15
Aquella tarde, Christy Ross estaba deseando llegar a casa después de la clase de canto. Ben había desaparecido del instituto durante el día y tenía la impresión de que sabía por qué. Al llegar a casa, encontró a su marido enfrascado en la lectura de un libro sobre las juventudes nazis.
—¿Qué ha sido hoy de ti?
—Me marché pronto. No me encontraba bien —contestó Ben malhumorado, sin levantar la cabeza del libro—. Pero necesito estar solo, Chris. Tengo que prepararme para mañana.
—Pero es que necesito hablar contigo, cariño —imploró Christy.
—¿Y no puede esperar? —protestó Ben enfadado—. Tengo que terminar esto antes de la clase de mañana.
—No —insistió Christy—. Precisamente de esto quiero hablarte. De La Ola esta dichosa. ¿Tienes idea de lo que está pasando en el instituto, Ben? Y no hablemos de que la mitad de mi clase se fuga todos los días para ir a la tuya. ¿Te das cuenta de que esta Ola tuya ha trastornado todo el instituto? Hoy me han parado por lo menos tres profesores para preguntarme qué te propones. Y también se están quejando al director.
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero es porque no entienden lo que estoy intentando conseguir —contestó Ben.
—¿Hablas en serio, Ben? ¿Sabías que los orientadores educativos del instituto han empezado a entrevistar a los alumnos de tu clase? ¿Estás seguro de saber lo que estás haciendo? Porque la verdad es que no hay nadie más en el instituto que lo crea.
—¿Te crees que no lo sé? Ya sé lo que dicen de mí. Que me he vuelto loco por el poder… y que estoy endiosado.
—¿Y no se te ha ocurrido pensar que quizá tengan razón? —preguntó Christy—. A ver, recuerda lo que te proponías al principio. ¿Es lo mismo que te propones ahora?
Ben se pasó la mano por el pelo. Ya tenía bastantes problemas con La Ola.
—Christy, creía que estabas de mi parte —dijo, aunque sabía que su mujer tenía razón.
—Estoy de tu parte, Ben. Pero estos últimos días estás irreconocible. Estás tan implicado interpretando este nuevo papel en el instituto que estás empezando a interpretarlo también en casa. No es la primera vez que te obsesionas así con algo, Ben. Pero ahora deberías dejarlo, cariño.
—Ya lo sé. Seguro que te parece que he llegado demasiado lejos. Pero ahora no puedo dejarlo —explicó, moviendo la cabeza—. Todavía no.
—Entonces, ¿cuándo? —preguntó Christy enfadada—. ¿Cuando tú o alguno de tus chicos hayáis hecho algo de lo que tengáis que lamentaros?
—¿Crees que no soy consciente de eso? ¿Crees que no me preocupa? Pero yo creé este experimento y ellos me siguieron. Si ahora lo doy por terminado, los dejaré colgados. Estarán confundidos y no habrán aprendido nada.
—Bueno, pues déjales confundidos —dijo Christy.
Ben se puso en pie de un salto, furioso y frustrado.
—¡No! ¡No voy a hacerlo! ¡No puedo hacerlo! —gritó—. Soy su profesor. Soy el responsable de haberles metido en esto. Reconozco que quizá haya permitido que dure demasiado. Pero han llegado muy lejos para dejarlo ahora sin más. Tengo que seguir hasta que lo entiendan. ¡Quizá sea la lección más importante de su vida!
Christy no se dejó impresionar.
—Pues esperemos que el director opine lo mismo, Ben. Porque hoy me pilló cuando iba a salir y me dijo que llevaba todo el día buscándote. Quiere que vayas a verle mañana a primera hora.
La redacción de El cotilleo se quedó en el instituto hasta tarde aquel día para celebrar la victoria. El número dedicado a La Ola había tenido tanto éxito que era prácticamente imposible encontrar un solo ejemplar. Y no sólo eso. Los profesores, bedeles e incluso algunos alumnos les habían dado las gracias por haber revelado «el otro lado» de La Ola. Ya habían oído decir que algunos habían decidido alejarse del movimiento.
