Capítulo 8

8

David y Laurie vivían cerca del Instituto Gordon. David no tenía que pasar por delante de la casa de Laurie, pero desde que tenía quince años siempre había cogido esa ruta. Cuando se fijó en ella por primera vez, en el segundo año de instituto, solía ir por su calle todas las mañanas para ir al colegio, con la esperanza de pasar por delante de su casa justo en el momento en el que ella saldría para ir al instituto. Al principio, sólo conseguía encontrarse con ella una vez a la semana. Pero, a medida que pasaba el tiempo y se conocieron mejor, empezó a encontrársela con más frecuencia y, en primavera, ya iban juntos casi todos los días. Durante mucho tiempo, David pensó que era casualidad y tenía suerte porque calculaba bien la hora. Nunca se le había ocurrido que, desde el principio, Laurie le esperaba detrás de la ventana. Al principio, Laurie hacía que «se lo encontraba» sólo una vez a la semana. Luego, «se lo encontró» mucho más a menudo.

Al día siguiente, cuando David pasó a buscar a Laurie para ir al instituto, estaba emocionadísimo.

—Te aseguro, Laurie, que esto es lo que necesita el equipo de fútbol americano —explicaba mientras caminaban por la acera hacia el colegio.

—Lo que necesita el equipo es un quarterback que sepa pasar, un corredor que no sea tan patoso, un par de linebackers que no tengan miedo a placar, un tight-end que…

—¡Para! —gritó David, furioso—. Estoy hablando en serio. Ayer metí al equipo en La Ola. Eric y Brian me ayudaron. Y los chicos respondieron bien. Bueno, no es que mejoráramos mucho con sólo una sesión, pero lo sentí. Se podía sentir el espíritu de equipo. Incluso Schiller, el entrenador, estaba impresionado. Dijo que parecíamos un equipo nuevo.

—Pues mi madre dice que le parece un lavado de cerebro.

—¿Qué?

—Dice que el señor Ross nos está manipulando.

—Está loca. ¿Cómo puede saberlo? Y además, ¿qué te importa lo que diga tu madre? Ya sabes que se preocupa por todo.

—No he dicho que estuviera de acuerdo con ella.

—Pero tampoco has dicho que no lo estuvieras —dijo David.

—Sólo te estaba explicando lo que me dijo —contestó Laurie.

David no quería darse por vencido.

—¿Y ella qué sabe? Es imposible que entienda lo que es La Ola si no ha estado en la clase para ver cómo funciona. ¡Los padres siempre se creen que lo saben todo!

De repente, Laurie sintió unas ganas tremendas de llevarle la contraria, pero se contuvo. No quería pelearse con David por una cosa tan tonta. Se ponía de muy mal humor cuando discutían. Además, quizá La Ola sí fuera precisamente lo que necesitaba el equipo de fútbol americano. Lo que estaba claro era que necesitaba algo. Decidió cambiar de tema.

—¿Has encontrado a alguien para que te ayude con el cálculo?

David se encogió de hombros.

—No, los únicos que saben algo son los de mi clase.

—¿Por qué no les pides que te ayuden?

—Ni hablar —contestó David—. No quiero que sepan que me cuesta.

—¿Por qué no? —preguntó Laurie—. Estoy segura de que alguien te ayudaría.

—Seguro que sí. Pero no quiero que me ayuden.

Laurie suspiró. Era verdad que había montones de chicos que competían por las notas y por tener la mejor reputación en clase. Pero eran pocos los que se lo tomaban tan a pecho como David.

—Bueno, ya sé que Amy no se ofreció durante la comida, pero si no encuentras a nadie, yo creo que ella te ayudaría.

—¿Amy?

—Es un fenómeno en matemáticas. Me apuesto lo que quieras a que le das un problema y te lo saca en diez minutos.

—Pero ya se lo pregunté en la comida.

—Es que se hizo la tímida —explicó Laurie—. Creo que le gusta Brian y tiene miedo de intimidarle pareciendo demasiado intelectual.

David se echó a reír.

—No creo que tenga que preocuparse, Laurie. Sólo podría intimidarle si pesara cien kilos y llevara una camiseta del Clarkstown.

Ese día, cuando los alumnos entraron en clase, vieron que en la pared del fondo había un gran cartel, con el símbolo de una ola azul. El señor Ross se había vestido de una forma distinta. Normalmente llevaba ropa informal, pero hoy llevaba un traje azul, camisa blanca y corbata. Los chicos se sentaron enseguida y su profesor empezó a repartir unas tarjetas pequeñas, de color amarillo.

Brad le dio con el codo a Laurie.

—Pero si las notas aún no tocan —susurró.

Laurie miró la que le había dado a ella.

—Es un carné de socio de La Ola —susurró.

—¿Cómo? —susurró Brad.

