Capítulo 7

7

Aquella noche, Laurie Saunders contó a sus padres lo que habían hecho los dos últimos días en la clase de historia. La familia Saunders estaba en el comedor, terminando de cenar. Durante gran parte de la cena, el padre de Laurie había estado describiendo, uno por uno, los setenta y ocho golpes que había dado aquella tarde en su partido de golf. El señor Saunders dirigía una sección de una importante compañía de semiconductores. La madre de Laurie decía que no le importaba que tuviera esa pasión por el golf, porque le servía para quitarse de encima todas las presiones y disgustos que tenía en su trabajo. Decía que no podía explicarse cómo lo hacía pero que, mientras volviera a casa de buen humor, no pensaba llevarle la contraria.

Laurie tampoco pensaba hacerlo, aunque a veces se aburría como una ostra oyendo a su padre hablar de golf. Aunque le gustaba que fuera tranquilo y no un saco de nervios como su madre, que probablemente era la mujer más inteligente y perspicaz que conocía Laurie. Dirigía, casi sin ayuda de nadie, la Liga de Mujeres Votantes de la zona y tenía tanta astucia política que todos los aspirantes a ocupar algún cargo político local acudían a ella para pedirle consejo.

Era una mujer divertidísima cuando las cosas iban bien. Tenía muchísimas ideas y se podía hablar con ella durante horas y horas. Pero otras veces, cuando Laurie estaba preocupada por alguna cosa o tenía algún problema, su madre era inaguantable: no había manera de ocultarle nada. Y en cuanto Laurie le contaba lo que le pasaba, ya no volvía a dejarla en paz.

Cuando empezó a contarles a sus padres lo de La Ola, lo hizo más que nada porque ya no podía soportar que su padre siguiera hablando de golf ni un minuto más. Y sabía que su madre también estaba harta de oírle. La señora Saunders se había pasado el último cuarto de hora rascando con la uña una mancha de cera que había en el mantel.

—Fue increíble —dijo Laurie al hablar de la clase de historia—. Todo el mundo hacía el saludo y repetía las consignas. Era imposible no dejarse arrastrar. Era como si realmente quisiéramos que aquello funcionara. Sentías toda esa energía a tu alrededor…

La señora Saunders dejó de rascar el mantel y miró a su hija.

—No sé, Laurie; me parece que no me gusta. Parece demasiado militarista.

—Vamos, mamá; siempre te lo tomas todo al revés. No tiene nada de militar. Además, para comprenderlo realmente, tienes que estar allí y sentir la energía positiva que se respira en la clase.

El señor Saunders se mostró más propicio.

—Si he de decir la verdad, yo estoy a favor de todo lo que haga que los chicos presten atención hoy en día.

—Pues esto es lo que está pasando, mamá —explicó Laurie—. Hasta los peores alumnos están interesados. ¿Sabes Robert Billings, el raro de la clase? Pues también forma parte del grupo. Y nadie se ha metido con él en los dos últimos días. No me digas que eso no es bueno.

—Pero se supone que vais allí a aprender historia —arguyó la señora Saunders—. No a aprender a formar parte de un grupo.

—Bueno, ya sabes que los que levantaron este país formaban parte de un grupo, los colonos puritanos, los primeros colonos de Nueva Inglaterra —intervino su marido—. Yo no veo nada malo en que Laurie aprenda a cooperar. Si yo tuviera más cooperación en la fábrica, en lugar de esas constantes rencillas y críticas, y de que cada uno velara por sus propios intereses, no iríamos atrasados en la producción este año.

—Yo no he dicho que cooperar esté mal —contestó la señora Saunders—. Pero lo que sí digo es que la gente tiene que hacer las cosas a su manera. Cuando se habla de la grandeza de este país, se habla de unas personas que no tenían miedo de actuar como individuos.

—Mamá, creo que no lo has entendido. Lo que ha hecho el señor Ross ha sido encontrar la manera de que todo el mundo participe. Y seguimos teniendo que hacer los deberes. No es que nos hayamos olvidado de la historia.

Pero su madre no estaba dispuesta a dejarse convencer.

—Todo esto me parece muy bien. Pero creo que no es lo que te conviene, Laurie. Cariño, nosotros te hemos educado para que tengas tu propia personalidad.

El señor Saunders se dirigió a su mujer.

—Cielo, ¿no crees que estás tomando todo esto demasiado en serio? Es fantástico que los chicos tengan una pizca de espíritu de comunidad.

—Papá tiene razón, mamá —asintió Laurie sonriente—. ¿Acaso no has dicho siempre que yo era demasiado independiente?

La señora Saunders no tenía ganas de reír.

—Cariño, sólo te pido que no olvides que lo más popular no es siempre lo más acertado.

—¡Ay, mamá! —exclamó Laurie, cansada de que su madre no quisiera comprender su punto de vista—. O eres muy cabezota o no has entendido ni una sola palabra.

