9
Ben Ross no sabía muy bien qué hacer con La Ola. Lo que había empezado como un simple experimento de historia se había convertido en una moda que estaba extendiéndose fuera de la clase. El resultado era que empezaban a ocurrir cosas inesperadas. Por ejemplo, su clase de historia estaba aumentando, porque los que no tenían clase, o tenían previsto estudiar o ir a comer a esa hora, acudían allí para formar parte de La Ola. El reclutamiento de nuevos alumnos parecía estar teniendo mucho más éxito de lo que nunca hubiera podido imaginarse. Tanto que Ben empezaba a sospechar que algunos chicos se saltaban otras clases para ir a la suya.
También le sorprendía que, a pesar de ser más, y del empeño de los chicos por practicar el saludo y repetir las consignas, la clase no iba atrasada con la materia. En realidad, estaban dando las lecciones más deprisa de lo normal. Gracias al método de preguntas y respuestas rápidas inspirado en La Ola, pronto acabaron la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Ben se percató de que iban más preparados y había más participación en clase, pero también se percató de que detrás de esa preparación había menos reflexión. Los alumnos soltaban las respuestas como si las supieran de memoria, pero no habían analizado la materia, no habían cuestionado nada. En parte, no podía echarles la culpa, porque había sido él quien les había enseñado el sistema de La Ola. Era otro giro inesperado del experimento.
Ben lo achacaba a que los alumnos se habían dado cuenta de que descuidar los estudios iría en detrimento de La Ola. La única forma de tener tiempo para La Ola era ir tan bien preparados a clase que no necesitaran más que la mitad de la clase para dar la lección que tocaba. Pero no estaba muy seguro de si debía alegrarse. Los deberes habían mejorado, pero en lugar de respuestas largas y bien meditadas, los chicos respondían con brevedad. Ben sabía que en un examen tipo test podían salir airosos, pero tenía sus dudas sobre lo que pasaría en un examen que exigiera una reflexión extensa.
Otra novedad que contribuía a hacer aún más interesante el experimento era la noticia de que David Collins y sus amigos, Eric y Brian, habían conseguido infundir el espíritu de La Ola en el equipo de fútbol americano del instituto. Hacía varios años que Norm Schiller, el profesor de biología que era también entrenador del equipo de fútbol americano del instituto, estaba tan harto de oír bromas sobre los continuos fracasos del equipo que, mientras duraba la temporada de fútbol americano, se pasaba meses enteros sin hablar apenas con ningún otro profesor. Pero aquella mañana, en la sala de profesores, le había dado las gracias por haber enseñado La Ola a sus alumnos. ¿No iban a terminar nunca las sorpresas?
Ben, por su parte, había tratado de descubrir qué era lo que atraía a los alumnos de La Ola. Algunos de los chicos le contestaron que no era más que un movimiento nuevo y distinto, como cualquier otra moda. Otros dijeron que lo que les gustaba era lo democrática que era: ahora ya todos eran iguales. Ben se alegró de oír esa respuesta. Le gustaba pensar que había contribuido a acabar con todas aquellas camarillas y triviales concursos de popularidad en los que, en su opinión, sus alumnos invertían demasiado tiempo y energía. Algunos llegaron a decir que creían que ser más disciplinados era bueno para ellos. Esto le sorprendió. Con los años, la disciplina se había convertido en una cuestión de responsabilidad personal. Si los chicos no se la imponían ellos mismos, los profesores se sentían cada vez menos inclinados a hacerlo. Tal vez fuera un error, pensaba Ben. Quizá uno de los resultados de su experimento fuera un renacimiento general de la disciplina escolar. Soñaba ya con un artículo sobre educación en la revista Time: «La disciplina vuelve a las aulas: el inesperado descubrimiento de un profesor».
Laurie Saunders estaba sentada en una mesa de la sala de publicaciones del instituto, mordiendo la punta de un bolígrafo. Otros chicos de la plantilla de El cotilleo de Gordon estaban en las mesas de su alrededor, mordiéndose las uñas o masticando chicle. Alex Cooper movía el esqueleto al ritmo de la música de sus auriculares. Otra reportera llevaba patines. Aquello era la reunión semanal de la redacción de El cotilleo.
—Bueno —dijo Laurie—. Ya estamos en lo de siempre. El periódico tiene que salir la próxima semana y no tenemos suficientes artículos.
Laurie miró a la chica que llevaba los patines.
—Jeanie, habíamos quedado en que escribirías un artículo sobre las últimas tendencias. ¿Dónde está?
—Bueno, es que este año nadie lleva nada interesante —contestó Jeanie—. Siempre es lo mismo: vaqueros, bambas y camisetas.
—Pues entonces escribe algo para decir que este año no hay ninguna nueva tendencia —precisó Laurie, que a continuación se dirigió al reportero que escuchaba la radio—. ¿Y tú, Alex?
Alex no dejó de mover el esqueleto. No podía oírle.
—¡Alex! —gritó Laurie.