El señor Ross dio una palmada ruidosa.

—Bien. Silencio.

Brad se colocó bien en la silla. Laurie entendía por qué se había sorprendido. ¿Carné de socio? Tenía que ser una broma. El señor Ross, que ya había terminado de distribuirlas, se dirigió hacia su mesa.

—Bueno, ahora todos tenéis vuestro carné —anunció—. Si le dais la vuelta, veréis que algunos están marcados con una X roja. Si tenéis una X roja seréis supervisores y me comunicaréis directamente a mí si hay algún miembro de La Ola que no obedece nuestras reglas.

Todos los chicos estaban dando la vuelta a sus tarjetas para ver si tenían la X roja. Los que la tenían, como Robert y Brian, estaban sonriendo. Los que no, como Laurie, parecían menos contentos.

Laurie levantó la mano.

—Dime, Laurie.

—¿Para qué sirve esto? —preguntó la chica.

Hubo un silencio en la clase y el señor Ross tardó un poco en contestar.

—¿No se te ha olvidado algo?

—¡Ah, sí! —dijo Laurie, levantándose y poniéndose al lado del pupitre—. Señor Ross, ¿para qué sirven estas tarjetas?

Ben esperaba que alguien le hiciera esa pregunta. No quedaba claro a primera vista.

—No es más que un ejemplo de cómo un grupo puede vigilarse a sí mismo —se limitó a explicar.

Laurie no tenía más preguntas y Ben se acercó a la pizarra para añadir otra palabra a las consignas de los días anteriores, «Fuerza mediante disciplina» y «Fuerza mediante comunidad». La palabra de hoy era «acción».

—Ahora que ya entendemos lo que es disciplina y comunidad, nuestra próxima lección será la acción. A la larga, la disciplina y la comunidad no significan nada sin la acción. La disciplina nos da derecho a pasar a la acción. Un grupo disciplinado que tenga una meta puede pasar a la acción para alcanzarla. Tiene que pasar a la acción para alcanzarla. Chicos, ¿creéis en La Ola?

Hubo un segundo de vacilación, pero la clase entera se puso en pie y contestó a coro.

—Señor Ross, sí.

El señor Ross asintió.

—Entonces, debéis pasar a la acción. No tengáis nunca miedo de actuar por lo que creéis. Como grupo, los miembros de La Ola tienen que actuar conjuntamente, como una máquina bien engrasada. Trabajando mucho y siendo fieles unos a otros, aprenderéis más deprisa y conseguiréis más resultados. Pero sólo podréis asegurar el éxito de La Ola, si os apoyáis y trabajáis conjuntamente, y obedecéis las reglas.

Todos los chicos estaban en pie y atentos a lo que decía. Laurie Saunders también estaba de pie como los demás, pero ya no tenía la sensación de energía y unidad de los otros días. En realidad, había algo en la clase, algo en aquella entrega y obediencia absoluta al señor Ross que le parecía casi terrorífico.

—Sentaos —ordenó el señor Ross, mientras los chicos obedecían en el acto para que el profesor continuara con la lección—. Hace unos días, cuando empezamos La Ola, me pareció que algunos os esforzabais por responder correctamente y ser mejores miembros que los demás. De ahora en adelante, quiero que esto termine. No estáis compitiendo; estáis trabajando juntos por una causa común. Tenéis que pensar en vosotros mismos como en un equipo, un equipo al que pertenecéis todos. Recordad, en La Ola todos sois iguales. Nadie es más importante o más popular que los demás y nadie debe ser excluido del grupo. Comunidad significa igualdad dentro del grupo. Vuestra primera acción como equipo será reclutar nuevos miembros. Para llegar a ser miembro de La Ola, cada nuevo alumno tiene que demostrar que conoce nuestras reglas y prometer obedecerlas de manera estricta.

David sonrió al ver que Eric le miraba y le guiñaba el ojo. Esto era lo que necesitaba oír. Había hecho bien en meter a los otros chicos en La Ola. Era por el bien de todo el mundo. Sobre todo para el equipo de fútbol americano.

El señor Ross había terminado su charla sobre La Ola. Pensaba dedicar el resto de la clase a repasar el trabajo que les había mandado hacer el día anterior. Pero de repente un alumno llamado George Snyder levantó la mano.

—Dime, George.

George se levantó de un salto y se colocó al lado de su pupitre al oír su nombre.

—Señor Ross, por primera vez siento que formo parte de algo. Algo importante.

Los demás alumnos le miraron sorprendidos. Al sentir cómo se le clavaban los ojos de todos, George, algo azorado, empezó a sentarse. Pero Robert se levantó entonces con la misma rapidez.

—Señor Ross —dijo con orgullo—. Entiendo lo que siente George. Es como volver a nacer.

Nada más sentarse Robert, fue Amy la que se levantó.