—Es verdad, cielo —añadió el señor Saunders—. Estoy seguro de que el profesor de historia de Laurie sabe muy bien lo que hace. No hagas una montaña de un grano de arena.

—¿No te parece peligroso permitir que un profesor manipule de esta manera a sus alumnos?

—El señor Ross no nos está manipulando —afirmó Laurie—. Es uno de los mejores profesores que tengo. Sabe lo que hace y, que yo sepa, lo que está haciendo es por el bien de la clase. Ya quisiera yo que los otros profesores fueran tan interesantes como él.

Su madre parecía dispuesta a continuar la discusión, pero su marido cambió de tema.

—¿Dónde está David? —preguntó—. ¿No va a venir hoy?

David solía pasarse por allí a última hora de la tarde, generalmente con el pretexto de que iba a estudiar con Laurie. Pero siempre acababa metiéndose en el estudio con el señor Saunders para hablar de deportes o de ingeniería. Como David quería estudiar ingeniería y el señor Saunders era ingeniero, tenían mucho de que hablar. El señor Saunders también había sido jugador de fútbol americano en el instituto. Una vez, la madre de Laurie le había dicho que era una bendición que se llevaran tan bien.

—No va a venir —dijo Laurie—. Está en casa, haciendo los deberes de historia de mañana.

El señor Saunders se quedó muy sorprendido.

—¿David, estudiando? Esto sí que es preocupante.

Como Ben y Christy Ross trabajaban todo el día en el instituto, se habían acostumbrado a compartir muchas de las tareas domésticas: cocinar, limpiar y hacer los recados. Aquella tarde, Christy tenía que llevar el coche al taller para que le cambiaran el silenciador y Ben había dicho que cocinaría él. Pero después de la clase de historia estaba demasiado preocupado para cocinar. Por eso, de regreso a casa, entró en un restaurante chino y compró unos cuantos rollitos rellenos de huevo y huevos foo yung.

Cuando llegó Christy, ya casi a la hora de cenar, vio que la mesa no estaba puesta y continuaba llena de libros. También vio las bolsas de papel marrón encima del mármol de la cocina.

—¿A esto le llamas tú una cena?

Ben levantó la cabeza de la mesa.

—Lo siento, Christy. Es que estoy muy preocupado con esta clase. Y tengo que preparar tanto material que no he querido perder el tiempo cocinando.

Christy asintió. Como no lo hacía cada vez que le tocaba cocinar, por esta vez, se lo perdonaría. Empezó a desempaquetar la comida.

—¿Y cómo va tu experimento, doctor Frankenstein? ¿Ya se han vuelto contra ti tus monstruos?

—Todo lo contrario —contestó su marido—. De hecho, se están convirtiendo en seres humanos.

—¡No me digas!

—Pues sí; ninguno de ellos va atrasado con la materia. Incluso hay algunos que van adelantados. Es como si de repente les gustara ir bien preparados a clase.

—O como si de repente les diera miedo no ir preparados —comentó Christy.

Pero Ben no hizo caso del comentario.

—No, creo que de verdad han mejorado. Por lo menos, se portan mejor.

Christy movió la cabeza.

—No podemos estar hablando de los mismos chicos que tengo yo en música.

—Por supuesto, es asombroso, pero están mucho más contentos contigo cuando eres tú el que toma las decisiones.

—Claro, porque eso implica menos trabajo para ellos. No tienen que pensar por sí mismos —dijo Christy—. Pero ahora deja de leer y aparta unos cuantos libros para que podamos cenar.

Mientras Ben hacía sitio en la mesa, Christy empezó a poner la comida. Al ver que su marido se levantaba, creyó que iba a ayudarle, pero empezó a ir de un lado a otro de la cocina, muy pensativo. Christy siguió poniendo la mesa, pero ella también estaba pensando en La Ola. Había algo que no le gustaba, algo relacionado con el tono de voz de Ben cuando hablaba de su clase, como si ahora sus alumnos fueran mejores que los del resto del instituto.

—¿Hasta dónde te propones llegar con esto, Ben? —preguntó, al sentarse en la mesa.

—No lo sé —contestó Ross—. Pero creo que podría ser emocionante descubrirlo.

Christy miró a su marido, que continuaba pensativo, yendo de un lado para otro de la cocina.

—¿Por qué no te sientas? Se te enfriarán los huevos foo yung.

Ben se acercó a la mesa y se sentó.

—¿Sabes? Lo gracioso es que yo también me estoy dejando llevar por el experimento. Es contagioso.

Christy asintió. Lo que había dicho era evidente.

—A lo mejor te estás convirtiendo en un conejillo de Indias de tu propio experimento.

Se lo dijo como una broma, pero tenía la esperanza de que Ben se lo tomara como una advertencia.