Finalmente, alguien que estaba cerca le dio un codazo.
—¿Qué pasa? —preguntó Alex, sorprendido y levantando la cabeza.
—Alex, se supone que estamos en una reunión —señaló Laurie, poniendo los ojos en blanco.
—¿De veras?
—¿Dónde está la crítica musical que tenías que hacer para este número?
—¡Ah, sí, la crítica! —exclamó Alex—. ¡Huy, esto es una historia muy larga! Iba a hacerla, pero… ¿Te acuerdas de aquello que te dije de que tenía que ir a Argentina?
Laurie volvió a poner los ojos en blanco.
—Bueno, pues todo se fue al garete, pero en cambio he tenido que ir a Hong Kong.
Laurie se dirigió a Carl, el secuaz de Alex, con sarcasmo.
—Supongo que tú también habrás tenido que ir con él a Hong Kong.
—No —contestó Carl con seriedad—. Yo me fui a Argentina como estaba programado.
—Claro —concluyó Laurie, mirando al resto de la plantilla de El cotilleo—. Me imagino que todos vosotros también habréis estado muy ocupados dando la vuelta al mundo y no habréis tenido tiempo de escribir nada, ¿no?
—Yo fui al cine —intervino Jeanie.
—¿Escribiste una crítica? —preguntó Laurie.
—No, era una peli demasiado buena.
—¿Demasiado buena?
—Escribir la crítica de una peli buena no tiene gracia.
—Tiene razón —dijo Alex, el crítico musical trotamundos—. No tiene gracia escribir sobre una peli buena porque no puedes decir nada malo. Las críticas sólo tienen gracia si la peli es mala. Entonces puedes hacerla trizas… Ja, ja, ja…
Alex empezó a frotarse las manos para hacer su imitación del científico loco. Era la mejor imitación de todo el instituto. También imitaba muy bien a un surfista en medio de un huracán.
—Necesitamos artículos para el periódico —dijo Laurie firmemente—. ¿No se os ocurre nada?
—Han comprado un autobús nuevo —comentó alguien.
—¡Menos mal!
—He oído decir que el próximo curso el señor Gabondi se cogerá un año sabático.
—A lo mejor no vuelve.
—Ayer un chico de quince años golpeó el cristal de una ventana. Estaba tratando de demostrar que podía hacer un agujero de un puñetazo, sin cortarse la mano.
—¿Y lo consiguió?
—No, le han dado doce puntos.
—Bueno, esperad un momento —interrumpió Carl—. ¿Qué os parece eso de La Ola? Todo el mundo quiere saber qué es.
—Laurie, ¿no estás tú en la clase de historia de Ross? —preguntó otro miembro de la redacción.
—En este momento, probablemente este sea el mejor artículo que pueda hacerse del insti —intervino otro chico.
Laurie asintió. Sabía que podía escribirse un artículo de La Ola, incluso un gran artículo. Dos días antes había llegado a pensar que lo que probablemente necesitaran los zánganos y desorganizados de El cotilleo fuera algo parecido a La Ola. Pero luego había desechado la idea. No podía explicar conscientemente por qué. Era esa sensación inquietante que había empezado a tener, la impresión de que quizá hubiera que andarse con cuidado con La Ola. De momento, no había dado malos resultados en la clase del señor Ross, y David le había contado que creía que estaba ayudando al equipo de fútbol americano. Pero ella no acababa de fiarse.
—¿Qué te parece, Laurie? —preguntó alguien.
—¿La Ola?
—¿Por qué no nos has hecho escribir sobre esto? —preguntó Alex—. ¿O es que quieres guardarte las historias interesantes para ti?
—No sé si tenemos suficiente conocimiento como para escribir un artículo —respondió Laurie.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Alex—. Tú eres de La Ola, ¿no?
—Sí —contestó Laurie—. Pero no lo sé…
Un par de miembros de la redacción fruncieron el ceño.
—Pues yo creo que debe aparecer un artículo sobre el movimiento en El cotilleo, por lo menos para informar de que existe —intervino Carl—. Hay un montón de chicos que quieren saber qué es.
—Sí, tenéis razón —asintió Laurie—. Trataré de explicar lo que es. Pero los demás también tenéis que hacer algo. Como faltan unos cuantos días para que salga el periódico, intentad averiguar todo lo que podáis sobre lo que opinan los alumnos de La Ola.
Desde la noche en la que había hablado con sus padres sobre La Ola durante la cena, Laurie había evitado volver a sacar el tema. Creía que no valía la pena ahondar más en la cuestión, sobre todo con su madre, que siempre encontraba algún motivo de preocupación en todo lo que hiciese, ya fuera salir por la noche con David, morder un bolígrafo o hacerse de La Ola. Laurie tenía la esperanza de que su madre se olvidara del tema. Pero aquella noche, cuando estaba estudiando en su cuarto, su madre llamó a la puerta.
—¿Puedo entrar, cariño?
—Claro, mamá.