Todos en la redacción comprendían que un solo número no era suficiente para detener un movimiento que había cobrado tanta fuerza en sólo una semana. Pero, por lo menos, le habían dado un buen batacazo. Carl decía que ponía en duda que hubiera más amenazas contra los que no formaban parte de La Ola… o más peleas.
Laurie, como siempre, fue la última en salir de la sala de publicaciones. Los miembros de El cotilleo tenían esta característica: eran un grupo estupendo para organizar una fiesta, pero cuando llegaba la hora de recoger, desaparecían todos. Ya antes, ese mismo año, Laurie se había sorprendido al ver lo que significaba realmente ser la directora del periódico: tener que hacer todas las tareas estúpidas que no querían hacer los demás. Y aquella noche esto quería decir quedarse allí a limpiar cuando los demás ya se habían ido a su casa.
Cuando terminó, se percató de que ya había oscurecido y de que estaba prácticamente sola en el instituto. Al cerrar la puerta y apagar las luces de la sala de El cotilleo, la inquietud que había sentido durante toda la semana volvió a emerger. Sin duda, La Ola aún se resentía de las heridas que le había infligido El cotilleo, pero todavía tenía mucha fuerza en el Instituto Gordon y Laurie era consciente de que ella, como directora del periódico… No, se dijo a sí misma, no saques las cosas de quicio. La Ola no era nada serio; era un simple experimento escolar que se había desmadrado un poco. No tenía por qué tener miedo.
Los pasillos estaban oscuros cuando Laurie se dirigió a su taquilla para dejar un libro que no iba a leer aquella noche. El silencio del instituto vacío era escalofriante. Empezó a oír ruidos en los que nunca se había fijado: el zumbido de la corriente eléctrica que recorría los cables de las alarmas y los detectores de humo; un borboteo que salía del laboratorio, donde debían de haber dejado algún experimento preparándose para el día siguiente; incluso el ruido de sus pasos, fuerte y hueco, que resonaban al andar por el suelo duro del pasillo.
Al llegar casi a su destino, Laurie se quedó helada. En la puerta de su taquilla, con letras rojas, estaba escrita la palabra «enemiga». En aquel momento, el ruido más fuerte que se oía en el pasillo era el del latido rápido e insistente de su propio corazón. Intentó calmarse y pensar que sólo estaban tratando de asustarla. Hizo un esfuerzo por sobreponerse y se concentró en la combinación para abrir el armario. Pero no pudo terminar. ¿Había oído algo? ¿Pasos?
Se apartó de la taquilla despacio, perdiendo gradualmente la batalla contra su creciente miedo. Se dio la vuelta y echó a andar por el pasillo en busca de la salida. El sonido de las pisadas parecía hacerse más fuerte y Laurie apretó el paso. Se oían cada vez más cerca y, de repente, las luces del fondo del pasillo se apagaron. Laurie, aterrada, se dio la vuelta e intentó ver algo en la oscuridad. ¿Había alguien allí? ¿Había alguien al fondo del pasillo?
Luego, empezó a correr por el pasillo hacia las puertas de salida que estaban al final. El pasillo se le hizo eterno y cuando por fin llegó a las puertas metálicas y dio un golpe con las caderas contra una para abrirla, ¡vio que estaba cerrada!
Horrorizada, Laurie se lanzó sobre la otra puerta. Se abrió, milagrosamente, y salió propulsada hacia fuera, donde sintió el aire fresco de la noche mientras corría y corría sin parar.
Después de correr durante lo que le pareció mucho rato, Laurie se quedó sin aliento y redujo la velocidad; abrazaba los libros contra el pecho y respiraba con dificultad. Ahora se sentía más segura.
