta el radiador, donde morían calcinadas en lenta agonía, y sentía deseos siempre de ayudarlas… Pero no lo hacía. No le daban asco, ni miedo. Simplemente, ver a otra criatura pasar por lo mismo que ella le fascinaba, se deleitaba con su sufrimiento, y se imaginaba poder llegar a arder de igual manera… Pero no podía, y ni siquiera gozaba del derecho natural de resistirse a la agonía como las arañas hacían… No, ella no podía hacer nada…
«Sólo respirar. Sólo puedo respirar, y no me dejan. Sólo un poco, un poquito, hace mucho de la última vez…».
Estiró las piernas y las dejó colgando desde el borde la cama, la gruesa manta de tan áspero tacto quemándole la piel con el roce. Se apoyó con las manos para darse impulso hasta que tocó los cálidos azulejos negros del suelo, y arrastró las plantas hasta la ventana al lado derecho de la entrada al cuarto. Se arrodilló junto a la repisa interior y respiró profundamente, exhalando luego el aire por la boca, muy despacito. Se imaginaba el frío entrando en ella y expulsando con su consistencia purificadora el fuego y veneno de sus pulmones, lo que tenía que ser aquel vaho que se le aparecía delante, en el cristal, cada vez que lo hacía.
«Sólo respirar. Ay, qué bien…».
Sólo pudo hacerlo dos veces. La puerta a su espalda se abrió de golpe, como siempre; el sonido de la manilla al girar y el chirrido de la puerta al moverse, resumidos ambos en un fuerte crujido único e indisoluble. Ni tiempo le había dado a volver la cabeza cuando unos dedos flacos y tensos se cerraron en torno a su brazo derecho, justo sobre el codo, y tiraron de ella obligándola a incorporarse y alejarse de la ventana.
—¡Deprimencia! —le gritó su madrastra, algo de saliva saliendo despedida tras sus dientes amarillos y quedando aparcada sobre el labio inferior, estirado en mueca de rabia furiosa—. ¿Cuántas veces te tengo que decir que no te pongas ahí?
La sacudió, cogiéndola también del otro brazo, retorciéndole la escasa carne pálida, mientras le echaba su aliento hediondo, salado. A Deprimencia le gustaba eso, sin embargo. Su aliento era más frío que el aire de la casa, y ella siempre aprovechaba, lo aspiraba mientras la reñía.
—¿Eh? ¿Eh? ¿Qué te tengo dicho? ¿Quieres enfermar y morir? ¿Es eso, niña estúpida? —la soltó del brazo derecho al fin para tirar de ella ante sí, mientras le sacudía un tortazo tal en plena nuca, que hizo saltar las puntas del cabello de Deprimencia desde su sitio alrededor del cuello hasta la altura de sus ojos—. ¡Eres estúpida, hija, una solemne estúpida! ¡Andando, la hora de bañarse!
«Yo no soy tu hija. No soy hija de nadie, que yo sepa…».
Pero no dijo nada, como siempre. Decir algo solo resultaría en más golpes, y no llevaba a ninguna parte, de todas formas… No era aquella una mujer con la que se pudiera tener una conversación inteligente.
Deprimencia pasó por al lado del radiador, donde chisporroteaba lo último de la araña de aquella mañana. Redujo el paso inconscientemente, mirando el pequeño montoncito de pelitos y astillas negras de aspecto calcáreo.
—¡Que andando, he dicho! —la regañó la mujer, empujándole la cabeza en un gesto seco hacia la puerta.
Salió así al pasillo seguida de cerca por el rápido taconeo de los cortos pasitos de su madrastra sobre sus ridículas zapatillas con alzas de dos centímetros. Al fondo, asomando desde el umbral de la puerta de la cocina, a mano izquierda, una sombra se iba haciendo más larga según se arrastraba su dueño hacia el corredor.
—¡Histerancia! ¡¿Qué es lo que pasa con el desayuno?! ¡Que siempre estamos igual, ¿eh?!
Y se asomó apoyándose en el marco. Un tipo grande, calvo, pero con una sucia melena de pelos lacios recorriéndole la nuca de oreja a oreja en una fina línea; los ojos pequeños y esquivos hundidos tras los sonrosados mofletes; la boca montada sobre una bolsa de grasa que hacía las veces de barbilla, que se montaba a su vez sobre dos papadas; la camiseta blanca de tirantes, sucia, estirajada dolorosamente con la barriga enorme y peluda, la cual se plegaba con la gravedad de la gravedad, ya desnuda, por sobre la cintura de sus pantalones de pijama a rayas azules y granates… Abajo del todo, dos rollizos muñones con apéndices insinuados, que antaño eran los dedos de los pies, para los cuales no había calzado que contuvieran.
—¡Aguanta un poco, Repelencio! —chilló su madrastra empujándola hacia el baño a la derecha, a medio camino de la cocina—. Voy a bañar a ésta, y ahora me pongo.