—George tiene razón, señor Ross. A mí me pasa lo mismo.

David se alegró. Comprendía que lo que había hecho George era sensiblero, pero Amy y Robert habían hecho lo mismo para que no se sintiera estúpido y solo. Esto era lo mejor de La Ola. Que se apoyaban unos a otros. Ahora se levantó él.

—Señor Ross, me siento orgulloso de La Ola.

Esa explosión de inesperadas declaraciones sorprendió a Ben. Quería continuar con la lección de historia que tocaba, pero de repente entendió que debía seguir la corriente un poco más. De una forma casi inconsciente, sentía hasta qué punto querían ser guiados los chicos y pensó que no podía negarse.

—¡Nuestro saludo! —ordenó.

La clase entera se puso en pie al lado de los pupitres e hizo el saludo de La Ola. Luego vinieron las consignas: «¡Fuerza mediante disciplina! ¡Fuerza mediante comunidad! ¡Fuerza mediante acción!».

El señor Ross empezó a recoger los apuntes, cuando vio que los alumnos volvían a hacer el saludo y a repetir las consignas a coro, esta vez sin que él lo hubiera pedido. Luego se hizo un silencio. El señor Ross miró asombrado a sus alumnos. La Ola ya no era sólo una idea o un juego. Era un movimiento que estaba vivo en los chicos. Ahora ellos eran La Ola y Ben comprendió que si querían, podían actuar por su cuenta, sin él. Esta idea podía haber sido aterradora, pero Ben tenía la seguridad de que como líder podía controlarles. Sin duda, el experimento resultaba cada vez más interesante.

Ese día, a la hora de comer, todos los miembros de La Ola que estaban en el comedor se sentaron en la misma mesa. Brian, Brad, Amy, Laurie y David estaban entre ellos. Al principio, Robert Billings dudó si unirse o no a ellos, pero David, nada más verle, insistió en que se sentara en su mesa, porque ahora todos formaban parte de La Ola.

Muchos de los chicos se mostraban entusiasmados con lo que estaba pasando en la clase del señor Ross. Laurie no veía ningún motivo para hablar mal de La Ola, pero no acababa de sentirse a gusto con todos aquellos saludos y consignas.

—¿No hay nadie que note algo extraño en todo esto? —preguntó por fin, aprovechando una pausa de la conversación.

—¿Qué quieres decir? —preguntó David, mirándola.

—No sé —contestó Laurie—. Pero ¿no os resulta un poco raro?

—Es que es muy distinto de todo lo demás —aclaró Amy—. Por eso resulta raro.

—Es verdad —intervino Brad—. Es como si ya no hubiera grupitos. Ostras, a mí, lo que más me revienta a veces del insti es esto. Estoy harto de tener la impresión de que todos los días son un concurso de popularidad. La Ola es genial por este motivo. Ya no tienes que preocuparte de si eres popular o no. Todos somos iguales. Todos formamos parte de la misma comunidad.

—¿Y crees que a todo el mundo le gusta esto? —preguntó Laurie.

—¿A quién no? —replicó David.

Laurie notó que se ruborizaba.

—Yo no estoy muy segura de que me guste.

Brian, de repente, sacó una cosa del bolsillo y se la enseñó a Laurie.

—Oye, no te olvides de esto.

Lo que tenía en la mano era la tarjeta de socio de La Ola, con la X roja en el reverso.

—¿Que no me olvide de qué?

—Ya lo sabes —dijo Brian—. De lo que nos dijo el señor Ross sobre informar de la gente que quebrantaba las reglas.

Laurie se quedó helada. No podía estar hablando en serio. Luego Brian empezó a reírse y ella se relajó.

—Además, Laurie no está quebrantando ninguna regla —aclaró David.

—Si de verdad estuviera en contra de La Ola, sí —precisó Robert.

Todos enmudecieron, sorprendidos de que Robert hubiera dicho algo. Como normalmente no decía nunca nada, algunos ni siquiera estaban acostumbrados a oír su voz.

—Lo que quiero decir es que la idea de La Ola es precisamente que los que están en ella la apoyan —explicó Robert muy nervioso—. Si somos una verdadera comunidad, todos tenemos que estar de acuerdo.

Laurie iba a decir algo, pero se contuvo. Era La Ola la que le había dado valor a Robert para sentarse en la mesa con ellos y participar en la conversación. Si ahora se ponía a hablar en contra de La Ola, era como dar a entender que Robert tenía que volver a sentarse solo y no formar parte de su «comunidad».

Brad le dio una palmada a Robert en la espalda.

—Me alegro de que te hayas venido con nosotros.

Robert se puso colorado.

—¿Me ha pegado algo en la espalda? —le preguntó a David.

Todos los que estaban en la mesa se echaron a reír.