David estaba sentado en el asiento del pasajero de la furgoneta de Brian. Habían aparcado cerca de las pistas de tenis que estaban abiertas toda la noche; David sabía que cuando Laurie volvía tarde a casa siempre iba por este camino porque, al estar muy iluminado por las potentes luces de las pistas, se sentía más segura. Llevaban casi una hora esperando en la furgoneta. Brian estaba en el asiento del conductor, vigilando por el retrovisor exterior si aparecía Laurie, y silbando una canción de manera tan desafinada que era imposible adivinar cuál era. David miraba a los jugadores de tenis y escuchaba el sonido monótono de las pelotas que iban de un lado a otro.
—Brian, ¿puedo hacerte una pregunta? —dijo David al cabo de un rato.
—Dime.
—¿Qué estás silbando?
Brian parecía sorprendido.
—Take me out to the ball game.
Se puso a silbar unos cuantos compases más. La canción que provenía de sus labios era casi irreconocible.
—¿La reconoces ahora?
—Sí, Brian, sí —contestó David, volviendo a mirar a los jugadores.
Un momento después, Brian se incorporó en el asiento.
—Ahí viene.
David miró en dirección hacia una manzana de casas que había detrás de ellos. Laurie avanzaba rápido por la acera. Se dispuso a abrir la portezuela de la furgoneta.
—Deja que me encargue yo solo.
—Bueno, pero que lo entienda, ¿eh? —dijo Brian—. Que no hemos venido a pasar el rato.
—Vale, Brian —contestó David, mientras bajaba de la furgoneta.
Brian estaba empezando a hablar como Robert.
David empezó a correr para alcanzarla. No sabía muy bien cómo debía enfocar la situación. Lo único que sabía era que sería mejor que no lo hiciese Brian. Al llegar junto a ella, Laurie no quiso pararse y David tuvo que acelerar el paso para no quedarse atrás.
—Laurie, ¿no puedes esperar un momento? Tengo que hablar contigo. Es muy importante.
Laurie empezó a andar un poco más despacio y miró hacia atrás.
—No te preocupes; no hay nadie más —le aseguró David.
Laurie se paró. David vio que respiraba con dificultad y que apretaba los libros contra el pecho.
—Vaya, David. No estoy acostumbrada a verte solo. ¿Dónde están tus tropas?
David sabía que tenía que intentar razonar con ella, tratando de ignorar sus comentarios hostiles.
—Venga, Laurie. ¿Quieres hacer el favor de escucharme un momento?
Pero Laurie no parecía dispuesta a ceder.
—David, ya nos dijimos todo lo que teníamos que decimos el otro día No tengo ganas de repetirlo otra vez, así que déjame en paz.
Aunque no quería, David empezó a enfadarse mucho. Laurie no le quería ni escuchar.
—Laurie, tienes que dejar de escribir esas cosas sobre La Ola. Estás causando muchos problemas.
—La que causa problemas es La Ola, David.
—No es verdad —insistió David—. Escucha, Laurie. Te queremos de nuestra parte, no en contra.
Laurie movió la cabeza.
—Pues no contéis conmigo. Ya te he dicho que lo dejo. Esto ya no es un juego. Hay gente a quien se le ha hecho daño.
Laurie echó a andar, pero David la siguió.
—Fue sólo un accidente. Algunos tíos utilizaron La Ola como excusa para pegar a ese chico. ¿No lo comprendes? La Ola sigue siendo buena para todos. ¿Por qué no lo quieres ver, Laurie? Podría ser un sistema completamente nuevo. Podríamos hacer que funcionase.
—Conmigo no, desde luego.
David sabía que si no la detenía, se iría. No era justo que una sola persona lo echase todo a perder. Tenía que convencerla. ¡Tenía que hacerlo! Casi sin darse cuenta, la agarró del brazo.
—¡Suéltame! —gritó Laurie, intentando escapar.
Pero David la tenía bien agarrada.
—Laurie, tienes que dejar de hacerlo.
No era justo.
—¡David, suéltame!
—Laurie, ¡deja de escribir estos artículos! ¡No vuelvas a hablar de La Ola! ¡Lo estás echando todo a perder!
Laurie no quería darse por vencida.
—¡Seguiré escribiendo y diciendo todo lo que quiera, y tú no podrás impedírmelo!