—¡Ah, es la hora de las guarras, ¿eh?! ¿Aún sigue sangrando? —preguntó él con tono hilarante, su ridícula voz aguda haciendo cada palabra insoportable para los oídos de Deprimencia.
—¿Tú qué crees? —le chilló Histerancia.
—¡Arghhh! ¡Cómo sois las mujeres, qué asco! —gruñó, más bien trinó, con su vocecilla Repelencio, mientras se llevaba la mano izquierda a la entrepierna y se masajeaba delicadamente el contenido, una sonrisa torcida deformándole en gesto lascivo su habitual cara bobalicona. Y volvió al interior de la cocina, a rebuscar algo que zampar durante la espera…
Deprimencia entró al baño guiada por Histerancia, algo que era innecesario por su parte, pero tenía esa manía, llevarla sujeta de los hombros como si temiera que se perdiera. A Deprimencia le sacaba de quicio.
Histerancia la soltó el tiempo justo para cerrar la puerta con cerrojo, una vez ambas dentro.
—¿A qué esperas? ¡Quítate eso, anodina! —le dijo por encima del hombro, mientras giraba el pesado seguro usando ambas manos.
Deprimencia se soltó con los dedos índice y pulgar de la misma mano derecha los tirantes del camisón de sus hombros, dejándolos resbalar por sus brazos con el peso de la prenda hasta que se quedó en bragas al llegar todo ello al suelo. Sacó los pies del círculo irregular que le hacía cosquillas en los dedos y los talones. Ya estaba a ello, pero aún así, su madrastra le chilló:
—¡Las bragas! ¡Quítate las bragas, pasmada! —mirando cómo hacía eso mismo, continuó quejándose—. ¡Hay que ver! ¡Mira cómo las pones, ¿eh?!
Deprimencia levantó una y otra pierna para salir de dentro de la holgada ropa interior, endurecida en su centro por una mancha reseca de sangre, apenas distinguible del natural color negro del tejido.
—¡Ahora tendré que lavar esto también! ¡Mira que ponerte a menstruar justo al final del otoño! ¡Que tenemos que ahorrar en agua caliente, pero nada, tú a lo tuyo…!
Deprimencia no pudo evitar mirar a Histerancia a los ojos, con una expresión totalmente neutra, sin embargo. ¿Qué se suponía que quería decir eso? ¿Que tenía que aguantarse la menstruación? ¿Era tan imbécil aquella mujer? Deprimencia nunca acababa de sorprenderse con ella.
Histerancia pareció darse cuenta de la tontería que había dicho al mostrar Deprimencia su turbación de tan sutil manera, y dudó un momento, antes de ordenarle de nuevo:
—¡Venga, métete en la bañera! ¿Vas a quedarte así, desnuda, todo el día?
Deprimencia obedeció. Como siempre que la obligaba a bañarse, el agua estaba hirviendo, para lo que era su gusto. Siempre le dolía el contraste inicial de sumergirse en la pila llena hasta arriba, todos sus nervios gritando de horror. Sin embargo, no era nada malo bañarse, le gustaba sentirse limpia, por ella lo haría todos los días… Lo que la molestaba era que Histerancia se empeñara en bañarla personalmente, no estaría mal algo de intimidad…
—¡Vamos a tener que limpiarte pero bien, aquí abajo, o cogerás una infección! —dijo Histerancia haciéndose con la áspera esponja ajada, y sumergiéndola directamente entre las piernas de Deprimencia.
Ponía una cara extraña siempre que le limpiaba por ahí. Sus labios secos se estiraban como en sonrisa forzada mientras fruncía el ceño como furiosa, poniendo la mano izquierda sobre el hombro de Deprimencia, sujetándola con fuerza, mientras le restregaba la esponja con lo que a ella le parecía mucha más fuerza de la que usaba para frotarle el resto del cuerpo. ¿Era además racional que empezara por «ahí», siempre?
Deprimencia gimió de sorpresa y dolor. Hoy se estaba pasando de meticulosa.
—¡Ay! —acabó gritando, cuando Histerancia terminó con una brusca y fuerte pasada de esponja.
—¡¿Qué te pasa?! —dijo Histerancia, pero sin esperar respuesta.
Continúo limpiándola, manejándola como a un muñeco con una mano mientras frotaba con la otra, cogiéndola de una y otra pierna, estirándole los brazos, obligándola a sumergir la cabeza en el agua… Lo de siempre. Lo peor era el principio, ya se sentía a gusto antes incluso de salir aseada y confortada del agua, el único momento en que la atmósfera asfixiante de la casa le parecía fresca.
—¡Pues no tenemos más! —dijo Histerancia, echando una mirada a las únicas bragas de Deprimencia, tiradas donde ella misma se las había quitado—. ¡A ver si no vas mojando por ahí, a ver si las lavo tras desayunar!