Se abrió la puerta y apareció la señora Saunders, en zapatillas y con un albornoz de felpa amarillo. Tenía la piel de alrededor de los ojos aceitosa y Laurie pensó que se había puesto crema antiarrugas.
—¿Qué tal van las patas de gallo, mamá? —preguntó, bromeando.
La señora Saunders sonrió con ironía.
—Algún día, no te parecerá tan gracioso —dijo con el dedo en alto.
Se acercó al escritorio y miró por encima del hombro de su hija qué libro estaba leyendo.
—¿Shakespeare?
—¿Y qué esperabas? —preguntó Laurie.
—Pues cualquier cosa, menos La Ola —respondió la señora Saunders, que se sentó en la cama de su hija.
Laurie se volvió a mirarle.
—¿Qué quieres decir, mamá?
—Pues que hoy me he encontrado a Elaine Billings en el supermercado y me ha dicho que Robert es otra persona completamente distinta.
—¿Estaba preocupada? —preguntó Laurie.
—No, pero yo sí que lo estoy. Ya sabes que siempre han tenido muchos problemas con él. Elaine me ha hablado muchas veces del tema. Ha estado muy preocupada.
Laurie asintió.
—Y ahora, claro, está entusiasmada con este súbito cambio —continuó la señora Saunders—. Pero, no sé por qué, yo no me fío. Un cambio de personalidad tan radical… Es como si hubiera entrado en una secta o algo por el estilo.
—¿Qué quieres decir?
—Laurie, si te fijas en qué clase de personas acaban en las sectas, verás que casi siempre es gente que no está satisfecha consigo misma ni con su vida. Para ellos, la secta es una manera de cambiar, de empezar de cero, literalmente de nacer de nuevo. Si no, ¿cómo te explicas este cambio en Robert?
—Pero ¿qué tiene eso de malo, mamá?
—Pues que no es real, Laurie. Robert sólo puede estar seguro mientras esté en La Ola. Pero ¿qué crees que va a pasar en cuanto la deje? Al resto del mundo no le importa nada La Ola. Si Robert no estaba bien en el instituto antes de que existiera La Ola, tampoco estará bien fuera de él, donde La Ola no existe.
Laurie estaba de acuerdo.
—Pero no tienes que preocuparte por mí, mamá. Me parece que ya no estoy tan entusiasmada como hace un par de días.
—Claro, ya me suponía que no lo estarías si reflexionabas un poco —asintió la señora Saunders.
—¿Y cuál es el problema entonces?
—El problema es que los demás en el instituto se la toman muy en serio.
—¡Ay, mamá! Tú eres la única que se la toma demasiado en serio. ¿Quieres saber lo que pienso? Pues que no es más que una moda. Es como la música punk o cualquier cosa de estas. Dentro de dos meses, nadie se acordará de La Ola.
—La señora Billings me ha dicho que están organizando un encuentro de La Ola para el viernes por la tarde.
—No es más que un encuentro de motivación para el partido de fútbol americano del sábado —explicó Laurie—. La única diferencia es que lo llaman encuentro de La Ola en vez de llamarlo encuentro de motivación.
—¿En el que tienen previsto adoctrinar formalmente a doscientos nuevos miembros? —preguntó la señora Saunders con escepticismo.
—Mamá, por favor, escúchame. Te estás poniendo histérica con este asunto. No van a adoctrinar a nadie. Sólo darán la bienvenida a los nuevos miembros de La Ola. Todos estos chicos irían igualmente al encuentro de motivación. Te aseguro que La Ola no es más que un juego. Como cuando los niños juegan a los soldados. Me gustaría que pudieras conocer al señor Ross, porque entonces verías que no hay nada de que preocuparse. Es un profesor estupendo. No crearía una secta en su vida.
—¿Y a ti todo esto no te molesta nada? —preguntó la señora Saunders.
—Mamá, a mí lo único que me molesta es que haya tantos chicos de mi clase participando en un juego tan inmaduro. Supongo que puedo entender a David. Está convencido de que así su equipo va a ganar los partidos. Pero a la que no puedo entender es a Amy. Tú ya la conoces. Es una chica muy inteligente y, sin embargo, veo que se lo está tomando muy en serio.
—O sea que sí estás preocupada —constató su madre.
—Que no, mamá —señaló Laurie, moviendo la cabeza—. Esto es lo único que me fastidia y no es mucho. Te aseguro que estás haciendo una montaña de un grano de arena. De verdad, créeme.
La señora Saunders se levantó.
—Bueno, Laurie. Por lo menos, sé que tú no estás metida en este asunto. Supongo que ya es mucho. Pero, por favor, ten cuidado, cariño.
La señora Saunders se inclinó, besó a su hija en la frente y salió de la habitación.
Laurie se quedó sentada en el escritorio, pero en vez de volver a hacer los deberes empezó a morder el bolígrafo y a pensar en lo que le había dicho su madre. Estaba sacando las cosas de quicio, ¿verdad? La Ola no era más que una moda, ¿no?