David, furioso, la agarró por el otro brazo. ¿Por qué tenía que ser tan testaruda? ¿Por qué no comprendía lo buena que podía ser La Ola?
—¡Podemos impedir que lo hagas y lo haremos! —gritó.
Pero Laurie sólo intentaba soltarse aún con más fuerza.
—¡Te odio! ¡Odio La Ola! ¡Os odio a todos!
Para David, estas palabras fueron como una bofetada.
—¡Cállate! —exclamó descontrolado y lanzándola al suelo.
Los libros quedaron esparcidos por la hierba.
David retrocedió, horrorizado al ver lo que había hecho. Laurie seguía en el suelo inmóvil, y él, muerto de miedo, se arrodilló y la rodeó con sus brazos.
—Laurie, ¿estás bien?
Ella asintió, pero no podía hablar porque estaba sollozando.
David la abrazó con fuerza.
—Ostras, lo siento —susurró.
David notó que Laurie estaba temblando y no comprendía cómo podía haber hecho una cosa así. ¿Qué podía haberle impulsado a hacer daño a una chica, a la única chica que seguía queriendo? Laurie se reincorporó y se quedó sentada en la hierba, llorando y sin aliento. David no podía creérselo. Se sentía como si acabara de salir de un trance. ¿Qué le había poseído estos últimos días que le había llevado a comportarse como un estúpido? ¡Acababa de afirmar que La Ola no podía hacer daño a nadie y, a la vez, en nombre de La Ola, acababa de agredir a Laurie, a su propia novia!
Era una locura, pero David comprendía que se había equivocado. Cualquier cosa que le llevara a cometer lo que acababa de hacer tenía que ser una aberración, sin más. Era imposible que no lo fuera.
Mientras los dos estaban allí, la furgoneta de Brian se puso en marcha, pasó despacio por delante de ellos y desapareció en la oscuridad.
Aquella noche, ya tarde, Christy Ross entró en el estudio donde estaba trabajando su marido.
—Ben, siento interrumpirte, pero he estado pensando y tengo que decirte algo importante —intervino con firmeza.
Él se recostó en la silla y miró a su mujer con cierta inquietud.
—Ben, mañana tienes que terminar con esto de La Ola. Ya sé lo que significa para ti y lo importante que crees que es para tus alumnos. Pero te digo que tienes que ponerle fin.
—¿Cómo puedes decir esto?
—Porque estoy convencida de que si tú no lo haces lo va a hacer el director. Y te aseguro que como lo haga él, el experimento va a ser un fracaso. Me he pasado la tarde entera pensando en lo que has estado tratando de conseguir, Ben, y creo que empiezo a entenderlo. ¿Pero no se te ocurrió pensar, cuando empezaste el experimento, lo que podía suceder si salía mal? ¿No se te pasó por la cabeza que estabas jugándote tu reputación como profesor? Si esto sale mal, ¿crees que los padres van a permitir que sus hijos vuelvan a tu clase?
—¿No crees que exageras?
—No. ¿Tampoco se te ocurrió pensar que no era sólo a ti a quien ponías en peligro, sino también a mí? Hay personas que piensan que, porque soy tu mujer, yo también tengo algo que ver con esta estupidez de La Ola. ¿Te parece justo, Ben? Me da mucha pena pensar que, después de dos años en el Instituto Gordon, estás a punto de arruinar tu carrera. Tienes que terminar con esto mañana, Ben. Tienes que ir al despacho de Owens y decirle que se ha acabado.
—Christy, ¿cómo puedes decirme lo que tengo que hacer? ¿Cómo voy a poder acabar con el movimiento en un día y ser justo con mis alumnos?
—Tienes que pensar en algo, Ben —insistió Christy—. Pero se tiene que acabar.
Ben se pasó la mano por la frente y se puso a pensar en la reunión que iba a tener con el director a la mañana siguiente. Owens era un buen hombre, abierto a nuevas ideas y experimentos, pero le estaban presionando muchísimo. Por un lado, padres y profesores estaban todos totalmente en contra de La Ola, y estaban presionando cada vez más a Owens para que interviniera y pusiera fin al experimento. Y por otro lado estaba Ben Ross, que le rogaba que no interviniese y trataba de explicarle que acabar de repente con La Ola podía ser un desastre para los alumnos. Se habían esforzado mucho. Acabar con La Ola, sin más, sería como empezar a leer la primera mitad de una novela y no acabarla. Pero Christy tenía razón. Ben sabía que La Ola tenía que terminar. Y lo importante no era cuándo, sino cómo hacerlo. Los alumnos tenían que acabar con el movimiento por su cuenta y debían entender por qué le ponían fin. Si no se hacía así, la lección, el dolor y todo lo que habían pasado no serviría para nada.
—Christy, ya sé que hay que ponerle fin, pero no sé cómo.
Su mujer suspiró.
—¿Me estás diciendo que mañana vas a ir al despacho de Owens a decirle esto? ¿Que sabes que debe terminar, pero que no sabes cómo? Ben, se supone que el líder de La Ola eres tú. Se supone que es a ti a quien siguen ciegamente.
Ben no apreció el sarcasmo que encerraban las palabras de su mujer, pero sabía que tenía razón. Los alumnos de La Ola le habían convertido en más líder de lo que había querido ser. Pero también era verdad que él no se había opuesto. En realidad, tenía que confesar que antes de que el experimento empezara a ir mal, había disfrutado con aquellos fugaces momentos de poder. Una clase abarrotada de alumnos que obedecían sus órdenes, el símbolo de La Ola que él había creado por todo el instituto, incluso un guardaespaldas. Había leído que el poder podía seducir y ahora lo sabía por experiencia. Ben se pasó la mano por el pelo. Los miembros de La Ola no eran los únicos que habían aprendido la lección del poder. Su profesor también la había aprendido.
—Ben…
—Sí, ya lo sé. Estoy pensando.
De hecho, más que pensar, estaba preguntándose qué podía hacer. ¿Y si se pudiera hacer algo al día siguiente? ¿Y si se pudiera tomar alguna medida repentina y definitiva? ¿Le seguirían? De pronto, Ben comprendió lo que tenía que hacer.
—Ya está, Christy. Se me ha ocurrido una idea.
Su mujer le miró con cierta desconfianza.
—¿Y estás seguro de que va a dar resultado?
—No, pero espero que sí.
Christy movió la cabeza y miró el reloj. Era tarde y estaba cansada. Dio un beso a su marido en la frente. Estaba sudado.
—¿Vienes a la cama?
—Sí, enseguida voy.
Después de que Christy se fuera a su cuarto, Ben volvió a repasar mentalmente el plan que se le había ocurrido. Parecía sólido; se levantó, dispuesto a irse a dormir. Estaba apagando las luces, cuando oyó el timbre de la puerta. Se frotó los ojos y se dirigió penosamente hacia la puerta.
—¿Quién es?
—Somos David Collins y Laurie Saunders, señor Ross.
Ben, sorprendido, abrió la puerta.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó—. Es muy tarde.
—Señor Ross, tenemos que hablar con usted —dijo David—. Es muy importante.
—Bueno, pues pasad y sentaos.
Cuando David y Laurie entraron en el comedor, Ben vio que los dos estaban muy nerviosos. ¿Había pasado algo todavía peor por culpa de La Ola? Ojalá no fuera así. Los chicos se sentaron en el sofá. David se inclinó hacia adelante.
—Señor Ross, tiene que ayudamos —imploró con voz temblorosa.
—¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?
—Es La Ola —explicó David.
—Señor Ross, sabemos lo importante que es para usted, pero ha llegado demasiado lejos —intervino Laurie.
Antes de que Ross tuviera tiempo de contestar, David prosiguió.
—La Ola se ha hecho la dueña de todo, señor Ross. No se puede decir nada que vaya en contra del movimiento. La gente tiene miedo de hacerlo.
—Los chicos del instituto están asustados —añadió Laurie—. Tienen mucho miedo. No sólo de decir algo en contra de La Ola, sino también de lo que podría ocurrirles si no siguen la corriente.
Ben asintió. Hasta cierto punto, lo que le estaban contando aliviaba en parte su preocupación por La Ola. Si hacía lo que le había dicho Christy y pensaba de nuevo en los fines del experimento, los temores de los que hablaban Laurie y David confirmaban que La Ola era un éxito. Después de todo, la había concebido para mostrar a los chicos cómo pudo haber sido la vida en la Alemania nazi. Parecía que, en cuanto al miedo y a la sumisión forzosa, había tenido un éxito impresionante; incluso demasiado.
—Ya no puedes ni tener una conversación sin preguntarte si alguien te estará escuchando —comentó Laurie.
Ben asintió de nuevo. Se acordaba de aquellos alumnos de su clase de historia que habían criticado a los judíos por no haberse tomado en serio la amenaza nazi, y no haber huido de sus casas y sus juderías cuando se enteraron de los primeros rumores sobre las cámaras de gas y los campos de concentración. Claro que, ¿cómo iba a creerse una persona racional una cosa semejante? ¿Y quién se hubiera imaginado que un puñado de alumnos tan majos como los del Instituto Gordon iban a convertirse en un grupo fascista llamado La Ola? ¿Sería una debilidad propia del hombre lo que le hacía ignorar el lado más oscuro de sus semejantes?
David lo sacó de sus pensamientos.
—Esta noche casi le hago daño a Laurie por culpa de La Ola. No sé lo que me ha pasado. Pero sí sé que es lo mismo que les pasa a casi todos los que forman parte de La Ola.
—Tiene que ponerle fin —insistió Laurie.
—Ya lo sé —contestó Ben—. Lo haré.
—¿Qué va a hacer, señor Ross? —preguntó David.
Ben sabía que no podía revelar su plan a David y a Laurie. Era esencial que los miembros de La Ola decidieran por sí mismos; y para que el experimento fuera un verdadero éxito, Ben tenía que ofrecerles pruebas. Si permitía que David y Laurie fueran al día siguiente al instituto y explicaran a los demás que el señor Ross se proponía acabar con La Ola, se produciría una ruptura en falso. Los alumnos podían ponerle fin sin comprender realmente por qué tenía que desaparecer. O, lo que sería aún peor, quizá se enfrentaran a él para tratar de mantenerla viva, a pesar de que su destino estuviera ya sentenciado.
—David, Laurie, vosotros habéis descubierto solos lo que los otros miembros de La Ola todavía no han aprendido. Os prometo que mañana trataré de ayudarles para que ellos también descubran lo que hay que aprender. Pero tengo que hacerlo a mi manera y os pido que confiéis en mí. ¿Puedo contar con vosotros?
David y Laurie asintieron sin mucha convicción, mientras Ben se levantaba y les acompañaba a la puerta.
—Vamos. Es demasiado tarde para que estéis deambulando por la calle.
Cuando ya iban a salir, se le ocurrió otra idea.
—¿Conocéis a algún chico que no haya formado nunca parte de La Ola? ¿Dos alumnos a los que no conozcan los miembros de La Ola y a quienes no echarían de menos?
David se puso a pensar. Por asombroso que pareciera, no conocía a casi nadie que no hubiera entrado en La Ola. Pero Laurie sí tenía a dos personas en mente.
—Alex Cooper y Carl Block —respondió—. Son de la redacción de El cotilleo.
—Muy bien —señaló Ben—. Ahora quiero que vayáis mañana a clase como si no pasara nada. Haced como si no hubiéramos hablado y no digáis a nadie que habéis estado aquí esta noche ni que hemos hablado. ¿Puedo contar con vosotros?
David dijo que sí, pero Laurie no parecía muy convencida.
—No sé, señor Ross.
Pero Ben se mostró tajante.
—Laurie, es muy importante que nos comportemos de esta manera. Tienes que confiar en mí. ¿De acuerdo?
Laurie asintió a regañadientes. Ben se despidió de ellos y ambos se adentraron en la oscuridad.